LA BATALLA DEL KURUKSHETRA

VOLUMEN I DE LA GRAN ÉPICA DEL
MAHABHARATA


HABLA ASHWATTHAMA


Durante mucho tiempo pensé que era porque había pedido leche. Soñé con la masacre y desperté aferrando mi arco. Me pareció tan real que sentí la mano viscosa de sangre y tuve que estregarla sobre el pecho. Mientras la sangre, irreal, se mezclaba con el sudor que cubría mi piel, me incorporé para volver a pensar: Dieciocho ejércitos barridos; once de los nuestros y siete de los suyos. Empezaría multiplicando por once, veintiún mil ochocientos setenta elefantes, ciento nueve mil ochocientos cincuenta soldados de a pie, sesenta y cinco mil seiscientos diez caballos... Un vano ejercicio de exorcismo. Lo que yo vi, una y otra vez, era un inmenso rey, nuestro Bhurisravas, el muñón del brazo sangrándole... y la sangre bañando la tierra. Estaba sentado en meditación cuando lo mataron, tan deshonrosamente como nosotros matamos a los hijos de los Pandavas y a su tío mientras dormían.

Oí las caracolas y trompas y tambores de guerra el primer día de batalla y vi, con el primer sol, al Gran Patriarca Bhishma, nuestro General, en su carruaje de plata, la luz centelleando en el blanco de su cabello, el blanco de sus ropajes y en los flancos de sus corceles blancos. Yo estaba orgulloso de mandar la guardia de Bhishma. Lo más importante de esta guerra era mantenerlo con vida y luchando. Él era nuestra conciencia, nuestra virtud, y, cuando se dirigió a nosotros, mi corazón pausó con orgullo y amor. Mis amigos estaban al otro lado, pero al final, esto dejó de importar.

Como siempre, el mensaje de Bhishma fue el idóneo. Era vergonzoso para un miembro de la casta de los guerreros morir en la cama. Debíamos estar dispuestos a vencer o morir. Los que mueren en batalla ganan el cielo. Era como una promesa del Supremo Creador. La piel de mi frente tembló bajo mi gema protectora. Bhishma, al hablar, te hacía sentir sed de muerte. Hacía de ti lo que quería. Su flameante enseña de cinco estrellas y una palmera áurea tremoló. Cuando cesó, un silencio pasó sobre los dos ejércitos como una brisa muriente. Mi vista se agudizó. Distinguí, entre todos los de los Pandavas, el carro de oro de Krishna y Arjuna con los blancos caballos. Sobre él, ondeaba el emblema del mono. Krishna y Arjuna allí, y yo aquí, al otro lado. Mi corazón se volvió dolorosamente hacia ellos. Eran más hermosos que Bhishma. Hasta el gran mono, nuestro Señor Hanuman, parecía saltar al cielo.

Volví en mí examinando los ángulos de su formación Vajra, el rayo de Indra, tan simple y letal.

¿Supe entonces que seríamos vencidos?

Creo que sí, pero un halo resplandeciente en torno al mayor de los hermanos Pandava detuvo mis pensamientos. Yudhisthira había dejado armas y armadura. Caminaba hacia nosotros con pies desnudos. Era un largo trecho a través de un terreno llano, recién humedecido para la batalla, pero vi el pie derecho de Yudhisthira levantar una tenue nube de polvo. ¿Prevalecería su pasión por la paz? Tantas veces habíamos dicho que no era un rey guerrero, sino un brahmín. Pero hay insultos que deben de despertar la ira del Creador. No me gustó que se faltase al honor. Los reyes guerreros eran tigres, no ciervos. Bhima, el nacido del viento, era siempre el primero en desenfundar su espada, pero ahora seguiría al Primogénito; así lo haría Arjuna y, detrás de él, a la distancia de un tiro de arco, los mellizos, el oscuro Nakula y el blondo Sahadeva, moviéndose con la undosa gracia de los dioses.

Cuando Yudhisthira, el Primogénito, cayó de rodillas ante el Patriarca, me encontraba lo bastante cerca para ver las lágrimas de sus ojos. Los cinco hermanos estaban arrodillados,alzados los rostros hacia Bhishma anciano. El Primogénito pedía su bendición.

“Asegúranos que seremos victoriosos, Gran Patriarca,” le dijo. Bhishma era viejo y sagrado, y difícilmente nada le afectaba ya, pero ahora estaba conmovido. Sonrió levemente, entrecerrados los ojos. “Tenéis a Krishna.” Pausó. “Sabes que el honor me obliga a apoyar a tu primo Duryodhana. He comido su sal. Conoces el Dharma tan bien como yo.” Durante el largo silencio que siguió, Bhishma se inclinó y bendijo a sus nietos Pandavas, uno por uno, poniendo la mano sobre sus cabezas. Primero Yudhisthira, el que más se le parecía; a él le dedico la bendición más larga. Después Bhima. Después Arjuna. Sus manos dejaron la cabeza de Arjuna demasiado pronto, pensé, pero esto podía ser porque yo aún amaba a Arjuna más que a nadie. Algunas cosas nunca cambian en el corazón, no importa lo que pienses con la cabeza. Dicen que un brahmín es todo cabeza y no tiene corazón, pero el mío seguía dominándome. Ahora los mellizos.

Nuestro ejército, que se había cerrado detrás de los cinco hermanos, volvió a abrirse para dejarlos retornar. El sol emergía y golpeó como el rayo el metal de las armaduras que aquéllos tornaban a vestirse. El silencio se quebró con el repicar de armas y armaduras cuando los guerreros subieron a sus carruajes.  Luego el sonido desgarra el aire... la caracola del Gran Patriarca, potente y pletórica, taladra el cielo; conchas que contestan a conchas, crescendo de tambores de guerra, trompas alzadas, joyas y coronas y guirlandas de los magnos guerreros, carruajes, y el sol que arranca destellos a un millón de metales. Hasta las sedas y pieles de los hombres ardían de luz, y las gemas en las cabezas belígeras y las armaduras de los elefantes recién bañados. Los olores de los animales, de las armas ungidas y los cueros pulidos, los perfumes de las guirnaldas de los guerreros, eran más embriagadores que el vino de miel.

Bhishma elevó su grito de guerra. Era como Indra enfurecido. En batalla siempre debía recordarme a mí mismo que este sonido provenía del Gran Patriarca Bhishma, pues en el consejo nunca alzaba su voz. Tampoco lo hizo en el juego de dados. Arjuna esperó a que el último eco se extinguiese. El estallido de la caracola de Arjuna, Devadatta, la de las notas puras, hizo que se me erizara el vello de los brazos. Bhima alzó la suya y entonó su salvaje melodía. Luego el Primogénito, firme y amenazador. Después las de los hermosos mellizos. Luego caracola tras caracola, símbolos sonoros de reyes y príncipes. Las conchas de los hijos de los hermanos Pandava lanzaron sus desafíos. Después fue el turno de Kasi; luego Sikhandin, el hijo de Drupada, que causaría la muerte del gran Bhishma. En el aire pendían las notas y, mientras una solapaba a la otra, se estremecía el espacio.

Todo ello resuena en mis oídos y vuelvo a ver, como mirando el terreno desde una gran altura, desde el cielo de Indra al que irían todos, a aquellos guerreros, fragantes tras sus abluciones matinales, inmaculados, con el cabello recogido para el combate, y veo sus escudos y armas contra el sol recién alzado. Un terrible jardín hicieron de la tierra parda del Kurukshetra.

Dieciocho días y de su bando murieron todos menos Krishna y los cinco Pandavas. Del nuestro, quedamos Kripa, Kripavarma y yo mismo, condenado por la maldición de Krishna a vivir eternamente.
De los noventa y nueve hermanos de nuestro Duryodhana, únicamente el noble Yuyutsu sobrevivió para continuar con la línea del anciano rey ciego. Fue al final de los veintiún días, cuando toda lucha hubo terminado, que Kunti, la madre de los Pandavas, y la reina Draupadi se encontraron y vertieron lágrimas. De su lado, todos los hijos de los Pandavas habían sido asesinados por nosotros, pero los cinco hermanos Pandava vivían. Esposas y madres se inclinaban sobre sus muertos, lamentándose; era como si nadie en el mundo quedase entero. No había ya nada por hacer más que incinerar los cuerpos de los grandes héroes.
Después de aquello, con el dulce hedor suspendido como la fragancia de una rosa envenenada sobre Kurukshetra, vino lo peor para mí, mucho peor que todo lo vivido.

Seguí pensando, como lo había hecho tanto tiempo, como un niño culpable, que la causa de todo era que había pedido leche.

Aun cuando esta idea pueril empezó a desvanecerse, el conocimiento de todo aquello por lo que yo tenía que responder me atormentaba. Una cosa era consecuencia de la otra. Permitid que me explique.

Debía de tener tres o cuatro años, cuando mi madre me encontró llorando en un rincón de nuestro refugio en el bosque. Unos peregrinos se habían detenido y, respetuosamente, preguntaron por mi padre. Una de las mujeres había dado a su hijo leche para beber de una calabaza. Las gotas que quedaron sobre su rostro eran como las perlas de los ricos.

“¿Qué es?”, pregunté a la mujer, sorprendido. “¿Qué es qué?”, preguntó ella, con sorpresa mayor. Puse mi pequeño dedo sobre los labios del niño. “Éstos son sus labios.”
“No, esto”, dije, mostrando mi dedo mojado de leche. “¿Qué?, esto es leche. ¿No sabes qué es la leche?”
Sacudí la cabeza. En su rostro capté el principio de un nuevo semblante sustituir a su sorpresa. Ahora sé que era compasión. Al momento entró mi madre y se me llevó a un rincón de nuestra estancia.
Sabía que ella no quería hablar de esto. La leche había sido un tema prohibido desde el día en que volví a casa después de oír hablar de ella a otros niños. Mencionar la leche siempre la hacía infeliz, y a mí también, pero además me producía curiosidad.

Cuando nadie miraba, me chupé el dedo. Incluso esa gota casi seca sabía a néctar. Cuando Drona, mi padre, regresó a casa, yo pedía leche a gritos y mi madre aparentó por un rato seguir aventando arroz. De repente se volvió, con lágrimas arrasándole las mejillas.

“Está bien vivir una vida virtuosa. Está bien vivir con sencillez y no codiciar lo que otros tienen, pero somos brahmines, mi Señor, y no tenemos ni una vaca. Ésta es la tercera vez que el niño pide leche.”
No podía recordar la segunda, y nunca he sido capaz de determinar si mi madre la había inventado en su desesperación. Mi padre abandonó nuestra ermita sin pronunciar palabra. Estuvo fuera unos días y, cuando retornó, no fue con leche ni con una vaca, sino con la noticia de que nos iba a llevar a Hastinapura, a la corte del rey ciego Dhritarastra. Allí le pediría al hermano de mi madre, Kripa, que le proporcionara trabajo, que le permitiera instruir a los nietos de Bhishma en las artes marciales que él había aprendido del más grande de todos los maestros, el propio Bhagavan Bhargava.

Mi padre ya no fue el mismo después de este viaje. Toda su vida continuó siendo bueno y cariñoso conmigo, pero una esencial dulzura había se había secado él. Nunca más volví a verla.
Esto es lo que había sucedido.

Cuando mi padre estudiaba en su primer ashram, con el príncipe Drupada, nació entre ellos una amistad especial y, por alguna razón, Drupada ofreció al joven brahmín Drona la mitad de su reino. Acaso fue una expresión impulsiva de amor y admiración. Sin duda, un reino parecía tener mucho menos valor en la juventud de Drupada que años más tarde, cuando mi padre, en su ingenuidad de brahmín pobre, fue a recordarle su promesa.

Nunca pude entender qué fue lo que encolerizó tanto al Rey Drupada pese a ser un hombre que amaba la justicia. Probablemente, si mi padre lo hubiera abordado con tacto, Drupada lo habría mandado a casa con tantas vacas que no habría sabido qué hacer con ellas, pero en mi padre había siempre una rigidez especial y, desde luego, un orgullo que cuadraba a la perfección con su vida solitaria. En el bosque, al menos, casi nunca caía en la ira y, como ya he dicho, fui yo, con mi anhelo de leche, quien lo llevó a Drupada. Allí recordó al rey de Panchala que le había prometido la mitad de su reino y, aunque no se lo exigió abiertamente, puedo imaginar la falta de ceremonia con la que instó a Drupada a aceptarlo en su corte. Drupada tuvo que sentir entonces el fiero orgullo de Drona, discípulo de Bhargava, que odiaba a los guerreros. No había rastro de humildad en mi padre, y el rey probablemente estuvo en lo cierto, pues, aun tras la humillación infligida por Panchala, mi padre se comportó en la corte de los Kurus más como rey que como brahmín. Vestía seda blanca y oro. Yo era tratado como un príncipe aunque conocía los Vedas y Vedangas, no como los príncipes, sino con el conocimiento secreto de un brahmín.

Cuando mi padre retornó de su entrevista con Drupada, un amargo silencio selló su boca; más tarde supe lo que había ocurrido. Drupada lo había despreciado. La sola idea de tener en su corte a este brahmín molesto, virtuoso, posiblemente ambicioso y egocéntrico, tuvo que irritalo. Incluso pudo haberlo alarmado. Le explicó a mi padre algo parecido a que un hombre pobre no podía esperar ser amigo de un hombre rico. Mi padre había despertado en él un demonio de crueldad: “Mira, dos hombres pobres pueden ser amigos. ¿Por qué no te buscas un brahmín pobre, si necesitas un amigo? Mis amigos tienen que ser reyes guerreros poderosos. Lo que propones...” y Drupada rió a carcajadas, espantando tal posibilidad con un gesto de su mano enjoyada.

“Vamos, Drona, olvida aquella efusión pueril,” rió de nuevo. “Y ahora, dime ¿qué puedo hacer por ti?”
Esto ocurrió en presencia de sirvientes y cortesanos. Los rostros de los dos criados que le abanicaban con flabelos de pluma de pavo real no se inmutaron, pero otros sonrieron, situados alrededor de mi padre, bajo el estrado del rey, como el suplicante que él era sin comprenderlo. Nunca supe si Drupada mitigó sus insultos ofreciéndole hospitalidad y presentes; era impensable no hacerlo tratándose de un huésped brahmín. Hubo cosas que nadie me contaría.

Tantas cosas que nunca se sabrán... ¿Insultaba Drupada sólo a mi padre, a quien tanto parecía haber amado una vez o, a través de Drona, al maestro de armas de mi padre, a Bhargava, que a la casta de los guerreros odiaba? Fuera lo que fuese, había lanzado una flecha de punta de serpiente directa al orgullo de mi padre. Drona quedó contemplándolo sin pronunciar palabra, al mismo tiempo volvió su mirada hacia el interior con esa fría destreza que temperamento y entreno habían forjado en él. Toda la dulzura que le había llevado a Drupada ardió en un inmenso y voluptuoso sueño de venganza. Dejó el lugar, mudo, y se fue directo a Hastinapura a ver a su cuñado Kripacharya, hermano de mi madre y preceptor de los príncipes Kurus.
Después de pasar algunos días en casa de su cuñado, intentando calmarse, mi padre partió en dirección al palacio. Nunca me contó con qué intenciones dejó la casa de mi tío, ni si tenía intención alguna. Pero los dioses que presidieron la gran Batalla del Kurukshetra tuvieron que guiarlo hasta su cita. Incluso en los días en que más culpable me sentía, recordé el destello de triunfo y satisfacción en los ojos de mi padre al hablarnos de su primer encuentro con Arjuna. No comprendí al principio, y tardé mucho tiempo en comprender, las implicaciones de la historia de mi padre. Lo que yo recordaba, y recordaré siempre, era el triunfo en sus ojos fundido con el amor cuando pronunciaba el nombre de Arjuna y, aunque todos los príncipes Kurus y Pandavas aparecían en su historia, había momentos en que era como si estuviera a solas con Arjuna; y así debió de haber sido cuando, por primera vez, se encontraron y se miraron a los ojos. Durante mucho tiempo ésta fue otra de mis fantasías: Arjuna era un dios. Cuando llegué al palacio y lo vi por primera vez, mi opinión no cambió. Había allí docenas de príncipes, bellos y ricamente ataviados, pero le vi a él, oscuro y ardiente. Se reclinaba en la columna con la gracia de los bailarines esculpidos en ella. Fue como si hubiera encontrado la leche soñada. Fui directo hacia él. Mi padre tuvo que agarrarme para que me postrara ante el rey ciego. Mientras lo hacía, seguía suspirando por Arjuna. En toda mi vida, sólo Krishna, su primo, hizo que siempre me estremeciera así. Arjuna era parte de Krishna y Krishna era un dios.

La gente decía que mi padre amaba a Arjuna más que a mí, su único hijo, y yo me sentía orgulloso porque ello hacía de Arjuna mi hermano.

Si puede decirse de mí que mi anhelo de leche destruyó la raza de los kshatriyas, también podría decirse de la envidia de Duryodhana, o de la locura del ciego rey Dhritarastra. ¿Y no podría decirse de la indiferencia del viejo Patriarca Bhishma que le privó de la pasión necesaria para impedir la atrocidad perpetrada contra los Pandavas? ¿O de la astuta perversidad de Sakuni, que nadie discutía? ¿Y qué del largo sufrimiento de Yudhisthira, el hermano mayor de Arjuna e hijo del mismísimo Señor de la Justicia?

No acabaría nunca. Podría decirse que la pérdida final del Dharma, la justicia, el orden y el honor empezó cuando Abhimanyu, el hijo de Arjuna, penetró cabalgando en la formación lotiforme del chacra. Esto deshizo nuestro código de honor y reveló la negra noche que había detrás.

Nada de esto sería verdad.

Al cabo de muchos largos años en la ermita de Vyasa, cuando mi rostro hubo perdido la expresión animal que adquirió tras haber cometido la última, la más grande y monstruosa de las atrocidades contra los Pandavas -asesinar a sus hijos mientras dormían-, comencé a ver que la falta no estaba en la sed de leche, ni siquiera de sangre. Después de todo, cuando todo estaba dicho y hecho, y todos habían muerto... excepto yo, la causa no tenía nada que ver con ganar o perder un reino, con el honor y el deshonor.
Si se habla en términos de bien y mal, Sakuni y su sobrino Duryodhana, el consentido príncipe, actuaron mal por consejo del tío. ¿Y yo?

Sí, yo me había vuelto el mal. El mal penetró en muchos de nosotros... aunque no en todos: no en el Patriarca ni en Yudhisthira, su nieto, que luchó contra él.

¿Y qué de la acción de Bhima, el nacido del viento, cuando, haciendo caso omiso del código de caballería, atacó a Duryodhana por debajo de la cintura, quebrando sus muslos y dejándolo morir como a una serpiente aplastada?

Krishna estaba por encima del bien y del mal. Krishna era Krishna, y acaso lo primero que aprendí al emerger de las sombras fue que estos opuestos se confunden, como la noche y el día en el ocaso y la aurora, como el sol naciente cuando la luna está en el cielo.

Esto Krishna ya se lo había revelado a Arjuna; pero hasta Arjuna, que era parte de Krishna, lo olvidó en los días sangrientos. Las fuerzas del mal se habían desbordado y era necesario contenerlas y reconducirlas. ¿Y si millones de aldeanos eran arrasados por la inundación?

El destino es destino. Nosotros, apoyando al caprichoso príncipe Duryodhana, teníamos que perder. Los hermanos Pandava, los cinco, sobrevivieron y triunfaron. Y no, en definitiva, porque ellos fueran buenos y nosotros malos. Tampoco porque el destino se negase a dejarse contener, sino por Krishna... Krishna que, aunque no disparó una sola flecha, estaba de su lado.

Esto fue lo primero que vi, a pesar de haberlo sabido desde el principio.

Luego, porque Krishna me maldijo con la inmortalidad, aun siendo una bendición, vi lo otro.

Vi por qué la raza de los kshatriyas tuvo que ser destruida.

En realidad, la historia empieza mucho antes de que yo naciera, cuando Shantanu, el padre de nuestro Gran Patriarca Bhishma, reinaba en Hastinapura. Bhishma y su madre Ganga se habían separado del Rey Shantanu en extrañas circunstancias. El niño fue hallado años más tarde en la orilla del Ganges, arrojado por la corriente. Nunca había habido, durante los años de soledad del Rey Shantanu, un heredero incontestable y pocas veces se había conocido un príncipe tan admirable y versado en las artes de la guerra, en la ciencia política y los shastras. El pueblo casi contemplaba la muerte del anciano y quebrantado rey con la esperanza de que una era dorada le sobrevendría. Mientras tanto, a las gentes les resultaba entrañable ver al viejo monarca y a su hermoso hijo pasearse en el carruaje, bajo la sombrilla real, por las anchas avenidas: un centelleo de blancura contra el cielo.

Pero lo que habría de ocurrir era algo totalmente distinto, y tanto más sorprendente si se tiene en cuenta la pasión del rey por su hijo.

Parece como si lo inesperado estuviese tan imbricado con el destino como disuelta está la sal en el mar. El rey se enamoró de la hija de un pescador. Shantanu nunca había vuelto a amar desde que Ganga, su primera mujer, lo abandonara. Quizás los años de soledad, sencillamente, lo habían abrumado hasta un punto indescriptible, o quizás en la muchacha había un destello de la diosa Ganga a la que amara y con la que había vivido ocho grotescos, maravillosos años: pues Ganga había matado a cada uno de los siete hijos que le diera y le había dejado con el octavo, que sería conocido por Bhishma. Al prohibirle ahogar a Bhishma, el Rey Shantanu rompía su promesa de no interferir jamás en sus acciones y Ganga lo abandonó. O al menos, así se cuenta la historia.

Cuando se enamoró por segunda vez, abordó directamente al padre de la muchacha y le dijo que quería desposar a su hija. El hombre, que era el jefe de aquella aldea de pescadores junto al río, respondió que daría su hija a “vuestra noble persona” con una condición. El rey, loco de amor y ebrio por la fragancia a pétalos de la niña, pensó que le pediría una choza nueva, una copa de plata o, en el peor de los casos, una invitación a la corte.

“Sí. Sí, ¿qué puedo ofrecerte?”, dijo.
“Debéis prometerme que su hijo será el próximo rey de Hastinapura. Tal es su destino.” Siempre me imagino al pobre rey, con aquel olor a pescado y algas en las narices, alzando la vista con desesperación hacia el azul del cielo desde el que acababa de llegar lo que yo, en su sitio, habría considerado el segundo fustigazo de lo Alto. Aun bajo el sortilegio de la aldeana, recordó los rostros amados de Ganga y su hijo. Bhishma era el Yuvaraj, el príncipe heredero. Shantanu, desde luego, haría honor a la promesa que diera a ambos... y, con una soledad nueva y más profunda, retornó a su hijo.

Su cuerpo estaba en Hastinapura, mas su corazón rebosante de anhelo era como un pez recién pescado a la orilla del Yamuna. No iba ya a cazar, y la sombrilla real se convirtió en un inusual espectáculo.

Todos los intentos de Bhishma por hallar la causa del desaliento de su padre fueron respondidos con suspiros y negaciones; pero un día, al ser presionado por su hijo, el rey Shantanu recurrió a un antiguo refrán: “Un solo hijo es hijo ninguno.” Y prosiguió: “Tú vales lo que cien hijos. Pero me turba la idea de que algo pueda pasarte. Tus siete hermanos fueron ahogados al nacer por tu madre, que había prometido liberar sus almas de futuras e indeseables encarnaciones. Yo te salvé y ella me abandonó. ¿Sabes?, yo había jurado no interferir nunca en sus acciones. Si algo llegara a pasarte en una guerra, la Gran Casa de Kuru perecería y yo entonces, hijo... ¿cómo alcanzaría yo entonces el cielo sin hijos?”

Bhishma y su padre habían sido inseparables durante años. Dada la edad del rey, cualquier joven inteligente habría pasado por alto la posibilidad de una mujer. Bhishma, sin embargo, buscó al auriga de su padre, que estaba examinando el engrase de una de las ruedas del carro regio.
“¿Quién es ella?”, preguntó. “¿Cómo habría de saberlo?”
“Porque”, respondió Bhishma, “él no se calla contigo.”

Bhishma subió a su propio carro, el que su padre le regalara, el de los corceles de alto paso, y, por segunda vez en una estación, la aldea de pescadores a orillas del Yamuna presenció la llegada de un carruaje real. El príncipe halló a la muchacha, Satyavati, que acababa de llegar con la barca por el río y estaba amarrándola a un poste. Su figura deliciosa y, más que ello, el perfume del que el auriga de su padre le hablara, lo guiaron directamente a la exquisita mujer. Pero más fuerte aun que el aroma, era el destino del joven. Se observaron uno a otro un instante, antes de que ella bajara la mirada. Con el sol en los ojos, Satyavati había tomado a Bhishma por su padre. Para Bhishma era la última vez en su vida que cruzaría con una mujer siquiera la insinuación de semejante mirada. Él la saludó, con la vista en los pies de la niña, y como en un trance siguió el cascabeleo de sus ajorcas de plata y la estela de su perfume.

La naturaleza imposible de su misión, el poder sensual de la mujer y el peso de aquel momento eterno acrecentaban sus sentidos. El gorjeo de los pájaros lo asombró y el cielo pendía como un portento azul sobre su cabeza. Un nudo que nunca había conocido en batalla le oprimía el estómago y, en cuanto estuvo en presencia del jefe de los pescadores, vomitó su pregunta: “¿Por qué no puede mi padre el rey desposar a tu hija?”

El pescador, un hombre corpulento y atezado de fiero bigote, miró a Bhishma con ojos calmos. Inclinó la cabeza y unió sus manos sin traza de servilismo. “Mi Señor”, dijo. Y enseguida hubo extendido un estera para que el príncipe pudiera sentarse. Ignorándola, Bhishma insistió con una sacudida de la cabeza: “¿Sí?”
“Mi Señor, nada impide el matrimonio. Todo es cuestión del hijo de mi hija, tal como se lo expliqué a su Majestad. Mi nieto ha de ser rey.”

Bhishma se hundió en la estera. Toda impaciencia y superioridad lo habían abandonado. Hubo un largo silencio. Esto era hacia lo que había estado cabalgando toda la mañana. Éste era su destino. Las lágrimas borbollaron en él sin alcanzar sus ojos... si por sí mismo o por su padre, no lo sabía.

“Yo ya le expliqué esto a vuestro padre, Su Majestad, mi Señor; pero vos habéis sido coronado Yuvaraj. Aunque el rey está desesperado por mi hija, os ama más a vos, Señor.”

El hombre seguía de pie, inclinado, con las manos juntas.

Os ama más a vos... las palabras resonaron en Bhishma, evocaron el gran amor por su padre que descubriera tras la larga separación. Se oyó a sí mismo decir: “Así sea. Tu nieto”, Bhishma suspiró profundamente, “será rey.”

Las dudas que asolaran su mente se habían desvanecido. Habría un nieto. No sería una niña.

Estaba hecho. Otro suspiro se abrió paso a través de su ser. El silencio retornó a Bhishma y, con él, una forma de liberación. Había estudiado la ciencia política con el gran sabio Brihaspati; había aprendido de Vasishtha, grandes sabios los dos. Sabias palabras.

Mas palabras, al fin y al cabo. Nada lo había preparado para esto.

Pero era libre. La corte era un vida de mil sabios engaños, de impartir castigos a desafortunados canallas, de sostener el Dharma. Ya no estaba más ligado a ella que este pescador, que con tanta sencillez exponía su caso. Marcharía bajo el cielo alto y vasto como un hombre libre: más ligero, más sincero, más próximo a su ser interior y, cuando hallase la muerte del guerrero, no debería derrochar un sólo pensamiento en preservar el linaje de la Gran Casa de los Kurus. Nunca más, ni por su padre ni por causa del linaje, debería volver a dejarse escudar, él, el Yuvaraj.

El hombre ante Bhishma aguardaba respetuosamente.

“Habla”, dijo el príncipe infundiéndole confianza, todos sus pensamientos puestos ya en la felicidad de su padre.

“Mi Señor, sed condescendiente conmigo.” Esta vez el pescador se quedó mudo. Fue él quien suspiró. Bhishma, con su nueva libertad y ligereza de ánimo, examinó al hombre con un sentimiento parecido a la compasión.

Tras este hombre grande y su asombrosa petición estaba aquel al que los dioses habían enviado. Bhishma no era el mismo que cruzara el umbral de esta cabaña con el peso de la corona en la cabeza. Ambos podían hablar como almas iguales.

“Habla”, repitió.

“Discúlpame, mi Señor. Mi Señor, eres en verdad más noble de lo que se dice...” El hombre levantó la mirada y había respeto en sus ojos. “Todo lo que hemos oído de ti...”, dejó pender la cabeza. “Discúlpame, debo decirlo...”

“Habla, ¿qué te intimida?”, dijo Bhishma, estremecida su calma por la curiosidad. “Oh, el mejor de los Bháratas, mi corazón confía en tu nobleza.”

“¿Sí?”
“¿Qué ocurrirá con tu hijo, mi Señor?”

Momentos antes, Bhishma se había preguntado si esta levedad deliciosa, si esta invulnerabilidad, sería permanente. Ahora lo sabía. El guerrero que había en él conocía el dolor y el ultraje de ser apuñalado por la espalda. Esta vez, el silencio siguió a la devastación. En su interior, el guerrero kshatriya entrenado por Bhagavan Bhargava saltó para defender, con todas sus armas, a sus hijos nonatos. Sin embargo, enseñado también por el Rishi Vasishtha, permaneció inmóvil. Quizás por última vez la furia terrible de uno de los más grandes guerreros del mundo bulló a través de todo su cuerpo hasta inundarle la cabeza. Pero siguió sentado. Ni un dedo tembló. Ni un rasgo se alteró.

Al final, cuando su corazón dejó de batir y se le serenó la sangre, sus hijos estaban muertos. “Alcanzaré los cielos sin hijos”, afirmó. “Juro por mi guru Bhagavan Bhargava, por mi guru Vasishtha, por mi santa madre Ganga y por el Señor del Dharma, de la mismísima virtud, que permaneceré célibe toda la vida.”
Algo ocurrió entonces.

Yo, Ashwatthama, no había nacido aún; pero Satyavati, la muchacha que había de convertirse en la madrastra de Bhishma, y todos los de la corte lo sintieron y oyeron. La tierra se desequilibró y, como si hubiese sido herida, emitió un tremendo suspiro sibilante: “BHIIIISHMAAA... BHHHIIIIISSSSSSHMA.” Y este suspiro recorrió el mundo como una sierpe. Cuando Satyavati me lo contó por primera vez, pensé que yo también lo oía.

Y entonces, se dice, flores diluviaron de lo alto. Hubo una lluvia de capullos. El cielo aprobaba la decisión; la tierra protestaba.

Bhishma, Bhishma, Bhishma.
“Ven, madre”, le dijo a Satyavati ayudándola a subir al carro, “vámonos ya.” Bhishma: aquel que cumple un voto severo y temible.

Hasta entonces, Bhishma, hijo de Shantanu, había sido conocido como Devavrata. Pero nunca más recibió otro tratamiento oficial aparte de Bhishma... y años después, el de Gran Patriarca. Todos lo llamarían así excepto la que había sido el instrumento de su cambio de nombre: Satyavati.

Cada vez que vuelvo a vivir la escena con mi ojo interior, una invisible guirnalda de champaks desciende en torno a mi cuello.


Dos hijos les nacerían al Rey Shantanu y a Satyavati: Chitrangada y Vichitravirya.

El padre de Bhishma había conseguido su deseo, pero había perdido la paz conquistada tras largos años de austeridad y la dicha que en el amor de su hijo hallaba. Había forzado al príncipe al celibato con su senil apego a la vida.

Había poco que pudiera dársele a Bhishma una vez tomado semejante voto. Pero el Rey Shantanu le otorgó, con una intuición nacida del amor y el dolor, un don singular y apropiado. Las austeridades de Shantanu le habían reportado mérito suficiente como para poder garantizar este favor: la Muerte, como una fiel criada, habría de servir a Bhishma. Bhishma pasaría la vida con la muerte a su lado pero, desde luego, no llamaría a esta sirvienta hasta que no hubiera pagado todas sus deudas a la vida: y el rey tuvo que haber sabido esto.

Tal como he dicho, el remordimiento devoró la vida del Rey Shantanu y, cuando murió, Chitrangada era demasiado joven para reinar; así, la libertad que Bhishma testara en la cabaña del pescador tuvo una corta existencia. Se convirtió en Regente e hizo coronar a Chitrangada. Cuando aún era un muchacho, Chitrangada fue desafiado y cabalgó al sagrado campo de batalla de Kurukshetra para enfrentarse en combate singular. No retornaría nunca y Bhishma fue así el Regente del Yuvaraj Vichitravirya. Era hermano, padre, mentor y todo lo que le hiciera falta al chico; y buscándole esposa, o mejor esposas, labró su propio fin a manos de una mujer.

Había tres adorables y codiciadas princesas de Varanasi: Amba, Ambika y Ambalika. Tradicionalmente, la Casa de Varanasi ofrecía sus hijas a la Casa de Kuru, pero en el caso de Ambika y sus hermanas se decidió instituir un swayamvara, de modo que las niñas pudieran elegir entre los pretendientes reales. Si ello se debió a que el Yuvaraj era demasiado joven, o a que la muerte de su hermano se consideró ominosa, o si se pensó que Bhishma podía cambiar de idea respecto a su voto, es algo que no sé.

El pabellón preparado para el swayamvara fue espléndidamente decorado. De los pilares colgaban sedas bordadas con joyas, el aire era denso de incienso y la música fluía por todas partes. Reyes cubiertos de seda y diademas habían venido de Kosala, Vanga, Samba y de todos los rincones de Bharatavarsha para ofrecerse como candidatos según la tradición kshatriya. Los perfumes de los pretendientes mezclados con el incienso emborrachaban. Como siempre, cada rey, príncipe o magnate llegaba con sus seguidores, que hacían todo lo posible por realzar la magnificencia de sus campeones. La conversación se tejía de apabullantes hipérboles. Nadie podía impedir el pavoneo y las críticas recíprocas de los pretendientes, tan típicamente kshatriyas, pero todo el mundo intentaba evitar los duelos que a veces hacían acabar aquellas ceremonias, en lugar de nupcias, en cremaciones.

De acuerdo con el código kshatriya era legítimo raptar a las princesas, aunque el rey de Kasi había abrigado la esperanza de que esto se evitase. Cuando Bhishma se detuvo en el umbral debió de haber sabido que había fallado. Hubo un diminuendo de voces; la música continuó. Bhishma avanzó hacia el trono para saludar al Rey de Kasi y, a medida que la asamblea se dividía para abrirle paso, vio sonrisas maliciosas en muchos rostros... o, al menos, así se cuenta la historia en los círculos cortesanos.

“¿Qué ha sido de tu voto, oh gran Bhishma?”
“Ah, a la naturaleza no se le pone presa, ¿eh, Bhishma?”
“¿No estás un poco pasado de edad?”, preguntó uno de los príncipes tratando de cogerle el brazo.

Bhishma se lo quitó de encima, aplastándole la guirnalda. Caminó directo hasta el estrado, observó las cortesías exigidas y habló con una voz tan resonante que la música vaciló y desmayó. “Me llevo las novias a la Casa de Kuru. Lucharé contra todo el que quiera oponérseme.”

Antes de que nadie pudiera hacerse idea de lo que estaba pasando y tomar sus armas, Bhishma había subido las tres princesas a su carruaje. Su auriga sólo le esperaba para soltar el látigo. La comitiva de Bhishma y las tres princesas secuestradas estaban ya en camino cuando varios de los reyes corrieron a sus carros y se lanzaron en su persecución. Bhishma se detuvo y tardó sólo instantes en dejarlos fuera de combate. Habían estado de festejos y no estaban preparados para medirse con él. Sólo Salwa luchó con furor bastante como para infligir a Bhishma una herida en el pecho, por lo que éste mató a su auriga y sus caballos pero a él no le quitó la vida.

En Hastinapura, Amba, la mayor y más hermosa de las princesas, se enteró de que no habrían de casarse con Bhishma, sino con su hermano Vichitravirya. Tras rendir pleitesía a Satyavati, dijo: “No puedo casarme con tu hijo. Mis hermanas pueden hacerlo, si quieren, pero yo no.”

Bhishma la miró con profundidad y vio que había traído turbación a la casa en su carruaje. La figura de Amba estaba rígida y sus ojos destellaban a través de sus lágrimas. Sus hermanas se intimidaron y bajaron la vista. Bhishma abría su boca para hablar cuando ella dijo, temblorosa de dolor y de rabia la voz: “Salwa es mi marido. Estaba a punto de ponerle la guirnalda.”
“¿Por qué no lo dijiste?”

“Salwa”, continuó con amargura, “a quien dejaste yacente en el polvo. ¿No nos arrastraste hasta tu carro? ¿No viste en mi mano la guirnalda? La cabeza de Salwa estaba inclinada bajo mis brazos alzados.”
Y con horror ahora, Bhishma recordó una guirnalda roja cayendo al suelo en la refriega. “Puedes hacer lo que quieras. Salwa, el Rey de Saubala, es mi marido.” Y rompió en histéricas lágrimas.
Sus hermanas, que eran ya como hijas de la Casa, no sabían si consolarla o no en su pena e ira insolentes. Satyavati la tomó en sus brazos.

Amba se tornó hacia Bhishma.

“No parece que conozcas las reglas de cortesía pero, si los Vedas y Vedangas conoces, como dice la gente, debes saber que no tienes ningún derecho a retenerme aquí.”

Bhishma no se había encontrado nunca con una mujer así y, aparte de querer honrar los shastras, deseaba sobre todo hacerla salir de la Casa. Además, Bhishma era demasiado sensible para no reconocer la justicia de sus palabras. Con disculpas y ternura la envió de vuelta a Salwa, que, sin embargo, ya no quería saber nada de ella.

Cuando retornó a la Casa de Kuru, parte de su orgullo había muerto, pero en cambio había crecido su amargura. Bhishma estaba abrumado. Desde el principio se había sentido incómodo en su presencia. A pesar de toda su sabiduría, no tenía ni idea de lo que podía despertar en ciertas mujeres, porque a excepción de Satyavati, a la que llamaba madre, estaba rodeado de hombres. Desde aquel día en la cabaña del pescador no había tenido necesidad de comprender a las mujeres. Eran criaturas modestas, hermosas, como las hermanas de Amba, que correspondía a otros conquistar. Y ahora, aquí estaba esa muchacha cuyos ojos lo flechaban con desprecio.

“Salwa me ha dado una lección en los shastras. Es una vergüenza que nadie te diese a ti esa misma lección. Tomaste mi mano derecha, te me llevaste en tu carro y luchaste con aquel que yo había de desposar. Por tu acto, es como si estuviese casada contigo, porque ahora nadie más tomará esta mano. Espero que el gran Bhishma se dé cuenta de su responsabilidad.”

Rabia inflamaba su voz, pero un ruego temeroso había en sus ojos que era próximo al amor. La mano de Amba permanecía alzada entre los dos. Él no la tomó. Bhishma era el más bello y magnífico de los soldados y, a causa de su voto, inalcanzable; pero esta cualidad no lo hacía en absoluto menos deseable. En cualquier caso, Amba no vio ni un asomo de vacilación en él; sólo piedad. Se sintió desesperada y se arrojó a sus pies, llorando histéricamente.

“Tienes que casarte conmigo. Nadie más lo hará.” Pero Bhishma estaba ya desposado con su voto.
Intentó que Vichitravirya la aceptase como novia, pero el joven príncipe, a pesar de su gran amor por Bhishma, era totalmente incapaz de resignarse a aceptar la princesa. Casi había puesto a otro hombre la guirnalda y, ahora, se había ofrecido a Bhishma. Se sirvió de la excusa de que la mano de Amba había tocado la mano derecha de Bhishma. De nada sirvió que Bhishma protestase aduciendo que, si la aferró del brazo, había sido para arrojarla a su carruaje. Satyavati, ya en su papel de suegra y recibiendo a los nuevos invitados, riñó a la niña.

“No es así como hay que comportarse”, le dijo. Pero Bhishma interrumpió.
“Lo siento. Me casaría ahora mismo contigo, si no fuera por mi voto. Lo sabes, ¿no es verdad?”
“Lo que veo es que dejas que mi feminidad se marchite dentro de mí.”
“Podríamos enviar emisarios a Salwa, princesa”, repuso el guerrero. Pero la mirada de la mujer le decía que ya se había desposado con Bhishma por un odio tan fuerte como el amor, y no mezclado con él.
Durante seis años permaneció Amba en el palacio, gélida y distante, alimentando su obsesión. Al final, partió al bosque para unirse a un grupo de ascetas. También aquí le aguardaba el rechazo. Aquéllos no sabían qué hacer con esta joven bella y tormentosa. Su abuelo Hotravahana vino por fin al eremitorio... y fue el primero en reavivar su esperanza.
“Pero si es muy sencillo, mi niña. Bhishma es discípulo de Bhargava. Nunca dejaría de hacer algo que Bhargava le pidiese y Bhargava es mi amigo. Por supuesto que se casará contigo.” En cuanto Bhargava lo llamó, Bhishma pidió los más rápidos de sus caballos y corrió a su maestro. Cayó a los pies de Bhargava llorando de emoción. Bhargava lo levantó y lo abrazó.
“Bhishma, quiero ayudar a una persona.” “Desde luego, mi Señor”, repuso el príncipe. Bhargava señaló a Amba en un rincón.
“He prometido que la desposarás. No puedes hacer que tu guru rompa la palabra.” Bhishma calló.
Desde aquel momento terrible en la cabaña del pescador, tantos años atrás, no había sentido nada parecido a esta desesperación. Su mismo silencio le resultaba a su guru de una inusitada insolencia. Finalmente, se excusó: “Mi Señor, no puedo. Sabes cuánto te amo, pero esto no puedo hacerlo.”
“Soy yo, Bhargava, quien te lo ordena.” De nuevo silencio.
“Tu guru te lo ordena.”
Bhishma alzó las palmas acopadas de sus manos hasta la cabeza y se inclinó en gesto suplicante.
“Despósala o que mi maldición caiga sobre ti.” Entonces, viendo la mirada amorosa de
Bhishma, dijo: “Despósala o lucha conmigo.”
“Mi Señor, no quiero luchar contigo, pero menos aun quiero que me maldiga aquel a quien tanto amo.”
El duelo duraba tanto que Bhishma decidió usar el arma destructora del mundo. Estaba a punto de pronunciar el sortilegio cuando vio al inmortal Narada y al dios Rudra apresurarse hacia él.
“No eres tú quien destruirá el mundo, Bhishma. No avergüences a tu guru haciéndole ceder el primero.” Así, Bhishma se arrojó a los pies de su guru y Bhargava lo alzó y lo abrazó. Cayeron uno en los brazos del otro. “No hay luchador mayor que tú, Bhishma.”
Sudando, riendo y estrechándose uno a otro, se tambalearon hasta caer en el suelo, palmeándose manos y muslos.
“Bhishma... ¡y querías destruir el mundo!”, rió Bhargava. En el cielo ecoaba la risa de los dos hombres inmensos.

Amba contempló su mutuo deleite. Sabía ahora que no podía contar más que consigo misma. ¡Hombres! Sólo los dioses podían ayudarla. Estaba llena de bilis. No había austeridad que no estuviera dispuesta a hacer para vengarse de Bhishma, que allí refocilaba, distendido y alegre, con todas sus preocupaciones temporalmente exudadas. Había olvidado el motivo del duelo. La había olvidado a ella... pero ella le haría recordar. En esta vida o en otra, lo asesinaría y Bhishma debería saber que era ella, Amba, cuya vida y feminidad él añubló, quien causaba su muerte.

Cuando por fin Bhargava se tornó para decirle que no podía mover “a este incomparable Bhishma” de la verdad, la mujer ya no estaba allí.

Bhishma se alzaba entre ella y la vida y nadie tenía el coraje o la fuerza para apartarlo. Buscó a Salwa. Si no estaba dispuesto a desposarla, ¿no lucharía al menos con Bhishma? Cómo podía él, un rey que debía promulgar las leyes, romperlas, preguntó. Ella había sido tomada por Bhishma; ahora le pertenecía.
“No te faltaba alegría cuando te hizo subir a su carruaje”, le espetó él.

“Pero no nos quería para sí mismo”, protestó Amba. “Se trataba de su hermano.” “Nadie más que un loco desafiaría a Bhishma. En el swayamvara mató a mis mejores caballos y la herida que me hizo en el hombro todavía arde.”

El resto de los grandes guerreros había respondido con menos amargura, pero ninguno pensaba enfrentarse por ella con el incomparable Bhishma.

Dejando atrás estos insultos, Amba penetró más y más profundamente en el bosque, donde practicó las austeridades que habrían de permitirle satisfacer su deseo de venganza. Se mantuvo alzada sobre una pierna durante meses, rompiendo su ayuno con unas pocas hojas secas y bebiendo tan parcamente que la hermosa mujer de los ojos de loto acabó por convertirse en una vieja estaca reseca envuelta en pieles animales. Día y noche la visitaban visiones, de forma que apenas sabía en qué mundo vivía. Animales, ángeles, demonios y dioses aparecían ante ella. Ella los ignoraba a todos. La progenitora de Bhishma, la mismísima Madre Ganga, acudió y la maldijo por tan mala voluntad contra su hijo. Amba era una roca que nada podía mover.
Un día vio, a través de sus párpados, a un leñador detenido ante ella, el hacha en la mano. Un rayo de sol centelleó en el hacha y se escindió en las tres puntas del tridente de Shiva. Ella se postró ante el Señor y escuchó su promesa. “Tus sufrimientos han acabado, mi niña. En la próxima vida que tengas, tras consumir la maldición que Ganga te ha impuesto, serás la causa de la muerte de Bhishma.” El corazón de Amba se sintió arropado en sedas.

¡Ah! Ahí estaba. Suspiró con hondura.

“Pero ¿y si no lo recuerdo? Señor, perderé el celo, el sabor de la venganza.” Shiva sonrió y dijo:
“Escucha y fija esto en tu memoria: nacerás de nuevo como el hijo de Drupada, Rey de
Panchala, y lo recordarás todo. Harás que Bhishma muera. Te lo prometo.” Amba se hurtó al trance.


Por lo que a Ambika y Ambalika respecta, se las consideró afortunadas por haber entrado en la Casa del Señor de los Kurus, el hermoso joven Vichitravirya. Éste, sin embargo, carecía de ambición y optó por pasar el tiempo disfrutando del placer que en sus mujeres hallaba. Cuando se hizo notorio que sufría de consunción, fue demasiado tarde para que lo salvasen incluso los médicos más expertos. Así, el segundo hijo de Satyavati y Shantanu murió en su juventud, sin dejar ningún heredero al trono de la dinastía Kuru.
Una vez más se pidió a Bhishma que abandonase su voto, esta vez para dar hijos a Ambika y Ambalika. Ahora era Satyavati quien suplicaba. Lloró y se desgarró el cabello.

“No me oíste lamentarme cuando Shantanu, mi Señor, murió; pero sin más hijos vivos, si tú no cumples tu deber hacia la Casa de Kuru, toda la línea quedará destruida.” Bhishma, inmóvil, escuchó a esta doliente y absurda mujer. “Madre”, dijo con gentileza -pues toda su ternura con las mujeres le estaba reservada sólo a ella-, “olvidas que mi voto es absoluto. Olvidas que ni siquiera mi terrible responsabilidad hacia Amba pudo hacer que lo rompiese. Olvidas que luché, que me enzarcé en físico combate con mi guru amado, por quien moriría a gusto en este mismo instante, para no quebrantar mi voto. Y Amba, recuérdalo, fue privada para siempre en esta vida de los gozos del matrimonio, mientras Ambika y Ambalika han vivido felices con nuestro Vichitravirya. Anda, madre, serénate. Recuerda que eres la reina brava de la gran Casa de los guerreros Kurus y, como tal, debes estar dispuesta a perder tus hijos cada día.”
“¿Y quién encenderá la pira funeraria de Bhishma?” Lo contempló a través de sus cabellos, caídos sobre su cara y desgreñados, espiando el efecto que estas palabras tendrían en el príncipe. No tuvieron ninguno. Sus hijos habían muerto en la cabaña del pescador más de treinta años atrás. Supo entonces que nadie surgido de sus riñones encendería su pira y que de este modo había perdido su derecho al cielo.
Pero Satyavati prosiguió perorando interminablemente acerca de la costumbre y la tradición y la verdadera descendencia, insistiendo en la norma de que un hombre tomase la mujer de su hermano muerto.
“¿Pero es que ya no te acuerdas, madre? Sin duda la muerte de tu adorado hijo te ha afectado hasta nublarte la razón, o pensamiento semejante nunca se te habría ocurrido.” “Mas escucha, Devavrata”, suplicó la reina, llamándolo por su viejo nombre con voz estrangulada. “Eres tú quien no recuerda. Asumiste el voto para que mi hijo pudiera ser rey, pero mis hijos están muertos y tu voto se ha hecho inútil.” Bhishma permaneció inmóvil con los ojos cerrados. Ella dictaminó, solemne: “Hay un Dharma que está por encima de un juramento hecho a cualquier dios: la obediencia a tu madre. Te ordeno que des hijos a mis hijas.” “Madre”, repuso Bhishma con voz temblorosa, “nada, nada, nada... me hará romper mi voto.”

Miró él el rostro obstinado y perplejo de esta mujer a la que había llamado madre durante tantos años. ¡Oh, la mente de un hombre! Medirse contra un hombre, como hiciera con Bhargava cuando éste le exigió que quebrantase su voto; enzarzarse con la mente del Sabio Vasishtha, que fue su maestro en los Vedas; incluso romperse la cabeza con Brihaspati en las ambagiosas cuestiones de ciencia política, que fueran su tema favorito. Sí, una y mil veces sí. Cualquier cosa era mejor que tratar de seguir dando explicaciones a esta criatura que era todo perfume y crepusculante belleza y terrible obsesión. Primero había sido el hijo quien tenía que ser rey y ahora esto: un nieto. Satyavati nunca había mostrado remordimientos por romper la amistad que lo uniera a su padre, por arruinar el periodo más feliz de su vida y obligarlo a renunciar a su virilidad. Nunca lo había mencionado siquiera, llegó a pensar él, por pura delicadeza; pero aquí estaba, exponiendo derechos y reprochándole la carencia de hijos de Ambika y Ambalika... dos princesas que, aunque estimables, bonitas, estaban faltas de distinción. Vio que, en realidad, ella lo había dado todo por supuesto, todo lo que él había rendido para que su igualmente obsesivo padre pudiera tener descendientes regios. Aducían que estaba predestinado; pero la ironía era que, aunque diese diez reyes a cada una de estas jóvenes mujeres, ninguno de ellos sería nieto verdadero de aquel ridículo pescador. Amba, que había consumido su vida como en una tormenta, valía mil veces más. ¡Aquélla era una madre de reyes! Y ello era otra de las cosas que esta criatura no podía ver, la diferencia entre Amba y sus hermanas. Y si él se había negado a desposar aquella llama de ojos de loto a causa del voto que lo sujetaba, difícilmente se dejaría conmover por la súplica de estas dos hermanas a las que no debía nada.

Amba. Pensó en su inmolación y en la responsabilidad que en ello le cabía. Pensara lo que pensara de ella se sentía perturbado. Así había sido desde el primer día.

Pensó también en su madre Ganga, cuyos aposentos no habían vuelto a tocarse. No para esto lo había preparado. Una inmensa oleada de ira lo poseyó, como si una avalancha de su madre el Ganges pretendiese quebrar sus orillas en el interior de Bhishma. Pero justo cuando el ruido atronador en sus oídos y el batir de su corazón se hicieron insoportables, lo oyó otra vez, aquel inmenso suspiro: “BHIIISHMA. BHHHIIIIIISSSSSSHHHHMA.” Y luego, declinando: “Bhishmaaa.” Él mismo suspiró. Había un perfume en su nariz; no el de Satyavati, sino a flores invisibles y tierra.

Había hecho un voto. Y no lo rompería.

Tomando con gesto mecánico, superficial el polvo de los pies de Satyavati y llevándoselo a la frente, antes de que la reina pudiera decir palabra, había dejado los aposentos.

Durante un tiempo, Satyavati no le habló, pero su silencio era peor que su orgullo. No se peinaba el cabello. Lloraba constantemente, comía poco y una sola vez al día, y dormía en el suelo. Intentaba demostrar que éste era su tercer luto y Bhishma comprendió muy bien las implicaciones: él era el asesino de los nietos a los que no permitiría nacer. Pero Satyavati estaba ahora verdaderamente demacrada y, más alarmante aun, desde aquella vez en que Bhishma siguió su aroma por la orilla del Yamuna, su fragancia... sí, era todavía el mismo olor, más fuerte en todo caso... pero con un tizne amargo. Además, el eco del nombre que recibiera en la cabaña del pescador había aplacado su enojo y el sentimiento paternal que alimentara todos estos años por la reina retornaba ya.
Un día pidió permiso a la doncella de Satyavati para entrar en sus aposentos y rendirle la pleitesía diaria. Incluso antes de entrar percibió aquel nuevo olor amargo. La estancia parecía más oscura. La reina estaba reclinada con los codos apoyados sobre grandes cojines, vestida con ropas usadas, embadurnada aún por la pasta de sándalo nocturna. Portaba el pelo suelto, revuelto, cosa que, sospechó Bhishma, se la dedicaba especialmente a él. Trató de no prestar atención a la parafernalia femenina de tarros de gena, sombras para ojos y pasta de sándalo desperdigados por la habitación. Despidió a todas sus camareras y, breve, le preguntó por su salud. Escuchó respetuosamente toda su divagación y, luego, fue directo al punto que le interesaba.

“Madre, tú quieres hijos para Ambika y Ambalika. No yerras al decir que, en circunstancias normales, mi deber, muerto mi hermano, sería proporcionárselos. Pero las cosas no son normales. ¿No has pensado en ningún otro modo legítimo de hacer nacer hijos que prolonguen una línea de kshatriyas? Si quisieras considerar esta cuestión, yo haría todo lo que estuviera en mi poder para ayudarte. Las posibilidades son, desde luego, las que provienen de la semilla de otro pariente, un brahmín digno o de un Rishi que pueda transmitir el fruto de su tapasya.
Satyavati livideció y la cabeza le pendió sobre el pecho, de modo que todo lo que Bhishma podía verle era aquel cabello seco y con los primeros trazos del gris. Estaba a punto de desmayarse cuando el príncipe llamó a las mujeres de la reina y la dejó.
Bhishma había estado en los aposentos de su madre, que conservaba frescos, limpios y fragantes con flores de las orillas del río. Siempre traía aquí sus problemas y, recordando los años de su infancia y el amor de su madre, surgía renovado.

Hoy, con la cuestión sucesoria aún pendiente y Satyavati más destrozada que nunca, decidió tomar su carro y marchar hasta el Ganges. En el umbral del palacio, vio a una mujer que se apresuraba hacia él. Por su porte, reconoció a Urmila, la doncella de Satyavati, empleada por Ambika y Ambalika como mensajera debido a su tacto y a su buen humor. Jadeante aún, la muchacha tomó polvo de los pies del hombre, tocó sus ojos y le sonrió alegremente, señalándose el corazón para indicar que aún tenía que recuperar el aliento. Tenía un bonito rostro redondo; si se hubiera tratado de cualquier otra persona, Bhishma se habría impacientado por la interrupción, pero continuó caminando, lentamente, con Urmila a su costado. Luego se detuvo.
“¿Qué ocurre, Urmila?”
“Tu madre quiere verte, mi Señor.” “Ya le he rendido pleitesía.”
“Sí, mi Señor”, sonrió la muchacha. Nada sucedía en los apartamentos de Satyavati, Ambika o Ambalika sin que ella lo supiese. Era la confidente natural de muchas de las mujeres y de algunos de los hombres.
Bhishma la siguió. Satyavati se sentaba erguida en el diván, tenía el pelo enrollado y netamente atado por detrás, las ropas limpias y frescas. Si no hubiera sido por aquella postura tan tiesa, Bhishma habría estado seguro de que la reina había resuelto el problema. Pero le dijo algo que, aunque él nunca se había permitido volver a sorprenderse tras la cabaña del pescador, lo dejó atónito.
Pero ¿por qué no? ¿Era tan inverosímil que otros la hubiesen deseado, con su perfume y su belleza? Si un rey lo había hecho, ¿por qué no el gran Rishi Parashara?
Y el hijo de Satyavati con el Rishi era Vyasa.
Vyasa, el gran Sage de los ojos centelleantes, el más reverenciado de los sabios, que en el palacio se detenía cuando descendía de su cueva en la montaña.

Vyasa tenía ojos profundos y la piel quemada por el sol, y se enroscaba el pelo crespo en un moño que parecía no haber sido desatado en años. Vyasa estaba marcado por las ascesis que practicaba y tenía consumida la carne de su fuerte estructura por largos ayunos. Las veces que Bhishma se había encontrado con Vyasa vio sobre todo la hondura de los ojos del Sage. Pero ahora lo vio a través de los ojos de las hermanas de Amba, las mujeres del bello Vichitravirya.
Si Vyasa no se oponía a dar hijos a Ambika y su hermana, el viejo pescador no habría estado tan loco después de todo. Cabía la posibilidad de un rey de su sangre. De la sangre de Satyavati.
Vyasa llegó de los Himalayas. Aunque había hecho voto de no tener mujeres, ni hijos, el deseo de su madre era para él de primordial importancia.
Los astrólogos de la corte habían sido consultados por las fechas auspiciosas durante los periodos de Ambika y Ambalika; pero como había de mantenerse el secreto, la información se vertía en forma de símbolos y acertijos que no parecían perturbar a los astrólogos en absoluto. Inmutables, se labraron camino a través de incontables cálculos y resolvieron dos fechas de las que Vyasa se rió. Dijo que vendría cuando estuviera preparado. Así, la pobre Ambika, perfumada y cubierta de flores y de todas sus galas, lo esperó temblorosa en sus aposentos con Urmila al lado, que siempre asistía en los más espinosos momentos. Durante cuatro noches Urmila estrechó los pies de Ambika, y su torso, y le acarició la frente, y le cantó hasta que se dormía. La quinta noche, Vyasa fue anunciado.
“Tu Señor ha venido, mi princesa”, y con una postrera caricia en la cabeza de Ambika, alisándole por última vez el vestido, Urmila se escurrió del cuarto inclinándose mientras salía.

Ambika, con un pequeño grito estrangulado, cayó de hinojos y tomó el polvo de los pies del Rishi; lo que vio le heló el corazón. Estos pies menudos habían recorrido toda la anchura y longitud de Bharatavarsha y trepado desnudos los montes del Himalaya. Estaban acuchillados por el hielo y chamuscados por el sol y eran los pies de un mendigo. Ambika recordó los pies perfumados y ungidos de su Señor amado, de Vichitravirya. Aquél la había alzado por los codos la primera noche, pero esta criatura que ella no anhelaba descubrir la dejaba en el suelo. El olor a un género extraño de incienso lo rodeaba, como cenizas, y el interrogante que tanto las atormentara a ella y a Ambalika estos últimos días retornó: ¿las fecundaría el sabio por medio de mantra, yantra o como marido? No sabía cómo comportarse. Al final, como nada ocurría, se sentó cautamente hacia atrás, sobre sus talones y alzó la mirada a través del velo con el que trataba de ocultar su confusión. Lo que vio fue un hombre demacrado y atezado, de moño y barba griseantes, y de nuevo pensó en Vichitravirya, su bigote acicalado y aromoso, sus mejillas afeitadas y suaves.
El sabio la contemplaba con mirada introvertida. Así que sería por medio de mantra. Había oído que los dioses preñaban a las mujeres con sólo mirarlas. Probablemente estaría ocurriendo ahora ya y ella abatió la cabeza y empezó a rezar pidiendo un hijo fuerte y virtuoso, tan bello y dulce como Vichitravirya. Pero apenas había acabado su plegaria cuando oyó una voz cavernosa que le decía: “Ven, niña.”
Trató de levantarse, pero carecía de fuerza en las piernas. Una mano escuálida le agarró el antebrazo y, donde sintió una repentina aspereza, estaban las uñas más largas que hubiera visto nunca. De nuevo, casi se desmayó.
“Ven, niña; porque lo que hacemos no lo hacemos por nosotros, sino para llamar un alma a este mundo y morada.”
Ambika comprendió la terneza de las palabras y supo que lo cavernoso de la voz se debía sólo al silencio habitual del Sage. Pero cuando llegaron al lecho, la repulsión por su cuerpo era demasiado poderosa. Quería aceptar amablemente el don, hacer que se sintiera bien el sabio, pero de forma involuntaria apretó el puño y cerró con fuerza los ojos.
Cuando estuvo sola lloró de vergüenza, porque supo que se había comportado de un modo innoble. Los dedos de Urmila le acariciaban ya los cabellos, le calmaban la frente, recogían los pétalos dispersos del lecho.
“Urmila, yo no podía. ¿Irá todo bien, Urmila?”
“Por supuesto, mi Señora. Será un hijo fuerte y magnífico; con semejante padre, sin duda darás vida a un dios, Señora.”
“Pero, Urmila, yo fui cobarde. ¿Viste lo aterrador que era? ¿Y si mi hijo tuviese ese aspecto?”
“Pero, Señora, es así a causa de sus penitencias. Es un hombre hermoso y espléndido. Todos nosotros seríamos así, me atrevería a decir, si viviésemos en los Himalayas, sin nada más que rocas y hielo para arreglarnos las uñas.”
Ambika se estremeció y, a pesar de sí misma, cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, las lágrimas le fluyeron por las mejillas hasta el cabello.
“Mi Señora, debemos rezar para que el niño tenga la sabiduría y la virtud de su padre, y así serás la madre más afortunada del mundo. Por lo demás, frotaremos cada día su cuerpecito con aceites. ¡Pues qué!... será hermoso como cualquier otro pequeño príncipe.” Y con estas palabras de ánimo y más masajes, canciones y ternezas susurradas al oído, Urmila logró dormir a su dueña. Luego se escurrió para informar de todo a Satyavati, que chasqueó irritada y dijo: “Tonta criatura. Sólo espero que no lo haya enojado.”
“No, mi Señora. Lo vi cuando salió y me sonrió.”
Satyavati suspiró aliviada. “Pobre niña, ¿de verdad está bien?” Al fin podía sentirse madre otra vez.
“La dejé durmiendo”, respondió Urmila.
Correspondió entonces a Ambalika recibir al sabio. Habiendo sido advertida tanto por Satyavati como por Ambika, Ambalika consiguió mantener bien abiertos los ojos y fijos, pero estaba pálida y desvaída de miedo, y un mador frío le cubría el cuerpo.
Nuevamente Urmila consoló a la joven princesa hasta que se hubo dormido y fue a informar a Satyavati.
Por la mañana, Vyasa fue a tomar el polvo de los pies de su madre y tocarse los ojos con los dedos. Disculpándose, dijo: “Madre, hice lo que pude pero tus hijas estaban aterrorizadas. No es culpa suya pero, ¿sabes?, madre, mis austeridades han tenido esta consecuencia: mis palabras se hacen realidad, tienen resultados de acuerdo con la verdad que las habita; las acciones en las que me implico han de expresar de alguna manera esa verdad.”
Dos hijos nacieron llegado el tiempo. A Ambika, Dhritarashtra, espléndido y fuerte, pero ciego; y a Ambalika, Pandu, hermoso y dulce, pero más pálido que el más intenso albor de la luna. Se dijo que tal cosa se debía a que Ambika había cerrado los ojos y Ambalika había lividecido de terror.
Cuando Satyavati le dijo a Ambika que se le daría otra oportunidad, ésta se desmayó de horror y, tan pronto como pudo sin incurrir en descortesía, tomó el polvo de los pies de la reina y huyó a sus habitaciones. Cuando Urmila apareció, se arrojó a sus brazos y sollozó histéricamente. “No puedo, no puedo. Esta vez será peor. Me encogeré de tal modo que mis miembros se retraerán en mi cuerpo y mi hijo nacerá marchito y desmembrado. Urmila, tú deberás recibirlo.”
Fue así cómo Urmila, bañada, perfumada y adornada de flores, esperó al sabio en lugar de Ambika en la cámara de su Señora. Se prosternó ante Vyasa y luego, alzándose, lo condujo sin una explicación al lecho. Lavó sus pies en una bacina de agua aromatizada, realizó puja ante él y le adornó la frente con granos de arroz y pétalos de flores. Hisopó sus pies de jazmín y le puso guirnaldas con sereno y deliberado amor.
Vyasa, sentado y tranquilo, la observaba. Al final, le sonrió levemente y le dijo con lentitud: “¿No te asusta la longitud de mis uñas?”
“Oh, no, mi Señor”, repuso ella con una sonrisa jovial. “Pues que sé yo que no tenéis a nadie que os las arregle. ¿Puedo hacéroslo yo?”
“Si así te place, mi niña.” Así, Urmila le arregló a Vyasa las uñas de manos y pies. Le frotó el cuerpo con aceite y, cariñosamente, le peinó el cabello. Cuando terminó, Vyasa sonreía. Se arrodillo de nuevo a sus pies y con una sonrisa de las suyas le dijo: “Estoy preparada, mi Señor.”
Y de este modo fue concebido Vidura, el mejor de los tres hermanos, la encarnación del
Dharma, el Señor de la Virtud.
Antes de despedirse definitivamente de su madre, Vyasa le dijo: “Puesto que me diste la vida y yo te lo prometí, he yacido con mujer y dado tres veces la vida, pero no vuelvas a pedírmelo, madre. No sería propio, pues he renunciado a todo apego.” Miró a Urmila, de pie tras el asiento de Satyavati. “Sé tierna con ella, madre. Porta al mejor de tus hijos, al que guiará la Casa por el camino de la rectitud.


Yo, Ashwatthama, soy el hijo del acharya Drona. Mi padre nació en la poza de Bharadwaja, cuando el sabio perdió su virtud contemplando una Apsara. Mi madre, Kripi, la gemela de Kripacharya, nació de la semilla de un asceta que contemplaba una hermosa joven. Así me llegó la historia, filtrada a través de las sonrisas, lágrimas y voces gentiles de dos mujeres: mi madre y Kunti. A mi padre nunca logré hacerlo hablar de otra cosa que de las armas y los Vedas; pero mi madre Kripi, que con su hermano gemelo había sido hallada y adoptada por el Rey Shantanu, era una dulce y pía mujer, siempre dispuesta a contar historias de nacimientos, ancestros y precursores, y de quién se había casado con quién. Ésta, Kripi de la corta melena, tal como se la conocía, era una persona amable y jovial que habría estado contenta con los simples placeres de la vida, si su destino no la hubiera llevado, tanto en la infancia como después de su matrimonio, a Hastinapura. Cuando niño, yo le pedía que me contase una y otra vez la historia de cómo obtuve mi nombre y mi gema protectora. Ella respondía siempre con las mismas palabras exactas y yo me adormecía satisfecho junto al fogón de los alimentos, dispuesto a corregirla a la mínima desviación.
“En la cámara donde te había dado a luz, yo estaba reponiéndome del esfuerzo y preguntándome por qué no podía oírte la voz y si estabas vivo. Y llamaba ya a las mujeres, cuando oí que un caballo entraba en la habitación.” En este punto, siempre rompíamos a reír y yo hacía mis mímicas de un caballo hasta que ella me silenciaba posándome un dedo en la gema de mi cabeza de modo que la historia pudiera proseguir. “Ni siquiera los sabios lo saben, pero dicen que es tu energía y vida y salud; y en cuanto al caballo, por supuesto eras tú, mi hijo diminuto pero con voz grande, la misma que tienes hoy. No había pasado ni un instante cuando todo el bosque te había oído y los brahmines decretaron que te llamases Ashwatthama, el de la voz de caballo. A todos nos gustaba oírte reír, sobre todo a tu padre. ‘Oh’, decía él mientras yo admiraba la primorosa perfección de tus dedos suaves, ‘está hecho para las armas y la batalla, como verás cuando llegue el tiempo’”, y ella imitaba su tono profético.
“‘Somos brahmines, mi Señor’, le recordaba yo. Pero él te movía los miembros para hacerte reír y, entonces, como por azar, estiraba tu mano derecha hasta ponerla en contacto con tu oreja, como si tuvieses ya la cuerda del arco entre tus dedos.” Y yo me acordaba de ello.
Satisfecho, yo le dedicaba una que otra lagotería para hacerme con un bocado exquisito y me iba corriendo a jugar a la guerra, dejando a mi madre con sus recuerdos. Mientras jugaba a guerreros con mi padre y escuchaba las historias cortesanas de mi madre, que le llegaran a través de su hermano Kripa, Arjuna y sus hermanos, los hijos del pálido Pandu, crecían en otra región del bosque. Y esta parte de la historia mi madre la conoció gracias a su gran amiga Kunti, la reina viuda del Rey Pandu.
Cuando Amba se arrojó al fuego, Arjuna y sus hermanos y primos, que darían comienzo a la gran guerra, no habían nacido. Todos estos primos eran los nietos de Vyasa. Incluso sus padres eran niños aún cuya educación estaba en manos de su tío Bhishma. No había nada que un kshatriya debiera saber que él no les enseñase.

El hijo de Vyasa con Ambika, Dhritarashtra, era inmensamente fuerte y sólo su ceguera le impedía ser monarca y diestro en la mayoría de las artes marciales. Pandu, el pálido hijo de Ambalika, era un arquero de gran habilidad y cada día se tornaba más dulce y bello. Era Vidura, el hijo de Urmila, la criada, el que atesoraba la sabiduría de los tres hermanos; pero aunque su madre hubiera sido emperatriz, no podría haber sido rey, pues era el más joven. Fue él quien más tarde dio forma en Yudhisthira a sus mejores cualidades. Debido a la ceguera de Dhritarashtra, Pandu reinaba con la asistencia de Vidura.
Una vez más, Bhishma hubo de pensar en encontrar novias. A veces, nosotros los estudiantes del arte de la guerra decimos: “¿De qué sirve aprender arco, si habremos de pasar los años en swayamvaras y tratando de procrear herederos.” Cierto, en Hastinapura gran parte de la vida de Bhishma quedó determinada por estos asuntos.

La cuestión de una novia para Dhritarashtra era delicada a causa de su ceguera y Bhishma, que hablaba con Vidura de todos los temas, le preguntó cómo arreglar un matrimonio para alguien que no podía ver a su novia. Había ciertas áreas donde todo el entrenamiento de Bhishma no le bastaba y, después de su error con Amba, sospechaba que no sabía nada de mujeres. Y en efecto, a veces, cuando el sentido de mi propia culpa escampaba, me parecía como si todas las calamidades hubiesen provenido de la incapacidad de Bhishma para juzgarlas. En cualquier caso, él entendería a Draupadi tan poco como había comprendido a Amba... pero esto aguardaba, oculto y latente, en nuestra generación.

Todo el mundo sabía de Gandhari, hija de Subala, Señor de Gandhara, el reino montañés noroccidental. Era hermosa como muchas princesas lo son, pero su piedad era legendaria y los mayores pensaban que a alguien como ella no la turbaría la ceguera de Dhritarashtra.

Fue su padre el que salió con un horóscopo según el cual se quedaría viuda muy pronto. Gandhari, a la que nunca le faltó la iniciativa una vez le había entrado la idea en la cabeza, se las arregló, a pesar del disgusto de su padre, para conseguir un purohita que celebrase los ritos nupciales entre ella y un pequeño asno gris que transportaba la colada hasta el río. Pocas horas después el burro murió. Cuando su padre pensó que lo mejor sería casarla enseguida, Gandhari no sólo insistió en desposar al príncipe ciego, sino que desde el día de su decisión se cubrió los ojos con un paño de seda, y no sólo para no ver nada que su marido no pudiera ver, sino para no ver los defectos de su esposo... y éste, diríamos nosotros, fue el único modo en que pudo soportarlo. En aquel momento, sin embargo, todos coincidieron en que era un gesto más que noble. Subala mismo no vino a Hastinapura, pero la envió con su hermano Sakuni.

Yo, por su puesto, no pertenezco a esa generación y no presencié el matrimonio, pero nunca me he cansado de escuchar la impresión que Gandhari y Sakuni causaron. Ambos eran muy poco corrientes; y Gandhari no sólo por haberse atado el paño de seda sobre los ojos, sino por una permanente actitud de alerta en todo su ser. No le faltaba desde luego hermosura y era el mejor de sus rasgos, no el peor, el que había ocultado del mundo: sus grandes y luminosos ojos grises, resplandecientes de un conocimiento y un poder que provenía de sus devociones a la deidad de su elección, Shankara Shiva. Para el tiempo en que yo la conocí, podía percibirse por el modo atento en que se sentaba que, si no podía ver con sus ojos, veía con todo su cuerpo.
Aunque yo era un chiquillo cuando llegué a la corte, lo sentí por mí mismo. Era ella la que guiaba a Dhritarashtra a todas partes, pues tenía el poder de la vista interior. Era siempre su brazo el que él buscaba. Confiaba más en ella que en un centenar de pares de ojos y, a través de los años, llegó a parecer que hubieran crecido juntos, como si ella fuera el lado izquierdo de su esposo... aunque demasiado a menudo, al lado izquierdo de la reina, estaba aquel mismo hermano Sakuni que la acompañara a la boda. Físicamente, eran sin lugar a dudas de la misma cepa, ambos modelados de forma elegante y bella. Sakuni tenía grandes ojos grises alpinos pero, mientras a Gandhari parecía no importarle si gustaba o no -aunque a todo el mundo impresionaba como un ser extraordinario-, Sakuni siempre quería complacer y, a pesar de que embelesaba a muchos, la suya era una fascinación que dejaba un regusto amargo en la boca. La primera vez que lo vi en Hastinapura sentí rechazo hacia él, pero llegó un tiempo en que lo odié y me avergoncé de combatir en su mismo bando.

Tras las nupcias de su hermana, partió hacia sus montes por un tiempo... pero no el suficiente.

Volvió a Hastinapura para la celebración del matrimonio de Pandu con la noble Kunti y, más tarde, con Madri, la bella coesposa de Kunti. Y entre tanto, y después, siempre se le vio meter su ganchuda nariz en los asuntos de palacio, escrutando rostros y acontecimientos con toda la agudeza de sus sentidos.
Corrió la voz de que incluso a Bhishma, que sabía cómo hacerle contener la lengua, se le oyó expresar el deseo de que volviese a sus montañas.

Con las muertes de Chitrangada y Vichitravirya, Bhishma no sólo tuvo que ocuparse del reino, sino educar tres muchachos como príncipes guerreros. Hasta tal punto se entregó a esta tarea que no tuvo tiempo de pensar en campañas militares. El resultado fue que la Casa de Kuru dejó de ser considerada la suprema. Pandu cambió las cosas. Era un gran general y no perdió un instante en acrecentar su territorio y restablecer el poder de los Kurus.

No era menos cazador que soldado. Y se llevaba a sus dos reinas, Kunti y Madri, a sus esparcimientos cinegéticos.

Un día en el bosque, Pandu vio dos ciervos y actuó sin pensar. Cuando la flecha dejó el arco se dio cuenta de que había disparado a dos criaturas en un acto de amor y lo aturdió ver caer el macho al suelo. No sólo iba esto en contra del código del cazador, sino que sintió que algo le hería en el pecho. Aún estaba perdido en el dolor de su acción execrable, cuando oyó que una voz le hablaba desde el cuerpo del ciervo.
“Pagarás por este pecado, Pandu. Tú, que te jactas de ser honorable, no puedes respetar el Dharma ni siquiera hasta el punto de dejar tranquilos a dos ciervos amantes. Si no sabes respetar el código de la caza, ¿cómo harás para respetar el Código kshatriya cuando luches con un hombre? A mí y a mi mujer nos has disparado en medio de nuestro deleite y felicidad, y así te has labrado tu propia muerte.”
“Oh grande”, se dolió Pandu con lágrimas que empezaban a arrasarle los ojos, “en mal momento la flecha partió de mi mano inconsciente.”
“Cierto, y de tu mente consciente.” Los ojos del Rishi centellearon. Pandu suplicó: “¡Oh grande entre los seres regenerados!, tú conoces el destino de un hombre sin hijos y yo no los tengo para alcanzar el cielo. Permíteme un hijo. Sabes que me condenarías, si no, no sólo a la muerte, sino al infierno. En su dolor, el Rishi arrojó a Pandu una mirada desdeñosa. Para asegurarse de que el sabio había reconocido su estado, Pandu prosiguió: “Rishi, conozco el alcance de mi falta. ¿No me enseñó Bhishma acaso una y otra vez a ser responsable, a estar atento, pues el destino no puede golpear cuando se está totalmente alerta al Dharma? Me ata ahora un remordimiento que me acompañará toda la vida, pero soy el conquistador de un gran reino. Toma mi vida, pero permíteme antes un hijo.” Como todo el mundo, Pandu sabía que si bien los Rishis no pueden retirar sus maldiciones, son capaces cuando menos de mitigarlas. La expresión del Rishi se tornó dura como el destino de Pandu y éste estalló en desesperación.
“Un hijo.” Pero el Rishi murió y la mujer del Rishi perecía. Arrodillado y con los ojos cerrados, revisó su vida de felicidad, fácil y desahogada, en la que creía haberlo aprendido todo. Vio que no había aprendido nada.
A un hombre de menor valía le habría costado más tiempo ver lo que Pandu vio. Era el hijo de Vyasa y el hermano de Vidura, desde luego. Comprendía, incluso en aquel instante de agonía, el giro que acababa de dar su vida y que un rey sin hijos era peor que un mendigo. Vivir como Bhishma en medio de los placeres palaciegos sin degustarlos sería para él una tortura. Era un kshatriya y no dudaba de que el Cielo reservado a los guerreros muertos en batalla no le abriría las puertas a menos que procrease hijos.
Sólo había un camino para evitar la mortalidad que le aguardaba en los níveos lechos de palacio; sólo un camino para hacer que la Muerte esperase hasta aquel día de primavera muchos años después.
Él, el Rey Pandu, permanecería en el bosque.

Nadie tenía que decirme a mí lo que tuvo que ser la vida en el bosque para Pandu y sus dos mujeres. ¿No había pasado yo toda mi infancia en el ashram del bosque?

Kunti le contó a mi madre la historia. Le dijo que aquellos castos años en que ella y Madri vivieron como hermanas de Pandu fueron felices, los más felices de su vida. No fue así para Madri, pero Kunti era madre por naturaleza y, cuando digo que vivió como hermana de su Señor, yo, que la vi con sus hijos, sospecho que se haría mayor honor a la verdad diciendo que fue la madre de Pandu y de Madri allá en el bosque y que, si Pandu fue capaz de mantener su voto de castidad durante tantos años, ello se debió tanto al aplomo y sabiduría de Madre Kunti como al apoyo de los sabios del bosque, que estaban siempre citándole los shastras al príncipe.

Cada vez que mi vida me ha permitido retirarme al bosque, he recordado que la existencia es mucho más simple de lo que los reyes y los habitantes de la urbe suponen. De hecho, acostumbraba a ocurrir que yo sólo tenía que rememorar nuestro pequeño refugio, antes de que mi padre fuese al palacio de Drupada, para sentirme en paz. Sí, incluso el deseo de leche era dulce y sereno, y lo eran también las lágrimas que aquél trajo consigo, pues era como el anhelo de un dios.

Kunti le dijo a mi madre que tanto ella como los sages sabían que Pandu, habiendo gozado de sus conquistas y riquezas y poder, no ansiaría nada de todo ello, sino sólo progenie. Un hijo había de tener que le abriese las puertas de los Cielos. Hay una avidez terrible que es peor que el ansia de oro o de manjares o del mismo Cielo. Es el deseo que el hombre tiene de hijos. Afortunado Pandu. Murió antes de poder preguntarse si habría podido evitarse la gran guerra de haber vencido él semejante deseo. Nunca despertó en lo hondo de la noche para ver el campo de batalla cubierto de cabezas tronchadas y los cadáveres de caballos y elefantes. Dicen los shastras: El deseo de hijos es  deseo de riquezas y el deseo de riquezas es el deseo de los mundos: uno y otro no son más que deseos, y a mí no me cabe duda de que los sabios recitaban estos versos a Pandu.

Pero, ¿qué hace a un hombre verdadero conocedor de Brahman?
Aquello por lo que se convierte en Él, dicen enigmáticamente los sabios. Todo el resto es desperdicio.
Así, durante los primeros años, dijo Kunti, Pandu estuvo en paz. Dejó la caza y no dañó a nada que se moviese. Se bañó en las palabras de los sabios. Pero ¿qué son el conocimiento y la fe contra el deseo? Son como una perdiz contra un elefante en la balanza.

Un día, Pandu oyó la profecía de que Dhritarashtra sería padre de un centenar de hijos. La paz del bosque se acabó para él. Como un maremoto cayeron sobre él, no un tormento, sino millares: sin hijos, cerradas estaban las puertas de los Cielos, pues ¿quién ofrecería las tortas de arroz fúnebres cuando él muriese? Colmadas estaban sus meditaciones de este dilema: engendrar hijos significaba la muerte inmediata; morir sin ellos era la negación del Cielo. Próximo a la locura, corrió a los sabios. Por primera vez, en lugar de aconsejarle desapego, los sabios le profetizaron descendencia, pero le dijeron que le correspondía a él hallar una solución al conflicto.

Pandu no perdió el tiempo en meditaciones y fue directo a Kunti. Once maneras aprueban los shastras de tener hijos, cuando una mujer no puede hacerlo por la semilla del marido. El hermano de éste puede engendrarlos, o un sabio, o pueden ser adoptados, o a una persona digna puede elegirse para que los procree por compasión o necesidad o dinero... pero cuando Pandu por fin le imploró que le diese hijos por medio de alguien de valía igual a la suya, o de un gran sabio, ella, que había guardado la vida de su esposo día y noche, protestó y aseguró que antes se arriesgaría a la muerte de los dos que pensaría en tener hijos con otro hombre.

Normalmente, mi madre podía hacerme comprender los sentimientos de Kunti, pero todo lo que sabía en este caso era que Pandu se sentía devorado por el deseo de hijos y que llegó a recordarle a Kunti que, de acuerdo con las antiguas costumbres de su linaje, a las mujeres que se entregaban a un hombre por amor no se las ponía en cuestión, fuese cual fuese su casta. Aunque esto me sonaba estrambótico, es cierto que las mujeres Kuru del norte aún conservan esta libertad, y toman marido pero aman a quien quieren.

Ahora todo el mundo conoce la historia del primer hijo de Kunti, que le había nacido antes de casarse con Pandu y que había abandonado por miedo a la furia de su padre, como también es conocido el encantamiento que el irascible Rishi Durvasa le transmitió cuando Kunti estaba aún en la casa paterna. Yo me enteré sólo la vigilia de la gran batalla, cuando oí a Krishna urgir a Karna para que se pasara al lado de los Pandavas y ocupase su legítimo lugar como el mayor de los hijos de Kunti. No podía yo acudir a Kunti. Fui a la persona en la que aquélla confiaba y mi madre me contó la historia. Fue como si siempre lo hubiera sabido.

Kunti era la hermana del padre de Krishna, Vasudeva. Kunti era una niña luminosa y de temperamento dulce. Esto se dice de muchas jóvenes, en especial cuando se aproxima el tiempo de sus swayamvaras, pero en el caso de Kunti era verdad, aunque la suya no era la belleza exquisita de Madri. Fue adoptada por su tío Kuntibhoja, que carecía de hijos, y tomó el nombre de él. Kuntibhoja, de algún modo, llegó a hospedar todo un año al sabio Durvasa, cosa arriesgada como sabe todo aquel que haya oído las historias del temperamento y las maldiciones del sabio. El palacio vivió aquellos doce meses como al borde de un volcán. Ninguna de las criadas quería acercársele. Se decía que si uno le llevaba la comida aunque fuera un minuto tarde, podía desvanecerse de golpe. Así que se encargó a la afectuosa niña que le sirviera, y su decoro y desenfado lo complacían. Ella ignoraba que hubiera razones para temer y más bien le gustaba el anciano de cabeza imponente pero cuyos ojos sabían reír. Él, en broma, le prometió un presente al acabar el año. Kunti pensó en pequeñas cajas enjoyadas y espejos, aunque el sabio no llevaba nada y no tenía ningún lugar donde guardar semejantes fruslerías; su vasija y su bastón eran sus únicas posesiones.

El último día de la visita, el asceta le enseñó un mantra que ella repitió cuidadosamente después de él. Kunti debió de suponer que el anciano jugaba aún con ella cuando le dijo que guardase aquellas palabras en secreto porque harían acudir a cualquier dios que llamase.

El resto de la historia no es un hombre quien la debe contar, quizás no le corresponda hacerlo a ningún mortal en absoluto; y así, aquí está en la palabras de Kripi, mi madre, en la medida que las recuerdo. Su voz se volvía plata al relatármela y sus ojos se llenaban de lágrimas. “Al alba, cuando el Sol se alzó en el oriente, la niña estaba junto a la ventana peinándose el cabello y colmado el corazón de amor por este dios grande y glorioso, demasiado potente para acercarnos a él, pero que nos toca a todos. Y quiso ofrecerle culto. Sin pensar, pero con un tremor de excitación y con la sensación de que no estaba del todo preparada, empezó a recitar el mantra que el sabio le diera, mientras el Sol le oprimía el cuerpo con sus rayos penetrando a través de sus párpados cerrados. Cuando abrió los ojos, el Sol se apresuraba por el río. Y allí estaba, frente a ella. Dijo que había venido para ser su esposo y, cuando ella respondió que no lo había llamado para esto, él rió con una carcajada de fuego líquido y replicó que el encantamiento tenía más poder del que ella pensaba. Además, los dioses esperaban de él que cumpliese su misión.”

Kunti recordaba el abrazo de la tierna deidad, cómo la cegó con su radiación y cómo colmó de luz cada parte de su cuerpo. Sus manos, su piel, su mente, su corazón, se habían vuelto oro. Él le tocó el ombligo y le aseguró que estaría con ella y que le había dejado allí a su hijo. Lo siguiente que recordaba era al dios ascendiendo el río por un camino fundido para alcanzar la gran esfera de luz antes de separarse del agua.
Cuando el corazón de la niña titubeó al pensar en la vergüenza que podría traer a la casa de su padre, el Sol penetró el aire que la envolvía, entró en su corazón y la animó: “Somos dioses más allá del dharma humano. Pérdida del dharma no hay en esto para ti. Nuestro hijo sobrepasará a todos los hombres en la grandeza de su corazón; gracia será su presencia para la Tierra y no será nunca olvidado.
“Será un arquero y un guerrero grande.
“Estará dotado de un armadura y pendientes protectores. Me verás en él.”

Cuando Kunti dio a luz a Karna, se dijo que sus pendientes eran tan parte de él como mi gema protectora de mí mismo y, en efecto, nunca vi a Karna sin ellos desde el día en que lo conocí hasta el día en que fue obligado a desprenderse de los mismos. Se dijo también que el dios le otorgó una invulnerabilidad tan impenetrable como una armadura, pero que más tarde la rindió al dios Indra. Cierto, Karna tenía el resplandor del sol, una presencia radiante y, a veces, insoportable.

Y aquí está el final del relato de mi madre: cuando Kunti se llevó la criatura al corazón con temor e incertidumbre, el padre del niño descendió otra vez el camino del río para decirle lo que tenía que hacer. Envolvió al niño en sedas y lo puso en una cesta de mimbre que dejó flotar en el río, diciéndole: “Tu padre el Sol te guiará, el Señor de las aguas te guardará, todos los dioses te protegen. Soy la más afortunada de las mujeres porque tú eres mi hijo y la más mísera porque no puedo conservarte junto a mí. Quien quiera que te encuentre, entre todos los pueblos, bendecido sea.”

Una vez que Kunti hubo revelado por fin la historia de este hijo a su Señor en el bosque, no sólo se sintió liberada de un peso, sino que la maldición del Rishi-Ciervo perdió su aguijón; porque, si Kunti sufría sólo porque no podía confortar a su Señor y él porque su mujer había de vivir sin su abrazo, de lo que se trataba ahora era de hijos. Ella sufría aún por su hermano Vasudeva, cuyos primeros siete hijos habían sido asesinados por Kamsa, pero Pandu ya no era un rey guerrero y no podía hacer nada para vengarlo.
En el bosque, muchos años después del nacimiento de este hijo solar que sería conocido como Karna, Kunti se sirvió del mantra de Durvasa tres veces. Tres hijos le nacieron. Y el primero de ellos fue Yudhisthira.

En el octavo mes, mientras la luna recorría su camino luminoso, Yudhisthira, hijo del Dharma, Señor de la Virtud, nació. Al nacer, Kunti oyó una voz que le hablaba desde el cielo diciéndole que el niño sería el más noble y virtuoso de los hombres.

En el segundo año, Bhima el de la gran fuerza nació de Vayu, el Señor de los Vientos; Kunti lo había visto llegar montado en un ciervo. Nació el mismo día que Duryodhana, cuya madre, Gandhari, celosa por las noticias de Bhima e impaciente por hijos, se golpeó el vientre con el puño. Arjuna, el tercer hijo de Kunti, provino del mismo Indra, grande entre los dioses y Señor del Cielo. La voz dijo que Arjuna era un héroe y conquistador incomparable.

Y esta vez hubo un gran silencio en el bosque; ni un pájaro cantó, ni un animal se movió, ni una hoja se estremeció, la más suave de las brisas desmayó... y Kunti oyó la voz profetizar: “Éste es Nara, la otra mitad de su primo Krishna, que es Narayana. Estos dos han venido para limpiar la Tierra de todo su veneno.”
“Para limpiar la Tierra de su veneno. Para limpiar la Tierra de su veneno. Para limpiar la Tierra de su veneno.”

Las cualidades de Kunti como madre fueron leyenda en su propio tiempo. Pero, cuanto más les daba a sus tres hijos, más percibía lo que no había sido capaz de dar a Karna, su primogénito. Por lo que a Pandu respecta, ni siquiera ahora su ansia de hijos se serenó. Pero Kunti se negó a usar el mantra otra vez y le recordó que, según los sabios, las mujeres que se acostaban con los dioses más de tres veces, se consideraban viles y las que lo hacían cinco debían de ser rameras. A esta idea se aferró pero, presionada por su esposo, aceptó servirse del encantamiento para que Madri pudiera tener un hijo... y mi madre vio en esto una prueba de la gran naturaleza de Kunti. Yo, en broma, le pregunté si ella se habría negado. Pero mi madre me dio un coscorrón y repuso que un hijo impertinente era ya problema bastante.

Madri tuvo que haber sabido que semejante generosidad no se repetiría y rezó a los gemelos celestiales, esos dechados de belleza, los Ashwins, los divinos doctores. Dio a luz los dos hijos más bellos de todos, el moreno y bien proporcionado Nakula, y Sahadeva, del color del trigo. De los cinco, Sahadeva fue el más querido de los niños para Kunti. Un hijo más para Madri y ambas mujeres habrían estado en igualdad de condiciones.

Un día Kashyapa, sacerdote familiar de los Vrishnis, llegó secretamente trayendo regalos para Kunti y noticias de su hermano Vasudeva, que había sido prisionero de Kamsa. Krishna, el octavo de sus hijos, había sido salvado y ocultado en una aldea con una nodriza. Fue aquélla una estación de júbilo para Kunti.
Los Rishis del bosque de Satasringa habían realizado los ritos necesarios para poner nombre a los muchachos. Los cinco eran muy queridos, no sólo por Pandu y las reinas, sino también por los Rishis del aislado valle... Y Kashyapa estaba tan encantado que se quedó para asistir a la ceremonia en que se les impondría el cordón de casta.

Entre los muchos que en este valle llevaban una vida ascética estaba Suka, uno de los mejores arqueros en toda Bharatavarsha. Entrenó a los cinco príncipes en las artes marciales y Pandu vivió para ver la destreza de Yudhisthira con la jabalina, la de Bhima con la maza y a Arjuna como arquero prometedor. Los mellizos eran excelentes con la espada.

Bhima era el más fuerte y nadie, aparte de su instructor, osaba acercarse a él cuando, con la maza en la mano, se movía en los círculos del luchador; pero de los cinco, era Arjuna aquel de quien todos, especialmente, se enorgullecían. Además de ser encantador era un prodigio que podía usar cualquiera de las dos manos para disparar, y lo hacía con tal gracia y precisión que Suka le dijo que se había convertido en su igual y le regaló su propio arco, un arma sin adornos pero masiva y elegante que Arjuna me enseñó muchos años después en Hastinapura. Yo la levanté no sin cierto esfuerzo, pero él había sido capaz de dispararla con sólo trece años.

Yo nunca vi a Madri, desde luego, pero todo el mundo coincide en que sus cualidades eran una extrema belleza y un irresponsable encanto. Las de Kunti, por otra parte, eran dulzura y sabiduría y la hermosura que camina con ellas.

Había sido un amargo invierno incluso para aquellos que vivían protegidos por los muros macizos de los palacios. Yo he visto la llegada de la primavera al bosque de Satasringa: los pavos reales colman los árboles, las aves cantan con suavidad y los elefantes, exudándoles las sienes su extraño icor, pasan con sus manadas junto a las chozas de los eremitas, haciendo temblar el suelo. Al observarlos, sienten los hombres un dulce estremecimiento. Perfumes inundan el aire y el río canta canciones de amor.

Un día de primavera, mientras Kunti estaba de visita en un eremitorio de los alrededores con los cinco muchachos, Madri tejía guirnaldas para Pandu. Luego, se las llevó a su esposo, que estaba sentado a la orilla del río escuchando, según se cuenta, el canto de los cisnes y las grullas y, puesto que Kunti no estaba allí, nada en los tres mundos habría podido impedir lo que ocurrió. Pandu murió en los brazos de Madri y ésta persuadió a Kunti de que le permitiese unirse a su Señor en la pira funeraria.

“Tú eres la sabia, Kunti, tan sabia y paciente que Durvasa no halló falta en ti.” Después de tocar las cabezas de sus hijos, ascendió a la pira fúnebre. Mucho más tarde, Arjuna me narró la escena: “El purohita Kashyapa, tras su baño ritual, cogió ghi, cuajada, arroz y agua sagrada. Vestidos con ropas nuevas, sentados, observábamos el rito, degustando por vez primera la profundidad del dolor... y era amargo. Los Rishis cantaban:

‘Que alcance él el cielo este mismo día. Que todas sus buenas acciones sean recompensadas y que con compasión sean recibidas sus omisiones.’ Nuestras almas se alzaron con el humo. Ghi, cuajada y arroz fueron ofrecidos al fuego. El primer episodio de nuestra vida acababa. Era el día de mi decimocuarto cumpleaños. Yo ya era un hombre y Yudhisthira era el cabeza de familia. Fue él quien nos condujo de vuelta a Hastinapura.” Arjuna lloraba al contar esta historia y yo lloraba con él.

Todo el mundo conoce la llegada de los Pandavas a Hastinapura. La gente dice que se oyó un gran repiqueteo un día al alba y que, cuando miraron desde las ventanas, no vieron sino moños hirsutos, pieles animales y el centelleo de vasijas metálicas al sol, como si todos los sabios de todos los bosques de Bharatavarsha colmasen las calles de nuestra capital. El sonido provenía del golpeteo de los bastones de los peregrinos, pero los sabios se mantenían solemnes y silenciosos. La actitud que portaban era serena. Llegaban a la Corte con noticias de la muerte de Pandu y habían hecho el camino por amor a los hijos de Pandu y a Madre Kunti, que venía detrás con más Rishis. Hastinapura no había visto nunca tantos santos varones juntos. La gente de la ciudad acudió en masa a los ascetas, les portó comida, les llenó de agua las vasijas y les ofreció asilo.
Para el momento en que Madre Kunti llegó con Yudhisthira, Bhima, Arjuna y los mellizos, la calle estaba orillada de gentes de todas las castas y el mismo Gran Patriarca Bhishma se hallaba a las puertas de la ciudad con Ambalika, madre de Pandu, para recibirlos. Gandhari había venido con Satyavati, aunque éstas raramente dejaban el palacio.

El mayor de los Rishis ofreció al Patriarca Bhishma los restos mortales de Pandu y Madri. Yo me he preguntado a menudo cómo es posible que alguien que lloró con tanto dolor como Dhritarashtra la muerte de su hermano pudiera permitir lo que más tarde sobrevino a los hijos de Pandu. Sin cesar lloró, hora tras hora sin fin, y llegó a temerse que enfermara y que él mismo muriese; pero éste rechazaba todas las pociones sedantes y repetidamente pedía a su hermano Vidura que distribuyera, en nombre de Pandu, más riquezas y ganado de los que jamás se habían donado antes. Los doce días del luto oficial comenzaron y los cinco hermanos Pandavas durmieron en el suelo, junto al río. En la ciudad, se dejaron los lechos también para acompañar a los príncipes en sus lamentaciones. Los cinco hermanos se habían ganado el corazón de las gentes.

Cuando las oblaciones de agua fueron hechas, los muchachos se purificaron por la muerte de su padre y los brahmines ayunaron; la familia de Pandu se instaló en Hastinapura bajo la protección de su tío, el Rey Dhritarashtra.

Había ahora un sentimiento de incertidumbre del que nadie se atrevía a hablar: la gente necesitaba ver la sombrilla real abierta. Habían pasado demasiado tiempo sin un rey instituido; Bhishma, justo y recto, estaba envejeciendo y Dhritarashtra, de acuerdo con los textos sagrados, no podía reinar a causa de su ceguera. Ahora Pandu había muerto. Y la madre de Vidura no era, desde luego, una princesa.

Los cinco príncipes eran jóvenes y así lo eran también los numerosos hijos de Dhritarashtra. La gente sabía que el príncipe de la corona era Yudhisthira, el hijo mayor del último rey, Pandu. Él había de ser el heredero, por supuesto, pero ¿qué ocurriría con el hijo de Dhritarashtra, Duryodhana? Era éste quien lo había sido a los ojos del pueblo y era un joven hermoso, bien dotado... y ambicioso.

No se trataba, en realidad, más que de una vaga inseguridad, la necesidad de certidumbre, de un nombre. Nadie dudaba de que Bhishma, recto, honorable y eficiente, resolvería cualquier problema con la asistencia de Vidura. Era sólo en sus corazones y en sus sueños nocturnos donde las gentes de Hastinapura abrigaban recelos.
Vyasa fue el primero en convertir el vago presentimiento en palabras... y fue a la anciana
Satyavati, su madre, a quien habló. Despidió a todas las sirvientes de la reina y sentándose junto a ella, de cara a su altar, dijo: “Madre, las semillas del declive han sido plantadas. Los mejores de los días han terminado. La Tierra ha perdido la flor de su juventud, con la que ha vivido como en una nube de dicha. Veo las puertas abiertas a la miseria y el dolor. El pecado absorberá las mentes de la mayoría. Tu nieto, Dhritarashtra, no es lo bastante fuerte para resistir.” Satyavati apartó su vista de Vyasa. No podía creer que con Bhishma a su lado no hubieran de seguir conduciendo el destino de la Casa de Kuru. Vyasa tenía entrecerrados los ojos mientras hablaba. Contemplaba el futuro.

“Aniquilación. Total aniquilación.”

El sueño de Satyavati era ver crecer a sus numerosos biznietos para convertirse en guerreros que hicieran de la Casa de Kuru el mayor refugio ario de toda Bharatavarsha. Nadie podía dejar de reconocer la inteligencia, la gracia y el genio de Arjuna, la modesta sabiduría de Yudhisthira, la fuerza de Bhima y la irresistible belleza de los mellizos. Eran los nietos de los mayores sabios, hijos de dioses... palabras que el pueblo empezaba a decir. Amaba también a los hijos de Dhritarashtra, tantos que no conseguía recordar siempre sus nombres; pero el encanto de los hijos de Pandu le proporcionaba un deleite mucho mayor del que cualquier abuela pudiera esperar. Y era la visión de un reino invulnerable lo que había empezado a formarse en sus sueños. Pero dijo Vyasa: “Se destruirán unos a otros... los hijos de Dhritarashtra y los hijos de Pandu. De los de Dhritarashtra ninguno quedará para poder ayudar a su hermano Duryodhana.
¿Serás capaz de resistirlo? ¿Serás capaz de vivir en un mundo semejante? No dejes que te atrape la ilusión de felicidad en los últimos años de tu vida o nunca querrás partir. Toma la muerte de Pandu como excusa y vete a una ermita en el bosque. En este camino está la paz. Aquí no hay nada más que males y sufrimiento.”
Los ojos de Vyasa eran luminosos aun mientras hablaba de los males y el dolor. Sus palabras resonaron en todo el ser de Satyavati. Sí, tanto se había hecho para que Ambika y Ambalika concibiesen... y ahí estaba Pandu muerto, maldecido por un Rishi a causa de su propio adharma. Si su Pandu destemido podía caer por una maldición, ¿por qué no sus hijos y los de Dhritarashtra? Era verdad que había sangre de Vyasa en Duryodhana, pero también lo era que había algo en él que, hasta este momento de profecía, Satyavati no había querido reconocer. Y terribles presagios acompañaron su nacimiento.
En cuanto a ella, ya había hecho, planeado e intrigado bastante. El peso de la tragedia debía caer sobre Bhishma; fuerte era él y ella estaba cansada.

Cuando Satyavati, Ambika y Ambalika atravesaron las puertas de la ciudad en su camino hacia el bosque del que Kunti y sus hijos acababan de llegar, fue la señal de que la vida comenzaba otra vez.
Los chicos reían en los patios y en los pasillos y su entrenamiento en la práctica de las armas y el arco, a cargo del hermano de mi madre, Kripacharya, que era entonces el instructor real, empezó en serio.

Dhritarashtra era ciego y se negaba a ver. Le costó mucho tiempo darse cuenta de lo que estaba pasando, aun a pesar de que su medio hermano Vidura le explicó la dificultad. Vidura y el Gran Patriarca Bhishma tenían cada uno de ellos cien veces más sabiduría de la que a Dhritarashtra le faltaba. Pero ver servía de bien poco, pues ¿qué puede hacerse con muchachos que juegan y combaten? Siempre hay competencia por la supremacía entre los jóvenes.

Tío Kripa dijo que Duryodhana lo pasaba mal. Había sido siempre el hijo mayor del monarca efectivo, fuerte y hermoso, sin nadie que pusiese en cuestión su ascendiente; y ahora, aquí  estaba  Bhima,  bien formado,  bravucón y  el  doble  de  fuerte  que  él,  tratándolo  sin miramientos y sin comprender qué demonio estaba despertando en su primo. No había malicia en Bhima, era todo risas... y falta de tacto; pero Yudhisthira, percibiendo el resentimiento que crecía en los corazones de Duryodhana y sus hermanos, trató de hablar con él. No había modo de frenar a Bhima. La contención era algo extraño a su naturaleza y sus propios hermanos, que lo amaban, habían tenido que aprender a ceder ante él. Su universo había estado siempre colmado de Bhima, de sus bromas y de su risa salvaje.

Un día en que Duryodhana iba a una ceremonia, vestido con las mejores sedas, cubierto de guirnaldas y sintiéndose el heredero en cada porción de su ser, Bhima le puso la zancadilla delante de sus propios hermanos, primos y docenas de brahmines y sirvientes. En ese instante, el odio arraigó de un modo hondo y perdurable en el corazón de Duryodhana. Supo que quería destruir a Bhima.
Bhima, desatento a este odio, continuó gastándole a Duryodhana todas las bromas que siempre había hecho a sus hermanos. Un día, Duryodhana estaba sentado en un macizo viejo mango con sus hermanos. Bhima caminó hacia allí haciendo ver, con su típica actitud ponderosa, que no había percibido a los ocupantes de las ramas.

“¿Me pregunto cuántos mangos puedo hacer caer sacudiendo este arbolillo?” Y antes de que nadie pudiera descender, Bhima había agarrado dos de las ramas principales, una con cada mano, y tres muchachos caían con los frutos. Amoratado y bullendo de veneno, Duryodhana corrió a su tío Sakuni.
Un año después, a los dieciséis, Duryodhana atentaba por primera vez contra la vida de
Bhima.


Nosotros habíamos vivido algunas semanas con mi tío Kripa en Hastinapura antes de que yo hablase a sus discípulos, los príncipes. Paseaba con mi padre cuando los hallamos mirando al fondo de un pozo. Todos me gustaron, vestidos con sus sedajes. Mi padre levantó la mano con el gesto de bendición brahmín y caminamos hacia ellos.

“¿Qué buscáis en el pozo, nobles príncipes?” Varias voces, algunas de ellas aflautadas, otras las incipientes de hombres jóvenes, empezaron a hablar a la vez. Duryodhana, malhumorado y de tono agudo, se hizo escuchar. Su pelota se les había caído al agua.
“Y ha sido culpa tuya, tarugo”, dijo volviéndose hacia Bhima.
“Pues yo diría que la tuya, señoritunga de dedos de mantequilla.” Bhima dio un paso atrás en el mismo momento en que Duryodhana lo avanzó, espada en mano. Era uno de los escarceos que yo a menudo vería ocurrir. Un muchacho alto, de rostro agradable y larga nariz se metió entre los dos y puso su mano sobre la del príncipe insultado. “No hagas caso”, le dijo. “Bhima no quiere ofenderte.” Estiró sus brazos para mantenerlos separados. Era más esbelto que los otros dos y deduje que era el mayor.

Yo, recién llegado de la austeridad de la vida en mi ashram a unos jardines con estanques artificiales y todo tipo de plantas trepadoras encaramadas a pérgolas y espaldares, me quedé quieto y silencioso. Los pavos reales volaron a un árbol cuando estos príncipes hermosos y enjoyados, con espadas en la cintura, se enfrentaron uno a otro. Era una escena viviente que siempre había existido en mi cabeza.

Algo en mí dijo: “Ahora por fin empieza tu vida.” Y mi frente pulsó allí donde crecía mi gema de vida.
“Noble príncipe”, intervino mi padre, que estaba tan complacido como yo, “en vuestra prisa por adjudicar la culpa, olvidáis la pelota.” Entonces, empezó a recitar un proverbio para apuntalar sus palabras. La mayoría de los jóvenes lo escucharon con el respetuoso silencio debido a los mayores, pero sus últimas y bellamente moduladas sílabas fueron cortadas por Duryodhana.

“¿Olvidar la pelota? Uno puede olvidarse de cualquier cosa cuando Bhima está alrededor, porque sea lo que sea seguro que acaba aplastado o perdido.”
“Oh, ¿así lo crees?”, repuso mi padre, centelleantes sus ojos de anticipación. Duryodhana, temiendo probablemente otro arranque pedagógico, giró la cabeza. Mi padre, que no toleraba impertinencias, me llamó con elegancia.

No hacía mucho que estábamos en Hastinapura y yo vestía aún mis pieles de ciervo. Llevaba desnudos los pies y sin aceite el cabello. Dudé de dar un paso al frente, de presentarme en este mundo legendario de príncipes Kurus, del que mi madre y mi tío tanto me habían hablado. Había gozado permaneciendo detrás de mi padre y observando como a través de una ventana. Y esto es lo que quería seguir haciendo, porque no podía evitar ver a mi padre como una oscura y descarnada criatura de la selva en contraste con toda aquella magnificencia. Lo olvidé todo menos el mantra que manaba dentro de mí. Estaba seguro de que me pediría que recuperase la pelota, pero de pronto se inclinó y arrancó un tallo de hierba. Tomó el anillo de su dedo meñique y lo dejó caer en el pozo. Disparó entonces el tallo de hierba con su arco, que atravesó el anillo y encontró la pelota. Arrojó una flecha contra el extremo del tallo y luego otra y otra y otra, hasta que se formó una cadena que alcanzó el borde del pozo.

Hubo un hondo silencio.

Yo nunca me había olvidado de que unos niños se habían reído de mí por no saber lo que
era la leche, ni del dolor de mi madre por no tener nunca más que provisiones para tres días en la casa, pero ahora, en aquel silencio, comprendí las miradas que los príncipes dirigían a mi padre y supe que ya nunca volveríamos a tener necesidad de nada.

Una voz me advirtió en mi interior: “Pero es suyo, no tuyo.” Entonces, un pavo real rompió el silencio y todos los chicos gritaban: “¡Sadhu, bien hecho!” Se apretujaron para ver cómo mi padre tiraba de la cadena con el anillo y la pelota colgando de ella. Éste se puso el anillo en el dedo y mostrando el balón dijo: “¿Quién es el mayor?” Duryodhana se había adelantado ya para recoger la pelota, pero todos los hermanos Pandavas y algunos del resto señalaron a Yudhisthira. “Yudhisthira, él es el mayor.” Yudhisthira, el muchacho alto, de evidente aplomo, no se inmutó, pero el grandullón, Bhima, le dio un fuerte empellón hacia mi padre y aquél, a pesar de sí mismo, hizo a un lado a Duryodhana. Duryodhana se apartó bruscamente. Vi odio en sus ojos. Su mirada me barrió y, aunque el odio no era por mí, sentí el latigazo de su cola.

Mi padre podría haber conseguido fácilmente una recomendación para Bhishma a través del hermano de mi madre, Kripa, que hasta entonces había sido preceptor de los jóvenes príncipes. No sólo los Pandavas y los hijos del rey ciego Dhritarashtra asistían a la escuela de artes marciales de Hastinapura, sino también los príncipes de las Casas de Vrishni, Bhoja y Andhaka; pero él no quería arriesgarse a otro rechazo por parte de la corte. Esta demostración gráfica de lo que podía llegar a hacer fue inmediatamente transmitido a Bhishma y se pidió a mi padre que instruyese a los estudiantes más avanzados en el uso del arco y otras armas.

Pronto se convirtió en la cabeza indisputable de la escuela y yo, aunque él hizo todo lo posible para ocultarlo, fui el más privilegiado y amado de sus pupilos... al principio.

Por primera vez hubo plenitud en nuestras vidas. De nuevo estaba yo contento de haber nacido hijo de Drona el brahmín. Era más satisfactorio incluso que ser el hijo de un rey: el odio de Duryodhana por sus primos, y en particular por Bhima, llenaba el aire sin cesar de esa especie de tensión que precede a los ciclones.

Habría sido peor si mi padre no nos hubiese tenido a todos ocupados. De hecho había poco tiempo para descansar en la lujosa mansión que se nos diera. A los muchachos se nos hacía levantarnos antes de la aurora, descender al río fulgente con nuestras vasijas de latón para el agua, hacer nuestras abluciones con los ojos soñolientos aún y cantar luego nuestras plegarias. Yo, que las había oído desde mi infancia, ahora, en compañía de estos jóvenes príncipes, las oía y las repetía como si fuera la primera vez. La vida se renovaba. No era sólo el palacio. No era ni siquiera que mi padre hubiera recuperado su dignidad, ni que yo pudiese tomar tanta leche o cuajadas como quisiera. Para mí, era sobre todo el estar con los Pandavas, con Arjuna.

Como hijo del gran Guru, fui buscado y adulado por Duryodhana, que me regaló un arco engastado de oro y un anillo de rubí, pero eran los hijos de Pandu los que hacían mi mundo. Ante todo había un vínculo poderoso entre ellos. Se hablaban uno a otro sin palabras. Una vez que había pensado en preguntar a los mellizos cuál de los dos naciera primero, Yudhisthira me dijo: “Sahadeva es el más joven de los dos.” Y otra vez que había ido a preguntar a Yudhisthira cómo le había resultado la vida en el bosque, Bhima intervino: “Hay mucho que contar de la vida sin Duryodhana.” Miré a Bhima de otra manera. No lo había imaginado capaz de leer el pensamiento.

Yudhisthira guiñó el ojo, como si él mismo hubiera hablado involuntariamente; aunque, desde luego, aquél era el tipo de observación que él no habría hecho nunca. Todos los hermanos eran espléndidos, cada uno de los cinco a su manera, pero no había duda de quién era el más brillante y al que yo quería por amigo: Arjuna. Era el más inteligente y el más bravo, pensé... hasta que llegué a conocer a Yudhisthira y a Sahadeva. Sahadeva hablaba raramente pero, cuando lo hacía, sus palabras eran luminosas. Era un erudito y un vidente. Él y Nakula eran médicos. Parecía que irradiasen salud a su alrededor.

Sé que mi padre sentía lo mismo que yo por Arjuna y, si yo no hubiera sido su hijo, todos sus mantras secretos habrían sido para él. En cualquier caso, Arjuna lo embelesó hasta tal punto que logró de él varios astras antes de que mi padre supiese lo que estaba haciendo, tal como después confesó sonriéndose de su propia afición al muchacho.

Ninguno de nosotros quería llegar tarde a las clases de mi padre. Cuando el sol se levantaba, uníamos nuestras manos y derechos sobre una sola pierna cantábamos al Creador del Día:
“¡Om!
Meditamos en el glorioso esplendor
Del divino dador de la vida. Que ilumine nuestras mentes.
¡Om!”
Apenas dejábamos tiempo al OM para que acabase de reverberar en nosotros antes de lanzarnos a las vasijas que esperaban ser llenadas para mi padre. Quien llegaba antes recibía instrucción extra. Mi padre me había dado la de cuello más ancho. Pero Arjuna debió de haber aprendido un mantra, pues el agua gorgoteaba al interior de su redoma tan rápida como al de la mía y ambos nos lanzábamos a la carrera para hallar a mi padre sonriendo astutamente en la puerta. Parecía feliz llegase quien llegase primero de los dos y sé que hubo veces en que olvidó que Arjuna no era su hijo. Yo mismo lo olvidé y estaba contento cuando Arjuna estaba allí, a mi lado, para comenzar la clase. Era mi único rival y yo siempre me superaba cuando él estaba conmigo. Aún me maravilla que no estuviera celoso de él en aquellos tiempos. Es buena cosa que no lo estuviera porque enseguida me sobrepasó en gracia y agilidad tanto como en precisión. Podía disparar una flecha con la cuerda del arco tensada hacia su oreja izquierda o derecha. Y lo mismo le era posible con la maza, la espada o cualquier otra de las armas. Lo llamábamos ‘Dos Manos’ y muy pronto su agilidad le ganó el sobrenombre de ‘Cuatro Manos’.

Éstos fueron los días más felices de mi vida. Nunca volví a encontrar un hombre al que amase tanto como a Arjuna excepto, desde luego, a su primo Krishna, pero éste pertenecía a otro mundo.

Pronto aprendí a no mostrar mi amor y admiración por Arjuna delante de Duryodhana, que superaba en celos a cualquiera que hubiera conocido y que desde que sus primos llegaron a Hastinapura debió de ser el príncipe más frustrado de toda Bharatavarsha. Tuvo que resultarle difícil haber sido el mayor, el más hermoso, mimado y consentido y que, de pronto, le cayesen encima aquellos primos tan dotados y admirados. Duryodhana, cuando olvidaba sus celos, podía embelesarnos aún por breves instantes, pero su malicia lo devoraba cada vez más. Su resentimiento abarcaba a los cinco primos, pero Bhima era una perpetua ofensa para él. En sus movimientos abruptos e impensados eran iguales, pero Bhima era como un niño, un gran inocente, rápido en perdonar o en pedir perdón cuando se daba cuenta de que con sus bromas casi nos había lisiado.

Duryodhana no sobresalía de un modo especial en las clases de arco que nos daba mi padre, aunque no carecía de destreza y determinación. A Arjuna y a mí nos miraba con ojo siniestro. Cuando pretendía abogar por mí, era embarazoso. Como Bhima, era bueno con la maza y a menudo, cuando practicaban, yo pensaba que acabarían por matarse. Mi padre y tío Kripa tenían que separarlos. Pero en la nueva escuela de combate, las mazas se habían quedado anticuadas. Mi padre nos quería capaces de matar desde la distancia, más allá del alcance del enemigo. Teníamos que disparar desde un carro a toda velocidad, desde un caballo a galope o un elefante al ataque, y Arjuna practicaba tan duro que aprendió incluso a hallar el
en la profundidad de la noche.

Un día Duryodhana se quejó al Gran Patriarca Bhishma de que mi padre estaba enseñando a Arjuna técnicas de arco que no revelaba a nadie más. Bhishma llamó a mi padre. “Duryodhana protesta”, dijo el Gran Patriarca Bhishma con una holgada sonrisa a la que respondió la de mi padre. Ambos se hallaban al principio de las quejas de Duryodhana y no habían comprendido aún que siempre habría más y más.

“No es exactamente así, oh el Mejor de los Gobernantes”, repuso mi padre, “como sin duda sabéis.”
“Demasiado bien. Pero haz algo. Pone a su padre frenético y amenaza con suicidarse si, tal como él dice, continuamos favoreciendo a los hermanos Pandavas. Dhritarashtra me llama frecuentemente.”

Mi padre se encogió de hombros. “Decidle a él y a su padre que enseñaré a Duryodhana un encantamiento que le ayudará a arrancar todas las hojas a un árbol con una sola flecha. Se lo transmitiré sólo a él. El resto es responsabilidad suya.”

Bhishma sonrió. Sabía que este acharya no daba mantras bélicos porque se los pidiesen. O bien uno se los ganaba, o se ganaba una dura lección.

Lo que Duryodhana se llevó fue esto último. Mi padre se levantó especialmente temprano y partió con él y Arjuna. Descendieron al río a bañarse y, cuando llegaron allí, mi padre pidió a Arjuna que corriese de vuelta a buscar su toalla. Arjuna, que había oído que Duryodhana iba a recibir un mantra especial, había abrigado la esperanza de compartirlo; pero allí abajo en el río estaba mi padre, susurrándoselo a Duryodhana con gran alarde de secretismo. Luego, con una astuta sonrisa le dijo que no se lo comunicase a nadie, si no quería perder su poder.

Duryodhana fue directo a un árbol de nim, dibujó el yantra junto a sus raíces y disparó la flecha. El árbol soltó todas sus hojas como atravesado por un viento grande. Tan rápido como Duryodhana corrió a casa para jactarse, Arjuna acudió al árbol. Memorizó el yantra, lo borró y lo trazó junto a otro árbol, luego disparó su flecha contra él. Las hojas cayeron como los enemigos que abatiría con un solo dardo.
Fuimos invitados a presenciar la nueva habilidad de Duryodhana, pero la flecha silbó a través del árbol sin molestar más que a unas pocas hojas.

Cuando Arjuna lo desnudó de todo su follaje con una sola saeta, mi padre se encogió de hombros con simulada perplejidad y Duryodhana tiró furioso el arco al suelo.

“La próxima vez guarda tu yantra con la vida. Puede llegar a depender de él.”

Esto no hizo nada para endulzar la relación entre Duryodhana y sus primos. Apenas pasaba una semana sin algún encontronazo en el que Duryodhana tratase de humillarlos o aventajarlos, sin resultado. Su odio se hincaba más y más profundamente en él, volviéndolo horrísono y rudo, velando todo lo que de bueno abrigara su ser. A menudo me preguntaba yo entonces cómo acabaría todo aquello y lo mismo debían de hacer nuestros mayores. Nada definitivo ocurrió hasta la segunda ocasión en que Duryodhana atentó contra la vida de Bhima.

Llegados a este punto, he de hablar del tío materno de Duryodhana, Sakuni. “El sonriente”, acostumbraba a llamarlo mi padre, que no era un hombre de grandes sonrisas. Sakuni pocas veces retornó a su reino alpino. Debía de haber más discordias que cuajar en Hastinapura, aunque Arjuna comentaba a menudo que el reino de Gandhara debía de estar lleno de ellas puesto que Sakuni había medrado tanto y tan bien.

Había poco de la naturaleza del guerrero en Sakuni. Aunque era bueno con el arco, sus armas eran su astucia y su lengua. Era un intrigante y un jugador. Tenía todas las peores cualidades de un brahmín depravado y de un monarca corrupto, con el servilismo del criado que se deja despreciar. Era parte de la oscuridad de Duryodhana; estimulaba sus celos y su vanidad y alimentaba las ávidas, protervas fantasías que como fruto podrido yacían en el corazón de Duryodhana. Desde que Sakuni vio, el día de nuestra llegada, que mi padre se convertiría en un favorito de la corte y que, siendo el marido de la hija adoptiva de Shantanu, sería todo un poder en el reino, trató de seducirlo para sus propósitos. Me pidió que lo llamase tío Sakuni y me regaló una copa de oro con una familia de cisnes repujados en él. Nunca pude resignarme a llamarlo tío y desde el principio supe que la gran desgracia de Duryodhana era tener que hacerlo así. Aunque Duryodhana nunca podía ocultar sus reacciones, y a pesar de lo horribles que éstas eran, resultaban hermosas y honestas comparadas con los untuosos engaños de Sakuni. Le gustaba presentarse bajo un aspecto benevolente, paternal, y un día organizó una excursión para nosotros, los chicos, a las orillas del Ganges. A Sakuni le gustaban las comodidades y Duryodhana tuvo construido para la ocasión un palacio de deportes acuáticos. Se jactó de su udana kridana, su palacete, durante meses enteros. Cuando arribamos en nuestros elefantes y carruajes tratamos de no mirar.

Era un día caluroso y habíamos soñado con tirarnos al agua, pero lo olvidamos cuando vimos los murales con sus peces y apsaras, y los estanques de lotos interiores y exteriores. El espíritu se sintió refrescado y el cuerpo olvidó su calor. Por todas partes había fuentes de las que llovía la dulzura del agua. Agua era lo que nos había traído aquí. Había cinco grandes piscinas y, cuando nos lavamos y empezamos a nadar, toda la enemistad se disolvió en el agua. A menudo he pensado que el agua es el elemento en el que resulta más difícil sostener escarapelas. Bhima y Duryodhana jugaban a pelota acuática en el mismo bando. Yo estaba en el otro equipo, con Yudhisthira, y los vi reír y empujarse y hundirse uno a otro en el agua. Ésta fue la última vez que vi a Duryodhana reír relajadamente junto a Bhima. Sakuni los contemplaba desde el lapislázuli del borde de la piscina. Sólo su boca sonreía. Las águilas que vuelan alto sobre las montuosas regiones de Gandhara debían de atisbar de este modo a sus presas, pensé. Un asistente agitaba un flabelo de pluma de pavo real sobre él. Cuando la pelota saltaba por encima del borde de la piscina, él iba a buscarla y la arrojaba de nuevo gritando un nombre jovial, pero nunca el de Bhima. ¿Para qué perder el tiempo con alguien que estaría muerto al caer la noche?

Al acabar el día, tuvimos baños de aceite, masajes y nos vestimos blancas ropas nuevas. Mi padre había instilado en mí la necesidad de observar los rituales cotidianos, así que salí en solitario y canté los slokas mientras el sol descendía en el horizonte. Había sido un día dichoso, con menos pullas que de costumbre, pero con algo extraño en el ambiente. Me senté y observé oscurecerse al río, mientras se ennegrecían los árboles. Cerré los ojos y murmuré la invocación de la paz.
“¡Shanti! ¡Shanti! ¡Shanti!
¡Haya paz en la tierra y los espacios del aire!
¡Haya paz en los cielos y paz en las aguas
Y paz tengan las plantas y todos los árboles!
¡Que todos los dioses me otorguen la paz!
¡Por esta invocación de la paz, que la paz se esparza!
¡Por esta invocación de la paz, que la paz traiga paz!
¡Por esta paz, lo temible ahora sosiego, Por esta paz, lo cruel ahora sosiego,
Por esta paz, todo los males ahora sosiego, Para que prevalezca la paz, prevalezca la dicha!
¡Que todo sea para nosotros paz!”

La paz descendió sobre mí y que me quedé allí sentado largo rato, solo, saboreando el momento. Retorné luego por la orilla del río hacia las luces del palacio, portando mi paz conmigo. El banquete había empezado ya. Deseé compartir mi estado con Arjuna, o permanecer junto a la grave modestia de Yudhisthira. Pero Duryodhana y Dhritarashtra eran los patronos de mi padre; tendría que dividir mi tiempo equitativamente entre todos.

Encontré a los primos festejando. Bhima y Duryodhana, que se sentaban juntos, se metían uno a otro en la boca bocados escogidos. Era esto algo que yo no había visto nunca.

Grandes platos de arroz y cuajadas y carnes deliciosamente preparadas recorrieron la mesa. Bhima, siguiendo su costumbre, comía de todo lo que se le acercase a la boca... y aun más.

Apenas acabada la cena, Bhima se levantó, se estiró, eructó con fuerza y bostezó. Luego, me lanzó una mirada atiborrada y glacial, como si no supiera muy bien dónde estaba. Dejó que un sirviente derramase agua sobre su mano derecha, levantó la cortina de la tienda y nos libró de su imponente presencia. Nunca había visto a Bhima levantarse el primero de un banquete y deduje que Duryodhana lo había aburrido de pronto. Yo mismo tuve la desgracia de estar sentado junto a Duhsasana, el hermano de Duryodhana más próximo a él en edad, un grosero personaje hacia el que no podía controlar mi repulsión. Había comido con ganas y salí a respirar aire fresco. Cuando volví, Bhima no había llegado. Lo buscamos durante horas.

Hubo un alboroto de criados y luces y gritos de ‘Bhhiiimmmmmaaa’ que ecoaban a través del agua. Duryodhana y Sakuni se mostraron afanosos, brevemente, en torno a las luces, pero no se acercaron al agua. Los ecos se alzaron para perderse en el cielo o las albercas. De pronto, como si se hubiera dado una señal, los gritos cesaron: se podía oír relinchar, resollar y piafar a los caballos de los carruajes. El agua borbotaba suavemente y una lechuza ululó. Duryodhana hizo un gesto para conjurar el mal. Yo me estremecí.

Volví a Hastinapura en el carro del turbado Yudhisthira, esperando que Sakuni hubiera tenido razón al decir que Madre Kunti estaría sirviendo a Bhima con sus propias manos, como siempre lo hacía; pero aunque la referencia al apetito de Bhima estaba justificada, éste nunca hubiera dejado a Yudhisthira ansioso y desesperado de este modo. Los hermanos disimularon lo mejor que pudieron su preocupación delante de Kunti. Quisieron hacerla creer que habían dejado a Bhima a orillas del río, durmiendo su masivo ágape... pero Kunti comprendió.

Fue Vidura el que nos tranquilizó a todos durante los días siguientes. Nos recordó una y otra vez la profecía de que los cinco hermanos vivirían mucho tiempo y que, fueran cuales fuesen los atentados contra sus vidas, habrían de sobrevivir. Sahadeva dio fuerza a este argumento calculando astrológicamente lo que haría Bhima al cabo de diez y veinte años.

Aunque todo el mundo simulaba creer estas cosas, no esperamos volver a ver a Bhima nunca más hasta que, fiel a las predicciones astrológicas, Bhima irrumpió en palacio medio desnudo, eufórico y el doble de vigoroso de lo normal, asegurando que había pasado aquel tiempo con Vasuki, Rey de las serpientes acuáticas.

Cuando Bhima hubo acabado de comerse tres o cuatro poderosas comidas, nos contó lo que habíamos sospechado. Duryodhana le había metido en la boca el fatal veneno kalakuta. Él se había sentido mareado y descendido al río para refrescarse con un baño. Los criados de Duryodhana lo ataron y arrojaron a la corriente, confiando en que las letales serpientes de agua acabarían con él. Pero el veneno de estas sierpes es un antídoto contra el kalakuta y lo devolvió a un estado semiconsciente. Cuando se cansó del insidioso picoteo empezó a matar los reptiles, tratando de escapar hacia aguas más profundas. Aquéllos se enzarzaron en sus miembros y lo arrastraron ante el Rey Vasuki.

De acuerdo con el relato de Bhima, él y Vasuki se hicieron amigos de inmediato y éste ofreció al primero un bol de su famosa poción que, según se dice, imparte la fuerza de una manada de elefantes. Bhima narró que el kalakuta le había dado sed y que vació ocho de aquellos boles. Lo siguiente que recordaba era que abrió los ojos para darse cuenta de que había despertado en la orilla del río, a la vista del Palacio de Deportes Acuáticos. Se bañó en una piscina, se comió los restos del banquete que halló en una de las cocinas, caminó de vuelta a Hastinapura y ahora exigía más comida y nos hacía a todos palpar sus músculos.


La vida no cambió externamente, pero ahora, aunque todos sabíamos de lo que era capaz Duryodhana espaldeado por Sakuni, teníamos cuidado de no mostrarlo. Los Pandavas dejaron de comer con él. Se retrajeron a su propia mansión tanto como les fue posible y era Madre Kunti quien les servía el alimento.

Nuestro entrenamiento progresó. A mi padre lo inspiraba Arjuna, y Arjuna desarrolló gran devoción y gratitud por mi padre. Las clases de arco se convirtieron principalmente en un teatro para el juego y los duelos entre Arjuna y mi padre. No es que yo no fuera bueno, sino que todo el mundo daba por supuesto que lo era. Mi padre ya me había enseñado multitud de cosas para el tiempo en que llegamos a la corte, pero Arjuna era un fanático del arco comparable a Drona. Nunca dejaba de practicar. Se levantaba a media noche para ejercitarse en la oscuridad y no tardó en superarme. A mí me habría dolido de verdad, si se hubiera tratado de cualquier otro. Mi padre, que no era una persona efusiva, de pronto se volvió chispeante y afectuoso con Arjuna, y conmigo también. Nunca lo había conocido tan feliz. Creo que hubo veces en que incluso olvidó la venganza para la cual nos estaba entrenando a todos nosotros y sencillamente disfrutó la emoción de ser el arquero más grande del mundo junto al pupilo más grande del mundo.

Un día, mientras nos bañábamos, mi padre metió el brazo cerca de la boca de un cocodrilo. El cocodrilo estaba sumergido y, probablemente, dormido. Debió de asustarse cuando mi padre gritó y abrió la boca para devorarle el brazo. Antes de que cualquiera de nosotros hubiera podido siquiera pensar la palabra ‘cocodrilo’ o percibir el peligro, Arjuna había disparado varias de sus flechas, las más letales, contra el agua, que ahora mostraba una estela progresivamente rosada a medida que la bestia se alejaba y se hundía en medio de la corriente. Todos sabíamos que en cualquier momento, aun saliendo de un sueño, Arjuna podía lanzar una flecha exactamente adonde quería, y ésta era sólo una demostración de la medida en que nos superaba al resto. Para el instante en que hube sacado una saeta de mi carcaj, ya sabía que aquél era el cocodrilo de Arjuna. Mi padre fue también el Dronacharya de Arjuna desde aquel día. Duryodhana, en su disgusto, ni siquiera simuló pretender disparar una flecha; odiaba competir con Arjuna al arco. Hasta hoy mismo no sé si el incidente del cocodrilo fue un asunto amañado o si mi padre enseñó a Arjuna el astra Brahmasira a cambio de la vida que le salvó. Pero es la mente la que razona de este modo. La sabiduría proclama que a Arjuna le había llegado el momento de aprenderla. Yo pensaba que mi padre, que la había recibido del gran Bhargava, no se la enseñaría a nadie más que a mí. Había dicho una vez que no era para los ardorosos kshatriyas, pues se trataba del Gran Sortilegio y debía usarse sólo para la protección del mundo de los posesos, que hacen estragos entre la humanidad amadrigando el demonio. Si se emplea contra enemigos personales, se destruye uno a sí mismo y el mundo. Que mi padre considerase a Arjuna digno de este conocimiento añadía intensidad a mi amor por Arjuna. Tras recibir el Brahmasira, habló poco durante unos días y yo supe cómo debía de sentirse. Le lleva a uno tiempo recordar que la destrucción del mundo y la protección del justo es cosa del Creador.

A última hora de una tarde, mientras mi padre estaba alimentando a los peces del estanque en el jardín de nuestra mansión, una sombra emergió de los arbustos y se arrojó a sus pies. Ambas figuras estaban bajo la sombra rota de un ficus y medio ocultas por su follaje. La sombra postrada se fundía con los pies de mi padre. Yo estaba sentado en la terraza y empecé a sentir, mientras se desarrollaba aquel acto de pleitesía, que importunaba. Había allí una ceremonia silente y secreta; un invisible fluido pasaba entre las dos figuras. Por fin mi padre se inclinó para alzar al suplicante por los codos: vi el perfil regular de un muchacho joven y oscuro. No quería levantarse y permaneció de rodillas, las manos unidas, el rostro vuelto hacia el del mayor. Pude oír su voz implorante, pero no sus palabras. Escuché entonces la voz de mi padre, gentil y sosegadora como pocas veces lo era cuando rechazaba algo... porque rechazar era lo que estaba haciendo. El muchacho seguía arrodillado con las manos juntas, los hombros encorvados, el mentón caído hasta el pecho. Realizó otra interminable postración tocando con la cabeza los pies de mi padre y las manos aferradas a sus tobillos. Mi padre pareció dispuesto a esperar tanto tiempo como el chico quisiese estar a sus pies. Por fin, éste se apartó y fue como si una porción de la substancia de mi padre se desgajara de él.
Mi padre era amado por sus estudiantes, pero esta devoción sobrepasaba incluso la de Arjuna. El extraño muchacho partió; mi padre se quedó allí enraizado. Tras un lapso, con gesto de sembrador, arrojó algo a los arbustos: migas para peces.

Yo estaba aún en la terraza cuando él retornó.
“¿Quién era, padre?” Se quedó muerto, como golpeado desde detrás. Sentí su mente huir de aquel aturdido silencio y pensé que no me lo diría.
“Creí reconocerle el rostro”, mentí.
“Ekalavya, el hijo de Hiranyadhanusha”, repuso abruptamente.
“¿Ekalavya, el hijo de Hiranyadhanusha? ¿Te estaba pidiendo que fueras su guru?”
Mi padre suspiró. No podía aceptar un pupilo tribal ni aunque fuera el hijo de un jefe
Nishada.
“Podría haber hecho un gran arquero de él.”
“¿Mayor que Arjuna?”, repliqué pensando que lo haría sonreír. Mi padre había prometido hacer de Arjuna el mejor arquero del mundo. La idea de que pudiera tener un rival era nueva y excitante. Me turbaba, pero también me intrigaba, y quería hacer hablar a aquel hombre de labios prietos.
“Mucho mayor.”
Creí que alardeaba. Quizás mi padre soñaba con un ejército de Arjunas que conducir contra el Rey Drupada.
“¿No podrías haberlo aceptado con un permiso especial del Gran Patriarca?”
“Nuestros jóvenes príncipes le harían la vida imposible. No lo admitirían... y además, hay consideraciones políticas que no pueden obviarse, ya sabes. ¿Que Bhishma nos permitiría enviar a semejante arquero de vuelta a su tribu, capaz de entrenar a todo un ejército para su padre Hiranyadhanusha? En absoluto. Entrenamos a nuestros posibles aliados, y eso es ya riesgo bastante.”

Tenía sentido, pero mi corazón se dolía con el pensamiento del muchacho Nishada haciendo todo el camino hasta la ciudad y debiendo retornar a la jungla con sus esperanzas destrozadas. Aún podía ver los pies de mi padre manchados por sus lágrimas.

Muchas tardes pensé que su sombra cruzaba fugaz el jardín, pero pasaron meses antes de que volviera a verlo... y a plena luz del día.

Habíamos salido a otro de aquellos pícnics que a Duryodhana le gustaba organizar. Esta vez, los hermanos Pandavas tuvieron gran cuidado de no compartir la comida de sus cocinas y todo nuestro pensamiento se ocupaba en prevenir la forma en que Duryodhana, o mejor Sakuni, habría concebido de causar su mal. No había ríos esta vez. Habíamos paseado hasta la profundidad del bosque y no había ashrams alrededor cuyos sonidos pudieran llegarnos. A mí me gustaba el hondo silencio, carente incluso del borboteo de un río, y, aunque había prometido estar alerta, guardar a los Pandavas, me hallaba seducido por aquel callar. Había grandes árboles y los pájaros centelleaban al atravesar sus sombras. Bhima, exuberante como nunca, nos desafió a competir y ahuyentó la ansiedad que sentíamos por él... pero la comida, pesada, estaba llena de
tensiones. Nos mirábamos todos unos a otros. Después, mientras manoseaba unas hojas, me pregunté si habría organizado semejante alboroto con lo de la leche, si hubiera sabido adónde me llevaría aquello. Hoy, cuando menos, sé que habría estado satisfecho con un poco de cereal. El agua fresca me habría complacido más que el vino. Pero aún estaba ávido de cuajadas y tratando de imaginar cómo habría sido la vida sin ellas, cuando los furibundos ladridos de Raja, el perro de Yudhisthira, me colmaron los oídos. Salté de inmediato, pero Arjuna corría ya hacia el sonido indicando a sus hermanos que lo siguieran. Bhima y yo corrimos tras él. Hubo un gañido de dolor y luego otro. Ganamos velocidad, con Arjuna muy por delante. El silencio repentino fue peor que el ladrar. Cualquiera que quisiese asesinar a Bhima podía atraerlo matando al perro de Yudhisthira. Bhima se perdió entre los árboles.

“¡Bhima, detente, Bhima!”

En aquel silencio, yo había perdido mi sentido de la orientación. Oí el largo y melodioso silbido de Bhima, pero ningún ladrido de Raja que le respondiera. De repente, un Raja de largo hocico emergió precipitado de las sombras como un espectro de sí mismo. El can corrió en círculo alrededor de Arjuna y luego se abalanzó sobre Bhima, poniéndole las patas en el pecho. Todos lo mirábamos, incrédulos. La boca del perro estaba ocluida por un intrincado y simétrico patrón de flechas, detrás del cual quedaran selladas la lengua y los furiosos ladridos. Con los ojos en blanco, corría de uno a otro de los que allí estábamos. Lo acariciamos y le arrancamos las flechas, hincadas de un modo muy superficial. No estaban destinadas a matarlo, ni siquiera a herirlo realmente, sino sólo a silenciarlo. En un momento se las hubimos quitado todas y lo seguíamos hacia los árboles. Yo iba detrás, pensando que conocía estas flechas: portaban las plumas de gallina pintada que usan con frecuencia las tribus del bosque. Cuando nos dimos de bruces con un hermoso muchacho oscuro vestido con pieles de leopardo, supe que las flechas eran dardos Nishada, aunque sólo había visto a Ekalavya una vez, al ocaso y desde la distancia. Mi padre no se había jactado vanamente. Bhima levantó un brazo para golpearlo; yo salté entre los dos, pero él me hizo a un lado. Ya Arjuna había hecho presa en los brazos de Bhima y le recordaba que era Yudhisthira quien tenía que decidir el destino del muchacho. El Nishada se negó a responder ninguna pregunta y lo conducimos hasta el lugar del pícnic. El Gran Patriarca y Dhritarashtra estaban en Hastinapura y lo correcto habría sido llevar al chico a mi tío Kripa, el mayor de nuestra partida; pero aquél fue directo a mi padre y volvió a caer a sus pies... y de nuevo todo su ser estuvo postrado en un acto completo de ofrenda de sí. Sus lágrimas corrían por los empeines de mi padre. Guru y discípulo se quedaron allí silenciosos e inmóviles. Al final, mi padre habló con la más gentil de sus voces... una voz, ciertamente, que yo no le había oído nunca.

“¿Quién eres tú, hijo mío?” Aún arrodillado, el muchacho levantó la cabeza y con ella la mirada, arrobada la faz de devoción.

“Soy tu discípulo, Ekalavya, el muchacho Nishada.” Hubo risillas contenidas de Duryodhana. Sakuni era más listo y no se enfrentaría abiertamente a mi padre, aunque tenía menos respeto por él que su sobrino. Su prejuicio era político; el de Duryodhana surgía de los celos.

“Pero yo nunca te he aceptado como discípulo”, dijo mi padre. Las palabras no tenían nada de la dureza de su significado. Examinó la boca del perro y ordenó que se le lavara: ahora portaba el dibujo de las flechas en un débil entramado rosa. Todos sabíamos que esto superaba incluso la destreza de Arjuna y nuestro silencio lo evidenciaba. La expresión triunfante habitual de Arjuna estaba velada y a la defensiva. No le resultaba fácil asimilar aquello y sus hermanos evitaban mirarlo. Mi padre había prometido que Arjuna sería el mejor arquero del mundo. Ahora había otro mayor, aferrado a los pies de Dronacharya y asegurando ser discípulo suyo. Duryodhana y Sakuni empezaron a saborear la situación. Todos esperábamos que mi padre o el muchacho rompieran el silencio. Mi padre pasaba todo su tiempo, desde el alba hasta el ocaso, enseñándonos el manejo de las armas y a recitar los Vedas y Vedangas hasta que cada sílaba y entonación era perfecta. Además, mi padre nunca habría puesto en peligro una posición en la corte que le permitiría con el tiempo desquitarse de Drupada. Su corazón estaba orientado hacia una sola cosa: venganza. ¿Era posible que hubiese entrenado al muchacho mientras dormíamos para que éste pudiera guiar las fuerzas Nishada contra la capital de Drupada? Drupada era un rey poderoso, con muchos aliados y Panchala, su capital, estaba muy bien fortificada. Todos contemplábamos al discípulo encogido a los pies de mi padre.

“¡Habla, hijo mío!”, y mi padre se agachó para tocar la cabeza del chico y bendecirlo. El muchacho tragó saliva y se limpió los ojos con el dorso de las manos y éstos luego en la piel de leopardo.

“Mi señor...”, y reveló su historia. Ekalavya, después de dejar nuestro jardín aquel día había partido al bosque, donde modeló en arcilla una tosca imagen de mi padre a la que adoró mañana y tarde con flores y frutos y hojas y todo el corazón. Después practicó el arco. Los ojos de mi padre destellearon, pero yo vi los de Arjuna endurecerse. La mayoría de nosotros estábamos conmovidos por la perfección de semejante discipulado, mediante el cual, sin conocer los Vedas, sin ninguna instrucción práctica, un habitante del bosque había logrado suprema destreza. Supuse que en el muchacho Nishada no había lugar para las pequeñas bromas que nosotros nos hacíamos, o las mímicas de los gestos peculiares de nuestro acharya, o las observaciones exasperadas que nos arrojábamos mutuamente cuando aquél nos había estado desjugando todo un día y parecía como si los brazos se nos fueran a caer, o para los brotes de rebelión en nuestros corazones cuando el maestro nos fustigaba con su sarcasmo. Yo sabía que el Nishada era incapaz de todo esto. La humildad de su ofrenda era total. Y entonces ocurrió lo peor de toda mi vida hasta la Batalla del Kurukshetra. Podría vivir para siempre y he empezado ya a comprender muchas cosas, pero sé que nunca entenderé por qué mi padre hizo aquello.

¿Por Arjuna?
¿Por razones políticas? ¿Por disciplina, en la que era estricto? No creo que ni siquiera mi padre llegara a saberlo. ¿Lo comprendían los mismos dioses? Sé que nunca volví a sentir lo mismo hacia él después de aquel día.

Por fin, mirando al chico, que seguía arrodillado a sus pies, dijo: “¿Eres mi discípulo realmente?” La pregunta hizo descender de nuevo lágrimas por las mejillas del muchacho.
“Entonces, como guru tuyo, reclamo mi recompensa, mi guru-dakshina.” Una llama de felicidad encendió el rostro del Nishada. Todo lo que sabía era que había sido aceptado.

“Dame el pulgar de tu mano derecha.” Silencio, corto y tenso. El muchacho, entonces, tomó una punta de aquellas flechas Nishada con la forma del creciente lunar y se tajó el dedo por la juntura. Creo que debió de hacerlo en una especie de trance, pues apenas tuvo hemorragia y el rostro de Ekalavya permaneció arrobado. Dejó la dakshina, cuidadosamente, a los pies de mi padre.

Las aves interrumpieron su canto; la brisa murió. Este momento hermoso y terrible está para siempre grabado en mi memoria.

Era Ekalavya el hermoso. Yo me aparté de mi padre.

Ekalavya se convirtió en una leyenda para nosotros, aunque nunca pronunciábamos su nombre. Es verdad que Sakuni y Duryodhana bullían de silenciosa protesta, pero Sakuni se limitó a cargarnos a mi padre y a mí con más joyas, preciosos cuchillos, copas recubiertas de oro y ropajes pitambara de seda. Mi padre debió de comprender que sólo una cosa nos distraería y se dedicó a prepararla: una demostración pública de nuestras habilidades.

Además, no podía resistirse a exhibir a Arjuna, y a todos nosotros con él, ante la corte y las gentes de Hastinapura. Puesto que su propósito al entrenarnos era un ataque por sorpresa a Drupada, habría sido más sabio ocultar nuestra destreza, pero mi padre no estaba exento de su porción de vanidad... y la vida en la corte la agudizaba.

Bhishma estaba entusiasmado.

Se consultaron las estrellas y se escogió un día auspicioso para empezar a construir el estadio. Mi padre nos forzó hasta el límite. Nuestros músculos estaban agarrotados por el entrenamiento, medio rotas las espaldas por el peso de los arcos gigantescos y mareadas las cabezas de tanta práctica desde los lomos de los elefantes y los carros al galope. Entumecidas teníamos las mentes del peso de los slokas y de los mantras, y agotados los brazos del uso de la maza, la lanza y la espada.
De pronto nos dio un respiro. Hubo toda una semana de pícnics durante la cual sólo se nos exigió dormir, comer y jugar.
Una mañana, mi padre medio escondió el maniquí de un buitre entre el follaje de un árbol y nos llamó.
“Cada uno a su turno”, dijo en su tono perentorio. “Tú primero, Yudhisthira”, llamó al primogénito y le señaló el árbol.
“¿Qué ves?”
“El pájaro, el árbol. Te veo a ti, acharya. Veo a Bhima y a mis hermanos menores.” Mi padre lo hizo a un lado.
“Bien, el siguiente.” Repitió la misma pregunta a todos los hijos de Pandu y de Dhritarashtra, pero a ninguno le dejó disparar la flecha. A Arjuna y a mí nos dejó para el final y después de que yo hubiese nombrado las cosas que veía, quedó sólo Arjuna. Como siempre que dejaba que Arjuna se me adelantase, sentí la mirada acusadora de Duryodhana.
“Arjuna”, la voz de mi padre era fiera y urgente como si estuviéramos en batalla y nuestras vidas dependieran de esto. Señaló la copa del árbol: “¿Ves el ave?”
“No, veo sólo un ojo.”
“¡Dispara!”, gritó mi padre triunfal. Siguió un repentino chasquido y la cabeza del pájaro cayó al suelo con la mitad de la flecha hincada en el ojo pintado.
“¡Sadhu! ¡Sadhu!”, danzó Bhima de felicidad. Duryodhana y su hermano Duhsasana permanecieron un instante en aturdido silencio y luego se dieron la vuelta. Mi padre abrazó a Arjuna y, por una vez, no puede evitar desear que aquel disparo hubiera sido mío.
Pero yo había visto el pájaro y el árbol además del ojo.

El respiro tocó a su fin.

Un amplio terreno fue talado y apisonado por los elefantes; luego se soltó a las vacas en él para que lo purificasen de nuevo con sus fértiles heces. El sabio-arquitecto, tras hacer sus ofrendas a los dioses, hizo el depósito fundacional de objetos auspiciosos mientras gritábamos: “¡Victoria, victoria!” Con ayuda de los mejores alarifes mi padre diseñó un enorme estadio con una plataforma en el centro. A un lado, estaban los recintos reales para los invitados de los reinos vecinos así como para los dignatarios de nuestras casas gobernantes. Se pensó también en un pabellón separado para las mujeres. En el lado opuesto estarían las largas galerías para las gentes de la ciudad.

El día antes del concurso, la gente había llegado de cerca y de lejos, y ricos comerciantes plantaban sus tiendas de sedas y bordados detrás de la tribuna. Yo no tenía ojos bastantes para absorber todo lo que les placía: las tiendas blancas de los nobles parecían haber descendido flotando del cielo y los pabellones centelleaban, cubiertos de oro y taraceados con lapislázuli de penetrante azul. Y todo el conjunto rodeaba un césped esmeralda regado por fuentes de cristal.

El día de la inauguración, mi padre me pidió que me quedase con él y yo estuve contento de poder hacerlo.
Valían la pena todas las horas de esfuerzo y práctica, y todas las muñecas torcidas y espaldas lesionadas, si podíamos mostrar a Bhishma y a la corte lo que habíamos aprendido. Tío Kripa y yo pensábamos que, cuando todo el mundo supiera lo que Dronacharya era capaz de hacer, no habría quien le negase el permiso para su venganza contra Drupada. Entonces, nuestra fortuna cambiaría.

Ya el Gran Patriarca Bhishma y tío Kripa, los señores y los nobles se habían sentado. El Rey Dhritarashtra fue conducido al interior por Vidura. Y Gandhari, cubiertos los ojos por el paño de seda, se sentó junto a su cuñada Kunti. Mi propia madre estaba con ellas. El pabellón femenino era una exhibición de costosas sedas y gemas y resplandecientes tocados. Todas mostraban una compostura soberbia, conscientes de que ciudadanos jóvenes y viejos habían dejado sus tejedurías, sus yunques y sus establos para contemplar un espectáculo magnífico. Había un constante abejoneo y, a veces, voces que gritaban. Y mi padre, con un fino sentido del tiempo, esperaba a que el ruido alcanzase su clímax. Cuando empezó a retumbar como la tempestad del océano, hizo su aparición en la arena.

Yo estaba a su lado. Hubo un silencio tan repentino que mis pies dudaron. Lo miré de soslayo. Él estaba enteramente introvertido. Toda la excitación que acompañó a los últimos preparativos estaba olvidada. Era otra vez Dronacharya, el brahmín, el poseedor y transmisor del conocimiento. En sus ropas blancas y con el sagrado cordón blanco contra su pecho desnudo y oscuro, con la marca blanca de pasta de sándalo y el moño blanco y guirnaldas, tenía una apariencia grande y santa. La multitud calló por él. Mientras caminaba a su lado, pensé: “Qué destino éste: ser el hijo de Dronacharya”, y oí el susurro de las voces.

“Aquél es su hijo.”
“El hijo de Dronacharya, más grande que todos los príncipes.” “Se le conoce por su valor a ese Ashwatthama.”
“Parecen la Luna y Marte paseando un cielo claro.”
“Les resplandecen los rostros; la cara de Ashwatthama brilla como la luz del Sol.” “Nació con un gema protectora, ya sabes.”

Mi corazón se henchía, no sólo de orgullo, sino también de gratitud. A menudo había oído que mi faz era radiante y la adoración de la multitud debió de intensificar el efecto. Pero una voz apenas perceptible decía: “Calma. Calma.” Traté de recordar a mi abuelo, el Rishi que jamás hallara, ni siquiera buscara en realidad, fama o riquezas. Retorné en mi memoria por un momento a nuestro pequeño ashram. Ahora alcanzamos el altar. Mi padre vertió ghi y otras ofrendas en el fuego sacro. Los brahmines, como un solo cuerpo, aspiraron aire para cantar los mantras. Nunca los había oído tan perfectamente modulados. Me sentí empujado a orar a los dioses. Yo era a la vez un brahmín y un guerrero. No quería malversar lo que los dioses me habían donado. Los otros príncipes eran guerreros. Aunque habían sido instruidos en los Vedas y Vedangas, su primera tarea era conquistar y gobernar con justicia. Pero yo era un brahmín; mi tarea primera y perpetua era el conocimiento y el culto: para los brahmines, la lucha ha de ser un culto. Entonces, volví a ver el pulgar de Ekalavya a los pies de mi padre.

Llegó el bramido de la caracola: no entonaba el desafío de una batalla, sino una nota de celebración. Estallaron las trompetas. Los príncipes guerreros, entonces, conducidos por Yudhisthira, portando cada uno su arma favorita, caminaron hasta mi padre y se postraron ante él... y yo también lo hice. Todos portábamos cinturones enjoyados y protecciones de cocodrilo para los dedos, y la multitud callaba. Lo que se oía ahora era el tañer de las cuerdas de los arcos mientras probábamos nuestras armas.
La exhibición empezó.

No creo que yo mismo, ni nadie de los que participábamos, ni siquiera mi padre, se hubiera dado cuenta hasta qué grado de perfección nos había entrenado a todos. Ni uno solo falló. Los más veloces de los caballos nos portaban alrededor de blancos en movimiento. Todas las flechas alcanzaban sus objetivos y a nosotros nos impelían los gritos de la multitud. Había duelos a caballo y a lomos de elefante. Los mellizos, los hijos de los Ashwins, se sentaban en sus caballos como en tronos y blandían cada uno una espada que era la continuación de su brazo. La muchedumbre los amaba. Demostramos cómo se podía hacer girar en estrechos círculos a los carros. Embrazamos los escudos y mostramos en duelos figurados lo que puede hacerse con la espada. La multitud amaba su chischás. Gritaba por sus favoritos, casi siempre Arjuna o yo mismo.

Imitamos una guerra. Montábamos elefantes y caballos y traqueteantes carruajes, soplábamos nuestras caracolas, blandíamos nuestras armas, pulsábamos las cuerdas de nuestros arcos. El pueblo enloqueció de gusto y clamó sus alabanzas. Parte del público empezó a empujar hacia la arena. Mi padre hizo sonar los clarines y dio por acabado el ejercicio. Anunció entonces un combate de mazas entre Duryodhana y Bhima.
No había manera de evitar esto sin admitir públicamente la rivalidad personal de los príncipes. Se los conocía como a los dos mejores luchadores de maza del reino y ambos querían exhibirse. Observé a Vidura y su movimiento de labios junto al oído de Dhritarashtra. El rostro ciego del rey, habitualmente apagado, se encendió ahora de ansiedad por cada detalle de la técnica de Duryodhana.

Con las cinturas ceñidas, giraron uno alrededor del otro, altas sus armas incrustadas de joyas y brillantes al sol. Nunca me ha gustado la maza. Me resultaba bárbara, no importa lo científicos que hayan llegado a ser sus movimientos. Los dos príncipes, a pesar de las joyas y los hilos intrincados de plata y cobre que adornaban sus mazas, eran como dos bestias acechándose, buscándose, blandiendo las armas y golpeándose los muslos en señal de desafío. Eran como demonios que emergieran del bosque. Bajos gruñidos escapaban de sus gargantas y otros sonidos se provocaban ellos desde lo hondo de sus estómagos. ¡Tunk! ¡Tunk! Madera contra madera. Crac. Madera contra hueso. Duryodhana era más ágil que Bhima, pero Bhima era más fuerte. Ninguno podía atravesar la guardia del oponente. Era interminable y me hacía añorar el choque del metal, la vibración de los arcos y el vuelo de las flechas, o incluso la fúlgida estocada de las lanzas. De pronto, la maza de Duryodhana golpeó a Bhima en el hombro y éste se tambaleó. Si hubiera sido un combate real con mazas metálicas, Bhima habría caído. Junto a mí, mi padre gruñó. Un murmullo brotó de la multitud y después un grito.
“¡Bhima!” y, por supuesto, la respuesta: “¡Duryodhana!”
Ambos tenían ahora un aspecto asesino. Bhima rodeaba a Duryodhana con rictus malévolo. La maza de Bhima cazó a Duryodhana golpeándole limpiamente el codo izquierdo y el brazo de éste colgó inutilizado. Bhima balanceó el arma apuntándole ahora a la cabeza. Duryodhana la evitó justo a tiempo, retrocedió un paso y tundió a Bhima en el pecho. La turba empezó a gritar, dividida contra sí misma.
“¡Bhima, cintura de tigre!” “Noble Duryodhana!”
“¡Bhima, bebedor del elixir de la serpiente acuática!” “¡Duryodhana, príncipe de los Kurus!”
“¡Mátalo, Bhima!”
“¡Mata al de la cintura de tigre, que ha tratado de asesinarte!”
La masa se había puesto de pie. Yudhisthira tornó frenético el rostro hacia Arjuna. Madre Kunti, en la plataforma, se había cubierto el rostro con la mano; mi madre le acariciaba el cabello, mientras Gandhari le tiraba del vestido y movía los labios. Desde la distancia, leí sus palabras: “¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que ocurre?” De pronto, el alarido tumultuoso de un millar de gargantas.
“¡Sepáralos!”, me gritó mi padre al oído.

Bhima había caído al césped y Duryodhana, ignorando el código, estaba intentando mazarlo. Me precipité sobre Duryodhana y lo retuve mientras Bhima se levantaba. Creo que estuvo a punto de golpearme a mí. Tuve que gritarle: “¡Quieto, quieto, tu guru te lo ordena!” Bhima, ahora de pie, se apartó de su oponente y Duryodhana, como un animal cuyo enemigo hubiese bajado el cuello, se relajó en mis brazos. Después también él se retiró con la mano alzada. Alguien hizo señal a las trompetas y atabales. Los gritos cedieron.
“Hará falta todo un mes para deshacer la obra de este día”, me gritó mi padre en la oreja. Supe qué iba a decir a continuación. “Tendrás que mantener a Duryodhana bajo control.” No era la primera vez que me decía que ocultase mi amor por Arjuna. Me irritaba. Uno no puede sofocar su amor, ni tampoco desobedecer a un padre, en especial a uno como el mío. Yo debería permanecer junto a Duryodhana y ganarme su confianza para prevenir sus agresiones. Mi padre entró en la arena. Sus blancas ropas resplandecientes y su cabeza venerable hicieron evaporarse la lucha de mazas como una pesadilla a la luz de la mañana. Los tambores y trompetas callaron. Mi padre llamó: “¡Arjuna, noble Arjuna, hijo del Rey Pandu, el más diestro de los guerreros y devoto de los príncipes!”

Cuando Arjuna apareció con su armadura de oro, sus protecciones dactilares y hombreras y su arco enorme, la muchedumbre estalló en hurras. Las caracolas e instrumentos músicos ulularon. Hubo una suerte de apaciguamiento, de suspiro, de contento tras el dolor, tras aquel espectáculo degradante. Los atabales batientes, las trompetas y las notas estridentes de las conchas tenían un timbre festivo; las voces de la multitud recordaron que aquél era el hijo de Pandu y de Kunti.
“Sólo Kunti podía haberlo parido.” “Parece un dios.”
“Nadie puede medirse con él.” “Es un dios.”

Arjuna, con el sol destelleando en su áurea cota de malla y su yelmo, caminó hasta el altar, caminó en círculo alrededor de su arma y oró a los dioses. El pueblo, que un minuto antes había parecido incapaz de silencio, calló. Lo que siguió a continuación fue una dicha y una sorpresa incluso para nosotros, para mi padre. Con el arco que él mismo se había fabricado, Arjuna alcanzó todos los blancos en la vasta arena. Las flechas volaban de él como infinidad de aves a sus nidos.

Había un jabalí mecánico, hecho de hierro, que corría alrededor del campo. Sin que pareciese que apuntaba, Arjuna le introdujo cinco flechas por la boca. La multitud enloqueció de admiración y de amor.
Había un cuerno de vaca que oscilaba en lo alto. Arjuna hizo pasar veinte flechas por su extremo hueco, flechas que manaban de su arco como aceite, como gotas de lluvia, tan veloces a veces que su vuelo era invisible. El combate de mazas fue olvidado en la admiración de la multitud por Arjuna. Madre Kunti y Yudhisthira sonreían ahora.

Los Pandavas eran los favoritos de los dioses y del pueblo.
Como gran final, Arjuna avanzó por la palestra exhibiendo su habilidad con la espada. Incluso aquellos que no habían tenido nunca una espada en la mano podían ver lo extraordinario de las cosas que hacía. Los rayos del sol se derramaban del metal como rivales vencidos. Luego Arjuna se prodigó con la maza. En sus manos, ésta era el bolo de un juglar. Hizo un poco el payaso para complacer a la masa. Mi padre y yo nos sonreímos: Arjuna trataba de dejar a las gentes de buen humor.

Las sombras se alargaban y, aquí y allá, los que tenían distancias por recorrer estaban empezando a levantarse. De pronto, se oyó sonido de galope, el atronar de las ruedas de un carro y el relincho de los caballos al sentir el tirón de las riendas. Un guerrero bien pertrechado se abría camino a través de la muchedumbre hacia la arena, las armas repicando. Un gesto casual le bastó para saludar al recinto regio y una inclinación apenas cortés fue todo lo que ofreció a mi padre y a tío Kripa. Los atabaleros y trompeteros no sabían si dedicarle una fanfarria; la comenzaron, desmayaron, empezaron otra vez, y entonces mi padre los silenció con un gesto abrupto de ambas manos. El guerrero dio comienzo a su desafío. Ni siquiera Duryodhana y Duhsasana tenían semejante arrogancia. Portaba un yelmo que le cubría los ojos, pero yo sabía que era Karna, el hijo del auriga, que había estudiado por un tiempo con mi padre. Esta entrada era típica de él. Ahora clamó: “Arjuna, tus hazañas han estado bien, pero permíteme que supere tus esfuerzos.”
En todo el día no había habido nada semejante al entusiasmo que ahora poseyó al pueblo. Los que estaban cansados revivieron. Los que habían empezado a desfilar hacia sus casas retornaron a sus sitios. Los que estaban de pie se sentaron. La voz del guerrero no anunciado zumbaba y vibraba. Llegaba a todos los rincones del estadio. Había aquí una excitación digna de retener a la gente toda la noche.
El sol, que había ido perdiendo fuerza, se compactó una vez más para resplandecer en el oro de las armaduras. Karna podía no tener la gracia de Arjuna, pero era regio como un acantilado y su insolencia excitaba a la masa. La atmósfera cambió.
Cambió Arjuna... y Duryodhana cambió.
Arjuna frunció el ceño. La sonrisa volvió al rostro de Sakuni.
¿Y mi padre? No tenía opción, e hizo un gesto con la cabeza de asentimiento. Aun antes de que acabase la fanfarria, Karna había empezado a disparar sus flechas. El jabalí mecánico cruzó la arena y aquél le alcanzó la boca. Veinte de sus flechas penetraron por el extremo hueco del cuerno oscilante. Lo que Arjuna había hecho con la espada, Karna lo emuló con igual destreza. Duryodhana saltó a la arena y lo abrazó, cuando éste empezaba con los remolinos de su maza. Entonces Duryodhana se dirigió a él con voz vibrante destinada a la audiencia.
“¡Bienvenido, oh armipotente! Pongo mi riqueza y todo aquello que poseo a tu disposición. Designa un don, que lo tienes garantizado.”
“Lo que quiero es competir con Arjuna y ser reconocido el campeón de la jornada.” A Duryodhana le había tocado la suerte. Se le hinchó el pecho. Sonrió a la multitud como si él mismo hubiera inventado este héroe.
“Tu deseo es tan noble como tú mismo, poderoso guerrero.” Acababan de poner el torneo fuera del control de tío Kripa y mi padre. Semejante falta de respeto a un guru era algo sin parangón. Arjuna avanzó, blanco el rostro de rabia.
“No has sido invitado, pero eso es algo de escasa importancia. Tus bravuconadas patéticas demostrarán que eres un mentiroso y morirás la muerte del fanfarrón.” Sentí que Arjuna hubiese perdido el dominio de sí. El desapego y orgullo y destreza de Karna se habían ganado, por el momento, a algunos de aquellos que desearan arrojarse a los pies de Arjuna.
“Arjuna, no luchemos con palabras, que son las armas de los cobardes. Que nuestras flechas hablen por nosotros hasta que tu cuerpo mida el suelo.” Era el desafío de un guerrero, arrojado con la convencional sonrisa de bravura. El retador habló con estudiada calma. Qué curiosa mixtura era aquél: admirable y desagradable al mismo tiempo. Aun mientras lo admiraba lo odié por el medio minuto durante el cual había humillado a Arjuna. Ahora, con una mirada y un gesto de cabeza a mi padre, era este guerrero el que estaba conduciendo los eventos. Mi padre, con la multitud observándolo, no se atrevía a mostrar su parcialidad por Arjuna, ni tampoco su ira. De nuevo dirigió a tío Kripa su gesto de asentimiento, sin mirarlo. Lo siguiente de lo que tuve conciencia fue que Arjuna abrazaba a sus hermanos. El cielo se oscureció y el arco iris de Indra apareció sobre nosotros.

Hubo silencio cuando Duryodhana abrazó a su campeón. Contemplamos impotentes cómo los dos hombres más arrogantes del mundo se estrechaban uno a otro. Un grito desde el pabellón de las mujeres me distrajo de estas peligrosas implicaciones. Creí reconocer la voz de Madre Kunti.
“¡Madre Kunti, Madre Kunti, es Madre Kunti la que se ha desmayado!”
La gente se tornó hacia aquel lugar. En su amor por Madre Kunti, recordaron que Arjuna era su hijo querido.
“¡Victoria al bravo Arjuna!” Fue en este punto, con Vidura y las doncellas de Kunti tratando de revivirla con pasta de sándalo, cuando tío Kripa, ahora en posesión de su condición de acharya otra vez y guardián del protocolo, se adelantó.
“Las reglas han de ser observadas. Aquí está Arjuna de la noble Casa de los Kurus, Arjuna el Pandava, tercer hijo de Kunti.” Se volvió hacia el que había desafiado a Arjuna: “Te ruego que anuncies tu nombre y tu linaje, pues sabes bien que los reyes y los hijos de los reyes combaten sólo con sus pares.”
Esperamos. El hombre, tan alto y tieso y arrogante, inclinó la cabeza. Alcanzó a decir: “Soy Karna, hijo de...”, y aquí titubeó. Un largo, bajo gemido llegó del pabellón de las mujeres. Me volví para ver a Kunti apoyada en mi madre. Tenía la mano en el corazón y, un momento después, Duryodhana saltó como un tigre. Desatento a todas las normas, gritó: “No sólo los hijos de los reyes son regios. ¿No dicen los shastras, Kripacharya, que los héroes y generales pueden ser considerados parte de la realeza? Este hombre la merece por su valor. Y yo se la daré. Aquí mismo lo proclamo rey de Anga.” Tan seguro estaba Duryodhana del consentimiento de su padre en todas las cosas que apenas lo miró, pero nadie permaneció impávido ante este impulso. Incluso yo, a pesar de mí mismo, sentí una cierta conmoción. “¡Sadhu! ¡Sadhu!”, fue la respuesta del gentío. La masa había venido a presenciar una exhibición y ahora era una coronación lo que iba a ofrecérsele. Enseguida fueron traídos el arroz tostado ritual, vasijas de oro para el agua y flores para la ceremonia. Ahora Duryodhana recordó ir al Gran Patriarca y a su padre a fin de pedirles el consentimiento formal para la coronación. Todo sucedió como si estuviera previamente ensayado y los brahmines empezaron a cantar los Vedas exigidos por la ocasión.
“Los videntes al principio, deseando lo excelente y buscando los cielos, se embarcaron en el fervor y la consagración. Entonces nació la energía, la fuerza y la realeza. Que los dioses se las otorguen a este hombre.”
Duryodhana sentó a Karna en un trono antiguo y le puso su propia corona en la cabeza. El agua que se vertió sobre él provino de las propias manos de Duryodhana. Fue alzada la sombrilla roja y sostenidas sobre sus hombros colas de yak. Por último, la espada de Duryodhana fue colocada en la mano derecha de Karna.
El orgulloso Karna lloró abiertamente y se oían sollozos entre la multitud. El llanto de Kunti fue convulsivo y había gran agitación a su alrededor.
“¿Y qué puede hacer Karna para servirte?”, preguntó el guerrero.
“Darme su amistad.” Duryodhana y su nuevo amigo volvieron a abrazarse. “¡Sadhu! ¡Sadhu! ¡Sadhu!” Gritó enloquecida la muchedumbre.
“¡Un príncipe, en efecto!”
Creí que el pueblo había llegado al clímax de su emoción cuando alguien se abrió camino hasta el nuevo rey. Era un hombre viejo y frágil, que el tío Kripa reconoció como el anterior auriga de Dhritarashtra. Pobres eran sus ropas y se apoyaba en un bastón. Karna, con su nueva capa regia, se apresuró hacia él, inclinó la cabeza reverentemente y, tomando el polvo de sus pies, se tocó los ojos, del modo en que un hombre saluda a su padre. No le costó mucho a la multitud comprender. Aquí estaba un pobre y viejo auriga abrazando a su hijo, con la frente húmeda todavía por el agua de coronación.
Fue la hora más sublime de Duryodhana... y la más baja de Bhima.
“¡Sutaputra! Tú, el hijo de un auriga, ¿es que te crees digno de morir a manos de Arjuna? El chicote de un auriga debería ser tu arma. ¿Ganarás un reino igual que un chacal roba las ofrendas sacrificiales?” La turba se encogió ante semejante crueldad. Karna tembló y sus manos se cerraron sobre su nueva espada. Duryodhana se adelantó y con un gesto abrupto de su cabeza se dirigió a Bhima.
“Semejantes palabras son para tu vergüenza, oh cintura de tigre. Deberías respetarte más y no hablar de este modo. Una lucha limpia es una lucha limpia. No inquiramos demasiado en las historias de nuestro nacimiento. El nombre de Dronacharya recuerda la vasija de agua de la que surgió y Kripacharya fue hallado entre los arbustos. Este guerrero es digno de ser rey no sólo de Anga, sino del vasto mundo.” Duryodhana miró la asamblea alrededor y dijo lenta y distintamente: “Si hay aquí alguien que ponga en cuestión lo que he dicho, que monte su carro y luche conmigo. Ahora, si Arjuna aún quiere combatir, puede hacerlo.”
El sol, que había ido declinando, destiló sus últimas luces y con ellas pasó la oportunidad de Arjuna de mayor gloria. Los sirvientes empezaron a prender teas y todos los ojos se volvieron hacia Duryodhana y el Rey de Anga. Caminaron a la cabeza del resto, brazo con brazo, pero, cuando la pasión del momento hubo cesado, muchos quedaron pensativos, y entre ellos el Gran Patriarca y Vidura. Yudhisthira se mantuvo aparte de nuestras excitadas especulaciones.
¿Y yo mismo? Si mi padre había pensado antes ya que Duryodhana necesitaba vigilancia y control, ¿qué haría falta ahora, con este poderoso amigo y aliado al lado de Duryodhana? Los Pandavas requerirían más protección que nunca y, para protegerlos, yo debería permanecer alejado de ellos y vigilar a Duryodhana.

El torneo había revelado el alcance de la fisura entre los Pandavas y los Kauravas. Muchos de nosotros estábamos escindidos. El corazón de mi padre se inclinaba hacia Arjuna, como el mío, pero comíamos la sal de la Corte Kuru y eso, por el momento, significaba Dhritarashtra. Duryodhana nunca dejó escapar una sola oportunidad de recordárnoslo.

Además estaba esta cuestión: todos habíamos dado por supuesto que Arjuna era el mayor guerrero vivo. Karna no era un muchacho Nishada de quien exigir el pulgar y mucho menos era él persona para tajárselo por complacer a alguien.

El maestro más grande de todos, Bhargava, el Bhargava que a los kshatriyas odiaba, el guru de mi padre, había aceptado a Karna una vez bajo palabra de que era un brahmín y le había enseñado todo lo que sabía sobre las armas. Un día, mientras Bhargava dormía recostado en el seno de Karna, un insecto terrible hizo presa en el muslo del joven. Como discípulo, Karna soportó el atroz dolor... sólo para ser despedido airadamente cuando Bhargava despertó y vio la sangre.

“Un brahmín se habría desmayado”, rugió. “Tú no eres un brahmín.” Y entonces, la maldición: “Cuando estés en desesperada necesidad de tu astra Brahmasira, la memoria te fallará.” Y echó a Karna de allí.
Karna no podía esperar que Bhargava retirase la maldición, pero debió de creer que la mitigaría. Bhargava apartó el rostro para no escuchar sus ruegos y Karna dejó el ashram sin esperanza. A menudo me he figurado a Karna, arrogante e insultado, marchándose con la cabeza inclinada puesto que no había nadie alrededor que lo viese para mantenerla alta. No es de extrañar que en este momento él, que siempre estaba en sus cabales, perdiera el control, pues nadie en su sano juicio le habría disparado una flecha a la vaca de un brahmín.

Y ello provocó que cayese sobre él una segunda maldición del maestro: “La rueda de tu carro se hundirá en el suelo cuando te enfrentes por fin a tu enemigo mortal. Morirás tan indefenso como mi vaca lo estaba cuando la asesinaste.”

Podría haberse pensado que, ahora que Arjuna ya no era indisputablemente el mejor, Duryodhana tendría menos necesidad de su antagonismo e insolencia; pero lo cierto es que estas cosas, sencillamente, tomaron otra forma. En todo momento hacía ostentación de Karna ante los Pandavas y alusiones a este nuevo amigo como el mejor arquero que hubiera conocido el mundo.

Una semana después de la coronación de Karna, cuando descansábamos a la orilla del Ganges tras nuestra clase de arco, mi padre nos habló: “Os he enseñado todo lo que he podido.

¿Creéis llegado el tiempo para la guru-dakshina?” Bhima se ocultó los pulgares en los puños. Fugaces  sarcasmos  volaron  sobre  los  rostros de Duryodhana y Duhsasana; la expresión normalmente orgullosa de Karna se tornó ofensivamente altanera; pero el precio de nuestro discipulado, una vez designado, hizo brotar hurras de los Kauravas y los Pandavas por igual. Bhima dio una voltereta. Íbamos a librar una batalla.
Tras el torneo, algo menor que una guerra habría supuesto un anticlímax, pero aquí estábamos, repentinamente unidos en nuestra emoción ante el pensamiento de una verdadera batalla. Esta vez, las caracolas soplarían la señal de ataque contra un enemigo mortal.

Todos, a excepción de mí mismo y Karna -o así lo creía yo entonces-, eran kshatriyas de nacimiento. Por lo que a mí respecta, me descubrí tan kshatriya como brahmín ante la promesa del combate. Entre nosotros, Yudhisthira era el verdadero brahmín; pero cuando vio olvidadas las rivalidades, entró en el espíritu de la petición de mi padre: el asalto a Panchala.

Mi padre, que no había sido el mismo desde el incidente del pulgar y para quien la llegada de Karna había sido como un pie puesto en la cabeza, estaba ahora alegremente ocupado en los preparativos bélicos.
Con la cooperación del Gran Patriarca reunió un ejército. Sus ojos brillaban con salvaje exaltación. Mi madre, aquel alma compasiva, estaba apagada. Por vez primera, desde que me comunicó la muerte de Pandu, vi lágrimas en sus ojos.

Drupada, que debió de haber olvidado su insulto a mi padre o que quizás ni siquiera había sido consciente de hasta qué punto el brahmín empobrecido, el pequeño amigo de su infancia, le guardaría rencor, no entendía ahora de ningún modo por qué un ejército Kuru avanzaba hacia él. No había disputas entre Hastinapura y Panchala, pero nuestras caracolas lo hicieron salir con sus huestes.

He dicho que los primos se hallaban unidos en esta ocasión... y así era hasta cierto punto. Pero a Arjuna su humillación le escocía. Tenía que recuperar su reputación y, con el apoyo de Bhima, persuadió a mi padre para que permitiese a los Kauravas atacar en soledad. Cuando éstos hubiesen fallado, Arjuna conduciría a los Pandavas para capturar a Drupada... y la gloria.

Si Dhritarashtra era incapaz de negarle nada a Duryodhana, lo mismo le ocurría a mi padre con Arjuna. Él, sin embargo, no se hubiese arriesgado a la derrota en este caso: sabía que Arjuna no podía fallar.
Yo tenía que salir primero, con las tropas de Duryodhana. Recuerdo a mis armas repicar y al suelo estremecerse bajo mis piernas firmes cuando nuestro carro saltó sobre el terreno rocoso. La batalla usualmente me complacía; la anticipación acrecentaba mis sentidos; pero saber que Arjuna esperaría allí detrás me impedía entregarme totalmente al galopar de los caballos y al trompeteo de los elefantes y al aullido de las caracolas. La situación me enfurecía y me gastaba el ánimo. No era mi día ni el de Duryodhana.

Drupada, aunque poco preparado como estaba, no tardó en aplastarnos. Nos lamíamos las heridas cuando Arjuna ascendió a su carro y se precipitó hacia adelante con los carruajes de Sahadeva y Nakula protegiéndole las ruedas. Bhima estaba con la hueste y su maza abatía guerreros a derecha e izquierda. Abrió un camino directo hasta el carro del Rey Drupada, que estaba a punto de desafiarlo. Arjuna saltó a su carruaje y, riendo como sólo él podía hacerlo, sujetó los brazos de su enemigo a sus costados. Drupada, impotente en el abrazo de este dios hermoso y riente, hizo lo único que le quedaba por hacer: rendirse.

Yo aguardaba con mi padre a la sombra de un árbol pippal. Arjuna condujo a Drupada a la cita tan largamente esperada y se lo entregó a mi padre. Había querido ser el que hiciera realidad su sueño. Ahora tocó los pies de su guru y lo miró con adoración.

El odio que mi padre abrigaba por Drupada se evaporó al instante en cuanto lo enfrentó. Drupada, aunque todavía desconcertado, trataba de mantenerse tieso y orgulloso. Solícito, mi padre lo hizo sentar.
Cuántas veces debió de haber ensayado aquellas palabras cruelmente benévolas. “Nunca quise matarte, Drupada.”

Drupada lo observó con ofuscada insolencia. “¿Qué es lo que querías entonces, brahmín?”
“Esto es lo que quiero. Tu amistad. Una vez me dijiste que la amistad sólo era posible entre iguales: ahora que todo tu reino es mío, te daré la mitad; de otro modo, estaríamos otra vez en desigualdad de condiciones y yo no podría ser amigo tuyo. Esta parte al sur del Ganges es tuya. Es el regalo que te hago. La parte norte es mía. Mi reino.” Habló mansamente, no como un guerrero ahora, sino como brahmín.
“¿Tu reino?”, se burló Drupada. Pero lo era.

Bajo el pippal sagrado no podía decirse nada que no fuese verdad. Aunque mi padre no respondió, yo me sentí incómodo. Me preguntaba: ¿era esta comedida venganza su verdadera meta? ¿Había ansiado mi padre todo este tiempo riqueza y poder? La tierra bajo mis pies era nuestra, pero un verdadero brahmín no conquista tesoros y un verdadero kshatriya, habiendo vencido, sólo exige tributo. Nunca dice ‘mi reino’.
Mi padre era rey de este país y de este río y de los peces en él y de este mismo pippal. Ya estaba otorgando la mitad de su reino.

Sus ojos resplandecían con algo parecido a la amistad.
¿Creía que un kshatriya como Drupada volvería a ser su amigo alguna otra vez? Pobre, tonto, viejo brahmín. Su padre, mi abuelo, había sido el acharya tradicional ligado a su ermita y sin duda debió de ser más sabio. Pero la vida de la corte había confundido a este preceptor, a Dronacharya. Le había puesto el pie en la cabeza a un gran rey y ello lo emborrachaba.
“Seamos amigos como lo fuimos una vez en el ashram, Drupada. Nosotros los brahmines no guardamos rencor para siempre.”
“Tu generosidad será legendaria.” Drupada torció la sonrisa. Movió la cabeza en un gesto que mi padre interpretó como signo de que serían amigos.
¿No era capaz de ver que Drupada no descansaría hasta que no hubiera lavado este insulto?
Mi último recuerdo de este encuentro extraño es la mirada de amor que Drupada dirigió a
Arjuna. Envidiaba a mi padre a causa de él.
“Dronacharya es un hombre afortunado teniéndote como arquero”, le dijo a Arjuna. “Yo soy prisionero tuyo, no suyo. Él es su propio prisionero. Él, un brahmín, se ha vendido a la corte de los Kurus.”

Siguió un año de inquietud.

El Gran Patriarca era Rey. Y, sin embargo, no lo era porque su voto le hacía imposible sentarse bajo la sombrilla blanca.

Dhritarashtra era Rey. Y, sin embargo, no lo era, pues los shastras dicen que un hombre ciego no puede gobernar.

Yudhisthira era el primogénito del Rey Pandu, que había extendido el reino Kuru y que era Rey porque su hermano era ciego. Era, además, mayor que Duryodhana; era el legítimo heredero y se le conocía, al igual que al Gran Patriarca y a Vidura, por su sabiduría y estabilidad.

A pesar de la breve hora de gloria de Duryodhana en el torneo y una vez que la emoción por la hazaña de Karna hubo pasado, el amor del pueblo por los Pandavas prevaleció. A Bhima se le conocía por sus comentarios tontos e inmoderados, pero más aun por su inocencia y generosidad. Y en cualquier caso, la conquista de Panchala por Arjuna había decidido la balanza a su favor: más substancial era una victoria que un torneo.

Cada vez que surgía el tema de la coronación, Vidura, el Gran Patriarca, mi propio padre y cualquiera con un poco de cerebro decía: “Yudhisthira.” Dhritarashtra se vio forzado a aceptar a su sobrino en lugar de su hijo como Yuvaraj, aunque Duryodhana lo atormentó día y noche para que cambiase de idea.
Yudhisthira fue nombrado Yuvaraj.

Fue poco después de esta decisión, pero antes de la coronación real de Yudhisthira, cuando Balarama, medio-hermano mayor del ya legendario Krishna y sobrino de Kunti, llegó a Hastinapura.

Krishna era llamado ya Mahatma y, puesto que Balarama y él habían llegado juntos a la adolescencia como vaqueros para hurtarse a las intenciones asesinas de su tío Kamsa, Balarama era la persona idónea para contarnos la infancia extraordinaria de su hermano. Aquél, además, había participado en las últimas hazañas de Krishna.

Esperábamos que Balarama brillase con algo de la gloria de Krishna y, en efecto, cuando entró en palacio, alto, imponente, con la piel dorada y vistiendo sedas azules, tal como habíamos oído que hacía siempre, fue como una puerta abierta a la leyenda. Venía acompañado por otro de los primos Vrishnis, Satyaki, un joven hermoso y sonriente que se parecía más a Krishna de lo que yo hubiera visto nunca. Tenía el encanto despreocupado de los Vrishnis, que desmentía la pasión y profundidad que se revelaron cuando Balarama y él comentaron los planes de Krishna para librar a Bharatavarsha de sus reyes tiranos. Kamsa, tío de Krishna y a quien éste mató, fue uno de aquéllos.

Al sur de Hastinapura, a medio camino entre las altas montañas del norte y la punta meridional del país, se hallaba el reino de Magadha gobernado por el suegro bestial de Kamsa, Jarasandha. Se había ganado la enemistad de Krishna por seguir la política de Kamsa de persecución. Tenía, nos confirmó ahora Balarama, no menos de ochenta reyes cautivos en sus mazmorras. Cuando hubiese reunido un centenar, se proponía ofrecerlos graciosamente en sacrificio a la deidad de su elección, Shankara Shiva. Yo había oído ya estas cosas, pero en mi mente no se trataban sino del tipo de historias de terror que las nodrizas cuentan a los niños para tenerlos a raya. Al oír ahora a Balarama hablar de semejante rey y de cómo Krishna tenía la intención de liberar a los cautivos, se me ponía la piel de gallina en los brazos como me ocurre antes de la batalla. Mi frente resplandeció con el fiero ardor de mi gema protectora.

Eran los monarcas de la nación los que determinaban el tono y mantenían o destruían la justicia. Al escuchar los planes de Krishna para unir el país bajo el gobierno del Dharma, me di cuenta de que hasta ahora no había mirado más allá de los problemas de un crío al que se le ha negado la leche y de los desaires hechos a un orgulloso brahmín.

Hasta ahora mi idea de un gobernante justo había estado basada en el Gran Patriarca Bhishma, tío Vidura y Yudhisthira. Sabíamos que respetarían el Dharma, serían justos con los suplicantes y compasivos con las mujeres y los pobres de sus dominios, pero este discurso sobre lo que debía hacerse por Bharatavarsha, como si ésta fuese un solo cuerpo, era nuevo para todos nosotros.

Me gustó Balarama por ampliar el horizonte de mi mundo, o quizás haría mayor honor a la verdad decir que lo respeté. No puedo afirmar que lo amase. Había una resignada cualidad en algunas de sus más terribles profecías que me dejaron apesadumbrado.

Todos habíamos oído hablar de Dwaraka, la capital costera de Krishna al suroeste de nuestro reino. Todo el mundo sabía que, cuando Krishna salvó a la raza Yadava de los planes exterminadores de Jarasandha, los condujo por los llanos y a través de los bosques hasta el mar para construir allí la inigualable ciudad. Los viajeros en peregrinación a los lugares sagrados del norte aún llevaban en sus ojos algo del resplandor deslumbrante de sus blancos muros, sus cúpulas doradas y las ágiles fuentes de Dwaraka, comparables a las de Amaravati, la ciudad celestial. Algunas de las mismas casas eran de oro, otras de mármol y con los muros incrustados de gemas. Las áureas filigranas de los ventanales centelleaban de esmeraldas y rubíes. Krishna había hecho plantar en la ciudad todo árbol concebible y había reunido extraños pájaros que cantaban desde los aleros de las mansiones.

¿De verdad, preguntamos a Balarama, era ésta la ciudad más rica del mundo?, ¿era verdad que no había gente pobre, que tenía una elegancia y una cualidad que te alentaba desde la distancia de muchas yojanas, aun mientras estabas aproximándote a ella?

Todo ello era cierto, dijo, y sus lagos y jardines y templos y palacios hacían parecer a Hastinapura una aldea. Satyaki comentó que Balarama no quería ofendernos y se explicó: Balarama, dijo, creía en el discurso llano y, además, nunca estaba contento cuando le faltaba Krishna. Fuese como fuese, ello hacía del hermano de Krishna un desconcertante compañero. Su humor cambiaba de momento a momento. A menudo nos hacía desternillarnos de risa con las bromas que Krishna y él habían gastado a las vaqueras cuando muchachos y, luego, de pronto, nos sumergía en una batalla sangrienta en que luchara con Krishna, hombro con hombro. Nos explicó que el fuerte Raivataka, construido en un monte, hacía de Dwaraka la ciudad mejor defendida del mundo. Pero una vez que nos había dado confianza en esta visión de algo perfecto e invulnerable y eterno desde donde todo el país podría ser defendido, si fuera necesario, unas pocas copas de vino después aseguraba que llegaría un día en que el mar arrasaría los postes sacrificiales y los palacios de Dwaraka... pues, cuando Krishna no estuviera en la Tierra, no habría nadie digno de ser su Señor.

Me colmaba de resentida melancolía oír la resignación con la que declaraba estas cosas y, ciertamente, se hacía más fácil amar a Satyaki. Sin embargo, Balarama ejercía una poderosa atracción y, aunque me apartaba cuando agitaba su copa de vino para mostrar cómo arrasarían las olas a la ciudad de Dwaraka, siempre volvía para seguir oyéndole hablar de Krishna. Cuanto más bebía Balarama, más dispuesto estaba a hablar de él. En realidad, el vino y Krishna parecían ser sus únicos intereses aparte de la lucha libre y la maza... pero nada podía decirnos del nacimiento de Krishna en la prisión de Kamsa. Era muy pequeño entonces para recordar el incidente del carro volcado por el puntapié del recién nacido Krishna. Pero lo que sí recordaba era la visita de una mujer de aspecto maternal enviada por Kamsa para matar a Krishna. Cayó muerta mientras le ofrecía al niño leche de su pecho emponzoñado. Balarama recordaba en especial cómo había bizqueado al mirar al cielo. Lo hacía sonar como una de esas historias que pueden oírse en el bazar. 

Debo confesar que lo que más me gustaba oírle contar era cómo robaba Krishna la nata por la que había sido atado a un mortero con una fuerte cuerda. ¿Era verdad, preguntaba Bhima, que había logrado enredarla en dos árboles y los había arrancado?
Desde luego.
¿Y que había danzado en la cabeza de la serpiente acuática que habitaba el lago? Lo hizo, sí.
¿Había hecho Krishna esto? ¿Había hecho Krishna lo otro?
Yo quería saber si se había comido el preparado de leche dulce ofrecido al dios de la montaña por pura avidez o como pueril travesura o porque se había visto a sí mismo como el Señor. Había desdén en la sonrisa de Balarama. Fijó la vista en su copa de vino. Al final respondió: “Los pastores le rendían culto.”
“Y ellos debían de saberlo”, dijo Satyaki.

Pensé entonces que la muerte de Kamsa a manos del joven Krishna y la asombrosa destrucción del gran elefante tuvo que haber sido con la ayuda de astras, porque en aquel tiempo yo era incapaz de ver las cosas de otro modo... pero no dije nada.

Balarama nos trajo algo más que un modo distinto de contemplar nuestro país. Nos enseñó la lucha libre.
“Lo primero que debe aprenderse en el arte sagrado de la lucha es a caer. Ven aquí, primo.” Como, a excepción de mí, todos eran allí en la práctica primos, tuvimos que mirar su dedo apuntando a Bhima. Balarama le ofreció la mano y, en el momento en que Bhima la tomó, se halló tendido de espaldas y con los brazos abiertos. Duryodhana disfrutó de ello tan tremendamente que el único modo de hacerlo dejar de reír fue repetir el ejercicio con él. Todos pasamos por lo mismo. Habíamos aprendido ya a caer y cómo evitar la resistencia del suelo, pero Balarama poseía secretos que nunca habíamos soñado. Aun así, al final de la jornada, nos silbaban los oídos, teníamos la mirada desconcertada y dolorida la espalda.

“Cuando hayáis aprendido a caer”, dijo Balarama, “deberéis aprender a manteneros de pie”, y tocando apenas a Duryodhana lo tumbó en el suelo. Duryodhana no era conocido por su sentido del humor y fue una medida de su afecto por este nuevo instructor que fuese capaz de reír.

Yo había tenido celos adelantados, creyendo que Arjuna y Balarama se harían grandes amigos. Después imaginé a este hombre exuberante como amigo de Bhima. De hecho, la primera vez que ambos primos se abrazaron pareció como si fuesen a partirse las costillas uno a otro. Pero tal como se desarrolló todo, yo me había equivocado en los dos casos. Fue otro especialista en el combate con maza el que Balarama llegaría a amar sobre todo el resto: Duryodhana. Arjuna y yo nos hicimos amigos de Satyaki, aunque éste era mucho más joven que nosotros dos.

Mi padre estaba haciendo cosas extraordinarias en la academia militar, reorganizando el ejército, enseñándonos a fabricar armas nuevas y mejores, elaborando nuevas formaciones de combate y atrayendo a los mejores profesores. Ahora había invitado a Balarama, un maestro en la maza y la lucha libre. Como ya he dicho, mi padre no estaba particularmente interesado en estas dos artes, pero daba la bienvenida a todos los grandes expertos.

Lo que Arjuna era para mi padre, Duryodhana lo sería para Balarama. Yo mismo me convertí en un buen estudiante de maza, pues Balarama enseñaba un tipo de combate más científico y menos brutal de todo cuanto habíamos conocido. No tenía yo el peso de Balarama, Bhima o Duryodhana, pero mi agilidad me proporcionaba un puesto digno entre ellos y desarrollé un modo de brincar sobre la maza que llegó a conocerse como el salto de Ashwatthama.

El trasfondo de todo esto era que, aunque Yudhisthira había sido nombrado Yuvaraj, no se le había coronado y las cosas seguían alteradas en palacio. Arjuna y Yudhisthira nunca olvidaban que Karna había realizado las mismas hazañas que el primero de los dos ante todo Hastinapura. Y ahora, aquí estaba Balarama, un especialista en la maza y la lucha más completo que Bhima, amistándose con Duryodhana.
Un día, mientras Arjuna y yo observábamos a Balarama y Duryodhana en la palestra, dándonos cuenta de lo poderoso y elegante que el arte de la maza podía ser, Satyaki, percibiendo el desánimo de Arjuna, vino a sentarse junto a él.

“Sí, pero no olvides que son los arqueros los que ganan la batalla. Tú eres el mejor arquero del mundo, Arjuna”, dijo Satyaki con un fulgor en los ojos. Silencio. “Sólo hay uno mejor.” Arjuna se quedó helado ante esta confirmación del miedo que lo corroía día y noche. “Pero, en realidad, nadie puede igualar a Krishna en nada.” Arjuna continuó mirando a los de las mazas. Aquello suponía dos rivales en lugar de uno. “El arco ni siquiera es su arma preferida. La suya es la más difícil de todas: el chakra mortal, el disco dentado, que nunca vuela de su mano sin arrancar la cabeza del cuello del adversario.” Y este Arjuna se volvió por fin para mirar a Satyaki.
“Su padre es Vasudeva, el hermano de tu madre, como ya sabes; y tú te pareces a él, Arjuna. Afirman que yo también me parezco, y es lo más hermoso que nadie me ha dicho. Cuando te encuentres con Krishna, entenderás por qué.”
“¿Por qué?”
“Krishna es Krishna.” Oyendo la plata de su voz, algo se conmovió en mi pecho.

Yo estaba tan acostumbrado a mi padre como guru que, no sin cierta sorpresa, me di cuenta de que él no discutía nunca su método. Sencillamente decía: “Haz esto. Haz aquello. Hazlo de esta manera.”
Balarama, por el contrario, delineaba claramente el tema de fondo de lo que nos estaba enseñando, las tres fases de la lucha: equilibrio del cuerpo, equilibrio en combate y, la tercera, el desarrollo de lo que aquél denominaba el ojo corporal.

Nos dijo que todo el cuerpo había de tener ojos, de forma que pudiéramos ver detrás de nosotros mismos. Esto le daba al luchador una exacta comprensión del espacio entre él y el oponente. Cuando Duryodhana y Bhima luchaban, la paciencia se convertía en un factor tan importante como todo lo demás y Duryodhana, fuerte ahora con la ayuda de Balarama, mostraba una nueva madurez. Era Bhima quien, inevitablemente, hacía el primer movimiento, quedándose desprotegido durante el instante que tardaba en cambiar de una posición defensiva a otra ofensiva. Duryodhana aprovechaba con brillantez estos fugaces momentos. Demostraba su excelencia y era el discípulo principal. Y ello lo volvía internamente sereno como no lo había estado desde la llegada de los Pandavas a Hastinapura.

Aprendió de Balarama otras cosas también. El hermano de Krishna le había dado confianza. A Duryodhana ya no podían provocarlo tan fácilmente las bromas y los insultos de Bhima. Incluso parecía, casi, como si pudiera gobernarse mediante un nuevo autocontrol. Cuando el periodo de entrenamiento hubo acabado, Balarama partió pero Satyaki se quedó con Arjuna, lo que hizo a Duryodhana hostil y quisquilloso otra vez, algo que me resultaba difícil soportar cuando anhelaba pasar el tiempo con Satyaki y Arjuna.

Dhritarashtra podría haber continuado con su ambigua soberanía durante mucho tiempo, si no hubiera sido por esta creciente enemistad de su hijo hacia los Pandavas. Éste le dijo un día a su padre que el trono tenía que ser suyo. La posibilidad de que Duryodhana pudiera arrebatarle la realeza a Yudhisthira con engaños era alarmante para todos nosotros.

Yudhisthira tenía ya la edad necesaria. ¿Por qué no era coronado Yuvaraj? La debilidad de Dhritarashtra por su hijo era proverbial y la gente empezaba a despertar al hecho de que, mientras Dhritarashtra gobernase, aunque fuese nominalmente, Duryodhana podría hacer de él lo que quisiese. Recordaban que no le había hecho falta más que el permiso de Bhishma y Dhritarashtra para coronar a Karna Rey de Anga y, aunque habían aplaudido el gesto, sabían que podía obrar con igual capricho siguiendo su pasión o su ambición.

Había aquellos que recordaban los terribles presagios que se dieron a su nacimiento: chacales que aullaron durante la noche, el niño había aullado también como una bestia... Los astros dijeron que el mundo sería destruido por él y el mismo Vidura aconsejó a Dhritarashtra no dejar vivir a la criatura. El tiempo había borrado esta ominosa impresión, pero la imagen de Duryodhana bajo la sombrilla blanca la hacía revivir. Bhishma, mi padre, tío Kripa y Vidura estaban totalmente en contra de considerar siquiera la cuestión de Duryodhana.

Yudhisthira fue coronado Yuvaraj. Poco hay que decir acerca de esta coronación. No era el arroz tostado y el oro y el baño ritual lo que importaba. Yudhisthira, sentado en su trono recubierto de oro, era Yuvaraj. Siempre lo había sido. Tenía la mirada de dulce gravedad habitual en él, y recuerdo haberme preguntado por qué había hecho falta la parafernalia de la coronación para que yo lo viese como un rey, un emperador, en realidad.
Gandhari, tapados los ojos, se sentaba a uno de sus lados. ¿Era su piedad lo bastante poderosa para no dolerse de ver a su hijo aventajado? Kunti estaba al otro de sus lados. Había una fiera atención en las finas facciones de Gandhari. Uno adivinaba sus ojos concentrados bajo la seda. Los ojos de Kunti estaban cerrados y sus labios se movían invocando bendiciones para sus hijos.

Los brahmines cantaban los mantras sagrados, la caracola sonó, se arrojó ghi al fuego sacrificial y, por segunda vez en un año, fuimos testigos de una coronación.

Bhishma, mi padre y tío Kripa apoyaban a Yudhisthira, pero aun antes de que la ceremonia hubiese acabado Karna, Duhsasana y Duryodhana se marcharon. Una vez lo hicieron, todo fue más fácil. Su odio era sofocante.

Duryodhana no podía comer ni dormir. Lo torturaban los celos y se moría de dolor. Era aún responsabilidad mía mantener cierto equilibrio en las cosas no mostrándome, abiertamente, del lado de los Pandavas. Mi padre, aunque trató de calmar a Duryodhana asegurándole que era neutral, no convenció a nadie. Mi propia función diplomática consistía en presenciar las histéricas protestas de Duryodhana a su hermano Duhsasana, a Sakuni y a Karna.

Acosaba a su padre día y noche. Una vez, lo despertó en el jardín murado donde dormía con Gandhari y empezó a perorar sobre lo precipitado que había sido dejar entrar a los Pandavas en Hastinapura. Habrían de estar aún en el bosque. Lo atosigó implorándole que los exiliara, de forma que él pudiera ocupar su lugar legítimo. Los criados se fueron de la lengua y al día siguiente era la comidilla de todo Palacio. No sé cómo el pobre, viejo, ciego rey no se volvió loco. Una y otra vez Dhritarashtra le explicó que la mayor parte del reino había sido ganada por Pandu, padre de los Pandavas, que él mismo nunca había sido rey a causa de su ceguera y que no había modo alguno en que pudiera privar a los cinco hermanos de su herencia, aun en el caso de que quisiera hacerlo. Estaban demasiado bien protegidos por Bhishma y Vidura. Ahora que mi padre y todo el pueblo de Hastinapura se habían amistado con los Pandavas, era absurdo pensar en desplazar a Yudhisthira.

Un día, tras consultar a Karna, Duryodhana fue con un plan a Dhritarashtra. De la conspiración misma nunca me enteré. La guardaron en secreto porque, a pesar de todos mis esfuerzos, era incapaz de exhibir entusiasmo por la causa de Duryodhana. Mi padre no dejaba de decirme: “Tiene que confiar en ti. Haz que Duryodhana confíe en ti”, pero éste no lo hacía.

Vi a Duryodhana emerger de los aposentos de su padre con una guirnalda en el cuello. Se la arrancó y la arrojó al suelo. La pisoteó y, al levantar la vista, me descubrió. “¿Qué estás mirando, Ashwatthama? Sí, ésta es la cabeza de Yudhisthira”, y siguió pateándola. Sus esfuerzos para desterrar a los Pandavas habían fallado una vez más. Casi me encariñaba con él el que siempre fallase. Carecía de verdadera astucia. Era un niño malcriado y lo aturdía y desesperaba que sus exigencias no fueran satisfechas, como si se tratasen meramente de un dulce o una cometa. Era incapaz de observarse a sí mismo y no podía entender que la madurez y la sabiduría de Yudhisthira lo convirtieran en el candidato obvio tanto como en la idónea opción. Dhritarashtra lo animaba y razonaba: era imposible, sencillamente, oponerse al Gran Patriarca, a Dronacharya, Kripacharya y Vidura. Era imposible desacatar su autoridad. Eran los mayores. Era su sabiduría la que le había obligado a él a coronar a Yudhisthira como Yuvaraj.

Duhsasana era más fiero incluso que Duryodhana. Un día en que mi padre me había enviado al Gran Patriarca con un mensaje, Karna y él persuadieron a Duryodhana de que acudiese una vez más al atribulado y exhausto Dhritarashtra. Y allí apareció Duryodhana, gritando con una voz que fue oída por todo el palacio.
“Dices que no es por falta de amor hacia mí, sino por miedo a Bhishma, a Kripacharya y al tío Vidura que permitirás reinar a Yudhisthira y a sus hijos después de él. ¿De verdad quieres que tus nietos y sus hijos tengan que inclinarse ante los Pandavas? Sabes que al Gran Patriarca no le importa nada. Él está muerto ya. Su voto lo ha convertido en un eunuco.” Pasó sobre mí una ola inmensa de nostalgia por nuestros días en el ashram. Habría podido sin duda prescindir de la leche. Comprendí todo el impacto de lo que mi padre decía, a veces en broma y a veces con un suspiro: que había vendido su condición de brahmín.

“No deberías hablar de este modo, Bhishma te ama”, llegó la voz cansada del viejo rey. La odiosa voz de Duryodhana siguió y siguió. “¡¿Ah, sí?! Entonces ¿por qué no lo demostró cuando Bhima me tiró del árbol? Podría haberme roto las piernas y los brazos, y él no habría dicho nada. Bhima casi me ahoga un día y aún estoy esperando que diga algo.” Nunca lo había oído tan histérico y desconsiderado. “Moriré, padre. Me quita el sueño. No puedo comer. Si pudieras verme, te darías cuenta de lo consumido que estoy.” Siguió un silencio durante el cual imaginé a Dhritarashtra extendiendo la mano para sentir los brazos y el rostro de su hijo. La envidia de Duryodhana había mordido en su carne y en la de Dhritarashtra. El dolor con que su hijo lo atormentaba debió de distorsionar la boca de Dhritarashtra y sus ojos girarían de lado a lado de un modo que me alegré no tener que presenciar. “Te lo digo, moriré.” Duryodhana gritaba ahora como una mujer. Siguió un ruido chirriante: las uñas de Dhritarashtra en los brazos del trono.

“Duryodhana, ¿qué querrías que hiciera?” La voz estaba hueca de agotamiento. “Yo amaba a Pandu y él me amaba a mí. Cuando éramos pequeños, me hizo olvidar mi ceguera. Nadie más tenía tiempo o paciencia para ello. Los Pandavas son sus hijos.”
“Nunca te pediría que les hicieras daño, padre. Mándalos... de vacaciones. Yudhisthira siempre os obedecerá a ti y a sus mayores, y donde uno va los otros siguen... y desde luego, Kunti, la mamá gallina.” Soltó una carcajada áspera e histérica. Dhritarashtra no dijo nada aún. “Mándalos por un año... sólo un año. La gente los olvidará en un año. Es un lapso corto, pero suficiente para que yo demuestre de qué madera estoy hecho. No me gusta quejarme todo el tiempo, padre. Yo podría ser generoso y justo, si no estuvieran ellos ahí para azuzarme sin descanso. ¿Recuerdas el torneo, cuando todo el mundo me aplaudió por defender a Karna? Puse en evidencia a Bhima, que no es más que un zoquete con la boca demasiado grande.” Hubo una larga pausa.
“Un año. Dame un año para mostrar al pueblo que tu hijo es digno de ser rey. De esta forma, tus nietos no tendrán una posición vergonzosamente dependiente en una casa hostil.”
Esta vez el silencio se prolongó y se prolongó. Duryodhana abandonó a su padre sin que hubiera habido una negativa.

Dhritarashtra tenía dos consejeros: uno era su hermano Vidura, a quien amaba y que le aconsejaba oficial y oficiosamente; el otro era Kanika, el peor canalla del reino. Incluso Sakuni era sólo su adelantado émulo. Era aquél un hombre escuálido y desdentado que no se molestaba en sonreír o en medir sus palabras. En este caso, no tenía sentido, desde luego, consultar a Vidura. Dhritarashtra sabía lo que le diría Vidura, así que se descargó con Kanika. Kanika siempre hablaba sin pasión.

“Un rey debe ser como los cortesanos y esconder su debilidad como la tortuga esconde la cabeza. Cuando está airado, debe sonreír, hablar gentilmente. Cuando golpees, golpea para matar. De otra forma, no tiene sentido ser rey. Sé tan sordo como ciego cuando sea necesario. Sólo con tu víctima muerta permítete verter lágrimas de cocodrilo.” Y añadió rápidamente: “Nunca te olvides de simular lamentaciones; duélete en público y gózate en privado. Sabes que un rey ha de tener espías en los templos tanto como en los gineceos, en los lugares donde el pueblo se reúne para beber y en los jardines públicos. Donde la gente acuda, sitúa un espía; guarda una navaja en tu corazón, pero envuélvela en una caja de blando cuero. Líbrate de ellos de una vez por todas y Duryodhana será rey.”

Pronto, toda la ciudad hablaba de las bellezas de la vieja ciudad de Varanavata, de que gente bien dotada debería ser enviada allí para desarrollarla, del magnífico festival que no había que perderse.
Fue entonces cuando mi padre y yo comprendimos cuánta protección necesitarían Arjuna, sus hermanos y su madre. Mi padre me decía una y otra vez lo vital que resultaba que no exhibiera mis sentimientos y que incluso dejase creer a Arjuna, si fuese necesario, que yo no estaba indispuesto hacia Duryodhana. Tenía que descubrir sus planes. Hice todo lo que pude para pegarme al partido de Duryodhana, para oler los vientos de cualquier acción contra los hijos de Pandu; pero fue Vidura quien se enteró de que Duryodhana, Duhsasana, su tío Sakuni y Karna habían decidido quemar a Kunti y a sus cinco hijos.

Dhritarashtra llamó a Yudhisthira y a sus hermanos y los invitó a pasar un año en la antigua y hermosa ciudad de Varanavata. Habría un esplendido festival y se estaba construyendo allí un opulento palacio para ellos. Yudhisthira, aunque puro, no era tonto. Fue precisamente su capacidad para medir las fuerzas opuestas la que le hizo comprender que no podía hacer otra cosa. La sabiduría estaba en simular interés en una visita al templo de Varanavata. Acudió al Gran Patriarca Bhishma para transmitirle el deseo de Dhritarashtra de que los Pandavas dejasen Hastinapura por un año, esperando que aquél le daría una señal, si conociera los planes de Duryodhana y Sakuni. El corazón de Bhishma parecía extrañamente desapegado incluso de aquellos a los que más amaba. Puede que fuera verdad también que, aunque era astuto, su propia pureza no le permitía imaginar los extremos a los que estaban dispuestos a llegar Duryodhana y Sakuni. Quizás creyera que Duryodhana quería un año para probarse a sí mismo pero, en todo caso, paz es lo que él deseaba. Bhishma dio a Yudhisthira su bendición.

Es extraño cómo, de pronto, cuando se da rienda suelta a alguien como Duryodhana, los hombres, uno tras otro, se suceden para apoyarlo. Purochana era uno de los ministros de su padre al que yo no había prestado demasiada atención: una suerte de hombre medio de talla media y de mediana personalidad. No me habría sorprendido oír decir de él que había realizado una buena acción y no me sorprendió tampoco cuando más tarde me enteré de que había sido elegido por Duryodhana para asesinar a los hijos de Pandu. Su tarea consistía en partir inmediatamente hacia ‘la hermosa ciudad’. En Varanavata había de construir un rico palacio para los Pandavas y llenarlo de artículos de oro y plata y esmeraldas. Debía ser llamado la Morada del Deleite.

Duryodhana se había convertido en un perfecto discípulo de Kanika, que tenía tan buenos consejos que dar sobre las cosas del corazón. Cuando me di cuenta de que Arjuna estaría lejos todo un año, la política de simulación inducida por mi padre me pareció odiosa. Me precipité a la mansión de Arjuna. Irrumpí a través de los guardias de las puertas y los peticionarios que aguardaban en la terraza.
Arjuna estaba afilando las flechas que él mismo había fabricado para su arco gigante. Estaba rodeado de espadas, hachas de combate, tridentes, lanzas y flechas de toda forma y tamaño. Éste era el tesoro de Bhima y Arjuna y sus hermanos. Por un momento, olvidé mi propio desconsuelo al pensar en todo lo que Arjuna se veía forzado a abandonar.
Dejó la flecha y, viendo mi aflicción, vino a mi encuentro. Aspiró el aroma de mi cabeza y nos abrazamos sin palabras un largo instante. Cuando por fin me soltó, miré la cámara alrededor, cogí un dardo y lo arrojé contra la pared distante en un acto de desesperación. Dio en el centro.
“¡Sadhu!”, dijo Arjuna. Nos sentamos en las esteras y de pronto su gracia se volvió algo conmovedor. ¿Y si Duryodhana conseguía asesinarlo? Hastinapura sin Arjuna era ya lo bastante mala... Un mundo sin Arjuna... no tenía yo ningún deseo de vivir en él.
“Arjuna, tengo el sentimiento terrible de que estás en grave peligro”, vomité. Afectuosamente, repuso: “Hasta los más lerdos del país han llegado a esta conclusión.”
Incluso ahora podía sonreír Arjuna. “Sabía que vendrías.” Esta simple afirmación de fe, a pesar de la aparente distancia de mis últimos meses, casi me desmorona. Yo quería decirle muchas cosas, que para protección suya habían de ser calladas.
Quería decirle que, cuando dejase Hastinapura, toda la luz y el esplendor nos abandonarían, pero me hallaba demasiado conmovido para hablar. Mantuve obstinadamente mi mirada en su rostro y me pregunté en mi aflicción cómo podía él seguir inmune al dolor, el resentimiento o la amargura.
Como si me leyese, dijo: “Bhima y yo nos inclinábamos a luchar. La gente de Hastinapura está con nosotros y la mayor parte del ejército también. Bhima había reunido ya a más de la mitad de los mejores arqueros de la Yuddhashala, pero Yudhisthira no quiere ni oír hablar de ello. El Dharma es el Dharma. Para él Bhishma es el Dharma y, como éste no ha hecho nada para interferir en la decisión del tío Dhritarashtra, la palabra de nuestro tío se vuelve automáticamente dharma, aunque en la práctica signifique destierro. Un dulce destierro en la ciudad de Shankara Shiva. Vamos al festival de Shiva, ¿no te habías enterado? Porque somos personas dotadas.”
“¿Yudhisthira obedece el Dharma en la forma de Dhritarashtra?”, pregunté. “Así es como está hecho.”
“¿Y tú obedeces el Dharma en la forma de Yudhisthira?” Arjuna ponderó mis palabras un instante.
“Así es como estamos hechos.” “¿Y Bhima? ¿No protesta?”
“No discute con el primogénito, pero no nos ha ahorrado sus opiniones.”
Miré la cámara alrededor, centelleante de armas; miré los largos brazos de Arjuna, y su cuerpo poderoso, y las cicatrices en cada uno de sus bíceps de la técnica ambidiestra con su arco. Recordé su júbilo y el de Bhima y los gemelos ante la idea de la guerra con Drupada, por el que no sentían ninguna animosidad personal. Eran kshatriyas nacidos para la guerra pero, a una palabra de su hermano mayor, lo seguirían pacíficamente a Varanavata por el capricho de un hombre ciego.
“¿Y si Madre Kunti dijera ‘luchad’?”, pero yo sabía ya la respuesta. “Entonces habría que luchar. Incluso Yudhisthira lo haría.”
Cada uno de los Pandavas tenía la fuerza de cinco, sin contar con la de Madre Kunti, que la multiplicaba por quinientos. La gente explicaba esta fuerza y el vínculo que los unía de varios modos. Algunos decían que era su vida en el bosque la que los había soldado de aquel modo; otros, que tenían las bendiciones de los Rishis... y todo el mundo coincidía en que tenían que haber estado juntos en otras vidas. Quizás su unidad podía salvarlos aún, después de todo.
Ansiaba decir: “Si algún día llega la guerra, Arjuna, yo estaré de tu lado.” Después recordaba la guru-dakshina que mi padre había pedido de Arjuna y las palabras se estrangulaban en mi garganta. Mi padre le había pedido que luchase contra él tan duramente como pudiese, si alguna vez se enfrentaban en la guerra. ¿Sabía mi padre que llegaría el día en que habría de confrontar a los Pandavas? Él amaba a Arjuna tanto como a mí, y a veces más. Si mi padre tuviera que luchar con Arjuna, ¿podría yo dejar que una flecha volase contra mi padre?
La vez siguiente que vi a Arjuna, la última en muchos meses, él, sus hermanos, Madre Kunti y sus asistentes, estaban en la terraza de la mansión, recibiendo e impartiendo las bendiciones antes del viaje. Era el octavo día de Phalguna, y la estrella Rohini estaba en ascendente. El jardín estaba abarrotado y en la puerta de la mansión había tanta gente que Bhima, Arjuna y los guardias tuvieron que abrir camino a Madre Kunti y sus doncellas al partir. Si alguien había dudado alguna vez de la popularidad de los Pandavas, aquí estaba la prueba de que, de haber desafiado Yudhisthira a su tío, ya estaría sentado en el trono. Las voces del gentío gritaban en público lo que los amigos habían dicho privadamente a los hermanos durante los últimos días y semanas.
“¡No vayáis a Varanavata!”
“¡No os vayáis. Allí os aguarda la desgracia!” “¡Es una conspiración contra vosotros!” “¡Nunca volveréis vivos!”
“¡Dhritarashtra es ciego, pero Bhishma está más ciego aun!”
Estas palabras fueron bramadas por encima de una especie de lamentación general de la multitud. “¡Hai, Hai!” Más parecía aquello un funeral que una despedida. Los Pandavas ascendieron a sus carros, alzaron una y otra vez los brazos en señal de bendición y recibieron las bendiciones de los brahmines con cabezas inclinadas. En la puerta de la ciudad, Yudhisthira se llevó las manos a la frente. La multitud lo siguió. La gente no quería volverse. Luego, con lágrimas en los ojos, hizo el anjali. Era un gesto de ofrenda de sí, de amor, de gratitud, de desvalimiento, de súplica. Entonces, parte de la masa se tornó, otros esperaron, y algunos de nosotros lo acompañamos en carruajes.
Vidura, por fin, descendió de su carro. Cuando vio que no podía deshacerse de mí, le habló a Yudhisthira en un dialecto Mleccha que yo reconocí, pero del que no pude entender una sola palabra. Supe que tenía que tratarse de una advertencia y se me alivió el corazón. Si en alguien podía confiarse en este momento en que se desgarraba el reino, era Vidura.
Vidura, como Yudhisthira, era Dharma... pero, por supuesto, lo era también el Gran Patriarca Bhishma. ¿Por qué, entonces, no había dicho Bhishma la palabra que habría mantenido a Yudhisthira en el trono del Yuvaraj? Seguía su propio dharma, pero ¿por qué había de diferir éste del de Vidura?
Iba a preguntarme estas cosas muchas veces en los próximos años, pero me costó largo tiempo llegar a alguna forma de respuesta... y, cuando lo hice, no me servía ya de nada.



Hastinapura estaba vacía y muerta sin los Pandavas.
Por otra parte, ciertas tensiones se relajaron. Mi padre y yo nos aproximamos más. Sin Arjuna, él tenía más tiempo para mí. Había habido momentos en que Arjuna hizo cosas que yo envidié pero, si esto eran celos, entonces los dioses son más celosos que los hombres. Habría deseado haber sido yo quien saltase riendo al carro de Drupada en lugar de Arjuna, pero cierto instinto me enseñó que algunos momentos y algunos gestos están reservados para los amados de los dioses. Mi amor por Arjuna era, con el de mi madre, la certidumbre de mi vida.
Mi padre quería que nos estableciéramos en el reino que le había ganado a Drupada y así pasamos semanas y meses allí donde no había sombras del pasado y donde los ecos de las voces amadas no resonaban en los corredores. Pero siempre retornábamos a Hastinapura.
Duryodhana cambió para mejor con la partida de los Pandavas. Era más fácil su compañía e incluso ser su amigo, sin disimulos. Pero era un perdido... lo que constituía una vergüenza, porque aquella generosidad que la muchedumbre le reconoció cuando coronara a Karna yacía enterrada bajo estratos de frustración y obstinación egoísta.
Duryodhana amaba las cosas: joyas, oro, armas y copas recubiertas de plata, adornos y alfombras de seda. Le gustaba regalarlas. Me cargaba de presentes: pendientes de oro, un cinturón engastado de rubíes y esmeraldas, un cuchillo cuyo mango tenía la forma de un pie de elefante y en la hoja una cadena de elefantes unidos por las trompas y las colas, un tablero de marfil para el ajedrez, un juego de dados de oro y una espada tan bien equilibrada que me costaba dejarla ir de las manos.
Cuando protesté diciendo que no había necesidad de todos aquellos regalos, aunque por supuesto me complacían, repuso con una sonrisa encantadora que los presentes a los brahmines eran del gusto de los shastras y producían bendiciones.
Sí, la vida era más fácil, podía decirse. Nos dábamos cuenta ahora del peso para el espíritu que había supuesto la tensión entre los Pandavas y los Kauravas. Ahora bien, si aquel peso constante había sido aliviado, algo esencial se había perdido también: la tensión del arco. Mientras que la presencia de los Pandavas había constituido un aguijón incesante para logros cada vez mayores, la energía se hundía ahora hasta un nivel en que los placeres sustituían al gozo, la vanidad al honor y una desenfrenada hilaridad a la sana alegría. Con Yudhisthira como Yuvaraj, había límites que ni los cortesanos ni los jóvenes príncipes traspasaban. Duryodhana y sus hermanos habían bebido siempre mucho vino; ahora, especialmente Duryodhana, bebían demasiado.
Sakuni y Kanika no habían sido promocionados de un modo oficial, pero actuaban como si así hubiera sido. Sus voces se elevaban constantemente en la Sala del Consejo ahora que Yudhisthira no estaba. El Gran Patriarca salía con mucha menor frecuencia tras el destierro de los Pandavas. Debía de estar desapegado de muchas cosas y tener sus propias razones para permitir que los hijos de Pandu dejasen Hastinapura, pero comprendimos, cuando lo vimos añoso e introvertido, que no había sido tan neutral como creyéramos. Le importaban más aquellas cosas de lo que quería o pretendía mostrar. Su consuelo era que a los primos se les había impedido arrojarse unos al cuello de los otros. Mantener la paz era su parca prioridad.
Una tarde, tras una cena de venado y otras exquisiteces, mi pobre madre me escuchaba por centésima vez. Mi padre nos describía el rostro de Drupada cuando Arjuna le saltó al carro y le sujetó los brazos. Ella se pasó los dedos a través de la corta melena en un gesto de frustración. Como siempre, esto provocó un brote instantáneo de la risa de mi padre. Mi madre, que tenía un aspecto cada vez más rellenito y confortable, simuló una sonrisa cortés para acompañar el humor de mi padre, pero enseguida tuvo que sofocar un bostezo.
Aparte de nosotros dos, es decir, mi padre y yo, el único pariente de mi madre en Hastinapura o en cualquier otro lugar era su hermano gemelo Kripa y, aunque se sentía muy próxima a él del modo que lo están los gemelos, su conversación, como la nuestra, rondaba siempre los temas del peso y la altura de los arcos y flechas, tridentes y espadas, y de las nuevas tácticas y formaciones que mi padre y yo no dejábamos de diseñar. Mi madre añoraba a Kunti, su amiga y confidente. A pesar de que le cansaba nuestro discurso militar, ello no impedía que se irritase cuando mi padre empezaba a hablar en susurros o se retiraba a otra estancia para discutir cuestiones secretas, una de las cuales era una nueva formación bélica, intrincada e impenetrable, a la que todavía no le habíamos dado nombre. A ella, al igual que a Kunti, se le había contagiado una buena dosis de jerga militar; les gustaba usar semejante terminología -la formación de la aguja, la formación del pez...- para asuntos caseros y cotidianos, y las hacía partirse de risa.
Una tarde, durante la cena, los tres, mis padres y yo, estábamos gozando de la entrañable intimidad de bromas familiares y traviesos reproches cuando oímos lo que podía haber sido una especie de aullido animal o humano gemido. Parecía llegar del patio. Mi padre, que tenía el oído más fino, lo percibió primero y se le cortó la risa. Con el hábito del movimiento rápido, ambos estábamos de pie antes de que mi madre hubiese terminado de expresar su queja contra la rudeza del humor de los soldados.
Traje del patio a una joven con el rostro hinchado y el pelo suelto. Lloraba convulsivamente. Tenía el rostro tan distorsionado por el dolor que al principio no la reconocimos como una de las doncellas de Madre Kunti en Hastinapura. Se arrojó a los pies de mi madre. Cuando trató de hablar, los roncos sonidos de su cuello eran tan horribles que las lágrimas de mi madre empezaron a manar mientras acariciaba la cabeza de la muchacha. Habíamos deducido ya que algo le había pasado a Kunti, pero ninguno de nosotros estaba preparado para lo que aquélla, finalmente, di ellos.”

Clavamos los ojos en la muchacha, sin atrevernos a mirarnos entre nosotros, sin atrevernos a preguntar nombres. “Madre Kunti está muerta”, sollozó en el regazo de mi madre. “¿Y los príncipes?”
“Ninguno ha quedado con vida. Todos abrasados.”

La Morada del Deleite había sido incendiada. Aun a pesar de que mi madre animó a la muchacha con leche y miel, ésta no pudo decirnos nada más.

Un mundo en que Madre Kunti y sus cincos hijos habían sido masacrados por los que ahora estaban en el poder era una desolación sin luz, un paisaje saqueado para jactancia de los dementes.

Mis padres y yo guardamos luto y yo sabía que lo mismo estaría haciendo la corte en Hastinapura: un luto real para Bhishma y Vidura y Kripacharya y otros, e hipócrita para Duryodhana y Sakuni. Karna no disimularía.

Hice todo el camino al galope hasta Varanavata. Alcancé el lugar de lo que ya se llamaba la Morada de la Dicha y la Muerte. Estaba totalmente arrasado. La gente había estado esperando toda la noche para cruzar el foso y ahora lo atravesaban en las dos direcciones.

He visto muchas cosas terribles en batalla y tengo el estómago fuerte, pero tuve que alejarme de los restos carbonizados de los cuerpos. Tenía miedo de hallar a Arjuna. Pensé en la elegancia y bondad de Kunti y vi, con el ojo de mi mente, a Nakula como un dios montado a caballo, a Sahadeva el sabio, a Bhima con su fuerza y su risa... y a Yudhisthira. Todo lo que quedaba eran huesos y cenizas y empecé a llorar. Y me fui de allí.

Las gentes de Varanavata sollozaban y gemían en torno a mí. “¡Hai, Hai!” Habían dado la bienvenida a los Pandavas, los amaban y se habían sentido honrados por su presencia. Mientras pasaban junto a mí sentí el dolor y la rabia de aquel pueblo, y la mía propia se hinchó en mi interior acompañando a mi llanto. Mi dolor creció y creció y creció. Nos lamentábamos no sólo por los Pandavas, sino por el final de la era del Dharma. Avanzábamos hacia las tinieblas.

No tenía ya nada que hacer en Varanavata. Un hombre trabó conmigo conversación y, sin saber quién era yo, intentó hacerme expresar en voz alta mi horror por Duryodhana y su padre, pero yo no tenía palabras. Cuando mi llanto cedió, miré al mundo entumecido y no vi en él rastro de bondad.

En Hastinapura, adonde fui para las oblaciones funerarias, fue lo mismo; pero la gente hablaba menos, porque los guardias vigilaban y según qué palabras sobre Duryodhana y Dhritarashtra podían significar el castigo y la prisión. Sakuni y Kanika, Duhsasana y Karna tenían mil oídos cada uno. En este momento, me importaba muy poco vivir o morir y, si hubiera tenido palabras, las hubiera hecho volar. Ni siquiera me sentía particularmente airado con Duryodhana. Tras el primer galope hasta Varanavata, el guerrero en mí había caído. Estaba demasiado destrozado para pensar o vengarme. Sentía sólo pérdida, un pozo de vacío donde habían estado la esperanza y la felicidad y el amor.


No quería ver a Dhritarashtra pero no pude evitarlo. Hacía todo lo que podía para parecer aplastado por la calamidad, pero su pretendido dolor era como una nube otoñal llena de trueno y vacía de lluvia. Hizo todo lo prescrito: distribuyó dinero, ropas y alimentos para el pobre, ordenó realizar los ritos fúnebres en Varanavata tanto como en Hastinapura, se llevó toda su familia al Ganges para ofrecer las oblaciones funerarias... La gente manó de las casas de Hastinapura hacia el río: hombres, mujeres y niños... como si cada familia hubiera perdido un hijo, un hermano o un padre.

Mientras los últimos rituales en las aguas eran realizados mis ojos estaban en el Gran Patriarca Bhishma. Estaba solo, como una alta estatua, con un dolor más allá de las lágrimas que lo imbuía de una cualidad numinosa, intocable. Me aproximé a él. Quería estar cerca de alguien que hubiese amado a Arjuna. Vi a Vidura acercarse a él desde el otro lado. Lo alcanzamos al mismo tiempo. Oí el susurro de Vidura.
“Los Pandavas viven.” Hubo un largo silencio. En los ojos del Patriarca se dio una alteración mínima, pero su expresión no cambió. ¿No estaban muertos los Pandavas?

Vidura habló.

Arjuna estaba vivo, y lo estaban también sus hermanos y Madre Kunti; así que también yo, allí en el ghat funeral, observando por ellos los ritos mortales, empecé a vivir. Estratos de indiferencia, que yo había visto cuajar poco a poco en desesperación, se disolvieron de pronto. Mentalmente, los arrojé como cenizas al Ganges... El Ganges, que se lleva todas las cosas con el flujo del tiempo. En mis adentros, yo era luz y risa otra vez.

Arjuna vivía.

Era imposible conseguir de Vidura información que no quisiese dar y yo estaba ocupado preparándome para ir al swayamvara de la hija de Drupada con Duryodhana y Karna.

Yo, Ashwatthama, el muchacho del ashram que llorara por leche no muchos años atrás, ahora heredero del reino de Panchala del Norte, me hallaba en camino para competir por la mano de Draupadi, la hija del Rey Drupada, la nacida del fuego y la más estimada de las princesas del mundo. Me sentía exaltado. La última vez que siguiera este camino fue cuando lo hicimos con mi padre para humillar a Drupada. Si ganase la competición de arco, nadie podría quitarme a Draupadi y, puesto que Arjuna no estaba con nosotros, yo era quien lo tenía más fácil aparte de Karna. Creo que todos estábamos enamorados de Draupadi por lo que habíamos oído de ella. Se decía que ella y su hermano, ambos incomparables en belleza y vitalidad, habían nacido en respuesta a los sacrificios de Drupada para obtener una hija que casar con Arjuna y un hijo que matase a Drona, mi padre. Draupadi tenía, según corrían las voces, un cuerpo que efundía la fragancia del loto azul. Su piel aterciopelada era oscura, por lo que se la conocía también como la Hermosura del Ocaso. Tenía sedeñas las cejas, una cascada de cabello negriazul y, lo más bonito de todo, ojos grandes como lotos, oscuros y fulgentes. Decían que sus uñas brillaban como el cobre y eran cúrveas como la concha de la tortuga. Y tenía todos los signos auspiciosos en los rasgos, la expresión y el porte.

Tan pronto como nuestros carruajes se aproximaron a Kampila, la capital de Panchala, topamos con no escaso tráfico. Reyes, brahmines y guerreros llegaban allí desde todas las direcciones. Esta vez los súbditos del Rey Drupada salían a darnos la bienvenida con hurras y sonrisas. Cuanto más nos acercábamos a las puertas, más densa se hacía la caravana en la que nos hallábamos inmersos. Duryodhana viajaba en un espléndido carro de oro y no le complació lo más mínimo ver que había varios tan espléndidos como el suyo. Delante de nosotros estaba el cortejo del Rey Jarasandha de Magadha, el reino del sureste. Se lo conocía por los sacrificios humanos a Rudra de los reyes vencidos. Si yo había considerado a Duryodhana un hombre satisfecho de sí mismo y a Karna orgulloso, supe mirándole sólo las espaldas que Jarasandha los superaba a ambos en falsía y ambición. Su cuello y su cabeza, poderosos bajo una enorme corona, emanaban algo espléndidamente bárbaro.

El traqueteo de las ruedas y los gritos de bienvenida competían con los cuernos soplados desde las terrazas más altas del palacio. Vibraban las caracolas y, a cada carro que cruzaba las puertas de la ciudad, se alzaba el crescendo de una aclamación bramada por los habitantes de Kampila, vestidos con sus mejores joyas y sedajes. Miles y miles de flores eran arrojadas y llovía agua de rosas. Duryodhana parecía satisfecho de sí mismo como si todo aquello fuera en su honor. Karna no abrigaba semejantes ilusiones: su expresión, como de costumbre, era indiferente y altiva.

Fuimos alojados en un palacio de siete plantas y mi principal recuerdo del mismo es el de los paneles magníficamente labrados, las colgaduras de las paredes, las vajillas de oro y plata, y un buen número de doncellas vestidas de seda y joyeles; los músicos nos tocaban todo el día los ragas apropiados. Cuando nos hubimos bañado y estuvimos descansados se nos condujo ante Drupada. Yo no me había dado cuenta de qué deslumbrante era la corte del mayor enemigo de mi padre. Esperaba que Drupada no me despreciase por ser el hijo de Drona: si lo hizo, no lo evidenció.

Cuando era un muchacho me impresionó ya suficientemente la magnificencia de la Casa de Kuru. Ahora era como si llegase de una aldea otra vez. La sala era brillante y por todas partes había colgaduras de muchos colores con bordados de cisnes y árboles y leones y otras aves, todos tachonados de joyas. El perfume de la madera de sándalo era fuerte como si todo un bosque se hubiera talado y competía con el de las guirnaldas de flores que colgaban de cada pilar. A través de las ventanas, uno veía jardines dignos de las mansiones de los Devas. Todo conducía la imaginación a un solo tema, el de la  joven princesa que había crecido aquí.

Pasamos dos semanas de festejos viendo todos los tesoros de Drupada, excepto el que nos había traído a este lugar.

Llegó la decimosexta mañana y con ella el día del campeonato de arco. Todo el que fuera invitado había arribado ya, y también muchos que no habían sido convocados. A todos se les daba la bienvenida.
Era el día en que veríamos a Draupadi. Todos los reyes estaban allí. Había tantas cosas que mirar, que no tenía ojos bastantes. La sala emulaba las estancias celestiales del gran dios Indra. Yo estaba eufórico con los sutiles perfumes y colores. Mirásemos donde mirásemos veíamos brazos y hombros poderosos, y rostros determinados bajo diademas magníficas.

A un lado se sentaban los brahmines alzando los brazos en signo de bendición. Yo no podía apartar los ojos de Jarasandha. Su presencia dominaba la asamblea. Era hipnótica y casi me hizo perderme la entrada de Draupadi. Fue Dhrishtadyumna a quien vi primero -un joven poderoso- y después a la muchacha que él conducía al salón. Como todas las novias, estaba cubierta de oro y de gemas, tenía un brillante en la nariz, portaba pendientes y joyas en el pelo y un gran colgante sobre la frente. Vestía sedas blancas. Aquí acababa su parecido con otras novias, aparte del plato de oro que llevaba para las ofrendas usuales y la guirnalda de flores que colocaría alrededor del cuello de su marido. Un estremecimiento me recorrió.
Pude creer por fin que la mujer a la que todos contemplábamos con fijeza hubiera nacido del fuego. Caminaba tan despreocupadamente como a través de su jardín. Cuando sus ojos recorrieron la multitud los sentí reposar sobre mí y conocer mi corazón. Tenía una figura perfectamente proporcionada, con una menuda cintura de terciopelo y un hondo seno. Mientras marchaba, un involuntario murmullo, un gruñido casi, brotó de la asamblea. Los músicos dejaron de tocar y hubo un silencio completo cuando el sacerdote de Drupada, un venerable brahmín, encendió el fuego sacrificial. Cantando, vertió en él las oblaciones de mantequilla purificada. Los otros brahmines entonces se unieron en los mantras hasta que sonaron como enjambre de abejas sobre enjambre en el estío.

“Nobles Reyes.” Fue Dhrishtadyumna quien anunció el campeonato. “Allí está el objetivo.” Y señaló un pez de metal rotando en el techo del salón. “Aquí está el arco. Y aquí están las flechas. Aquel que alcance el blanco y lo haga caer a través de ese agujero mientras mira su reflejo en este estanque de agua ganará la mano de mi hermana Draupadi.” Pronunció los nombres de los grandes señores reunidos allí. Mi atención recayó en Sikhandin, el hermano mayor, y recordé entonces la profecía y el sentimiento festivo se desvaneció. Mi padre me había confirmado la historia de mi madre. Sikhandin -Amba en una vida previa- había jurado matar al Gran Patriarca. Sentí piel de gallina en los brazos. Dhrishtadyumna, aquel delicioso y sonriente muchacho, estaba predestinado a matar a mi padre. Mis músculos se tensaron, preparados para defenderlo, cuando oí mi nombre. Me presentó diciendo: “Ahí podéis ver al ilustre Ashwatthama, principal entre todos los portadores de armas.” Por un momento creí que ya había ganado a Draupadi. Me miró directamente, con inteligencia serena. Su mirada me desnudó de mis virtudes y defectos por igual. Me quedé solo conmigo mismo y ella.

Nunca había estado tan contento de ser el hijo de mi padre. Me había enseñado cosas que no había revelado a nadie más, aparte de Arjuna. Había sólo un hombre que podía superarme, Karna, pero éste había estudiado con el mismísimo gran Bhargava. Aunque no podía avergonzarme ser derrotado por el pupilo de Bhargava, yo quería a Draupadi. Ya me podía ver a mí mismo devolviéndole a su padre la mitad del reino que el mío le había ganado. Él me lo devolvería con su propia mitad. El universo se me había vuelto amistoso. Podía arrancar estrellas al cielo para tachonar las paredes de nuestro palacio. Draupadi caminaría tal como lo hacía ahora hacia el estrado, pero de la mano de Ashwatthama. Su porte era inimitable: poseía el balanceo auspicioso del elefante, pero no la inclinaba el peso delicioso de sus pechos -como se enseña a las muchachas- sino que se mantenía erecta como un árbol joven.

En el trasfondo de mi mente, podía oír la voz de Dhrishtadyumna anunciar: Jayadratha, Rey de Sindhu montañoso; Sisupala, Rey de los Chedis; los héroes de la Casa de Vrishni: Balarama, hijo de Rohini, y Krishna, hijo de Devaki; Samba, Gada, Satyaki y Kritavarman. No sólo fue el parecido de Krishna con Arjuna lo que me hizo olvidar a Draupadi. Las presentaciones, las trompetas y los mantras se desvanecieron como portadas por los vientos.

Me perdí la entrada de Sisupala, que estaba intentando levantar el arco. Se tambaleó y luego consiguió aferrarlo con firmeza. Lo tensó y su cuerda de acero cantó, cuando se le escapó de los dedos. Otro lo intentó y fracasó. Más reyes fallaron al tratar de tensar el arma. Vacilaban y caían de rodillas, o de bruces. El Rey Jarasandha cayó al suelo y la diadema le resbaló hasta el ojo. Hubo tal abucheo entonces que, si había llegado a dudarlo, debió de comprender en aquel momento que era el más odiado de los competidores. Dejó el palacio y volvió a su reino. Duryodhana no era amado, pero causó impresión, y cuando fue derribado por el arco el alivio se expresó en un suspiro roto por risas espontáneas. Era Draupadi la que había reído y vi a Dhrishtadyumna tocar fugazmente la mano que sostenía la guirnalda, pero demasiado tarde. Duryodhana parecía picado y resentido... y no olvidaría aquello. Salya, tío de los gemelos, vino después y cayó de rodillas. Salya era un hombre bueno y simple, y hubo lamentos de simpatía por él. Cuando me tocó el turno, dirigí un último mantra a mi flecha, a la que había ofrecido flores aquella mañana. Aunque el peso del arco me hizo hincar la rodilla, no caí de bruces y, cuando me alcé, mi diadema y mi guirnalda estaban en su sitio. Me complacieron los gritos de los kshatriyas: “¡Bien hecho, hijo de Dronacharya!”, y el aplauso entusiasta de la sección brahmín. Me quedé mirando en el agua el ojo del pez. Recordando la lección de mi padre a Arjuna, enseñándole a no mirar más que el ojo del pájaro de madera, me esforcé por fijar mi mente en el ojo del pez, por hacer de aquel ojo vacuo todo mi mundo, pero mi pensamiento voló a Draupadi y mi flecha pasó silbando junto a la cabeza del blanco, haciéndolo girar. Algunas plumas verdiazules de mi dardo flotaron lentamente hasta el suelo. Una quedó adherida al metal.
Cuando mi turno pasó, hallé asiento junto a Krishna, que estaba al lado de Balarama. No competía ninguno de los dos.
Vi a los demás como a través de un velo y sin mucho interés en el resultado. Karna tensó el arco sin esfuerzo. El arma estaba ya apuntada cuando Draupadi se levantó. “¡No puedo casarme con este hombre!” Con una voz diáfana que nos heló a todos descalificó al sutaputra.
¡La voz de Draupadi! Era argentina y dulce, pero letal. Nunca había oído a una mujer hablar así en una asamblea. Dhrishtadyumna estaba a su lado y debería haber hablado por ella pero, como ni él ni su hermano mayor Sikhandin ni su padre mostraron sorpresa, supuse que estaban acostumbrados a tales arranques... y que su marido debería acostumbrarse a ellos también.
Todo había acabado: si Karna y yo habíamos fallado, ¿quién ganaría a Draupadi? La tensión se rompió y la gente empezó a especular en murmurios.
¿Quién? ¿Quién? ¿Elegiría ella a alguno de nosotros directamente? ¿Tendríamos otra oportunidad?
Alguien se levantó en la tribuna de los brahmines.
“¿Puede competir un brahmín?” Los murmullos cesaron. Un joven brahmín de aspecto incomparable, atado el cabello en un moño, miraba la asamblea alrededor. Me sentí como una cometa que acaba de caerse al suelo.
“Cualquiera puede probar. Ésta es una prueba de destreza”, repuso Dhrishtadyumna. La mitad de los brahmines agitó las pieles de ciervo entusiasmada y la otra mitad profirió
murmullos de protesta contra aquel acto que sin duda los avergonzaría. Mientras tanto, el brahmín había hecho la pradakshina del gran arco; se postró ante él, invocó al Dador de Favores, y levantó el arma sin dificultad.
Sólo un hombre había que manejase el arco así.
El brahmín tensó el arco y lo pulsó ladeando la oreja, estudiándolo por el sonido. Antes de que nadie supiera que había apuntado, sonó un tañido y algo cayó voltereteando a través del agujero señalado.
Aturdido, vi a Draupadi caminar hasta él y colocarle la guirnalda alrededor del cuello. En el pasado, me había preguntado muchas veces si envidiaba a Arjuna. Ahora sabía que
no lo había hecho hasta este momento, en que atravesó la multitud con la mano de Draupadi en la suya.
En el pandemónium que siguió, supongo que nadie percibió a otros cuatro especiales brahmines aparecer detrás de la pareja. Si no hubiera sabido que estaban vivos, no habría reconocido yo tampoco a los Pandavas.
Hubo gritos de aclamación, de resentimiento. Las trompetas y caracolas estallaron. Los brahmines saltaban. Los reyes se sentían ultrajados y miraban ceñudos e insultantes a Drupada.
Una voz clamó: “El Rey de Panchala debería haber educado a Panchali mejor. Si ningún rey alcanzó el blanco, debería haberse suicidado.” Estaban dispuestos todos ya a matarse unos a otros: un nuevo swayamvara que acabaría en tragedia.
Drupada tenía la espada en la mano. Bhima había agarrado algo automáticamente y, colocándose junto a Arjuna, lo sostenía como un ariete. Yudhisthira y los mellizos estaban a su lado. Los brahmines, que en su mayoría no habían visto nunca un arco y una flecha de cerca, los rodearon agitando sus pieles de ciervo protectoramente. Estallaron duelos y quimeras y varios reyes resultaron heridos. Cuando los Pandavas se hubieron liberado y los reyes trataban de decidir si elevar una protesta o no, Krishna, con una elocuencia que yo oía por primera vez, los persuadió de que sería deshonroso atacar a aquellos brahmines. El tiempo para las protestas tenía que haber sido cuando Dhrishtadyumna afirmó que cualquiera que derribase el blanco podría casarse con su hermana.

Arjuna y sus hermanos -cosa que me alegró ver- se habían dejado escudar otra vez por la muchedumbre de brahmines. Arjuna se marchaba con Draupadi y Krishna empezó a danzar alegremente detrás de ellos, agarrándose a la piel de ciervo de Arjuna.
Yo me apoyé en mi amistad con Balarama, de los días de la Yuddhashala, para acompañarlos a Krishna y a él a la alfarería.
Cuando llegamos nos detuvimos en el exterior. Kunti se sentaba a un lado de los Pandavas y Draupadi al otro. Estaban inmersos en una extraña conversación: los cinco príncipes Pandavas iban a casarse con Draupadi.
Me sorprendió ver a Draupadi, de fogosa reputación, sentada tranquilamente y sin protestar ante tan extravagante sugerencia. Sahadeva, que pocas veces decía alguna cosa, proclamó ahora fríamente que Nakula y él habían consultado los horóscopos y que nada se oponía a que los cinco hermanos desposaran a Draupadi, uno tras otro y primero el mayor, siempre y cuando los días en cuestión fueran propicios.
Recordé la primera vez que había visto a Bhima arrancar un árbol y a Arjuna alcanzar un blanco por el sonido y el día en que Nakula, con un único chasqueo de su lengua, había calmado a un caballo asustadizo que estaba a punto de aplastar al mozo de cuadra que lo atendía. Cómo me había intrigado todo aquello. Pero fuera lo que fuera lo que hiciera cualquiera de aquellos cinco hermanos, siempre había sido en consonancia con el Dharma más alto y qué engañado me sentía ahora, oyéndoles discutir algo tan bárbaramente adhármico. La presencia allí de Krishna, cuya misión en la vida era establecer el Dharma y renovarlo donde quiera que fuese, volvía aquella situación aun más embarazosa. Él sonreía como si hubiera estado esperando que ocurriese justo aquella cosa extraña. No había error posible en la divertida aprobación que brillaba en sus ojos. Fue entonces cuando Balarama, Krishna y yo cruzamos el umbral, aclarándonos las gargantas.
Arjuna me abrazó jubilosamente y aspiró el aroma de mi cabeza. El impacto de ver a aquellos inverosímiles brahmines me había dejado aturdido. Pero aquí estaban, y la vida comenzaba de nuevo. Empecé ahora a paladear mi gozo, la precipitación de los acontecimientos, la gloriosa hermosura de Draupadi y la llegada de Krishna a mi vida. La cabaña del alcaller me recordaba el ashram de mi padre y comprendí que preferiría vivir con ellos en este lugar que volver a sufrir su ausencia.
Arjuna y Krishna, que eran de la misma edad, intentaron tocarse los pies simultáneamente. Acabaron por abrazarse y aspirar una y otra vez el aroma de sus cabezas. Todo eran abrazos ahora y yo me sentía entero otra vez. Cuando todos estuvimos sentados, percibí algo nuevo, una energía desconocida, una brisa cálida filtrándose en la habitación; aunque mi mente rechazaba aún la idea de una princesa de alta alcurnia casada con cinco maridos, mi embarazo pasó.
Todo el mundo conoce la historia de cómo Draupadi acabó casándose, no sólo con
Arjuna, sino con los cinco hermanos Pandavas.
Antes del swayamvara, aquéllos habían permanecido en casa del alfarero en Kampila, de donde salían disfrazados de brahmines con sus vasijas de mendigos para recoger la limosna diaria de su comida.
Cuando retornaron con Draupadi después del swayamvara, Bhima le gritó a su madre desde la puerta que habían traído limosnas especialmente deliciosas y Kunti, vuelta de espaldas, le dio su respuesta habitual: “Aseguraos de compartirlas con equidad.”
Se jactaban los Pandavas de compartirlo todo y de no desobedecer nunca a su madre; y Kunti, de no decir jamás algo que no fuera verdad. El hecho era que los cinco debían de estar enamorados de Draupadi y, cuando Kunti dijo aquello, no hubo vuelta atrás; ella debió de haber visto que todos querían a la novia, y ellos se pusieron de acuerdo. Suena perfectamente normal ahora, pero en aquellos tiempos sorprendió a todo el mundo... y a nadie más que a Draupadi. Extraordinario como era este dilema, se perdió momentáneamente en el tumulto de la conversación. Los Pandavas y Krishna se encontraban por primera vez en aquella choza y tenían toda una vida que contar, y a mí me consumía la curiosidad por lo que había pasado en la Morada del Deleite, pues había visto los cuerpos muertos.
“Era un verdadero palacio de deleites, puedo asegurártelo”, rugió Bhima. “Y Duryodhana quiso convertirnos en los fuegos artificiales. Purochana había llenado todos los espacios huecos y rincones con materias inflamables y colocado cada lecho, cada diván y cada silla de forma que ardiera a la primera chispa.” Todo el mundo empezó a hablar a la vez y en el barullo cacé algún que otro detalle más.
Había sido Vidura quien los avisó y los salvó, haciendo construir un pasaje subterráneo; pero fueron los Pandavas los que prendieron fuego al palacio una noche. Tras saturar a Purochana, a sus amigos y su mujer tribal de todo lo que pudieron beber, descendieron a la boca del túnel oculto. Bhima los portó en los hombros y las caderas a través del túnel cuando no pudieron más. Bhima había aliñado ya esta parte de la historia.
Alcanzaron la orilla del río y no podían proseguir. El palacio era cera ardiente; pero había una barca esperándolos para llevarlos al otro lado del Ganges. Vidura no les había fallado.
Estas historias se escuchaban con deleite y los hermanos parecían más complacidos con su escape y por haber engañado a Duryodhana que airados o amargados por el atentado contra sus vidas.
La conversación retornó, inevitablemente, al swayamvara y a la forma extraordinaria en que Arjuna había ganado a Draupadi.
“¿Y la desposarás tú, Arjuna, o lo hará el mayor de los hermanos?”, preguntó Krishna. Aguardó el silencio que siguió y dijo después: “¿Por qué no os casáis todos con ella?”
Otro silencio. No era una broma de mal gusto o el preludio de una reprensión. La pregunta de Krishna era seria.
No puedo recordar sus palabras pero, cuando acabó de hablar, todos estábamos convencidos de que semejante matrimonio no sería adharma, sino algo propicio. En cuanto a la opinión pública, correspondía a los reyes moldearla y los Pandavas eran reyes.
“Si sois puros, nada puede tocaros. Vuestra reina es como una llama radiante y será vuestra fuerza y protección.”
“Pero”, dijo Yudhisthira, “¿no lo prohíben los shastras? Un hombre puede tener más de una mujer, pero... ¿una mujer? No queremos llevar la desgracia a Panchali ni a su padre.” Aunque Yudhisthira se estuviese muriendo de amor por Draupadi, era incapaz de olvidar los shastras.
“No”, explotó Krishna. “Hubo un tiempo en que no era adharma que una mujer tuviese más de un marido. Lo que es incorrecto para los demás puede no serlo para vosotros. Los hermanos Pandavas son uno, como esto...”, alzó la palma de la mano con los dedos unidos, en el gesto que disipa el miedo. “Haced lo que es justo para vosotros; seguid vuestro dharma.”
Así, derribaba todos los shastras, usos y costumbres con un gesto y una palabra. Era como si hubiera quitado un velo al sol o interrumpido la disputa entre el corazón y la mente. Resultaba difícil recordar que era el más joven de los que estábamos allí, a excepción de los gemelos. Madre Kunti lloraba de devoción. Aunque era su tía, se levantó a tocarle los pies. Draupadi debía de haber estado esperando esto para hacer lo mismo, pues inmediatamente se postró ante Krishna tocándole los pies con la frente.
Me fui a dormir aquella noche pensando en cómo había dado la vuelta Krishna a aquellas ridículas e imposibles circunstancias. Empezaba a creer en su leyenda.

“No puedo tolerar algo semejante”, dijo Drupada al día siguiente. “Me honra y me alivia saber que sois los Pandavas y no unos brahmines desconocidos. Y ya que Arjuna la ganó, puede casarse con ella aunque no sea el primogénito. O, si lo preferís, que cualquier otro de los hermanos la despose”, dijo. “O incluso los dos mellizos”, concedió tras un largo silencio. “Pero los cinco no. Tendremos aquí otra vez a todos los reyes protestando, pidiendo que Draupadi se arroje al fuego antes de aceptarlo. Tú, Arjuna, careces de reino y, si el resto de los reyes convierte esto en una excusa para unirse contra mí, tu suegro perderá el suyo.”
“Pero olvidas que yo estoy a tu lado esta vez”, repuso Arjuna con su encantadora sonrisa. “Y Krishna.”
Se decidió al fin consultar a Vyasa y Dhaumya, los sacerdotes Pandavas. Vyasa dijo también que nada impedía que los Pandavas desposasen a Draupadi y que hacerlo era en realidad su destino, puesto que ella, en una encarnación anterior, había incurrido en este karma al rezar insistentemente cinco veces por un buen marido. Dhaumya y el sacerdote de Drupada apoyaron a Krishna y al rey no le quedó más que capitular.
Lo que unos días antes había sido imposible era ahora un hecho definitivo. Al cabo de un tiempo, y en días sucesivos, cuando la luna estaba en conjunción con Rohini al final del mes de Chaitra, los Pandavas se casaron con Draupadi. Dhaumya condujo los ritos y cantó los mantras y cada hermano la llevó alrededor del fuego sagrado en un día fasto.

Estábamos alegres y libres de preocupaciones como si quisiésemos compensar los años de infancia sin Krishna. Era él quien nos dirigía en nuestros juegos y danzas y, cuando nos sentíamos exhaustos de nuestros entretenimientos, nos serenaba y embelesaba con su flauta. Después, el mayor de los lujos era sentarse en círculo y contar los miles de historias que habían llenado los años de separación. Una de mis favoritas era la del nacimiento de Ghatotkacha, el hijo de Bhima.

Fue Arjuna quien me habló de Hidimbi y Hidimba. Yudhisthira se sentaba en silencio y divertido. Bhima escuchaba como si oyera estas aventuras extraordinarias por primera vez y abría la boca de asombro o estallaba en carcajadas y se palmeaba los muslos. Sahadeva callaba como siempre, a menos que se le hiciese una pregunta directa, pero había conocimiento en sus ojos como si hubiera estado en la mente de Arjuna tejiendo aquellas historias.

Al principio creí que Arjuna se burlaba de nosotros cuando contó el matrimonio de
Bhima con una mujer rakshasa y el nacimiento de su hijo rakshasa Ghatotkacha.
“Su hermano Hidimba, un notorio devorador de hombres, la envió a capturarnos a todos para poder comerse nuestra carne y beberse nuestra sangre borbollante, pero ella, por supuesto, se enamoró perdidamente del irresistible Bhima.” Muchos años después vi yo al encantador y leal Ghatotkacha, calvo como una cacerola y con auténticos colmillos en la boca, cuando Sahadeva lo trajo del sur para el Rajasuya. Ésta era la historia.
Había sido una jornada terrible lejos de la Morada del Deleite. Ya en el bosque, Bhima tuvo que portar a Madre Kunti y a menudo a los gemelos también, uno en cada cadera, mientras avanzaba gracias a sus poderosos muslos por un terreno fragoso y su pecho irrumpía a través de la vegetación. Los ríos torrenciales era él quien los ayudaba a cruzar.
Normalmente no había nada que comer y sólo los gritos estridentes de las grullas los guiaban hacia un lago.

Una tarde en que habían alcanzado un bosque, descendió sobre ellos un fantasmal crepúsculo. Madre Kunti y los hermanos se durmieron bajo un gran árbol sala y Bhima hizo guardia. Miró de pronto al árbol y vio dos pares de ojos rojos observándolo. Luego quedaron sólo dos ojos. La luna sonrió arrojando su luz sobre un rostro aterrador con orejas como puntas de flecha. El rakshasa, pues de esto se trataba, bostezó, se rascó sus ásperos bucles y eructó de hambre. Dijo entonces algo en su propia lengua rakshasa: “Grunt, grunt, grunt.” Un momento después una joven exquisita apareció junto a Bhima. Se trataba de Hidimbi, cuya misión era capturar a los hermanos. Se había transformado en una muchacha voluptuosa. Pero enamorada y enternecida de pronto, olvidó su hambre de carne humana y advirtió en susurros a Bhima de las intenciones de su hermano; después, sin más preámbulos, se ofreció a Bhima y prometió salvarlos a todos.
“Si quieres complacerme, llama a tu hermano.” Hidimbi conocía el Dharma kshatriya y recordó a Bhima sus obligaciones hacia una mujer que ardía de amor. Bhima la urgió de nuevo a llamar a su hermano, aduciendo que no podía tomar mujer antes que el primogénito. La controversia en susurros se prolongó tanto tiempo que el impaciente Hidimba bajó del árbol y, viendo a su hermana bajo el aspecto de una exquisita doncella, con el rostro radiante adornado de flores y guirnaldas, dedujo que deseaba al hombre. Se precipitó hacia ella gritando que mancillaba a sus ancestros con este crimen miserable y la habría matado de no ser por Bhima.
“Te arrojaré a la tierra de Yama antes de dejarte matar a una mujer.”
Con aullidos y gruñidos espantosos, Hidimba se lanzó sobre Bhima, que se limitó a arrastrarlo aquí y allá como hace un león con su presa.
Durante todo este rato, Bhima trataba de no molestar a Madre Kunti y a sus hermanos pero, cuando los dos rivales se enzarzaron como dos elefantes enloquecidos, los árboles temblaron y los que dormían despertaron para ver a la hermosa Hidimbi, que empezó de inmediato a defender su causa ante Kunti. Mientras le explicaba cómo la había poseído Manmatha, el dios del amor, Kunti observaba soñolienta las dos figuras cubiertas de polvo y trabadas en batalla.
Arjuna corrió hacia ellos dispuesto a ayudar, pero Bhima le dijo airadamente que se ocupase de sus asuntos.
El resplandor de una falsa aurora pendía en el este.
“¡Bhima!”, gritó Arjuna a la primera luz del día. “Los rakshasas están en el zénit de su fuerza. Deja de jugar con él. Acábalo rápido.” Bhima alzó a Hidimba por encima de la cabeza y lo hizo girar un centenar de veces mientras Arjuna miraba ansiosamente el sol.
“Si necesitas mi ayuda...” Espoleado por Arjuna, Bhima tiró a Hidimba contra el suelo del bosque. Hidimba resonó con un ruido terrible, como golpe seco en un húmedo tambor, y murió.
Lo bueno y lo malo del asunto fue que Hidimbi se ganó la compasión de Kunti, lo que no le resultaba difícil a nadie caído en la aflicción, y la persuadió de dar permiso a Bhima para cohabitar con ella hasta que concibiera un hijo.
Cuando un niñito de boca grande, orejas como puntas de flecha y ojos intensos le nació a Hidimbi, Madre Kunti y sus tíos se enamoraron enseguida del bebé. Desde el primer día Yudhisthira insistió en que tenía buen corazón, cosa que confirmaría el tiempo; y como su pequeña y redonda cabeza era calva, los gemelos sugirieron llamarlo Ghatotkacha: calvo como una cacerola.

Las noticias de la salvación de los Pandavas se difundieron rápidamente. Mi padre envió de inmediato un mensajero para llamarme. Krishna y Vyasa estaban a punto de marcharse, como todos los príncipes, y yo no podía desobedecer a mi padre.

Los aliados de los Pandavas eran ahora Krishna, Señor de los Vrishnis, y Dhrishtadyumna, dos de los más grandes guerreros vivos; los Pandavas eran los Señores indisputables de Kampila, la capital de Draupadi.
Cuando se supo en toda Hastinapura que el victorioso arquero brahmín había sido Arjuna, Karna insistió en atacar Panchala. Sentía que, si golpeaban sin dilación, podían lograr la supremacía que pretendían fuera cual fuera el sacrificio necesario. Duryodhana y Karna reunieron un ejército y descendieron a Kampila. Aduciendo enfermedad, yo no fui con ellos. Cuando volvieron derrotados, casi lo sentí por Duryodhana: era la primera vez que parecía intuir que algo en su destino le impediría exterminar a los Pandavas. Incluso humillarlos parecía imposible a pesar de los esfuerzos que realizaban las sombras malignas de Duryodhana: Sakuni, Kanika y Karna.

Cuando Duryodhana oyó que su padre simulaba alegrarse con Vidura de la buena fortuna de los Pandavas, casi perdió la cabeza y empezó a desvariar aunque no había bebido vino aquel día. No era, por cierto, una situación que le invitase a manifestar su nobleza, que se hacía menos y menos evidente con cada golpe de buena fortuna que caía sobre los Pandavas. Como siempre, lo primero en que pensó fue un regalo extravagante. Consideró incluso la posibilidad de sobornar a Drupada.
Después, tuvo una idea digna del mismo Sakuni.
“Los idiotas se han casado con la misma mujer. ¿Por qué no hacer de la exquisita Draupadi una causa de celos entre ellos? Puede que sea difícil asesinar a Bhima, sin el cual Arjuna sería incapaz de nada, pero tiene que haber un modo de quitarles a Draupadi; sin Dhrishtadyumna como cuñado no estarían tan seguros de sí mismos.”
Karna era paciente.
“Duryodhana, siento oírte hablar así. No te hace justicia. Somos guerreros. ¿Qué has ganado nunca con los métodos de Kanika, Sakuni y Purochana? ¿Sembrar celos entre los hermanos? ¿Has tratado alguna vez de deshilachar un solo cabello? No podrías enfrentarlos. Luchemos, Duryodhana, amigo. Estoy dispuesto a dar la vida por ti.”
Yo me sentaba junto a mi padre en medio de la gran asamblea constituida por el tío Kripa, Vahlika, Somadatta y Vidura para oír esta exposición de Karna. Inevitablemente, el resto de los dignatarios expresó su compromiso con la paz en largos discursos.
Bhishma habló el último y fue firme. Quería que los Pandavas volviesen. Pidió a
Duryodhana que invitase a sus primos a compartir el reino.
“Tenemos delante esa realidad poco común: una segunda oportunidad. Si sigues ahora el camino adecuado, la sospecha de juego sucio que desafortunadamente ha caído sobre ti quedará lavada.” Mi padre saltó para apoyar a Bhishma. “Sí, Dhritarashtra. Es lo único que puede hacerse.”
Karna, desde luego, se opuso a él y Vidura entonces se levantó y se dirigió a su hermano del modo más apremiante.

“No escuches a Karna, es un exaltado. Ésta es la oportunidad de limpiar tu nombre y tu alma. Además, los Pandavas se han hecho poderosos con su matrimonio y más poderosos aun con el apoyo de Krishna. Ya hemos visto lo que les ocurre a todos los que se oponen a Krishna.

Piensa en el Rey Kamsa. Si no comprendes lo que significa oponerse a Krishna, piensa lo que supone enfrentarse a Bhima y Arjuna.” Pausó. “Sobre todo, actúa de acuerdo con el Dharma. Donde está el Dharma está la victoria.”
Sí, no, sí, no. Podíamos ver a Dhritarashtra oscilar a un lado y a otro. Dhritarashtra, al que fácilmente impelían la locura y la irresponsabilidad, movían de igual modo los sentimientos elevados. Prontas lágrimas le corrieron por las mejillas. “Yo también quiero la paz del reino”, dijo. “También yo quiero la paz.”
“Sí, lo sabemos”, presionó Vidura. “Duryodhana y Karna son demasiado jóvenes y fogosos para comprender, pero tú... tú harás lo que haya que hacer. Sabemos que quieres el bien del reino y conocemos tu amor por los hijos de tu hermano.”
El resultado fue que Vidura viajó como embajador a Panchala donde el Rey Drupada lo recibió con todos los honores y lo esperaba la gratitud de los Pandavas. Krishna, que en Dwaraka había oído hablar del ataque Kaurava, estaba allí con Balarama para entrevistarse con tío Vidura. El encuentro estuvo cargado de emoción. Incluso Drupada, un hombre poco sentimental, se conmovió hasta el punto de derramar lágrimas.
Yo había deseado con todas mis fuerzas ir con Vidura, pero mi padre me advirtió: “No se lo pongas más difícil de lo necesario a Duryodhana y Karna.”

Cuando tío Vidura hubo distribuido los presentes enviados por Dhritarashtra a Drupada, los Pandavas y Draupadi, pronunció sus bien ensayadas palabras con tanta sinceridad como pudo.
“El Rey Dhritarashtra está lleno de júbilo por las noticias de que sus hijos queridos han escapado del fuego y espera su abrazo.”

Krishna, en actitud de comediante, movió la cabeza de lado a lado como si simpatizase con el rey ciego. Bhima, más inclinado al crudo sarcasmo, dijo: “Pobre tío Dhritarashtra, debe de haber sufrido mucho.” Vidura continuó con su embajada, que consistía en una invitación a Hastinapura, donde la gente, en un frenesí de dicha y excitación, esperaba dar la bienvenida a los Pandavas y su novia.
Se pidió permiso oficial a Drupada. Drupada estaba en la cima de su satisfacción. El más anhelado de sus sueños se había hecho realidad y, una vez aceptado el matrimonio de su hija con los cinco maridos, descubría las ventajas que había en ello. Los Pandavas habían resultado ser personas con las que se identificaba y se le hacía evidente que Draupadi no sólo se había casado con el guerrero más grande, en la figura de Arjuna, sino con el hombre más fuerte, Bhima, y el más sabio, Yudhisthira. Con esta abundancia de fortuna y bajo el embeleso de Krishna se había vuelto apacible, y dejó la decisión a este último. Nadie podía anticipar las orientaciones de Krishna.
“Sí, tienen que ir a Hastinapura como sea.” ¡Hastinapura! El nido de serpientes. Muchas preguntas hubieron de hacerse antes de llegar a creer que Krishna hablaba en serio. Pero lo hacía. Arjuna mismo me contó la historia en detalle.

Hastinapura deliraba con la bienvenida a Krishna y los Pandavas. Las calles habían sido hisopadas con agua aromosa, y flores y guirnaldas pendían de cada poste y ventana. La gente orillaba el camino desde las afueras de la ciudad. Corrían a los carruajes, expresaban sus parabienes, arrojaban flores y trataban de tocar los pies de los Pandavas y Draupadi. Los hermanos más jóvenes de Duryodhana se alejaron un largo trecho de las puertas de la ciudad para darles la bienvenida. Yo estaba allí con mi padre y tío Kripa. El único pensamiento en mi mente era que sólo cosas buenas ocurrirían en Hastinapura a partir de ahora: la presencia de Krishna actuaría como una bendición que desterraría la corrupción y frustraría todos los males.
Gandhari alzó a Draupadi, que había caído a sus pies, y la abrazó. Cuando se separaron, Gandhari emitió un suspiro hondo y estremecido.
Sus doncellas la oyeron murmurar: “Ha llegado la que será la muerte de mis hijos.” Krishna y los Pandavas fueron invitados al salón de la asamblea para la proclamación de
Dhritarashtra, que estaba formulada en los términos más corteses: puesto que el reino había crecido tanto gracias al valor de su amado hermano Pandu, los Pandavas estaban legitimados para gobernarlo. Su decisión era dividir el reino entre Duryodhana, que se quedaría con Hastinapura, y Yudhisthira, que sería Señor de Khandavaprastha.
Khandavaprastha. ¡La mitad del reino, en efecto!
Khandavaprastha era una ciudad antigua y en ruinas, destruida por la maldición de los Rishis. Había sido un día la capital del gran  Puru y de otros emperadores ilustres, pero era un estrago rodeado de densos bosques invasores. El resto del territorio era un yermo donde nada crecía y nadie podía vivir. Yudhisthira fue el único que no recibió esta noticia con amargura. Dhritarashtra, sin su ceguera, habría quedado reducido a cenizas por el desprecio en la sonrisa de Krishna.
Yudhisthira, con toda humildad, se acercó al rey, inclinó la cabeza y dijo: “Tus deseos son mis deseos.” Bhima y Arjuna cruzaron feroces miradas: estaba claro que éstos no eran sus deseos, al menos. Los gemelos no tuvieron siquiera que intercambiar miradas.
Dhritarashtra prosiguió con celo: “Que la coronación tenga lugar. Todos queremos ver coronado a Yudhisthira.” Con estas palabras, entró Vyasa en la cámara. Todos, incluido Dhritarashtra, se pusieron en pie para recibir al auspicioso visitante.
Vyasa mismo estableció el día de la coronación. Los verdaderos amigos de Yudhisthira
-Bhishma, mi padre, Kripa, Dhaumya, Vyasa y Krishna- le dieron la tradicional bendición: “Conquista el mundo entero. Que tu fama se expanda por los cuatro puntos cardinales como perfume que porta la brisa.”

Aunque no tenía necesidad de él, ahora que mi padre era supremo en su reino, había recibido un reluctante permiso de Duryodhana para acompañar al partido Pandava y recordaría lo último que me dijo: “Mientras te los lleves de aquí, haz lo que quieras. Cuanto antes, mejor.” Supuse que insinuaría también que habíamos comido su sal, pero se refrenó... cosa rara en él, que se las arreglaba para hacer que incluso Bhishma, el mismísimo hijo del Emperador Shantanu, se sintiera dependiente. Su silencio no mitigó mi incomodidad, pues conocía sus pensamientos: para él yo sería siempre el pobre muchacho brahmín del bosque.
Los habitantes de Hastinapura nos dieron la despedida. Muchos lloraron en las calles. Otros bloquearon el camino y suplicaron a los Pandavas que no los dejasen en manos del demente Duryodhana. Habíamos empezado un viaje que se haría progresivamente riguroso y al final del cual no nos esperaba sosiego ninguno. Con Kunti y Krishna, los Pandavas, su sacerdote Dhaumya y todos los que habían optado por acompañarnos, alcanzamos un elevado monte de Khandavaprastha y contemplamos desde él la tierra baldía a nuestros pies: pardos montículos que rompían la monotonía de un territorio polvoriento y llano.
Por fin Krishna habló de los Kurus y más amargas fueron sus palabras que mis pensamientos.
“¿Veis este exquisito país, el regalo de vuestro afectuoso tío Dhritarashtra? Las personas fascinadas por el rayo olvidan cómo golpea. El Gran Patriarca ha tolerado esta acción. Él, junto con todos los demás, cosechará sus frutos. Aunque no todavía. Por el momento, hagamos todo lo posible por decepcionar a Duryodhana.”
Alzó las manos y oró a Indra, Señor del Cielo.
“Ayúdanos a transformar esta tierra de los Pandavas, oh Gran Indra. La llamaremos
Indraprastha. Que sea fértil y hermosa como tu propio reino celestial.”
Indra respondió con la promesa de que Vishvakarman, el arquitecto divino, los inspiraría para hacer de aquel territorio el más maravilloso de los lugares. Guardó su promesa, pero ello debió de significar duro trabajo para todos los que estaban allí. Cuando retorné por quinta vez a Indraprastha, se había cavado un foso alrededor de la ciudad que, desde sus altas almenas blancas, parecía ancho como el océano. Los soldados vigilaban desde la muralla con armas fieras. Ganchos afilados sobresalían del muro, pero los jardines estaban llenos de kokila, pavos reales y lagos como espejos sobre los que cisnes y ánsares se deslizaban. La fama de la nueva ciudad trajo gentes de todos los rincones. Por primera vez en su vida, Yudhisthira conocía la dicha de ser rey en su propio reino y no deber nada a nadie. Todo se le debía a Krishna, pero ello no era deuda ninguna. Krishna era su amigo eterno. Una vez que estábamos sentados en un bosquecillo de mangos comiendo fruta, Arjuna le preguntó, en un acceso de alegría, por qué había hecho tanto por ellos. Krishna repuso gravemente: “Para esto he venido a la Tierra. Y vosotros habéis venido por mí. Juntos tenemos algo que hacer...” y luego, mordiendo su mango y sonriendo: “Ya lo estamos haciendo; incluso ahora, de este modo.”

Los mercadantes vinieron a la capital y aseguraron su prosperidad. Los brahmines eran bien recibidos por Yudhisthira y brotaron las escuelas. Los hermanos se vieron ocupados en deberes reales, la mayoría de los cuales correspondía a Yudhisthira. Hubo reuniones; hubo informes y cuentas que estudiar. Hubo ceremonias y audiencias, tributos que recibir y dones que otorgar. No se desatendió ni el ritual, ni la meditación, ni la plegaria, pero tampoco olvidaron los hermanos que eran guerreros: las maniobras y prácticas militares eran constantes. Bhima se quejó de que apenas había tiempo para cazar, pero se consoló con vastos banquetes. Cada vez que visitaba el nuevo reino, encontraba grandes guerreros y hombres santos que habían venido a rendir homenaje y a ofrecer alianza al Rey Yudhisthira, que estaba empezando a ser conocido como Dharmaraj.
Un día el sabio Narada vino a ver a Yudhisthira y le dio a él y a sus hermanos un luminoso consejo. Dijo que era de primordial importancia que no surgiesen disputas por Draupadi.  Les recordó a los hermanos Sunda y Upasunda, que se destruyeron a causa de la apsara Tolama.
“Si llegáis a perder vuestra unidad, los hijos de la Casa de Kuru os destruirán.” Los Pandavas se tomaron este consejo muy en serio. Decidieron establecer normas muy estrictas para el disfrute de la compañía de Draupadi, que pasaría un año con cada uno de ellos empezando por Yudhisthira. Tan estrictas habrían de ser estas reglas que, si un hermano entraba en la cámara cuando aquélla estaba a solas con su marido, debería exiliarse un año entero al bosque.
Un día se oyó la urgente llamada de un brahmín en apuros. Su vaca había sido robada y, como era deber de un kshatriya ayudar a un brahmín en dificultades, Arjuna se precipitó sin pensar a la casa más próxima, que era la de Yudhisthira; tomó el arco del primogénito y fue a su cámara, donde estaban Draupadi y su marido en soledad. Así, planeó Arjuna marchar en peregrinación a todos los lugares sagrados. Yudhisthira lo urgió a quedarse, diciendo que la regla no debía aplicarse en este caso, pero Arjuna insistió con el único argumento al que Yudhisthira no se opondría: era adharma romper la norma por cualquier motivo.


HABLA ARJUNA


Sólo cuando me hallé contemplando el rostro de Madre Ganga, empecé a comprender por qué había partido y a sentir el dolor de haberlo hecho. ¿Por qué no estaba con mis hermanos?
¿Por qué no estaba donde pudiera disfrutar de la sonrisa de Draupadi? ¿A dónde me llevaría mi peregrinación?
“¿Vendrás a verme a Dwaraka?”, habían sido las últimas palabras de Krishna. Y desde entonces yo había anhelado ir y verlo en su ciudad junto al mar.
“Allí es adonde vas”, decían las pequeñas ondas del río. “Krishna”, susurraba la corriente.
Caminé por la orilla del río alejándome más y más de mi madre y mi hogar hasta que mi corazón compartió el dolor con mis piernas y mis pies. Cuando todo él se concentró en piernas, espalda y pies, me sumergí en el agua y me alejé de la orilla. Las aguas me limpiaron y renovaron y floté sobre la espalda contemplando el cielo azul de Bharatavarsha. Suspiré satisfecho e impulsándome con las manos pensé en lo que Krishna me dijera, que teníamos que salvar el Dharma. Krishna y Arjuna, no Krishna y Yudhisthira. Yo no lo había entendido ni siquiera ante su convincente presencia. No importaba. Fuera cual fuera la dirección en que mis pasos me llevaran y vagara las distancias que vagara, al final mi destino era Dwaraka. No podía estar con Draupadi, ni siquiera pasar mucho tiempo con Yudhisthira, pues este año les pertenecía a los dos. No tenía derecho a añorarlos, pero el pensamiento de no tener a Bhima cerca de mí para arrancar un árbol y blandirlo en los momentos de dificultad me provocaba una especie de melancólica diversión. Tenía una necesidad casi enfermiza de vagar. Supongo que debió de ser esto lo que me hizo optar por el exilio cuando Yudhisthira, con dulce rostro arrepentido, me urgió a ignorar la penitencia. Al final tuve que guiñarle un ojo para hacerle entender que, en realidad, quería irme. Bhima no había necesitado el guiño. Al pensar en Yudhisthira, siempre razonable, humilde, e incapaz de ofenderse por nada, mi corazón se entristeció. Nadé hacia la orilla del río y, cuando estaba a punto de ascender por ella, vi a unas pocas yardas delante de mí una hermosa mujer. Yo tenía el pelo en los ojos y, para el instante en que me lo hube apartado, ella había desaparecido; me pregunté si había visto una apsara, una ninfa. Aún estaba atándome el cabello en un moño, cuando sentí un tirón en la pierna. El cocodrilo de Dronacharya. Al volverme, hallé la apsara de pie junto a mí y nos sonreímos uno a otro. Había nadado bajo el agua y surgido detrás de mí.
“¿Te he sorprendido?”, preguntó ni tímida ni audaz. “No puedo decir que te esperase.”
“Tampoco yo te esperaba”, dijo con pasión. “Te vi sonreír y eres tan hermoso que me he enamorado de ti. ¿Me aceptarás?”
Yo repuse rápidamente, antes de cambiar de idea, que debía observar bhramacharya durante un año y que, por favor, me excusase. Ella estaba ahora sobre mi pie y dispuesta a presentarse.
“Soy Ulupi”, dijo, “la hija del Rey de Nagaloka.” Ambos sonreímos ante la formalidad. “Pero esto no cambia nada. Tendrás que dejarme marchar.” Y como no lo hacía, proseguí: “Me gustaría ayudarte, si pudiera hacerlo sin romper mi voto de brahmacharya.” Dudé
de que llegase a considerar mi voto una excusa válida. Parecía realmente una apsara.
Ponderó mi explicación frunciendo el ceño y luego dijo: “Pero eso se aplica sólo a
Draupadi. Tu voto no se romperá amándome a mí. Creo que me mataría a mí misma, si no lo entendieras. Además, es tu deber kshatriya tomar a una mujer que se acerca a ti por amor.” Movió su pie para permitirme tomar mi decisión e inclinó la cabeza tímidamente al fin. Su cabeza mojada y sus ojos bajos eran exquisitos. Era verdad que nuestro código me obligaba a aceptar a una mujer con tal necesidad de mí. Por otra parte, una lágrima le brotó de la comisura del ojo y ya no se trataba de una cuestión de Dharma.
Pasamos una noche extraordinaria jugando en el río, haciendo el amor en la orilla y debajo del agua, atándonos uno a otro el cabello, barbotando y riendo.
El sol estaba alto cuando desperté para ver el cielo entre los árboles. Ulupi se había ido y yo yacía solo en la orilla. Las ardillas subían y bajaban por los troncos de los árboles o recorrían sus ramas veloces, gorjeaban las aves, graznaban los cuervos y podía oírse el canto de los himnos de un ashram cercano.
Toqué mi pie derecho con la planta del izquierdo, preguntándome si de verdad Ulupi lo había pisado o había sido todo un sueño. Me incorporé. No había señales de mi compañera nocturna. Yo me sentía bien, pero hambriento. Penetré en el río otra vez y después marché hacia el sonido de los cánticos.
En el ashram me dieron frutos y leche. Y yo relaté a varios Rishis mi historia de Ulupi. Uno dijo: “Oh, Ulupi.”
Y otros: “Eso les ha pasado a varios hombres.”
Y aun otro intervino: “Sí, vienen del Nagaloka, el mundo de las serpientes acuáticas.” Aquella noche, de camino a los Himalayas, soñé que venía y me otorgaba un don: “Arjuna”, dijo, “te lo prometo: nunca serás derrotado por una criatura acuática y yo te daré un
hijo.”
Mi peregrinación a los Himalayas estuvo colmada de esas cosas que caracterizan todas las peregrinaciones: frío, leones y tigres, pies ampollados, Rishis y ashrams, compañeros bienvenidos y no tan bienvenidos, y no más amores aparte de una dulce mirada aquí y allá, hasta que llegué a las estribaciones de las montañas. Fui bien recibido por el Rey Chitravahana, cuya hija Chitrangada se enamoró de mí.
Me impresionó tanto su actitud deliciosa y la dulzura que existe en todas las mujeres de Manipura que me presenté como el tercer hijo de Pandu y Kunti, y pedí su hija al rey. Me la concedió con la condición de que dejase nuestro hijo con ella cuando naciera, como heredero de la dinastía, ya que carecía de hijos para sucederlo. Los tres años que pasamos juntos fueron felices y ninguno de los dos tenía, así, urgencia de niños. Cuando nuestro Babhruvahana nació, supe que esta parte de mi vida había acabado. No sin dolor me alejé de Chitrangada para empezar mis vagabundeos de nuevo.
Una vez en camino, descubrí lo que había sospechado, que el Arjuna errante había yacido esperando todo aquel tiempo, dominado sólo por la inmensa dulzura de Chitrangada, cuyo rostro, al mirar a nuestro hijo, aún habitaba mi corazón.
Me volví hacia el sur y llegué a los cinco lagos. Quien ha llegado a un lago al mediodía tras una larga caminata conoce el éxtasis de arrojarse a él. Sin embargo, un Rishi me agarró de las ropas.
“El que se baña en cualquiera de los cinco lagos es devorado por cocodrilos.” Yo me moría de calor y recordé el don de Ulupi de que ninguna criatura acuática me dañaría. Pero este pensamiento no era prueba ninguna contra las mandíbulas del cocodrilo que me aferraron la pierna. Me debatí contra la temible criatura y la pateé, y aún no sé si fui yo quien la arrastré a la orilla o fue ella quien lo hizo. Ésta constituyó la última de mis aventuras antes de emprender el camino hacia mi destino final: Dwaraka, o mejor... Krishna.
Viajé primero a lo largo de la costa oeste. Vi palmerales en la parte meridional de
Bharatavarsha y al mar que juega en torno a ella. El rostro de Krishna estaba siempre ante mí y, silenciosamente, le conté una y otra vez la historia de mis aventuras para matar las horas de mis errancias. Cuanto más me acercaba al país de los Vrishnis, más me maravillaba Krishna y me imaginaba a mí mismo tocando sus pies, y a él alzándome y aspirando el perfume de mi pelo y riendo ante mis ojos.
Me sentía intimidado también. Quizás el Krishna que me esperaba en su espléndido palacio junto al mar no sería el Krishna que yo conocía. No lo había visto nunca en su propio reino. Lo recordaba agarrándose a mis pieles de ciervo brahmines cuando gané a Draupadi. Oía los ecos de su risa en la choza del alfarero. Recordaba nuestra misión juntos, aquella de la que hablara en Indraprastha. Ahora me encontraría con el Señor de Dwaraka, que tendría asuntos de estado que atender.
¿Y qué del Krishna cuya leyenda había empezado a destilar hasta nosotros cuando aún vivíamos en el bosque? Se decía que de niño había bailado en la cabeza de una serpiente y sostenido una montaña. Yo podía creer el relato de la bruja que había caído muerta al sorberle aquél el veneno de los pechos, porque había visto a Bhima medrar con el tósigo de Duryodhana. Mi mente huía del Krishna milagrero; y yo nunca había visto al Krishna batallador, el verdugo de tiranos. Nuestro primo Krishna estaba demostrando ser el más influyente de los gobernantes. Sus consejos debían de ocuparle la mayor parte de su tiempo. Si por un lado era destructor de tiranías, por el otro cuidaba de su pueblo y no desatendía ninguno de los detalles de la vida del reino. ¿Cómo encontraría tiempo para mí?
En el calor del mediodía sureño, deseé que fuese la estación de sumergirse en los mares que bañaban las costas de su reino creando playas con sus mareas, o que fuese la época de cazar. Me imaginé a mí mismo en mi armadura saliendo con Krishna a la batalla... o acaso pasarían los días en conversación y esparcimiento. Vería a Subhadra, la hermana de Krishna. Satyaki, nuestro primo común, me había hablado de su belleza cuando éramos pupilos de Drona en Hastinapura.
Fue un viaje largo, con lugares de peregrinación que marcaron las etapas. Penetré lejos al sur y al oeste, me bañé en ríos sagrados, trepé a montañas santas y conquisté méritos del alma. En los lugares sacros me hice afeitar la cabeza y repetí las plegarias que los brahmines me enseñaron.
Alcancé Prabhasa al fin. El lugar favorito del dios Indra, donde todos mis pecados podían ser lavados. Ahora estaba sólo a unas pocas yojanas de Krishna y realicé las austeridades exigidas. Pero cuando Krishna acudió al lugar a encontrarse conmigo y nos abrazamos, la noción de pecado, como siempre, se desvaneció.
Era como si nunca nos hubiéramos separado. Yo sabía ahora a ciencia cierta aquello de lo que nunca había dudado: que el propósito de mi vida era estar con Krishna. No era el bañarse en el océano ni en ningún río sagrado, ni el escalar montañas ni las plegarias, ni el ayuno, ni ningún mérito que hubiese adquirido por afeitarme la cabeza en un centro de peregrinaje y recitar los mil nombres de Shiva que podían lavar el pecado. Estar con Krishna borraba el pecado, te hacía ver que nunca había existido. Una sola sonrisa suya y uno quedaba libre de dudas y del recuerdo de los errores pasados. A veces, en la soledad de una peregrinación, yo me había imaginado preguntándole qué pensaba de lo que ocurriera con Ulupi o sobre el pulgar de Ekalavya o si esta o aquella acción suponían una transgresión del Dharma. Pero cuando caminábamos por las calles de Dwaraka uno al lado del otro o me hacía subir en su carruaje de oro, no había nada que preguntar. Las preguntas eran algo olvidado en una orilla distante o como la piel seca de la que la serpiente se ha desprendido... cosas sin vida. Krishna era la vida. Juntos éramos la alegría de dos muchachos.
Cuando vi Dwaraka por primera vez, supe que Balarama no había exagerado. Si Hastinapura no era una villa comparada con ella, era al menos un pueblo pequeño, modesto y tranquilo, limpio y próspero, de muros lo bastante altos, pero falto de inspiración. Incluso Indraprastha parecía un pueblo al lado de Dwaraka.
En Dwaraka nuestro carro se precipitaba entre árboles cargados de flores que se unían sobre nuestras cabezas. El aire estaba empapado de su perfume. De pronto emergíamos de la avenida para encontrar el mar centelleando a nuestra izquierda, y mármol blanco y oro por todas partes hasta tan lejos como el ojo pudiera ver. Estandartes bordados ondeaban en todos los tejados con la brisa del mar. Sí, los pájaros cantaban en los alerones de las casas un centenar de melodías y gritos emitían que subyugaban el corazón. Yo miraba alrededor como un joven rústico y, cuando entramos en el palacio de Krishna, el color tenue de las paredes y los sonidos de la flauta, arpas y tamboril me hicieron sentirme en el cielo. Mis aposentos me sosegaban y euforizaban a la vez. Krishna callaba junto a mí. Durante un largo tiempo, no me fijé en nada particular. El largo muro en que brillaba el sol podía estar recién enlucido o ser de plata. Paseé alrededor sintiendo el mármol como una caricia bajo mis pies, agrietados y quemados de mis largas caminatas. Por fin, mientras se alargaban las sombras, nos sentamos a escuchar una voz. Era una canción de bienvenida, si cantada por hombre o muchacha no lo sé. Parecía descender del cielo. Una doncella vestida de sedas vino a encender una lámpara cuya base era la escultura de una mujer traída por los mares de occidente desde un país lejano. Sus manos acopadas contenían el aceite en el que ahora ardía el pábilo con llama brillante. Prendió la muchacha luego más y más lámparas. Pilares y paramentos revivieron y percibí ahora que las columnas barnizadas que sostenían el techo estaban labradas con hojas y flores y tallos que se entrelazaban. En las hojas había incrustadas esmeraldas, las flores tenían corolas de rubí. La pared en la que se abría la ventana que miraba al mar parecía hecha de substancia viva.
“¿Qué es?”, inquirí. Krishna explicó que el muro estaba pintado con una mixtura especial de los cinco colores sutiles de la casia. Una de las lámparas sobre un pedestal arrojaba luz sobre el lecho, fabricado del marfil de los colmillos que pertenecieran a los grandes elefantes de guerra muertos en batalla; era grande como para que lo ocupasen cuatro personas y llenaba casi un receso de la cámara cuyo techo estaba pintado con escenas del bosque, con ciervos, pavos reales y frondoso follaje. El marfil de la cama tenía labradas miles de formas de aves, animales y vegetación. Sobre él colgaba una retícula de hilos de perlas. Las suaves pieles de animales que lo cubrían estaban replegadas para dejar ver las níveas sábanas almidonadas salpicadas de pétalos de rosas. Estrujé una piel con la mano por el placer de su blandura. Cedía como la seda. Probé el colchón. Era de plumón de cisne, como los grandes almohadones blancos.
“Todo este tiempo he dormido en las orillas de los ríos y en los suelos de los templos, abrasándome a veces, helándome otras de frío y, a veces, con una hoja de platanero sobre la cabeza para protegerme de la lluvia, casi siempre acosado por mosquitos.”
“Entonces te has ganado esto”, repuso Krishna hundiendo conmigo la mano en el colchón. Yo quería preguntar por Subhadra. Inquirir por la familia de un primo es una cortesía casi obligada, pero Krishna rió y dijo que la cama era sólo para mí.

En los días que siguieron, hice lo que pensé que eran discretas inquisiciones a cerca de Subhadra, pero mi pasión acabó por convertirse en una afable broma palaciega que, no obstante, debía esconderse de Balarama. Traté de hacerme amigo de su hermano menor por la misma madre, Sarana, un muchacho alegre y hermoso con la vivacidad y el encanto de los Vrishnis. Él aceptó mis tentativas de acercamiento y me llevó a visitar los lagos y las fuentes y los lugares más hermosos de Dwaraka. Y en verdad resultó un guía ilustrado que me entretuvo con las historias de su medio hermano Krishna. Lo que más admiraba de Krishna eran sus travesuras. Alguien debería haberme avisado.

Desde el monte de Raivataka, donde estaba el fuerte, me mostró los bosques de Panchajanya y desde el Latavesta contemplamos los palmerales y los estanques de lotos.

Cuando me preguntó si me gustaría ver a su hermana, no me salieron las palabras y todo lo que pude hacer fue mover la cabeza. Me pidió que aguardase en mis aposentos a que él me llamase. Tras lo que pareció una larga espera, durante la cual me pregunté si debía pedir una muda nueva de ropajes, oí un tintineo de ajorcas y vi a una muchacha modestamente vestida, con la cabeza medio velada y hurtada a mi vista, de pie en el umbral.

“Soy Subhadra”, dijo con dulce voz, el rostro aún apartado de mí. Había esperado que fuese como Krishna y, en efecto, lo era. Por un instante, me sentí aturdido. Se parecía aun más a Sarana. Me levanté del diván. El parecido, descubrí, no era sorprendente, pues se trataba de Sarana. Avancé lentamente al principio y, luego, con dos largas zancadas le agarré el brazo marcado por el arco, que sostenía el velo, y le di en el trasero una buena patada. Huyó corriendo y gimiendo y riendo hacia el pasillo en que sus camaradas esperaban que les contase mis reacciones. Huyeron éstos también en cuanto me vieron. El muchacho debió de estar otras muchas veces a punto de hacer alguna de las suyas porque en un par de ocasiones vi a Balarama darle un coscorrón, lo que me encariñó con éste más que nunca. Sin embargo, aún me sentía incómodo con él y sabía que su amor por Duryodhana podría hacerle desestimar cualquier decisión de Krishna en favor de mi relación con Subhadra.

Me gustaba la figura de Gada, el otro hermano menor de Krishna, pero estaba siempre con Balarama. Me hice amigo de Samba y Pradyumna, los hijos de Krishna, a los que viera fugazmente en el swayamvara de Draupadi. Pradyumna era hijo de Rukmini y ya un guerrero famoso por derecho propio; Samba, por lo que parecía, había oído de mí y me pidió que le enseñase arco. Lo invité a venir conmigo y a quedarse con nosotros, cuando retornase a casa. Kritavarman, un príncipe Vrishni que yo no había visto nunca, era otro de los grandes guerreros de la Casa y me pareció ya entonces escindido entre su deseo de amistarse conmigo y el anhelo igualmente poderoso de no contrariar a Balarama al hacerlo. Consiguió mostrarse amistoso y hospitalario cuando Balarama estaba ausente, pero no sentí en él un calor profundo como el que provenía de Satyaki, que me rendía todos los honores estuviese delante Balarama o no. Aquí, Satyaki era el segundo en mi corazón inmediatamente después de Krishna.

Muchos otros príncipes tenían la gracia Vrishni, con cuerpos flexibles y ojos líquidos y sonrisas hechizantes. Otros eran bellos y corpulentos, con la piel del color del oro, como Balarama. Todos me dieron la bienvenida, pero para mí los altos chapiteles y las grandes cúpulas doradas no eran sino el escenario de mi encuentro con Subhadra. Krishna me acompañó a todas partes, mostrándome primero su palacio, que tenía cuatro yojanas de amplitud. Había sido concebido por el arquitecto divino Vishvakarman y sus domos eran como soles emergiendo de la planicie. Sus patios y estancias estaban hechos de mármol y piedra de toda Bhárata. Caminamos durante horas por los jardines de palacio y, en los apartamentos privados, nos reclinamos sobre las pieles de ciervo traídas de China mientras oíamos a los músicos de Krishna. Todo ello debería haber bastado como paraíso tras los caminos polvorientos y los días de hambre y soledad que me trajeran aquí pero, cuando las cortinas se apartaban para dejar pasar a un criado o un músico, yo miraba esperando hallar a Subhadra. Mis ojos retornaban entonces a Krishna para descubrirlo riéndose de mí. No podía conmigo mismo. Nada me distraía, ni siquiera las maravillas de los palacios construidos para las reinas de Krishna.

La esposa más amada de Krishna, Satyabhama, habitaba en un palacio blanco. Sus escaleras incrustadas de gemas estaban diseñadas de tal modo que conducían brisas por todo el edificio. “Quizás”, pensé, “Subhadra está aquí, pasando el tiempo con Satyabhama.” Pero no era así.
Jambhavati había diseñado su propio palacio, y su gusto y competencia eran evidentes. Pero Subhadra no estaba tampoco con ella.
Era verdad que las mujeres de Dwaraka eran las más bellas que había visto en toda
Bharatavarsha. Fuertes y llenas de gracia, de piel luminosa pero, para mí, igual podrían haber sido árboles deliciosos, puesto que no eran Subhadra.
De hecho, toda la ciudad estaba llena de árboles. Habían sido traídos de todos los rincones: benjuí, nogal, alcanforero... y el dulce champak, cuyas flores me provocaban visiones del rostro de Subhadra. Rodeadas por ellos había palmeras datileras de las playas del sur, cargadas de frutos, y fragantes árboles pandala, de los Himalayas y bosques de Nandana, que despertaban en mí la nostalgia por el perfume de Subhadra. Había palasa, la llama del bosque, que alfombraba brevemente el suelo con sus flores flamígeras. Había árboles de incienso y de sándalo, limoneros y palmeras de peregrino, todos invitando a los amantes que se sentaban libremente bajo sus sombras. Luego estaban los frutales: mangos, groselleros negros, anacardos, camuesos, taitabha, árboles de Indra, claveros, castaños, árboles de betel y el amable bambú, en cuyos juncales puede esconderse de un hombre una mujer riente, siempre visible, pero siempre una pulgada fuera de su alcance.
No era extraño que la ciudad con su lago Indradyumna y sus palacios estuviese en boca de todo el mundo. En Dwaraka a cada casa la adornaban campanillas y, cuando soplaba el viento, producían un sonido tan dulce que los dioses debían de inclinarse para escucharlo en sus cielos.
¿Escucharía yo aquel sonido con Subhadra?
Cada tarde, Krishna y yo reposábamos en su palacio favorito; tal era su disposición que nada sino armonía podía existir allí y mi mismo anhelo se sosegaba mientras yo escuchaba el sonido de la flauta de Krishna tejer mis sueños.
Cuando por fin la vi durante el gran festival de Shiva, ella descendía del monte Raivataka, fresca de devociones que le brillaban en los ojos, sus ojos serenos bajo cejas perfectas. Me volví implorante a Krishna.
Me dijo él: “¿Quieres desposarla? Hazlo al estilo kshatriya. Ráptala. Corre con ella. Si le preparamos un swayamvara, puede hacer una tontería. O acaso algún otro la rapte. Es una muchacha enérgica. Además, no quiero pasar por todo el proceso de tener que persuadir a Balarama, que sin duda se opondría. Lo mejor es que disponga para ti las cosas a las puertas de la ciudad, o te detendrán.”
Allí estaba yo, vestido aún como un peregrino y atolondrado, aunque no hasta el punto de olvidarme de enviar un mensajero a Yudhisthira pidiéndole su aprobación, que no negó. Así, al día siguiente, cuando Subhadra retornaba del palacio del monte al que subiera para el culto, me acerqué a ella por detrás en el carro de Krishna, la alcé y volví mis corceles hacia Indraprastha. Tiraban del carruaje los caballos favoritos de Krishna; apenas tenía yo que sostener las riendas.
Krishna había intercedido por mí y me había asegurado, además, que tenía ganado el amor de Subhadra; pero como yo sabía que no le importaba exagerar, cuando ello servía a sus propósitos, y que anhelaba que fuésemos cuñados tanto como yo mismo, puse a prueba a la muchacha. Yo ardía de amor y de la excitación propia de un rapto kshatriya, pero necesitaba saber si Subhadra quería realmente venir conmigo.
“¡Subhadra!”, grité sobre el estruendo de las ruedas del carro y los cascos de los caballos. Volvió hacia mí su rostro delicioso, cubierto de lágrimas. “Subhadra”, grité. “No quiero llevar mi novia a casa vestido de este modo. ¿Sostendrías las riendas por mí?” Ella cambió de posición y alargó las manos. Aminoré un poco la carrera de los caballos y Subhadra, con gran destreza, tomó las riendas de mí, la mano derecha primero, luego la izquierda. Era la primera vez que nuestras manos se tocaban. Nuestros ojos se encontraron. Sí. Krishna no había recurrido a una exageración política. Subhadra era el mayor deseo de mi corazón y yo del suyo. Siendo un hombre, no podía entender en absoluto aquellas lágrimas. Acaso la amargura de dejar a Krishna y Dwaraka, a sus padres y aquellas playas espléndidas lamidas por el mar era la causa; pero de todos modos me amaba. Por encima de todas las cosas, había en aquellos ojos un amor que lo probaba y, mientras yo empecé a vestirme los ropajes principescos que Krishna dejara para mí, ella urgió los caballos hacia Indraprastha con un golpe del látigo y con una sonrisa alegre que traicionaba las lágrimas. Amé esta muestra de bravura y me recordó a la otra mujer briosa de mi vida: Draupadi. ¿Cómo se llevarían ambas? Antes de que pudiera pararme a pensar en esto, llegamos a los arrabales de la ciudad. Ésta sería la verdadera prueba del temple de Subhadra. Yo me había puesto la coraza y estaba ajustándome las protecciones dactilares, cuando alcanzamos el primer grupo de casas. Me calcé el yelmo sobre el cabello enmarañado. Puede decirse lo que se quiera acerca del verdadero amor, pero por la forma en que Subhadra me miraba supe que me prefería como kshatriya a como yati. Se reía abiertamente ahora, sin temer en absoluto la recepción que podía darnos la gente de Dwaraka. Los primeros que encontramos nos abrieron camino. Algunos reconocieron el carro de Krishna y a Subhadra y, una vez hubimos pasado, comprendieron que los dejaba. Oímos hurras, pero gritos también. De pronto, el camino se cerró.
Fue una suerte que Subhadra tuviese las riendas; conocía la ciudad y giró abruptamente a la izquierda para acceder a un pasaje lateral, volcando casi el carro. Tuve que agarrarme al borde del mismo y me habría raspado los nudillos contra una pared de no haber llevado mis protecciones dactilares. Cuando me recuperé, miré a Subhadra; el carro se bamboleaba, pero ella lo tenía bajo perfecto control. Reía, radiante y burlona, tan parecida a Krishna que fundía mi corazón y supe que nunca sentiría aquello por ninguna otra mujer. Tenía razón: siempre nos entenderíamos con una mirada o un gesto.
Estábamos otra vez en la calle principal y de nuevo la gente agitaba los brazos en señal de que nos detuviésemos. Otra barrera; otro giro abrupto. Le grité a Subhadra preguntándole si sería mi auriga además de mi mujer, pero su rostro vestía ahora una expresión preocupada. Nos aproximábamos a la cueva de Raivataka, la puerta de la fortificada ciudad. Yo sabía que había una guarnición del ejército acuartelada allí. Krishna nos había asegurado que el comandante era amigo suyo y que le había pedido que nos dejara pasar, pero algo debía de haber salido mal. Vimos a los guardias en el puente, preparados con sus arcos y espadas desenvainadas. Debía de ser un escuadrón leal a Balarama. Justo en el momento en que pensé que Subhadra tendría que frenar los caballos, si no habíamos de caer al foso, apareció un hombre corpulento agitando los brazos y gritando. Yo confiaba ya en Subhadra tan implícitamente que pensé que volvería a encontrar la forma de dar el giro que nos sacase de aquel aprieto, pero ella confiaba en Krishna y, en el último instante posible, la puerta se abrió permitiéndonos tronar sobre el puente con un gesto y un grito de gratitud al comandante. Éste me devolvió el saludo con el brazo alzado. Cuando hubimos atravesado el puente, me señalé el corazón y estremecí la mano para indicarle a Subhadra el grado de mi ansiedad. Esta vez se rió. De nuevo me maravillé de cuánto se parecía a Krishna.
Estábamos lejos ya de las puertas y no oíamos cascos de caballo que nos persiguieran. Subhadra mantenía los corceles al galope aún, pero sonreía serenamente. Una paz y una dicha inmensa descendieron sobre mí; sentí que galopábamos a través de la eternidad. Mi inquietud desapareció. Mis errancias habían llegado a su fin. El paisaje volaba. Los árboles se unían sobre nuestras cabezas. Nos precipitamos a través de sus sombras y emergimos de pronto a la luz del sol, intensa y plena, hasta que hubo árboles otra vez y el sol dibujó entre ellos sus claroscuros. Competimos con la corriente de un río y después la atravesamos. El viento silbaba en nuestros oídos y había soltado la melena de Subhadra, que ahora fluía detrás en libertad. Me quité el yelmo. Nunca me había encontrado tan a gusto con nadie. Cabalgar en este carro con Subhadra y no tocarla era mejor que tener a cualquier otra mujer en mis brazos.
Por los caballos hubimos de aminorar la marcha finalmente junto a un río y detenernos. Ni siquiera ahora era tiempo de amor, un amor como el que conociera con otras mujeres. No había nada que Subhadra ignorara acerca de caballos. La observé quitarles el arnés, diestra como Nakula. Mientras les frotaba la piel para secarlos, les hablaba y me arrojó un paño para que la imitase. Luego los conducimos al río a refrescarlos.
Nos sonreímos uno a otro mientras bebían. Y yo podía oír la voz de Krishna en mi corazón.
“¿He elegido bien para ti?”, preguntaba.

¿Cómo llegó a ocurrir que Balarama mismo viniese abriéndose camino a través de los arbustos junto a la corriente y nos pidiese, con una voz de la que casi toda hostilidad se había desvanecido, que volviésemos a palacio para ser debidamente festejados? Krishna nos dijo que todo lo que había hecho era preguntarle desde cuándo los Yadavas rechazaban el mejor candidato para sus hijas. ¿Planeaban acaso vender su incomparable Subhadra como hacían los reyes de Madra con sus princesas? Y, ciertamente, Bhishma, el Gran Patriarca, había tenido que pagar una buena suma por Madri para casarla con mi padre. “Dejamos a nuestras mujeres que escojan con libertad e imagínate, Balarama, a quién escogería ella. Ve y traelos tú mismo”, urgió a su hermano. “Tu bendición será su felicidad.”
A Subhadra le divirtió mi sorpresa. “Balarama ama a Krishna”, dijo. “Ninguno de nosotros puede negarle nada por mucho tiempo.”
Por fortuna para Draupadi y para mí mismo, Subhadra era tan diplomática como Krishna. Meses más tarde, se presentó tan humildemente a nuestra reina y la embelesó hasta tal
punto que Draupadi salió en defensa suya. Subhadra tenía que ser tratada con todo respeto. Era la hermana de Krishna y no una Ulupi cualquiera a la que se pudiese amar y abandonar. Nunca supe cómo se enteró Draupadi de lo de Ulupi. Y por supuesto, dijo ella, había que celebrar el matrimonio en Indraprastha otra vez. Krishna llegó con Balarama, una enorme partida de Vrishnis, miles de costosos presentes y una sonrisa de complicidad para mí.
Cuando Krishna saludó a Draupadi, entendí mejor el milagro de su aceptación. Ella, que se había enfrentado a todos nosotros, que me había elegido a mí en el swayamvara, daba la bienvenida a Subhadra porque Krishna lo quería así.
Ahora Draupadi cayó a los pies de Krishna, vertiendo abundantes lágrimas. Krishna la alzó y le secó los ojos. Su sonrisa de admiración, de aprobación, era toda la recompensa que Draupadi quería.

Balarama, el resto de los Vrishnis y sus asistentes retornaron a Dwaraka pocos días después de la celebración, pero Krishna permaneció con nosotros. La relación de Draupadi con Subhadra siguió siendo amorosa y buena, y yo quise a Draupadi aun más por todo ello.
Pasábamos mucho tiempo bajo las plácidas sombras del jardín. Era el periodo más caluroso del verano, un tiempo para la pereza, para chapotear en las piscinas, coger flores, hacer guirnaldas, seguir a Krishna en sus juegos y escuchar su flauta. No sé cuánto podía haber durado el cantar y danzar, y el dulce y constante sonido de la flauta y la vina y el sordo sollozo de los tambores, en aquel creciente calor sin que la tensión aumentase también. Yo mismo me sentía saciado por lo gratuito de todo aquello. Observé a Krishna buscando signos de precaución, pero él parecía dispuesto a jugar y danzar y cantar otros cien veranos, como si el estadista y el verdugo de tiranos hubiese muerto en él.
Hacía calor. El cielo era blanco, el césped ardía y nuestras ropas de fino algodón estaban siempre empapadas. Añoré tareas serias que hacer y la batalla casi tanto como anhelara la peregrinación. Empecé a pensar en lo que Krishna había dicho, la liberación de Bharatavarsha de sus tiranos. Le pedí que viniera conmigo a un paseo por un lugar retirado a la orilla del río.
Colmado de buena comida y sintiendo que mis músculos guerreros habían estado flácidos demasiado tiempo, quería preguntarle a Krishna acerca de Jarasandha. Antes o después había que resolver esta cuestión; Jarasandha era una amenaza para todo aquello que defendíamos, incluso mayor que Kamsa. Yo sabía que, si bien había desposado a Subhadra porque me había enamorado absolutamente de ella, Krishna me había ayudado e incluso azuzado no sólo por amor hacia mí -aunque yo le era más querido que nadie en el mundo-, sino también porque quería que estuviésemos unidos de forma indisoluble: una unión política, además de familiar; cuñados, además de primos.
Nadie sabía a ciencia cierta cuántos reyes cautivos tenía Jarasandha en su fortaleza. Ochenta eran seguros y se decía que aquél se jactaba de ochenta y cuatro. En cualquier caso, la cantidad se acercaba lo bastante al centenar que exigía la promesa de este monarca fanático a Shiva como  para  inquietarnos.  A  diferencia  de  la  mayoría  de  los kshatriyas, a los que avergonzaba hablar de todo esto debido a su desvalimiento, yo sabía que Krishna planeaba algo y que no tenía intención de permitir que las cosas siguieran de aquel modo. Había dicho una vez en la playa de Dwaraka que pensaba acabar con todos los reyes adhármicos, porque el pueblo no podía superar de ningún modo el ejemplo que sus reyes le ofrecían.
Ahora, a la orilla del río, yo estaba dispuesto a preguntarle qué tenía exactamente en la cabeza. “¿Y Jarasandha...?” Krishna arrancó un tallo de hierba y lo contempló pensativo. Me detuve para ver si haría algo semejante a lo que Drona hiciera con aquel tallo cuando se nos cayó la pelota al pozo, pues Krishna estaba lleno de sorpresas. Me sorprendió más aun poniéndoselo en la boca y mordisqueándolo. Sabía lo que yo pensaba y sonrió.
“Acostumbraba a hacer esto en Gokula, cuando yo era sólo Krishna el vaquero. ¿Sabes, Arjuna? Incluso ahora aquellos años son los que me parecen más reales. No había nada de esto entonces”, dijo señalándose la diadema y las joyas del cuello. Yo me quité mi propia diadema, ardiente y pesada, y la dejé en la hierba. Sentía una conmoción dentro de mí cuando Krishna hablaba de su infancia, una tristeza por no haberla compartido con él en lugar de Balarama. Krishna empezó a hablar.
“Sabes, por supuesto, que mi tío Kamsa temía a todos los vástagos de mis padres y los hizo matar al nacer. A mí me temía especialmente porque era el octavo y, según la profecía, el que causaría su muerte. Pero mi madrastra, Yashoda, me ocultó en un carromato de vacas en el que me llevó al Yamuna y así crecí como hijo de Nanda, el boyero. Krishna arrancó otro tallo de hierba. “Era maravilloso, Arjuna. No había Consejos de Estado, ni cortesanos... Balarama y yo acostumbrábamos a tocar el caramillo, como los muchachos Naga. Tocábamos el tambor de calabaza en el bosque y en las melodías de la flauta disolvíamos el tiempo. Éramos vaquerizos.” Al final Krishna se volvió hacia mí, riendo. “La gente como Duryodhana y Sisupala creen que me insultan con esa palabra porque no entienden lo que significa crecer libre en una aldea y vagar por el bosque.” Fijó la vista otra vez en un punto delante de él y yo temí que dejase de hablar y no atreverme a preguntarle sobre los milagros que oyéramos contar cuando aún vivíamos con nuestro padre en el bosque. “Balarama siempre vestía de azul y yo de azafrán, ya entonces. Llevábamos largo el cabello y las muchachas de la aldea nos encontraban muy hermosos.” Pausó para dirigirme una sonrisa. “Plumas de pavo real y flores nos adornaban siempre la melena y guirnaldas el cuello. Cuando llegó el tiempo nos afeitamos las cabezas, excepto nuestros bucles laterales, negros como alas de cuervo. Arjuna, tú has visto los esplendores de Dwaraka, pero ningún tributo o botín me ha complacido nunca tanto como los juguetes que los lecheros de Vraja acostumbraban a traerme. Y ésta fue nuestra infancia.” Siguió un dorado silencio.
“¿Y los milagros que se cuentan?”
“Oh, de milagros hablan... Quieres decir que volqué un carromato de un puntapié, y la bruja, que cayó muerta dándome el pecho, y que me comí los dulces destinados al dios y que los pastores me adoraban. Sí, primo, maté al antidiós que había tomado la forma de un buey, y al luchador, y a Sunama, el gran general de Kamsa, cuando aún era un muchacho, y dancé en la cabeza de la serpiente que amenazaba a la aldea. Pero nada de esto tiene importancia”, dijo usando el apodo con el que más le gustaba llamarme, “oh, Valeroso.” Yo sabía que había obviado las hazañas más espectaculares, como la de devolverle el hijo a su guru Sandipani, del que algunos dijeron que llevaba mucho tiempo muerto. Antes de conocer a Krishna, todas estas cosas me lo tornaban misterioso y, en efecto, a menudo había oído hablar a otros del ‘Misterioso Krishna’; pero vi que no revelaría por hoy más secretos y pregunté: “¿Qué es importante entonces?” Krishna reflexionó un instante. “Robar cuajadas y mantequilla y tocar la flauta era importante y también tener a Balarama por hermano. Matar a Kamsa fue importante. Todo es importante, cada cosa es un milagro. Oh Valeroso, estamos aquí para librar a nuestra Madre Tierra de sus tiranos. No puede soportar ya el paso de los monarcas injustos y habrá un gran derramamiento de sangre. Yo con mi disco y tú con tu arco...” Krishna pausó para mirarme con feroz ternura y sentí erizárseme todo el vello del cuerpo.
La muerte de mi padre, el odio de Duryodhana y Karna hacia nosotros, el palacio de cera y laca, el swayamvara y el rapto de Subhadra era todo parte de una misma trama: lo que yo estaba destinado a hacer con Krishna. Trataba de hallar palabras para mis sentimientos cuando percibí a un alto brahmín de pie ante nosotros. Vestía harapos, pero su tez era como el oro fundido y, mientras yo me admiraba aún de su barba amarilla con un extraño tinte verdoso, Krishna estaba ya respetuosamente a sus pies porque, aunque tenía su modo peculiar de hacer las cosas, siempre era cortés con los brahmines. Yo me alcé rápidamente con la cabeza inclinada para recibir su bendición y le pregunté en qué podíamos servirle. Incluso para tratarse de un brahmín la petición de comida resultó demasiado franca.
“Necesito comer mucho. Yo siempre como mucho. Si queréis complacerme, dadme mucha comida.”
“¿Qué clase de comida os agradaría?”, balbuceé asombrado por el deslumbrante esplendor que brillaba a través de sus calandrajos.
“Soy Agni, Señor del Fuego. He intentado una y otra vez devorar este bosque pero está protegido por Indra, dios del Cielo, porque Takshaka, la serpiente que lo habita, es amiga suya. El Señor del Cielo y de la Lluvia me apaga cada vez que trato de hacerlo.” Miré a Krishna en busca de una clave, pero él sonreía como si hubiera estado esperando justo esto. Asintió con la cabeza y yo me pregunté si verdaderamente iba a permitir que este bosque magnífico con toda su vida salvaje fuera consumido. ¿Había penetrado yo en el mundo misterioso de Krishna? No pude evitar vomitar la pregunta.
“¿Por qué has de comerte este bosque?”
El brahmín pareció estar a punto de arder de pronto y devorarme a mí en lugar del bosque. Pero, en cuanto retrocedí un paso, cedió y los tres nos sentamos.
“Hijo de Pandu, voy a decírtelo, pero rápido, porque mi necesidad es grande. Hubo una vez un monarca celebrado por sus sacrificios: el Rey Swetaki. Nunca hubo nadie semejante en lo que respecta a sacrificios y presentes a los brahmines. Muchos años pasó en esta generosa actitud hasta que sus sacerdotes se quedaron casi ciegos del humo de los fuegos en los que tenían que verter la mantequilla purificada. Lo dejaron antes de haber acabado el número de sacrificios que se había impuesto. Se vio obligado entonces a encontrar nuevos oficiantes para aquellas oblaciones. Apenas hubo acabado este ciclo, decidió dar comienzo a otro sacrificio de cien años. Ni un solo oficiante estaba dispuesto a servirle a pesar de sus amabilidades y súplicas y presentes y discursos. Se enfadó con ellos y ellos con él, diciendo que los había agotado. Por fin, el Rey Swetaki decidió practicar ascetismo en el Monte Kailasa. Apenas comía nada y durante seis meses se mantuvo de pie, con los brazos extendidos, como un árbol hasta que Shankara Shiva le concedió un don: si Swetaki era capaz de verter en el fuego libaciones de mantequilla purificada durante doce años, incesantemente, llevando la vida de un brahmachari, él mismo, Shiva, le asistiría en el sacrificio. Cuando el Rey Swetaki hubo cumplido con todo ello, Shankara Shiva emitió una porción de sí mismo, el sabio Durvasa, para que lo asistiese.
“El problema fue que yo había bebido mantequilla purificada doce años. ¿Puedes imaginarte, hijo de Pandu, lo que es que te derramen mantequilla por la boca en una corriente incesante? Me puse lívido y eructaba continuamente. Me aproximé al Creador, que en su compasión me prometió una cura: debía devorar el bosque de Khandava, la morada de los enemigos de los dioses. Cuando hubiese consumido a estas criaturas, me devoraría a mí mismo otra vez. Pero siete veces lo he intentado e Indra, que es también el dios de la lluvia, siempre me extingue. Retorné al Señor, al mismo Brahma, y éste me aseguró que con la ayuda de Nara y Narayana, las deidades encarnadas ahora como Krishna y Arjuna, podría consumir el bosque.” Por segunda vez aquel día, se me erizó el vello del cuerpo. ¡Nara y Narayana! Pero, en
cuanto volví la vista hacia Krishna para que me confirmase aquellas palabras, me encontré con una mirada severa y pragmática que entendí al instante y pedí a Agni armas dignas de Krishna y de mí. Fue así como adquirí mi arco Gandiva, mis dos aljabas inagotables y mi carro con corceles de piel plateada y arneses de oro. Cuando lo vi por primera vez, no pude apartar la mirada de su asta dorada, en la que ondeaba el gallardete del mono. El carro era como el fuego del ocaso, concebido para los dioses. Al final, me obligué a realizar la pradakshina a su alrededor y ascendí a él con el sentimiento de un mortal a punto de ser transportado al cielo. Y, cuando pulsé el arco por vez primera, percibí el suelo del bosque temblar con el miedo de sus criaturas y mi propio corazón olvidó un instante latir. Y Varuna entonces, de quien provenían aquellas armas, regaló a Krishna su propio disco dentado con centro de hierro y una maza que rugía como el trueno al ser arrojada.
Nos tornamos hacia Agni para decirle que estábamos preparados y vimos siete llamas a cada lado avanzando hacia el bosque de Khandava. Krishna me gritó sobre el crepitar de las ramas que corriese hacia el lado opuesto al suyo y, apenas lo hice, vi a los primeros tigres saltar a través del fuego, elevarse a las aves con alas chamuscadas y mi corazón desfalleció al pensar que habría ciervos allí haciendo el amor.
“¡Dispara, dispara!”, ordenó Krishna disipando mis pensamientos y así aparté yo mis ojos de las tortugas que se cocían en los lagos del bosque y de los pájaros que caían a las llamas. El clamor de los elefantes y los aullidos de los monos y el chirriar de las cotorras alcanzó a los mismos dioses, que se apresuraron con Indra a descubrir por qué Agni abrasaba a todas aquellas criaturas. Querían saber si había llegado el fin del mundo. Fue entonces cuando Indra debió de alzarse, pues un regimiento de nubes tras otro empezó a acumularse en el cielo y a precipitarse en aguas tan densas como las astas de las banderas de todo un ejército. Pero el calor del fuego las secaba antes de que pudieran alcanzarnos. Y luego otro inmenso diluvio se mezcló con las llamas en una horrible cortina de humo que sólo el rayo podía penetrar... y, tosiendo y cegado, supe lo que los oficiantes del rey Swetaki debían de haber sufrido. Dirigí mis flechas a la densa cortina. Tan pronto como la hube desgarrado, vi al hijo de Takshaka, la serpiente amiga de Indra, intentando escapar. Su madre trataba de salvarlo tragándoselo. Le corté la cabeza, pero Indra, dispuesto a salvar al hijo de su amiga, levantó un viento que me dejó inconsciente. Me recuperé, airado por este golpe, y empecé a luchar con toda mi ferocidad. Si hasta ahora había disparado más por complacer a Krishna y con gratitud por las armas recibidas que por convicción, ahora, furioso por el engaño de la serpiente, destrocé con mis flechas a cada animal que huía por el aire. Mi rabia atrajo el rayo de Indra y los vientos fustigaron los océanos, pero yo conocía los mantras para dispersar las masas terribles de nubes que vomitaban truenos y los relámpagos con su eco brutal. En un momento, el cielo estuvo limpio de polvo y tiniebla y las llamas estallaron otra vez con bramido universal; alimentadas por la grasa de las criaturas del bosque, las llamas avanzaron inconquistables. Desde los cielos superiores, descendieron nubes de águilas para atacarnos y serpientes que escupían veneno. Mis flechas, enherboladas en mi propia ira, las hicieron pedazos que cayeron a las llamas. Luego, los asuras y yaksas y nagas y rakshasas nos atacaron. Los destruimos a todos. Y vi a Indra preparar su rayo para golpearnos y a todos los seres celestiales tras él para proteger el bosque. Creí que mi hora había llegado, pero con Krishna valeroso a mi lado seguí combatiendo; y por fin, cuando ya no sabía quién o qué era yo, oí una voz que se dirigía al dios del Cielo.
“Tu amiga Takshaka, adalid de las serpientes, ha huido al Kurukshetra. Sabe que Arjuna y Krishna son los inconquistables Nara y Narayana.”
Por segunda vez desde que el sol se alzara oí estas últimas palabras, pero todo lo que sabía hacer era seguir disparando hasta que elefantes y ciervos y lobos y hombres fueron empujados otra vez a las llamas, que ahora se elevaban como un monte sin un solo penacho de humo. Vi de pronto una figura con el pelo suelto y un rictus de pánico corriendo hacia mí. Agni lo perseguía rugiendo y Krishna se preparó para lanzar su disco.
“Protégeme, Arjuna”, gritó el rakshasa. Al oír mi nombre, mi furia guerrera cedió y me precipité hacia él. Krishna sonrió permitiéndome hacer las cosas a mi modo y Agni, convertido de nuevo en el harapiento brahmín, estaba sentado en un madero mordisqueando delicadamente un hueso chamuscado. Con un gruñido de satisfacción, se lamía los dedos.
Los supervivientes del bosque eran el hijo de Takshaka, de nombre Ashvasena, cuatro pájaros y mi protegido el demonio Maya.
Ahora que todo había acabado, mis sentidos vacilaron. Yo había desafiado a Indra y, si Krishna no hubiera estado junto a mí, podría haber perdido la razón. ¿Me abatiría mi padre celestial? Pero mientras contemplaba a Agni, lleno de grasa y de médula ósea, Indra se manifestó sobre él en su aspecto misericordioso y dijo: “Tu hazaña imposible es digna de un don.”
Sin pensar siquiera, con el instinto de un kshatriya y el tenue recuerdo de mi nueva misión, pedí lo imposible: todas las armas de Indra. Indra me prometió que las tendría cuando llegase el tiempo.
Krishna pidió un don que, en otras circunstancias, me habría avergonzado: pidió que nuestra amistad fuese eterna. Yo estaba en un sueño. Caminamos cubiertos de cenizas hasta el Yamuna y nos sumergimos en él. Sus aguas sosegaron nuestros músculos doloridos. El sol estaba sobre los montes occidentales y las nubes parecían encendidas como las lámparas de un festival. Pronto caería la noche. Nos apresuramos a volver adonde nos aguardaban los demás. Danzaban aún al sonido de una vina y una flauta y un tamboril. Bhima fue el primero en vernos. Nos saludó con el brazo y gritó: “¿De dónde venís?” Y luego, con su sonrisa arrugándole la frente: “¿Y quién es ese que traéis?” Pues el rakshasa que escapara del bosque me había seguido.
Antes de que pudiéramos responder Bhima había elevado los brazos y estaba danzando otra vez. El rakshasa me llamó aparte, tras un matorral. Y yo le hice signo a Krishna de que nos siguiera.
“Arjuna.” La voz del demonio era tan dulce y gentil que tuve que mirar alrededor para ver de dónde provenía. Sus colmillos de pantera sobresalían del labio inferior en una sonrisa. “Arjuna”,  y en efecto la voz venía de aquella boca. “Soy Maya, el arquitecto de los asuras.” Sentí su mejilla húmeda a mis pies. “¿Qué puedo hacer por ti, oh Arjuna?” Sentí su amistad y su amor. Me incliné para alzarlo, mezclando con las suyas mis lágrimas.
“Tu deuda queda pagada con tu amor. Sólo la amistad puede recompensar la amistad”,
repuse.

“Krishna airado o el fuego hambriento me habrían destruido. Tus palabras son nobles
como tú mismo”, dijo vacilando en un lenguaje al que no estaba acostumbrado. “Pero quiero hacer algo aunque sea por amor, pues soy un demonio arquitecto, el gran artesano. Concédeme otro don. Mi vida es hacer. Dame algo que hacer.” No podía saber él lo agradecido que yo estaba de que alguien hubiese escapado de aquel bosque. Reflexioné en lo que decía. Aturdido aún por los ecos de los crujidos y lamentos y el olor de la carne combusta, dije: “No creo que merezca ninguna recompensa, pero por otra parte quisiera complacerte. Haz algo por mi amigo y primo Krishna y será como si lo hicieras por mí. Cualquier deuda entonces que sientas tener con nosotros quedará saldada.” Maya volvió su rostro hacia Krishna, que miraba más allá de nosotros.
Meditativo, dijo: “Constrúyele a Yudhisthira un salón para asambleas tal como no se haya visto nunca ninguno y nunca se vuelva a ver en la efímera Tierra. Que sea a la vez humano en sus comodidades y divino en su inspiración. Que tu talento asúrico se deje inspirar por el Supremo para fundir todo en una sola armonía.”

Retornamos a Indraprastha en silencio.

Cuando nos hubimos acostumbrado a su fiera presencia, hallamos en Maya un amigo entretenido, tan poeta como arquitecto. A todos nos embelesó con su relato del destronamiento de los asuras por Indra. Entre escucharlo a él y ver aparecer las nuevas maravillas tachonadas de gemas y taraceadas de oro, o las ilusorias piscinas, vivíamos en un mundo de milagro. Krishna estaba aquí, allí y en todas partes, siempre efundiendo alegría y serenidad. Justo cuando parecía que esto podía continuar para siempre, Krishna nos pidió que lo disculpásemos por un tiempo. Tenía sus propios asuntos que atender como monarca de Dwaraka y su familia lo esperaba.
Yo no era menos reluctante en esta ocasión a separarme de Krishna que en las anteriores, pero nada ata tanto un kshatriya a otro como lo hace el luchar juntos; esta vez, la garantía divina de que éramos el uno parte del otro y nuestra primera batalla había sellado nuestra unión. Me dolió, sin embargo, su partida.
Todos sabíamos lo que sería estar sin Krishna... aquella sensación de monotonía y de vacío. Nadie podía soportar la idea de que se fuera, pero no se nos ocultaba que debía hacerlo así. Ni siquiera el desprendido Yudhisthira pudo evitar suplicarle que pospusiera la partida. Subhadra estaba feliz con su embarazo, pero lloraba cuando dio mensajes a Krishna para los miembros de su familia. Teníamos que elegir un día fasto y realizar los ritos para un viaje sin incidencias.

Dimos a Krishna el baño ritual, lo cubrimos de guirnaldas y le ofrecimos nuestros mejores presentes. Krishna observó todos los rituales, adoró a los dioses y a Brahma con guirnaldas, recitó los mantras y ofreció perfumes. Salió de los apartamentos interiores, hizo presentes a los brahmines y con la cabeza inclinada aceptó sus bendiciones.

Escuché yo a los brahmines, escuché el himno a Pusan, que preside los viajes y los caminos:
“Cruza las rutas, Pusan, y guárdanos de la aflicción, Oh hijo nacido en el acto de quitar los arreos. Quédate con nosotros, oh dios, y marcha delante. El mal, lobo cruel que nos amenaza, oh Pusan Aléjalo del camino.”
Miré a Krishna. Sus facciones estaban serenas, respetuosa la faz y las manos juntas. El bosque Khandava me había convencido de que Krishna no tenía necesidad de ritos y plegarias de brahmines, pero mi mente seguía recitándolas porque ansiaba que estuviera bien protegido.
“Al reputado salteador, al ladrón que acecha escondido, Aléjalo del sendero.
Que no nos encuentren nuestros perseguidores: Haz plácidos nuestros caminos y fácil el viaje.
Halla aquí para nosotros, Pusan, el poder del entendimiento.”

Montó su carro de oro con el estandarte del pájaro. Tenía la espada a un costado y el disco, en una bolsa de cuero blando, le colgaba sobre el hombro. Era el mismo carruaje en el que Subhadra y yo huyéramos, y consiguió hacernos sonreír agradeciéndonos que ahora se lo prestásemos. Yudhisthira ocupó el lugar del auriga de Krishna, Daruka, como hacía siempre que Krishna partía. Bhima y yo nos colocamos detrás con las colas de yak en las manos y los gemelos sostuvieron la sombrilla de seda sobre su cabeza. Cuando llegamos a las afueras de la ciudad más allá de las puertas, descendimos reluctantes del vehículo protegiéndonos los ojos hasta que el oro del carro de Krishna dejó de cegarnos.


Fue buena cosa que el incansable Maya estuviera allí para distraernos. Con su energía enorme y su genio, había marcado diez mil codos de terreno en un área que en verano refrescaban suaves brisas y era templada en invierno. Aquí erigiría el salón de la asamblea. Habiendo supervisado las obras preliminares en un día auspicioso, se alimentó a los sacerdotes y se les regaló vacas y oro, sedas y todas las cosas valoradas por los brahmines. Maya nos consultaba para esto y aquello y, cuando estábamos mareados ya de la variedad de sus requerimientos, dijo que tenía que ir al Monte Kailasa, donde había enterrado joyas que necesitaba para expresar el esplendor que tenía en mente.

Yo había olvidado ya lo espantoso y lo jovial que era hasta que volví a ver aquellos colmillos suyos sobresaliéndole de la boca en una sonrisa, mientras dejaba caer al suelo de un pliegue de sus ropas las más preciosas gemas. Parpadeamos, nos frotamos los ojos y pestañeamos otra vez. Detrás de él había miles de horrendos esclavos portando más piedras preciosas y aun otros con mármol de los picos al norte del Kailasa, donde los demonios sacrificaron una vez. El río había producido una substancia joyosa frotando gemas contra las rocas y puliéndolas hasta arrancarles un hondo resplandor.
Maya logró al final satisfacer su deseo de recompensarme. Había traído la gran caracola Devadatta del fondo del lago de la montaña. Soplé en ella y sentí desgarrárseme el corazón. El sonido cuajaba la sangre, era un grito inexpresable como si un monstruo de las profundidades amenazase toda la creación. Era un presente glorioso. Para Bhima, a quien lo unía una inmensa amistad, trajo una maza enjoyada.
Y entonces se puso a trabajar. En cuanto a nosotros, nos prohibió acercarnos al edificio hasta que estuviera acabado. Ansiaba sorprendernos.

Cuando finalmente acudimos a contemplar el edificio, casi nos ciega el blanco resplandor que emitía; y cuando, protegiéndonos los ojos, cruzamos el umbral tachonado de joyas hacia una penumbra cortada por finas flechas de luz que se intersectaban aquí y allá, no fue sorpresa sino un silencio absoluto lo que nos sobrevino. Todo cansancio, toda carencia nos abandonó. Ésta era la sala para los grandes acontecimientos y el punto de encuentro de inmensas energías.

Una cosa era observar desde la distancia a ocho mil de los seguidores de Maya levantar el pilar gigante mientras sus centinelas parecían pisar el aire. Otra era estar bajo el cielo abovedado del techo y verlo reflejado en el estanque de lotos. El estanque era por sí mismo un milagro, adornado con flores y hojas de piedras preciosas y avegemas sostenidas sobre aquéllas mientras tortugas de oro nadaban calmosas en el agua perfumada. La onda que a la escalera de mármol se encaramaba la rizaba un viento fresco y suave. Y gotas perladas de lluvia caían de una fuente sobre cisnes blancos que se deslizaban bajo árboles floridos.
Hubo una gran fiesta para la inauguración del Salón de la Asamblea y la gente llegó desde todos los rincones. Rishis acudieron del bosque, de los montes distantes e incluso de las playas del sur. Todos los reyes vinieron, excepto Duryodhana, sus hermanos y, por supuesto, Karna.

Fue inaugurado con pujas en presencia de grandes personalidades y, tras la ceremonia, muchos de los jóvenes príncipes se quedaron allí para aprender conmigo el tiro con arco. Mi favorito era Satyaki, que aún me recordaba mucho a su primo Krishna. Con él me descubrí a mí mismo, para mi sorpresa y secreto regocijo, adoptar muchas de las maneras de Drona. A Satyaki no le costó nada adaptarse al papel de primer discípulo y Bhima expresó de inmediato su hilaridad en cuanto percibió lo que ocurría. Éste fue el principio de nuestra Yuddhashala, nuestra propia academia militar. Como príncipes, nos correspondía desarrollar a nuestro modo las artes marciales para beneficio de nuestros pares y transmitir las enseñanzas de nuestro guru.

Cuando el hijo de Subhadra y mío nació, lo llamamos Abhimanyu y desde el principio fue el cariño de todos. El brillo de Abhimanyu era el de Krishna y ello lo volvía irresistible. Draupadi tenía ahora dos hijos: Prativindhya, de Yudhisthira, y Sutasena, de Bhima... así que no carecía el palacio de un nuevo rebrote de vida. Tales eran nuestros deberes y placeres y amores y, en el centro de todo ello, nos teníamos uno a otro. Éramos los cinco hijos de Kunti. Éramos los cinco maridos de Draupadi. Éramos los hermanos Pandavas.

Yudhisthira estaba contento. Dio vida al antiguo proverbio: Gobernó él con justicia. Era el Dharmaraj.
Un día, el gran sabio Narada vino diciendo que había oído hablar del Maya-sabha, del Salón de la Asamblea construido por Maya. Yudhisthira y él fueron allí charlando, comparando las diferentes sabhas de Bhárata. Narada las conocía todas y cada una de ellas, y podía ofrecer una lista de las gemas en todas aquellas salas del cielo y de la Tierra, y de los reyes que las habitaban. Cuando llegó al nombre del Emperador Harischandra, que ahora compartía el trono de Indra, Señor del Cielo, Yudhisthira abrió los ojos y preguntó qué había hecho aquel monarca en la Tierra para merecer tales honores.
Narada repuso al modo entusiasta de alguien al que le gusta que le hagan la pregunta adecuada: “Llegó a Emperador, por supuesto.” Y luego, con excitación creciente: “Esto me recuerda que tengo un mensaje de tu padre Pandu para ti. Me pidió que te dijera que ahora que eres tan poderoso en la Tierra deberías realizar el sacrificio del Rajasuya, que te permitirá convertirte en Emperador. Así también él podría ascender al Indraloka. Tú podrías hacerlo,
¿sabes, Yudhisthira? Con Krishna a tu lado, eres sin duda el monarca que tiene que hacerlo.” Y
viendo a Yudhisthira pasivo, empezó con sus preguntas retóricas. “¿No eres un rey justo?
“¿No recompensas la enseñanza y la humildad con riquezas y honores apropiados? “¿No pagas regularmente a tu ejército? ¿No das suficientes sobornos a importantes
oficiales del enemigo?
“Antes de declarar la guerra, ¿no intentas las cuatro artes de la reconciliación: los regalos, sembrar la disensión entre los aliados de tu enemigo, la negociación y el ruido de espadas?
“Tu presupuesto ¿no está equilibrado?
“¿Es que las cuatro actividades -la agricultura, ganadería, comercio y usura- no son realizadas en tus dominios por hombres honestos?
“Las mujeres ¿no están protegidas en tu reino? No imagino que les susurres secretos militares y de estado en sus delicados oídos.
Antes de que pudiéramos unirnos a su risa o esperar que Draupadi no oyera aquellas cosas, el sabio había retomado ya su discurso implacable.
“¿No curas las enfermedades con pociones, y los ayunos y angustias con el consejo de los gurus y los mayores?
“¿No se respeta aquí y se regala a los hombres sabios y a los brahmines?
“¿No te apartas tú de los catorce vicios de los reyes: hedonismo, ira, precipitación, dejar las cosas para mañana, no consultar a los sabios, pereza, irritabilidad, seguir el consejo de un solo hombre, adoptar las ideas de amigos mercenarios, vacilación en las decisiones importantes, revelar secretos de estado, derrochar dinero en proyectos inútiles y actuar por impulsos repentinos?
“Por supuesto”, concluyó triunfalmente sin una pausa, “todos sabemos que tú eres la persona.” No creo que Yudhisthira lo oyese. Estaba pensando en nuestro padre, en cómo había muerto y en que ahora expresaba un deseo que podía ser satisfecho devotamente.
Nuestro hermano mayor no fue el mismo tras la visita de Narada. La ambición no formaba parte de su personalidad. Era un hombre para la conciliación, pero sería el último en desatender el consejo y los deseos de un padre para quien ansiaba conquistar un alto lugar en los cielos. Bhima anhelaba romper cabezas con la maza enjoyada que Maya le regalara. Yo quería oír el tañido terrible de Gandiva en batalla. Los mellizos, Madre Kunti y Draupadi estaban dispuestos a urgir a Yudhisthira, pero sólo Krishna podía persuadirlo a actuar. Vagamente, percibimos que Sahadeva conocía el resultado, pero ninguno de nosotros podía hallar las preguntas que le harían revelarlo.

Convocado por nosotros, Krishna arribó. Fue directo al punto.

“Si realizas el Rajasuya, puedes ser Emperador. Pero Jarasandha está en el camino.” Krishna estaba tan decidido a destruirlo como en el caso de Kamsa. Dijo ahora que el ejército de Jarasandha era invencible. Sus aliados eran Sisupala, Dantavaktra, Kamakosha, Rukmin y Paundraka, reyes poderosos todos ellos. Sisupala, hijo de Damaghosha de los Chedis y de la tía materna de Krishna, era el vecino de Jarasandha por el oeste y su comandante en jefe. Estaba justo al sur de nosotros y podía interceptar a cualquiera que enviásemos en aquella dirección. Había que contar, además, con Bhagadatta, Rey de Pragjyotisha, al norte, que era vasallo de Jarasandha y estaba obligado a apoyarlo en la guerra. Hubiéramos preferido que fuese de otro modo, porque éste era un oponente temible. Nada podía detenerlo cuando, montado sobre su elefante favorito Supratik, caía sobre el enemigo. Luego estaba Rukmin, que no tenía ninguna razón para amarnos, pues había querido dar su hermana Rukmini a Sisupala y Krishna la salvó de una unión forzada casándose con ella. Había jurado matar a Krishna. Los nombré uno tras otro, contándolos con los dedos.
“Sí”, dijo Krishna, “y hay más. Jarasandha tiene amigos y ya sabéis que sus primos favoritos son Duryodhana y sus hermanos. Por más que Drona y Kripa y Bhishma os amen, no podrán mantenerse aparte con Duryodhana gimiendo ‘Habéis comido mi sal’. Y Karna no querrá quedarse de brazos cruzados. Sólo se puede hacer una cosa, si queréis el Rajasuya, y es matar a Jarasandha en combate singular.”
Recordé nuestra conversación justo antes del fuego del gran bosque y percibí la trama. La Maya-sabha había sido el comienzo de la muerte de Jarasandha. Yudhisthira, que amaba la paz por encima incluso de los deseos de nuestro padre, se aferró a estas palabras.
“Sólo tú podías haberme dado semejante consejo, Krishna, digas lo que digas.”
Di a Bhima la señal de hablar. “Arjuna, Krishna y yo”, dijo, “podemos acabar con él, hermano mayor.”
Yo lo apoyé con entusiasmo y nos lanzamos a un plan para salvar a las víctimas sacrificiales.
“Jarasandha es uno de los grandes favoritos de Shankara Shiva”, dijo Krishna. “Cuando no está cazando sus víctimas rituales puede ser justo y generoso.”
“Krishna, ¿y si Jarasandha resulta victorioso? Bhima y Arjuna son mis ojos derecho e izquierdo”, dijo Yudhisthira con voz agónica, quedamente. “Y tú eres mi consciencia.”
Krishna repuso: “La inmortalidad nunca es el don de aquellos que se abstienen de luchar. Si triunfamos, serás el Emperador de todo el mundo. Y en cualquier caso, no debes negarnos la dicha de alcanzar el cielo de los guerreros que mueren en batalla.”
Krishna, Bhima y yo viajamos hacia el sudeste. Atravesamos la jungla Kuru y los Montes Kalakuta. Cruzamos ríos y montañas y, finalmente, desde los Montes Goratha vimos la ciudad de Magadha, rica en pastos, agua y ganado. Krishna señaló cinco altas montañas que protegían la ciudad. Sus laderas estaban cubiertas de árboles floridos y habíamos oído que Manu mismo estableció que la sequía nunca afligiría a este país. De las cinco montañas protectoras, era Chaityaka aquella cuyo pico adoraban las gentes de la ciudad. Trepamos a ella y la hallamos cubierta de flores, perfumes, cocos y otras ofrendas. Esto solo nos hablaba ya de la prosperidad de la región. Había allí tres tambores hechos, según se decía, de la piel de un monstruo vencido y emplazados de tal modo que el más leve roce los hacía resonar y reverberar. Krishna nos había dicho que, para desmoralizar a Jarasandha, teníamos que demoler el Chaityaka, el pico sagrado para el corazón de los habitantes de Magadha. Y así lo hicimos. Luego Krishna saltó sobre uno de los grandes tambores y lo hizo gorgotear y sollozar con su danza. Bhima y yo saltamos sobre los otros, y danzamos con él. La piel empezó a palpitar bajo mis pies, y su sonido creció y rugió como el trueno, un trueno interminable. Grité jubiloso a Krishna por encima de aquella barahúnda salvaje. Giré en rápidos remolinos y volví la cabeza para llamar a Bhima, pero me dolía la voz. Me detuve exhausto, la boca abierta y respirando un aire ígneo. El golpe del tambor penetraba a través de mis plantas como dardos. Ascendía por mis piernas y me convulsionaba el cuerpo. Salté al suelo pero toda la montaña palpitaba y lanzaba sus dardos a través de mis músculos. Krishna había descendido también del tambor y realizaba una curiosa danza de brincos. Sólo Bhima seguía allí con sus cabriolas.
“¡Baja!”, le grité, pero él nos devolvió un gesto sin oírnos. Seguimos insistiendo en que se detuviese hasta que al final leyó nuestras expresiones.

Nos precipitamos montaña abajo, tropezando en grandes rocas, huyendo de los tambores mientras sus voces nos perseguían como demonios vengadores. Por fin, mareados y jadeantes, nos detuvimos para mirar atrás. Nos estremecimos. Krishna, jubiloso, alzó su pie izquierdo en dirección a la capital de Jarasandha y respondimos con el mismo gesto. Habíamos puesto el pie en la cabeza de nuestro enemigo. Aún descendíamos hacia la ciudad, cuando los brahmines se precipitaron a palacio para interpretar los malos augurios. Tan tremendos eran estos presagios que los sacerdotes reales hicieron cabalgar al monarca en un elefante mientras ellos balanceaban los incensarios a su alrededor para protegerlos a él y a su montura. Entre tanto, nosotros alcanzamos la ciudad, que era maravillosamente rica. Éramos como niños señalando las raras incrustaciones y joyas y los artículos de oro y de plata en las tiendas, que rápidamente estaban cerrando. Había todo tipo de vegetales y flores que nunca habíamos visto. En la confusión, nos hicimos con frescas guirnaldas para adorno del cuello y echamos las últimas ojeadas a las tiendas.

La piedad extrema y bien conocida de Jarasandha nos dio fácil entrada con nuestras ropas de brahmines. El rey se alzó cortésmente y pidió agua para lavarnos los pies; pidió miel y otros ingredientes rituales y nos ofreció el saludo tradicional, al que Bhima y yo no respondimos. Krishna habló por nosotros diciendo que sus compañeros observaban silencio hasta aquella medianoche. A medianoche, sentados todos ante él, Jarasandha se volvió hacia nosotros.
“¿Desde cuándo?”, inquirió, “¿visten los brahmines ropas de brillantes colores y vienen cubiertos de flores?” Nos examinó con atención e indignación creciente. “¿Y cómo desarrollan los brahmines semejantes musculaturas? Y mirad esas cicatrices del tiro con arco en vuestros brazos. Y, sobre todo, ¿por qué habéis escogido la dirección del Chaityaka para entrar en la ciudad? No sois brahmines, sino kshatriyas. Es la verdad y no las guirnaldas lo que hace a los reyes. ¿Qué queréis? ¿A qué habéis venido?”
Aún con los augurios y los tambores reverberando en sus oídos, creo que Jarasandha sabía que el incienso que los sacerdotes quemaran a su alrededor no le serviría de nada. Mientras estábamos allí sentados, silenciosos frente a él, tuvo que saber que estaba mirando a la muerte. Aunque no era un cobarde, no tenía ninguna inclinación al misterio. Era el tipo de persona al que le gustan las cosas ordenadas y explicadas y cada una en su compartimento; un hombre que podía masacrar a un centenar de reyes y ser, sin embargo, el más puntilloso en la cuestión de las ofrendas a los brahmines. Tratándose de su culto, no le pesaban en la conciencia los reyes que aguardaban en sus mazmorras ser sacrificados a Shankara Shiva, ni tenía un pensamiento para ellos. Krishna estaba en lo cierto. No había un sendero abierto hacia los corazones de la gente como Jarasandha y Kamsa. Krishna había matado a Kamsa. Nosotros debíamos acabar con Jarasandha. Aun en el caso de que no hubiera sido un obstáculo para nuestro sacrificio imperial, semejante rey no debía gobernar en Bharatavarsha.
Dijo Krishna: “Sí, Jarasandha. Al kshatriya le sirven de poco las palabras, los discursos fieros y prolijos. Habla él con su brazo y, si estás interesado en presenciar virtudes kshatriyas, no te frustraremos. Poco sentido tiene disputar sobre si llegamos por la puerta o por la ventana. Uno llega a la casa de su amigo por la puerta, desde luego, pero la del enemigo carece de ella. En cuanto a ofrendas, ninguna podemos recibir del enemigo.” Jarasandha nos observó atentamente a cada uno. Aunque estábamos disfrazados, me extrañó que no reconociese a Krishna por el resplandor de su rostro. Ciego a ello, podía haber descubierto a Bhima por su cintura de tigre y el tamaño de sus brazos, que nada podía disimular. O a mí mismo, por las cicatrices distintivas en mis dos brazos... Pero a Jarasandha, que vivía en su propio extraño mundo, todo aquello debió de precipitarlo a sus raras especulaciones.

Pensativo, repuso: “Tengo muchos enemigos, pero creo conocerlos a todos. En cualquier caso, sed tan amables de decirme qué tenéis en contra mía para entrar disfrazados en mi palacio. Soy un kshatriya y obedezco el código kshatriya. Adoro a Shankara Shiva y, como todo el mundo sabe, reverencio a los brahmines y nunca dejo de ofrecerles presentes. Observo todos los rituales. ¿Qué podéis tener contra mí sin conocerme? Soy hombre sin pecado. Puedo entender que mis enemigos me ataquen, pero vosotros...”
“Te conocemos, Jarasandha”, dijo Krishna. “Venimos aquí por orden de un rey. Aseguras inocencia y piedad, pero ¿qué de los reyes, tus prisioneros?”
“¿Mis prisioneros, es eso? Los he vencido en combate singular y se los ofreceré a Shiva.
¿No están todos los kshatriyas obligados a derrotar a sus enemigos? ¿No es Shiva digno del sacrificio?” Estaba tan convencido de su argumento como simple era éste.
Krishna replicó: “¿Todos los reyes masacran a sus enemigos? ¿Quién es ese dios tuyo, que quiere sacrificios humanos?” Nunca me había encontrado yo con alguien como Jarasandha, una mente tan violenta y tan ciega. “Tú masacras a tu propia casta. Los kshatriyas no asesinan a los kshatriyas. Estamos aquí para defender el Dharma.”
En el rostro de Jarasandha se dibujó un rictus burlón y dijo: “¿Os creéis invulnerables? Os demostraré que estáis equivocados.”
“Si es así, por tu mano alcanzaremos el cielo. No caigas en el error de creer que tu coraje excede al de todo el mundo. El orgullo vela tus ojos. ¿Y si mueres? Suelta a los reyes cautivos.” “¡Soltar a los cautivos!”, repitió Jarasandha, incrédulo. “Fueron ganados en lucha limpia. Conquistados. Y son mi deuda con Shiva. ¿Es que pensáis robárselos a Shiva o debería yo, como un cobarde tembloroso, permitir que se le estafase lo que se le debe? Le han sido prometidos. Acepto vuestro desafío. Mi ejército combatirá al vuestro o yo mismo os enfrentaré en combate singular, a dos de vosotros o a los tres o de uno en uno.” Era un monstruo, pero no tenía miedo. “Escoge, Jarasandha”, dijo Krishna. “¿Lucharás conmigo, con Arjuna, o con su hermano Bhima?” Jarasandha miró y miró, una y otra vez, a uno y a otro, y luego estalló en una carcajada. “¡Así que eres tú, Krishna!”, dijo por fin. “Debería haber sabido que vendrías disfrazado.
He perdido la cuenta de las veces que has huido de mí. ¿De modo que por fin has tenido el coraje de dejar tu océano occidental y atravesar el país para venir a verme? Me siento adulado, pero caería muy bajo si luchase con el cobarde que se oculta tras el Monte Raivataka. Y en cuanto al lindo princesito Arjuna, resulta que es muy chiquito.” Apreció a Bhima: “Éste sí parece de mi talla.”
Jarasandha nos hizo esperar mientras llamaba a los astrólogos. Los presagios eran tan malos que tuvo la precaución de hacer ungir rápidamente a su hijo Sahadeva como rey. Hizo traer coronas, pigmentos auspiciosos y ungüentos medicinales, y los altos sacerdotes soltaron sus peroratas sobre la cabeza del nuevo rey, arrojando miradas nerviosas a Jarasandha de tanto en tanto.

A primeras horas de la mañana descendimos al círculo sagrado de la palestra en que los reyes podían ser conquistados para el sacrificio. Había allí algo oscuro y ominoso. Jarasandha se quitó la corona, se la dio a un asistente y se postró en plegaria a Shiva. Cuando alzó los brazos para atarse el cabello, vi que tenían el tamaño de los de Bhima y que, aunque era mayor que él, no era menos poderoso.
Los dos hombres enormes se colocaron en posiciones opuestas golpeándose muslos y hombros en señal de desafío. Jarasandha se precipitó sobre Bhima, que se hizo a un lado y se volvió para inmovilizarlo. Sus piernas se trabaron mutuamente y se apoyaron uno contra otro como dos elefantes de combate. Se retorcieron brazos y piernas como tallos de flores. Trataron de encontrarse las rodillas con brazos largos como mazas. Al único hombre que había visto yo luchar así era Balarama.
La palestra se estremeció con sus caídas. Bhima se desplomaba con golpes tremebundos que me hacían cerrar los ojos y temer que no volviera a levantarse; pero ambos seguían, gruñendo y rugiendo, frente contra frente, cuello contra cuello y las venas hinchadas a punto de estallar. No ahorraban puñetazos ni patadas; parecía una exhibición de todas las técnicas que habíamos aprendido. Bhima aferró a Jarasandha en un abrazo que podía romperle la espalda y, cuando éste, rabioso y ensangrentado se liberó, clavó a Bhima los pulgares en la tráquea en un intento de estrangularlo. Bhima rompió la presa, jadeando de forma terrible.
Hubo un momento en que un crujido ominoso nos hizo pensar que una de las rodillas de Bhima acababa de romperse y, en otra ocasión, Bhima tiró hacia atrás la cabeza de Jarasandha tan violentamente que no me cupo duda de que le había destrozado el cuello.
Duró aquel combate todo el día y parte de la noche, y, en algún momento hacia la mitad de su desarrollo, percibí detrás murmullos y gritos. La gente de Magadha había oído hablar de la lucha y venía corriendo a animar a Bhima. Jarasandha no era un rey popular.
“¡Bhima, recuerda quién eres! ¡Recuerda tu fuerza! ¡Recuerda a tu padre! ¡Tú eres la fuerza de los Pandavas!” Krishna gritó: “¡Usa tus brazos, está detrás de ti!” Pues Bhima estaba mareado y el pelo le colgaba sobre los ojos.
“Éste es el fin”, gritó Bhima. Y alzando el cuerpo grande de Jarasandha, lo hizo girar sobre su cabeza un centenar de veces y lo estrelló contra el suelo. Hubo silencio entre los habitantes de la ciudad y Bhima, entonces, agarró una pierna y un brazo y empezó a desgarrar el cuerpo. Jarasandha estaba ahora hecho pedazos en el suelo. Verlo era espantoso. Corrí hacia Bhima y lo abracé. De soslayo vi a Jarasandha moverse otra vez, arrastrarse hacia Bhima. Agarró el tobillo de Bhima y con sus últimas fuerzas lo hizo caer al suelo. Bhima miró a Krishna en busca de consejo. Krishna tomó una hoja de hierba, la rompió en dos, puso la mitad de su mano derecha en la izquierda, la mitad de su izquierda en la derecha y las arrojó al suelo. Así, Bhima aferró con cada mano una de las piernas del rey, lo desgarró en dos como la carcasa de un animal y arrojó las mitades en direcciones contrarias de la palestra. El grito fue tan horrible que, como supimos luego, varios niños nacieron prematuramente en palacio y un anciano brahmín murió. Pero ahora, mientras yo lavaba a Bhima, Krishna preparaba el carro de Jarasandha. Marchamos al Monte Girivraja y liberamos a los reyes cautivos. No quiero hablar de su condición. Lloraron y nos abrazaron. Y antes de partir, Krishna tomó de la mano al hijo del rey muerto.
Sahadeva de Magadha se arrodilló ante él. Podíamos verle en los ojos que era ahora el devoto de Krishna. De representar nuestro mayor enemigo, el reino de Magadha había pasado a ser nuestro aliado incondicional.

“Sahadeva, hijo de Jarasandha, nada nos enfrenta a ti. Tu padre era un hombre fuerte y lleno de coraje, pero no tenía noción del Dharma. Sé fuerte como él, pero sé, además, justo.” Desconcertados aún, lo oímos invitarlo al sacrificio imperial en Indraprastha. Me costó unos momentos recordar lo que todo aquello implicaba: el camino estaba libre ahora para que Yudhisthira se convirtiese en rey supremo de Bharatavarsha.

Con la muerte de Jarasandha toda la estructura de poder había cambiado. Había muy pocos que no vieran con buenos ojos la muerte de Jarasandha y la recibieran como el principio de una nueva era.
Yudhisthira mismo no necesitó más persuasión. Nos envió a los cuatro a conquistar el mundo para él, mientras Vyasa se quedaba en Indraprastha a fin de preparar el sacrificio del Rajasuya. Bhima llevó sus tropas al este, Nakula al oeste, Sahadeva al sur y yo marché al norte.
Mis conquistas no fueron difíciles hasta que me enfrenté a Bhagadatta de Pragjyotisha, que fuera aliado de Jarasandha. Condujo éste su fuerza de elefantes montado en el animal más grande que yo había visto nunca. Cuando finalmente lo derroté, nos hicimos buenos amigos y lo invité a Indraprastha para el Rajasuya. Otros, como los hermanos Trigarta, fueron vencidos pero juraron destruirme.
Fui directo al norte de Meru y vi la plata fúlgida de sus luces matutinas y el oro destellante de sus ocasos, y amé su turbante de niebla. Acampé junto a un río al pie del monte. Durante horas miré a través del agua la otra orilla, que ascendía hacia un bosque. Una vez, dos caballos aparecieron entre los árboles y descendieron al agua a beber. Tras ellos las grandes raíces hirsutas de los viejos árboles crecían cerca de la corriente y los pinos gigantes debían de haber sido altos ya cuando los abuelos de nuestros abuelos lucharon sus batallas. Yací bocarriba y observé las nubes moverse en orden de combate. A un lado la formación del cocodrilo y, al otro, la del águila. Antes de que la batalla pudiera empezar se fundieron y perdieron sus formas y las crearon otra vez. Aquí el creciente lunar y allí el rayo de Indra, pero cuando ya me imaginaba a mí mismo llevándome Devadatta a los labios, se convirtió un frente en otro. Los Cielos me engañaban. Pero ¿no era esto siempre la batalla... una ilusión efímera que no dejaba trazas? Sólo los árboles y el río y el monte perduraban, con este cielo azul sobre ellos. Nunca había visto tal belleza y me pregunté por qué no podía quedarme allí. Las nubes tomaron la forma de mis hermanos.
Cuando llegó el tiempo de partir, miré por encima del hombro y vi una ladera repentina cubierta de plantas trepadoras y el espíritu de la montaña me ordenó permanecer. Me postré ante él y partí bruscamente del lugar. Portando todas las gemas y presentes que recibiera como tributo, volví a Indraprastha. También Bhima retornó cargado de tesoros y la garantía de muchos reyes de que acudirían al Rajasuya. Incluso el poderoso Sisupala, primo de Krishna y su enemigo, y antiguo comandante en jefe de Jarasandha, asistiría.
El periplo de Sahadeva resultó en la derrota de varios reyes del sur: Dantavaktra, aliado de Jarasandha, Vinda y Anavinda. Había obtenido ayuda del hijo de Bhima con su mujer rakshasa, Ghatotkacha, y llegaba del sur con un enorme muchacho de tez oscura, que era totalmente calvo, aparte de una barba rala. Portaba una maza de madera y una corona de oro. Corrió hacia Bhima gritando ‘¡Padre!’ en lengua rakshasa. Sahadeva había pedido a Ghatotkacha que invitase a Vibhishana de Sinhala, la isla del sur, al Rajasuya y aquél llevó a cabo con tanto éxito su misión que volvió de la opulenta isla cargado de joyas. Invitó también al hijo de Arjuna con Chitrangada, Babhruvahana.
Nakula había invitado a Balarama. Las invitaciones fueron recibidas en todos los rincones. Nadie podía negar que Yudhisthira fuera el rey más apto para realizar el sacrificio imperial. No sólo teníamos con nosotros a Vyasa, maestro del Dharma, sino que a los cinco hermanos se nos empezaba a considerar invencibles. Y, sobre todo, Mahatma Krishna -así lo apelaban cada vez más-, era nuestro consejero.

Aquello que Yudhisthira más había querido evitar, un Rajasuya al que los reyes se vieran forzados a asistir, ya no era posible. Los reyes querían venir. Nadie deseaba que se le olvidase. Se decía que el gobierno justo de Yudhisthira había tenido como consecuencia abundantes cosechas y la prosperidad del reino. Y, en efecto, nuestras lluvias habían sido copiosas, las tiendas estaban llenas de mercancías y a los pobres se les ayudaba y protegía.
Había, sin embargo, una cuestión delicada: la de nuestro primo Sisupala, que fuera comandante en jefe de Jarasandha. Tras derrotarlo, Bhima lo había apaciguado recordándole continuamente que todos éramos primos, que su madre y la nuestra eran hermanas, y que estarían contentas con nuestra amistad... un argumento que conmovía a Bhima. Nos recordaba la enemistad de Sisupala como si pudiéramos haberla olvidado. Sisupala podía intentar servirse del Rajasuya para arreglar cuentas pendientes, pero ¿qué podíamos hacer?

Había que pensar también en Duryodhana y sus hermanos. No habían asistido a la inauguración del salón de la asamblea, a pesar de que los habíamos invitado. Yudhisthira soñaba día y noche con establecer por fin la armonía entre nuestros primos y nosotros. Yo no la creía posible, pero el diplomático Nakula fue enviado a Hastinapura con presentes y una cortés y cariñosa invitación. Retornó diciendo que los Kurus, incluido el Gran Patriarca, acudirían acompañados de Ashwatthama y nuestros acharyas, cosa que constituyó mi especial deleite.

Para mostrar a nuestros primos y su partida que los considerábamos miembros leales de la familia, Yudhisthira decidió nombrar a Bhishma y a Dronacharya supervisores jefes del Rajasuya. Ashwatthama debería encargarse de los brahmines. A Kripacharya, tío de Ashwatthama, se le pidió que pesase y estimase el valor del oro y las gemas tributadas. Tío Vidura ofrecería nuestros dones. Duhsasana, el hermano de Duryodhana, y Sanjaya, ministro de Hastinapura, se ocuparían de los invitados. Y, aunque todos aprobamos la idea de hacer participar a nuestros primos, no me gustó que a Duryodhana se le hiciese responsable de los regalos traídos por nuestros huéspedes.
“¿Por qué no acabas de hacer las cosas bien y encargas a Sakuni de esa función?”, dijo
Bhima airadamente. Hablaba por todos nosotros. “Duryodhana se volverá loco de envidia”, protesté.
“No me importa eso, sino que se meta algo en el bolsillo.”
“Si alguien trae caballos o elefantes, no dejéis que se haga cargo de ellos”, intervino Nakula. Sahadeva, que había sido nombrado protector del sacrificio, no dijo nada. Estaba ocupado estudiando los días y las horas propicios.

Había un tráfico extraordinario en Indraprastha ahora. Parecía como si todos los ashrams de Aryavarta se hubiesen vaciado para enviar aquí a sus cantores. Vyasa mismo llegó con centenares de los que conocían los himnos y las ceremonias para el sacrificio imperial. Había intrincados y delicados puntos del ritual y los dogmas que discutir. Brotaron edificios en todas partes para dar alojamiento a los sacerdotes y enormes comedores donde todos podían hallar alimento. Los mismos platos suntuosos se le servían al pobre y al rico.
Llegaron reyes de todas partes, reyes que conocíamos, reyes que sólo habíamos vislumbrado en los swayamvaras y reyes de los que sólo habíamos oído hablar: todos los gobernantes desde Cachemira del norte hasta Kanyakumi en el sur, donde Hanumán tomó impulso para saltar a la isla de Sinhala, que el océano separa de Bharatavarsha. El abuelo materno de Duryodhana, Saubala, Rey de Gandhara, acudió con Sakuni. Karna, arrogante como siempre, arribó trayendo el tributo de Anga. El hermano de Madri y tío de los mellizos, Salya, vino también. Somadatta llegó con su hijo Bhurisravas. Hubiera sido decepcionante que no vinieran, pero tuvimos que mantenerlos tan separados de los Vrishnis como era posible porque el padre de Satyaki había derrotado a Somadatta en una ocasión ofendiéndolo de un modo imperdonable al patear al príncipe vencido. Por más que admiraba yo a estos héroes, me preguntaba si después de aquello podríamos contar con ellos como aliados alguna vez. Vino Sala y también Jayadratha, el hermoso gobernante de Sindhu. No me gustaba en absoluto. Andaba espléndidamente acicalado y enjoyado, y se daba aires de pavo real. Drupada acudió con los hermanos de Draupadi. Fue en esta ocasión cuando entre Bhima y Dhrishtadyumna nació una amistad que duraría toda la vida. El gran Rey Bhagadatta y todas sus tribus Mleccha vinieron de las cenagosas regiones junto al mar. De las montañas descendió el Rey Brihabala y de las regiones medias llegaron los reyes de Vanga y Kalinga. Pero sólo al ver que los Malabares y Andhakas y Drávidas de piel oscura habían realizado todo el trayecto desde el sur, exulté y supe que Yudhisthira era Emperador de toda Bharatavarsha no sólo de nombre. Y cuando vi que el rey de los Sinhalas había cruzado el océano meridional para asistir al sacrificio, tal como Ghatotkacha aseguró que haría, mis últimas dudas se desvanecieron. Vino también Virata de Matsya con sus dos hijos, y de Shanka, el mayor, me hice amigo inmediatamente. El más joven era un niño todavía. Ekalavya acudió con un tributo de finas pieles y de flechas emplumadas. Cuando estaba cerca de Drona, la mirada de sus ojos decía abiertamente que habría sido feliz de darle un brazo, si aquél se lo hubiera pedido; y la sonrisa que me dedicaba mostraba olvido del mal que yo le causara, pero, luminosa como era, a mí no podía hacerme olvidar.
Hubo alivio y al mismo tiempo recelos cuando Sisupala de los Chedis llegó. Con él vino Dantavaktra de Karusha y una gran columna de carros de combate. Nosotros nos superamos en cordialidad y gestos de conciliación, pero no leímos nada en la expresión de Sisupala hasta que éste percibió la locura de amor con la que recibimos a Krishna y a sus relativamente humildes jefes Yadava; su rostro se endureció entonces de desdeñoso resentimiento. Apenas podía culpársele. Cada vez que veía a Krishna revivía el insulto del rapto. Pero por más honor que rindiéramos a amigo y enemigo, cuando llegaron los Vrishnis resultó evidente a quién amábamos y honrábamos por encima de todos: Krishna, aquel cuya infancia como vaquerizo gustan de recordar los que tienen algo contra nosotros.
Las mansiones que habíamos construido con la ayuda de los artesanos de Krishna para recibir a todos estos huéspedes eran espléndidas. Desde la distancia, los altos muros resplandecían como los Himalayas. Los jardines se habían cubierto de plantas de rápida floración y cada uno tenía sus piscinas de recreo y rituales semiocultas por las sombras de los grandes árboles. Mientras acompañábamos a nuestros invitados por los jardines, su cortés conversación decaía hasta silenciarse por completo y contemplaban las filigranas de oro de las ventanas y las paredes incrustadas de joyas. Los jefes montañeses y muchos de los reyes menores bufaban abiertamente de sorpresa y admiración, pero los más ricos y sofisticados tenían que simular estar acostumbrados a estas cosas y las admiraban con mesurada educación... al menos hasta que entraban en los edificios a través de recibidores tachonados de perlas y veían las alfombras de hilo de oro sobre los suelos de mármol. Había flores por todas partes y los perfumes se mezclaban ingeniosamente para sosegar a los viajeros. Algunos de los que llegaban de los más lejanos rincones de Bharatavarsha decían que habrían recorrido cien veces aquella distancia con tal de disfrutar el suave resplandor de luna que colmaba las grandes salas. La música no cesaba y sirvientes vestidos de seda repartían dulces y sorbetes.
Los patios y salones se llenaban de gente que escuchaba a los cantores recitar las leyendas de los hechos de nuestros ancestros. Yo mismo, cuando estaba libre, iba a escucharlos y, aunque las leyendas no eran nuevas, me hacían revivir las hazañas de Puru y de otros emperadores Kurus que habían reinado en esta misma Indraprastha. Evocaron la belleza de la Madre de nuestra raza, Urvasi la apsara. Las proezas de mi padre, el Rey Pandu, prolongaban la leyenda directamente hasta el nacimiento de nuestro hermano mayor, lo que exigió de los cantores cientos y cientos de slokas. Otros pocos centenares de slokas se requirieron para dotar a Yudhisthira de una infancia digna del Dharmaraj en que se había convertido. Unidas a esta historia se contaban toda suerte de hazañas en el bosque de las que yo, al menos, no había oído nunca hablar. El primogénito había salvado a su familia de un elefante salvaje enloquecido. Había atravesado el río a nado en plena crecida para aconsejar a los habitantes de una aldea que se trasladaran al interior. Si la memoria no me falla, cuando yo era pequeño, mi hermano vadeó conmigo a hombros un río estrecho para recoger flores que llevar a nuestra madre y a Madri. Cantaban que Yudhisthira era imparangonable en la historia de los hombres por su justicia y generosidad, y proseguían adornando el relato durante horas con las innumerables ocasiones en que había alimentado a los brahmines y distribuido riquezas y evitado la sequía y hambruna y todo otro desastre natural con el esplendor de sus sacrificios y su personal virtud. Lo miré para ver si su pasión por la verdad lo haría volver la cara, pero me impresionó comprobar que permanecía impertérrito en su trono, desapegado del personaje del que aquellos rapsodas cantaban. En su entusiasmo, éstos incluyeron una lista de los sacrificios animales de Yudhisthira, que en realidad nunca se habían realizado y a los que mi hermano mayor se oponía totalmente. Narraron sus ataques arrasadores a las colonias de rakshasas, a las que él se habría opuesto igualmente; pero incluso entonces nada, aparte de un fugaz pestañeo, traslució a su rostro. También a Bhima y a mí nos adornaron con leyendas, y los mellizos no escaparon a ello, pero era el Rajasuya del mayor y algunas de nuestras hazañas, las verdaderas, le fueron atribuidas a él. Por más que la gente amase al Dharmaraj por sí mismo nos querían a los cinco fundidos en uno solo.
Había caído yo en un profundo sueño diurno, sosegado por las cadencias de los cantores, cuando vi a Sahadeva abriéndose camino hasta mí para decirme que los Kurus, algunos de los cuales habían de ejercer de anfitriones, acababan de llegar con un vasto séquito. Yudhisthira estaba ansioso por la reconciliación y nosotros sentimos inflamarse nuestros corazones no sólo por el amor hacia tío Vidura, Bhishma, Dronacharya, Ashwatthama y Kripacharya, sino también por la generosidad que les nace fácilmente a los vencedores. Con gusto habríamos derramado amor sobre Karna, sobre el Sakuni de sonrisa permanente e incluso sobre Duryodhana, que estaba realizando un valeroso esfuerzo para no parecer mustio.
Teníamos que ocuparnos de su alojamiento en las mejores mansiones y recordar sus gustos particulares en todo cuanto a alimentación, reposo y diversiones se refería. Era como caminar  sobre  el  hielo  en  primavera:  a  Duryodhana había que adularlo y recordarle su importancia y a Karna hacerle olvidar su bajo nacimiento.
Krishna aconsejó a Yudhisthira que empezase con las preparaciones para el sacrificio del Rajasuya. Dhaumya se convirtió en la persona más ocupada de la corte, ordenando todos los ingredientes auspiciosos y los artículos necesarios para el gran sacrificio imperial, pero fue Vyasa quien nombró a los sacerdotes sacrificiales. Él era el Brahma del sacrificio. Susaman sería el cantor de los himnos védicos y el hijo de nuestro sacerdote Dhaumya, el responsable de la liturgia. Lo primero que debía hacerse era limpiar e hisopar un amplio terreno sacrificial, bendecir el sacrificio y cantar los propósitos de las ceremonias. Después, los brahmines llamaban a los alarifes y les daban las especificaciones exactas para los grandes y numerosos edificios rituales necesarios. Sahadeva despachó mensajeros invitando a los nacidos dos veces de las tres castas y a la gente honesta y respetable entre los sudras. Luego, cuando Yudhisthira fue instituido en su presencia, los brahmines cantaron sus himnos con tanto ánimo que las llamas ascendieron sin humo al cielo y mi corazón fue con ellas. Sin duda nuestro hermano era recompensado por su virtud. Nunca se había apartado del Dharma, ni siquiera el radio de una semilla de sésamo. No podía dudarse de que, tal como los himnos védicos decían, su aceptación de todas las dificultades había sido su plegaria, intensa y sin vacilación. Su rostro radiante testimoniaba el hecho de que había hecho un sacrificio de su propia persona.
Dhaumya y los sacerdotes escogidos por Vyasa eran hombres de conocimiento, totalmente incapaces de errar de palabra o acción, pues una sola sílaba olvidada crearía un vacío en el sacrificio. Se podía confiar en ellos para la secuencia apropiada y la precisa pronunciación. No decían falsedad. Tenían la pureza de corazón que permite al sacrificio alcanzar el cielo.
Los sabios hacían lo que más les gustaba hacer: discutir sin cesar la naturaleza de la verdad, y todas sus sentencias empezaban con el característico ‘Esto es así’ y terminaban con
‘por lo cual no puede ser de otro modo’. Estaban familiarizados con todo tratado, comentario y glosa religiosos.
Los brahmines estaban contentos. Yudhisthira contrató a actores y bailarines para que los entretuvieran. Había juglares y marionetas. Yudhisthira era humilde y cortés con todos, incansable. Había alimentos y presentes. ‘Dad, distribuid’ era la orden del día. El regalo que más les gustaba recibir, el ganado, se les dio a manos llenas, y también oro y todo lo que pudiera satisfacer sus corazones. ‘Aceptad, comed, disfrutad’ era lo que oían en todo momento. Si sólo hubiera sido así de fácil con los reyes... Oíamos el jubiloso estallido de las caracolas una y otra vez indicando que cien mil brahmines habían sido alimentados. Pero lo oía Duryodhana también y nosotros veíamos que le taladraba el corazón.
En el tiempo declarado favorable por nuestro Sahadeva y los astrólogos de la corte, empezaron los sacrificios para el rito imperial. Duraron mucho, y tanto Bhima como Ghatotkacha se durmieron. Cuando finalmente terminaron, Yudhisthira fue a la cámara sacrificial donde una hueste de brahmines había dado comienzo ya a la segunda ceremonia. Yudhisthira y Draupadi fueron subidos a un pedestal de oro y Vyasa ascendió con ellos para verter sobre sus cabezas una jarra dorada de agua recogida en todos los ríos sagrados. A sus pies se colocó la ofrenda de frutos del país: grano y frutos y guirnaldas de flores. Bhima ocupó la derecha de Yudhisthira y yo la izquierda de Draupadi. Satyaki sostuvo la sombrilla real de seda y Nakula la escobilla blanca. Vyasa proclamó a Yudhisthira y Draupadi Emperador y Emperatriz de Bharatavarsha. Abundancia de ghi fue vertida en el fuego y las llamas saltaron del foso. Pude ver lágrimas cayéndole a Draupadi por las mejillas.
Todos pensamos entonces que nuestros problemas habían terminado.

El segundo día fuimos todos con los cantores a la cámara del sacrificio para adorar al fuego sacrificial con himnos y oblaciones.
Surgió en ese momento una cuestión delicada: había que elegir a un rey o sabio que fuese digno de ser adorado como dios del sacrificio. Todos habíamos comprendido antes o después que éste sería un problema espinoso, pero confiábamos en que el Gran Patriarca Bhishma, tan afecto a la paz, constituiría una decisión diplomática, cuando Yudhisthira lo llamó. Yo deseé tener mi arco y mis flechas a mano y me pregunté si Bhima había escondido su maza en alguna parte. Aquella misma mañana había oído que Sisupala y sus amigos pensaban que lo más adecuado sería concederle a él, a Sisupala, aquella distinción como gesto conciliatorio.
Nuestro purohit anunció el momento de la elección. Yudhisthira miró alrededor y sus ojos se detuvieron en Bhishma. El Gran Patriarca le recordó gentilmente: “Mi nieto amado, nuestro ritual prescribe que el sacrificio debe empezar con la adoración, por parte del nuevo Emperador, de aquel rey o sabio cuyos méritos son los más grandes.” Todo el mundo permaneció atento. ¿Elegiría el corazón conciliador de Yudhisthira a Sisupala? El silencio se prolongó y en él palpitaba un peligro. Amigos, aliados y cómplices cruzaron miradas. Bhima y yo nos observamos uno a otro expresivamente. Busqué los ojos de Krishna y lo hallé inmutable.
“¡Gran Señor, tú eres el más noble!”, dijo Yudhisthira. “Tú hiciste entrega de tu reino. Tú rendiste todas las cosas en aras del reino y de la paz. Nadie ha recorrido los caminos del Dharma del modo que tú lo has hecho.” El Gran Patriarca, reinterpretando sutilmente la situación, repuso: “Bien. Así sea, entonces. Yo escojo a Krishna. Krishna es quien debe ser adorado. Nuestra casa se honra con su presencia, se ilumina con ella como la noche por el sol, como el vacío que colma una brisa. ¿Nos concederás este honor, Krishna?” Krishna asintió con el más leve de los gestos y elevó sus manos unidas.
La voz de Sisupala estalló: “¡Krishna!” Su desprecio era un látigo. “¡¿Qué mérito le hace a él digno de esto?!” Y empezó a gritar: “¡Bhishma! ¿Estás en tus cabales? ¿Tan poco conocéis el Dharma, oh Pandavas, que escogéis al más joven, ignorando incluso a su padre Vasudeva? Si queréis honrar a un gran aliado, ¿por qué no al Rey Drupada?” -quería decir, por supuesto, ‘¿por qué no al Rey Sisupala?’- “¿Por qué no a un acharya, a Drona? O, si queríais honrar a un gran ancestro, eras tú, tú mismo, Bhishma, quien debería ser elegido. O Vyasa, que es a la vez guru y ancestro. O, si pensabais en el futuro, ¿por qué no a un gran guerrero como Ashwatthama, el hijo de Drona? O a Duryodhana, vuestro pariente.”
Tras una pausa, Bhishma, serenamente, respondió: “Yudhisthira y sus hermanos se lo deben todo a Krishna. Si no hubiese él dirigido la destrucción del mal que representaba Jarasandha, el mundo ario se habría convertido en una carnicería.” Todo el mundo contemplaba ahora a nuestro venerable mayor. “A Krishna, hijo de Vasudeva, debe ofrecérsele el agrapuja”, dijo él con aquel pequeño énfasis al final de cada frase que yo recordaba tan bien de sus reprimendas cuando éramos niños, pero que ahora desembocaba en un temblor. Estaba tan envejecido como airado, y lo conmovía ahora ver a Yudhisthira, tan falto de egoísmo, su heredero espiritual, ofrecer el Rajasuya. Todo ello daba sentido a su propia renuncia. Y estas cosas las sentía más que comprenderlas la asamblea.
Sonaron gritos de ‘¡Sadhu, Sadhu!’. Sahadeva caminaba ya hacia Krishna con la bandeja de las ofrendas. Le lavó los pies. A continuación, cuidadosamente, con el cuarto dedo de su mano derecha, colocó el kumkum entre los ojos de Krishna e hizo oscilar la llama sagrada ante él. La adoración era inequívoca en su mirada y, al final, tocó con la cabeza el polvo de los pies de Krishna. Draupadi entonces, ahora Emperatriz, le puso kumkum y arroz en la frente y le dio una cucharada de cuajada y miel bendecida por los sacerdotes. Cada uno a nuestro turno le pusimos una guirnalda. Vyasa condujo a los cantores en el himno que invocaba las bendiciones de los dioses y esperó que los gritos de ‘¡Victoria a Krishna, nuestro Señor! ¡Jai, Sri Krishna!’ muriesen para impartir su bendición. Con sus manos sobre la cabeza de Krishna, dijo: “Que los dioses te ayuden como salvador del Dharma eterno.” Luego dirigió la invocación de la Paz.
“El Empíreo está en paz y así lo están los cielos.
Mía sea esta paz.
La tierra está en paz, en paz el agua y los pastos.
Mía sea esta paz.
La palabra es paz; paz son los dioses.
Mía sea esta paz
Y con esta paz, paz doy al hombre y las bestias.
Mía sea esta paz.
¡Shanti, Shanti, Shanti!”
“¡Krishna!”, gritó entonces Sisupala, “mírate lamer estas adulaciones como un perro en un rincón la mantequilla. Con este homenaje, en realidad se te insulta. Es como dar una mujer hermosa a un hombre impotente u ofrecer un espectáculo a un ciego.” En su rabia, Sisupala no se paró a pensar a quién podía estar ofendiendo y siguió desvariando contra el hijo de un vaquerizo. Todo el mundo sabía que Krishna era hijo de Vasudeva, Señor de los Yadavas, pero el asunto del vaquerizo siempre resurgía cuando llegaba la hora de las injurias, como el de que Karna era hijo de un suta, de un auriga.
El sabio Narada, en su trance, sonreía. ¿Qué veía él?
Ahora el Gran Patriarca Bhishma se levantó y explicó que no se pretendía insultar a ningún rey. Krishna era adorado por sí mismo y por sus grandes hazañas. Sisupala recibió este argumento inmutable. Narada emergió de su trance.
“Aquel que no adora a Krishna está muerto aunque parezca vivo.” El Rajasuya había provocado inesperadas controversias sobre la identidad de Krishna. Sisupala, para probar que estaba bien vivo, se volvió hacia el Gran Patriarca y empezó a perorar.
“Dicen que Ganga era tu madre. Tienen razón, pues eres inconstante como el agua que se entrega a todo el mundo. Diste a Amba, prometida a otro príncipe, a tu medio hermano, que no la quiso. ¡En qué viejo torpe te has convertido! No hay sabias palabras que puedan convertir un engañoso vaquerizo en un dios.” Bhima saltó. Sisupala está muerto, pensé, pero Bhishma lo retuvo.
“Corresponde a Krishna matar a Sisupala”, dijo lacónico y se tornó otra vez hacia la asamblea. Durante un lapso nada ocurrió. Todo el mundo había sido insultado. Ofender al Gran Patriarca era avergonzar a todos los presentes; insultar a Krishna, que se hallaba sereno en medio de las ofrendas, en apariencia tan poco conmovido por las injurias como por el culto que se le rendía, era igualmente pérfido. Para mí, más incluso.
Era Bhishma, como Gran Patriarca de todos nosotros, el que, hubiera sido insultado o no, debía hablar a Sisupala; era él, no nosotros, quien tenía que decidir si Sisupala merecía la reprimenda afable de un mayor o el desafío de un guerrero.

“Sisupala, juzgas las cosas desde tu limitada perspectiva. Tú y tus amigos os movéis por rencores personales. Dices que Krishna mató a un pariente, que es un cobarde, que huyó de Jarasandha y entró disfrazado en su ciudad.” Hubo un largo silencio. No esperábamos que el Gran Patriarca recordase los pecados de que se acusaba a Krishna. El silencio se añadió al silencio y flotaron sobre nosotros sus estratos. La cabeza de Bhishma se le había hundido en el pecho. ¿Nos dejaría en aquel suspenso? Está envejeciendo, pensé, y algo parecido a la piedad despertó en mí. Recé para que, si se había dormido, no empezara a roncar.

Miraba yo a Sisupala para ver cómo recibía él todo aquello cuando una voz dijo: “Krishna no será juzgado por alguien como tú.” Me hizo estremecerme. Llegó de todas partes y las paredes la ecoaron. Era el Gran Patriarca quien hablaba, pero como si su alma hubiese dejado el cuerpo para dirigirse a nosotros. “Eres tú quien será juzgado. Krishna será contemplado como la luz que venció la injusticia, como el destructor de tiranos, como aquel que derrotó el falso Dharma para restablecer el verdadero, como el salvador de los oprimidos, como aquel que podría haber reclamado cualquier reino pero que nunca se puso una corona en la cabeza. Krishna posee conocimiento verdadero, verdadera cultura. Míralo: tus desvaríos y acusaciones lo dejan impertérrito.” Observé a Krishna.

En efecto, la conmoción no lo tocaba y era yo quien sentía transfijo el corazón por las acusaciones dirigidas contra él. Quería levantarme y gritar que Krishna era la única persona altruista que yo había conocido, que cuando Agni le dijo que nombrase un deseo el pidió ser el amigo de Arjuna a través de las eras. De Maya había querido una sabha para Yudhisthira. Ansiaba romper el protocolo y correr a lavarle los pies ante todo el mundo, pero Bhishma hablaba aún... sobre Dwaraka... profetizando: “Cuando Krishna deje Dwaraka, el océano la reclamará.” Y resonó su voz. “Los Andhakas y los Vrishnis perecerán también.” Podía yo ver en los ojos alzados del Gran Patriarca que éste contemplaba el futuro y me estremecí. Bhishma retornó a sí mismo. Sus ojos efundían fuego y su voz, clara ahora y controlada, surgió tronando: “Ahora sabéis por qué Sisupala es un loco que no ve con los ojos del verdadero Dharma. Ahora sabéis por qué los pies de Krishna merecen adoración. Sisupala puede hacer lo que quiera.”

Bhishma volvió la cabeza como retrayéndose de toda acción ulterior.
Sisupala se puso en pie de un salto. “Basta de desvaríos”, rugió, y arrojó una mirada desafiante a toda la asamblea. “¿Cómo es que hemos permanecido sentados escuchando a este viejo orate? Krishna no es siquiera rey. ¿Lo adoráis por sus ojos como pétalos de loto, oh hijos de Pandu? Si es así, poco conocéis lo que es la verdadera moralidad. Y Bhishma, ese hijo de Ganga, menos aun. ¿Y qué decir del mismo Krishna, que ha aceptado este culto? Nuestra gente no ha venido aquí ni por miedo ni por interés.” De nuevo miró a los reyes alrededor en busca de apoyo; éstos movieron las cabezas mostrando acuerdo con él y elevaron un murmullo que Sisupala contuvo con un gesto de su mano. “Venimos a reconocer la dignidad imperial de Yudhisthira porque lo creímos un hombre de virtud. Pero aparentemente su reputación es infundada. Ahora tú, Yudhisthira, y tú, viejo Bhishma, y tú, Krishna, habéis sido puestos en evidencia y vistos en vuestra verdadera luz.”
Varios reyes se levantaron y siguieron a Sisupala, que dejó la asamblea. Yudhisthira se puso en pie de inmediato y se apresuró tras Sisupala. Uniendo las manos, insistió a su modo gentil que no había habido intención de insultar a nadie, que sencillamente se había seguido las instrucciones de un mayor que había demostrado su virtud y poseía un hondo conocimiento de Krishna. El tono de Yudhisthira era tan dulce y conciliador que Sisupala se detuvo, pero el Gran Patriarca clamó: “Yudhisthira, no merece palabras suaves. Este Sisupala es un niño. Si considera inmerecido el culto, déjale hacer lo que crea apropiado.”
Antes de que Sisupala pudiera siquiera abrir la boca, Sahadeva se adelantó y habló con el mismo tono deliberado que Bhishma: “Si hay aquí algún rey que cuestione mi adoración a Krishna, pongo mi pie sobre su cabeza.” Muchos de los reyes no habían oído nunca la voz de Sahadeva y clavaron la mirada en nuestro hermano menor, que tenía la bandeja dorada de las ofrendas aún en las manos y el pie alzado para mostrar la planta. Hermosa y calma era su apariencia. Ni un solo rey se movió.
“Ya habéis oído a Narada. Quien no adore a Krishna puede considerarse muerto aunque viva y será ignorado a partir de ahora.” Sahadeva esperó, examinó lentamente a la asamblea y, luego, con devoción, lavó los pies de Krishna otra vez. Apenas había acabado, cuando Sisupala empezó a instigar a sus aliados de nuevo... tarea fácil ahora, pues aquéllos habían venido a reconocer a un nuevo emperador y se habían encontrado con el insulto. Los monarcas se confabulaban. Yudhisthira se volvió hacia Bhishma, temeroso de que el sacrificio fuese invalidado y derramada la sangre de Krishna, pero el Gran Patriarca seguía inmutable.
“No temas, tigre de los Kurus. ¿Puede un perro matar a un león? Krishna está como dormido,  pero  contémplalo.  Este  rey  de  los  Chedis camina hacia su destrucción; en su compasión, Krishna lo matará y lo tomará en sí”, reverberó la voz de Bhishma desde lejos.
“¡Infame y viejo canalla!” Sisupala estaba de pie y volvía a gritar. “No creerás que todos estos monarcas van a dejarse asustar por un anciano como tú. ¿Y se supone que eres el más sabio de todos los Kurus? ¿Es ésta tu moral? Contigo como líder estos príncipes son como una nave remolcada por un barco a la deriva o como el ciego que sigue a otro ciego. Hemos acudido a un Rajasuya, pero en este último día del sacrificio hemos tenido que soportar tu interminable sinsentido sobre Krishna. ¿Qué, si Krishna de pequeño mató a un buitre? ¿Qué, si Putana cayó muerta al darle de mamar? ¿Y qué, si volcó un carro de una patada siendo un bebé? Y en cuanto a la montaña que se dice que levantó, debió de ser la de un hormiguero. Mientras que en la cumbre del monte se regalaba con un buen banquete. Eso no lo dudamos. Pero, ¿he de darte una lección en cuestiones de Dharma, gran Bhishma? Krishna mató a Kamsa después de comer su comida. ¿Y no has oído que no se puede matar a una mujer? ¿Son éstas las cualidades que valoras? Si fuiste virtuoso alguna vez, es obvio que has dejado de serlo.” Esto fue astuto por parte de Sisupala porque, si bien nadie dudaba del altruismo de Bhishma, la posibilidad de que un hombre virtuoso acabara por caer en el camino era más fácil de aceptar. “Tu celibato es estéril y con toda probabilidad esconde tu impotencia; y no tienes hijos y eres viejo y ningún número de sacrificios puede igualar la posesión de un solo vástago.” A todos se nos removieron las entrañas ante semejante crueldad y, aunque pensé que sería incapaz ya de grosería mayor, lo fue. Comparó a Bhishma con el viejo cisne que se comía los huevos de las aves que se los confiaban. Aun entre los amigos de Sisupala pocos aplaudieron este discurso, pero él era ya incapaz de percibirlo y siguió y siguió.
“En cuanto a Jarasandha, se ha ganado mi admiración eterna por negarse a luchar con Krishna, pues Krishna huyó cobardemente de él. Pero lo que me sorprende, Bhishma, es que, aunque tú extravías a los Pandavas, éstos no sean capaces de ver más allá de ti.” Se volvió hacia los reyes y señaló al Gran Patriarca. “Este loco querría hacernos creer que Krishna es el Señor del Universo. Y quizás se deduce de esto que aquellos cuyo consejero es mujeril y carente de virilidad están destinados a descarriarse.” Podía oír yo el rechinar de los dientes de Bhima y ver la triple y honda arruga que le frunció el ceño. Tenía el aspecto del Señor de la Muerte. Cuando por fin saltó, el Gran Patriarca lo retuvo por segunda vez aferrándole los brazos. Debe decirse en favor de Sisupala que no era ningún cobarde; se rió y pidió al Gran Patriarca que soltase a Bhima.
“Bhishma, tú vives por la compasión de estos reyes.”
“Puede que sea así, pero me importan un comino estos reyes”. Y cuando los monarcas se pusieron en pie, continuó: “Sea yo muerto como un animal o abrasado en el fuego, así alzo mi pie y lo pongo sobre vuestras cabezas. Aquí está el incorruptible Krishna y es él quien ha recibido nuestra adoración. Quien quiera la muerte que desafíe a Krishna.”
“¡Así sea! ¡Ven, vaquerizo!”
Por fin Krishna se levantó. “Primo, he guardado la promesa que le hice a tu madre, Reina de los Chedis. Un centenar de veces he perdonado a su hijo.”
“Me perdones o no, ¿qué puedes hacerle tú a su hijo? Tu hora ha llegado, boyero.” Sisupala desenvainó el arma. Bhima y Sahadeva saltaron para escudar a Krishna. Hubo un resplandor dorado y un susurro. El chakra de Krishna había atravesado el cuello de Sisupala y retornado a su mano. La cabeza cortada de Sisupala permanecía sobre el tronco aún. Él se tambaleó. La cabeza se desprendió del cuerpo y rodó por el suelo. El cuerpo dio un paso adelante y se desmoronó.
Cuando Sisupala cayó, una luz fiera abandonó su cadáver y yo la vi perderse en Krishna.

Los días que siguieron al Rajasuya se vieron asolados por terribles terremotos y monzones intempestivos. Parecía como si hubiese de producirse un maremoto. Muchos de los Rishis interpretaron estos acontecimientos como si la muerte de Sisupala hubiera abierto la puerta a la calamidad. En efecto, aunque Yudhisthira había alcanzado la dignidad imperial, muchos reyes habían partido a la muerte de Sisupala con Dantavaktra a la cabeza. A pesar de que el sacrificio fue culminado y protegido por Krishna, y que se hizo honor a todo el resto de los monarcas, yo deseé que no hubiera sido ésta una ocasión para crearnos enemigos. Los hombres del futuro verían en Krishna un destructor de tiranos, pero de momento acababa de matar a otro de sus familiares. Habíamos nacido para desafiar y recibir desafíos; un destino superior se estaba tramando; había sido el hado del Chedi caer por el disco de Krishna.
Aún había formalidades que observar antes de las partidas. Cada uno de nosotros se ocupó de un rey. Nuestro cuñado Dhrishtadyumna fue enviado a escoltar al noble Rey Virata. Bhima acompañó al Gran Patriarca y Dhritarashtra. Sahadeva despidió a Drona y Ashwatthama, y Nakula fue asignado al padre de Sakuni. Yo realicé parte del camino hacia Panchala con nuestro suegro. En cuanto a la muerte de Sisupala, evitamos discutir cuál sería el resultado.

Yudhisthira era Emperador de Bharatavarsha y, por ahora, no queríamos mirar más allá de esto.
El único rito que quedaba era la extinción del fuego sacrificial.
Dhristaketu, el hijo de Sisupala, un sobrino que todos amábamos, fue nombrado Rey de los Chedis. Fue la primera coronación de Yudhisthira como Emperador y la realizó con afabilidad y elegancia; y se decidió un matrimonio entre Karenumati, hermana de Dhristaketu y Nakula.
Por fin había partido todo el mundo, excepto Duryodhana y Sakuni, que se quedaron para ver la Maya-sabha. Habría sido mejor que Yudhisthira no hubiese renovado esta invitación. Hasta ahora la belleza de la sabha nos había proporcionado sólo placer, pero Duryodhana liberó allí ciertos espíritus elementales malignos de Maya. Había una piscina exquisita cuya superficie imitaba el lapis lázuli; Duryodhana insospechadamente cayó allí y se empapó por completo. Había tenido que permanecer sentado todo el Rajasuya de Yudhisthira y ahora debía ser asistido, secado y recibir ropas frescas por ayudantes que se mordían las mejillas para no sonreír. El orgullo no le permitió a Duryodhana interrumpir su visita de inspección. Llegó al borde de lo que parecía un estanque decorativo. Lo observó con cuidado y vio que, en realidad, era un suelo con incrustaciones; con precavida elegancia empezó a cruzarlo levantándose el vestido... y cayó en la alberca que constituía el doble espejismo de Maya. Draupadi sofocó un acceso de risa, pero Bhima nunca había sido capaz de dominar sus carcajadas. Los criados trajeron ropas secas a Duryodhana por segunda vez y éste los despidió de malos modos. Dispuesto a todo, avanzó a través de una extensión de mármol sólo para darse un golpe fenomenal en la cabeza contra una puerta de cristal. Con Bhima, Draupadi estaba siempre del humor más alegre e irresponsable; no esperaba que nadie la escuchara cuando imperdonablemente dijo: “Ciego como ese viejo murciélago de su padre.” Pero Duryodhana la oyó y nunca olvidaría aquellas palabras. Gandhari había tenido razón acerca de Draupadi.
Para el tiempo en que Duryodhana retornó a Hastinapura, la mortificación se había convertido en odio y éste de nuevo en mortificación. Finalmente, ésta cristalizó de tal modo en su corazón que Duryodhana se encerró en su cuarto y pasó días y noches sin comer, ni dormir, ni hablar con nadie.

En el inquieto respiro que siguió al Rajasuya, la inocente sinceridad de Ghatotkacha nos proporcionó distracción. Le resultaba difícil entender por qué su tío Sahadeva le había impedido saltar y arrancarle el corazón a Sisupala. Ghatotkacha había decidido adoptar a Sahadeva y trataba de convencernos de que hiciésemos presente de él a su clan rakshasa. Quería a Nakula también. El acuerdo final fue que Sahadeva lo acompañaría de vuelta a su bosque con una guardia de arqueros, presentaría sus respetos a Hidimbi y retornaría a nosotros. Todos habíamos llegado a querer a Ghatotkacha. Sus hábitos Mleccha nos hacían ver la extrañeza de algunas de nuestras costumbres. A Ghatotkacha siempre lo inquietaba ver ríos de mantequilla purificada vertidos en el foso del fuego sacrificial. Siempre le hacía rascarse la calva y chuparse un dedo. O, cuando nos aspirábamos uno a otro el perfume de la cabeza, creía que nos olíamos mutuamente buscando signos de amistad o enemistad y quería saber por qué escogíamos la cabeza y no el ombligo.
Nos alivió ver a Yudhisthira jugar a dados con Ghatotkacha y su hijo pues, más que ningún otro, nuestro hermano mayor estaba sujeto por las leyes kshatriya. Carecía de la suficiente ambición personal para que le atrajesen las constantes matanzas y el incesante planear y calcular. Se quedó desolado con la partida de Ghatotkacha.

Cuando éste nos dejó, resultó difícil distraer a Yudhisthira de las probables consecuencias del Rajasuya. Los rapsodas habían dejado de cantar las leyendas de nuestros ancestros; aquel mundo heroico se había apagado, había enmudecido, como si estuviese desapareciendo en realidad por las fauces de la noche para siempre. Lo que le quedaba a Yudhisthira era el recuerdo de la cabeza de Sisupala rodando por los suelos, su cuerpo tambaleándose y desmoronándose. No importaba cuántas veces le dijera Krishna que todo ello había ocurrido tal como debía suceder y que Sisupala mismo, antes de nacer, había escogido el destino de morir a manos de Krishna: Yudhisthira era incapaz de sacudirse el sentimiento de que la tradición y su propia ambición habían provocado aquella muerte. Duryodhana, por otra parte, no había sido apaciguado. Dantavaktra se había marchado con sus amigos y con aquellos de Sisupala que seguían fieles a su memoria, y a nosotros no nos quedaba más remedio que enfrentar el hecho de que muchos reyes nos reprochaban la muerte de su aliado. En resumen, el Rajasuya había endurecido el odio entre nuestros amigos y los enemigos de Krishna. A Yudhisthira le costó más que nunca aceptar que Krishna le recordase que, sobre todo, era un kshatriya.
“Así había de ser. No pierdas el tiempo en remordimientos y sentimentalismos. No es ése el camino de nuestra casta.” Vyasa apoyó las palabras de Krishna.
Narada había visto en su trance las cosas tan terribles que habrían de seguir, pero nosotros tuvimos cuidado de ocultárselas a Yudhisthira y planeamos su partida de tal modo que Narada se fue sin hablar de ellas. Sin embargo, al despedirse de Vyasa, Yudhisthira le preguntó qué veía del futuro. ¿Habría paz por fin y la era de armonía que él tanto anhelaba, o era inevitable la guerra con aquellos reyes airados?
“No sólo la guerra”, repuso Vyasa, “sino guerra a una escala que nunca se ha visto todavía. Los kshatriyas se destruirán. Soñarás con Shiva sentado en su toro y mirando al sur... a la muerte. Pero ocurra lo que ocurra, no sufras; todos estamos ligados al tiempo y al destino.” “Maestro, ¿qué sentido tiene, pues, que yo sea Emperador, si no puedo impedir estas
cosas?”
Vyasa lo observó con sus hondos ojos compasivos y dijo: “Aun en el caso de que te hubieras arrojado al fuego sacrificial, no habrías podido impedirlo, nieto mío. No, no puedes. Y no sólo no puedes, sino que serás la causa inmediata del desastre. Acepta tu dharma. Gobierna la tierra con paciencia.”
Yudhisthira, que había sospechado durante mucho tiempo la vanidad del Rajasuya, cuestionó ahora -y así lo hicimos todos en nuestras mentes y corazones- sus beneficios. Si Krishna no hubiera estado con nosotros, habríamos perdido la perspectiva de las cosas. Sólo su visión de una nueva Bharatavarsha nos sostenía.
Diez días después de la partida de Vyasa oímos al alba el trueno de las ruedas de un carro. Salwa había atacado Dwaraka. Por primera vez al abandonarnos, Krishna tomó las riendas de su carruaje con sus propias manos. No había tiempo para ceremonias.
Gritó mientras partía: “¡Yudhisthira, ten cuidado! Duryodhana... nunca te perdonará.” Sus últimas palabras parecieron molerlas las ruedas de su carro. Anhelé ir con Krishna a la batalla, pero ahora estábamos todos encadenados por la dignidad imperial de Yudhisthira. No era el momento de dejarlo.
Me quedé observándolo. Los interrogantes se arremolinaron en mi mente como el polvo de las ruedas del carro de Krishna.
¿Nunca nos perdonará Duryodhana? ¿Significará eso la guerra? ¿La guerra con nuestros primos? ¿Y qué ocurrirá con Ashwatthama y nuestro acharya, que debían alianza a tío Dhritarashtra? ¿Tendríamos que luchar contra ellos? ¡Y Bhishma! Al lado de Krishna éramos como niños. La defensa que el Gran Patriarca hizo de él me sacudió hasta el punto de hacerme comprender qué poco sabía yo de Krishna. Nosotros confiábamos en él y, sin embargo, yo tenía miedo.

El sonido de la partida del carro de Krishna nos resonaba aún en los oídos, cuando Yudhisthira nos convocó a su pequeña cámara del Consejo. Nos sentamos con los ojos cerrados, al borde de las lágrimas, y aguardamos silenciosos, temiendo que una palabra las hiciese manar.
Yo buscaba en vano un medio de consolarlo cuando le oí comenzar: “Si yo he de ser la causa de la aniquilación de los kshatriyas, ¿por qué vivir? Si mi muerte puede impedirla, ¿qué hago entonces en esta tierra?” Durante un instante callamos: un mundo sin él sería un mundo sin justicia. Bhima perdería su fuerza y yo la destreza de mis armas y el vino su virtud. ¿Para qué nos habían otorgado los dioses aquellos dones, si no era para sostener con ellos a nuestro hermano mayor? Las lágrimas inundaron los ojos de Bhima. Antes de oír sus sollozos, salté de mi asiento y me postré ante Yudhisthira, cogiéndole ambas manos.
“Hermano, la realidad es que no podemos saber lo que nos deparan las cosas.”
“Vyasa ha dicho que soñaré con Shiva sentado en su toro mirando al sur... la muerte. He tenido ese sueño, así que yo sí lo sé, Arjuna.”
“Hermano, no sólo porque eres el mayor y sin ti no somos nada, sino porque eres ahora el Rey de Reyes, no tienes derecho a este desánimo. Es ésta una hora para permanecer firmes en la verdad y en la razón. Recuerda que realizamos el Rajasuya para que nuestro padre pudiera ser feliz en los cielos. No te arrepientas de nada, hermano. Haz lo que dice Vyasa. Haz lo que dice Krishna. Gobierna la tierra con paciencia. Sacúdete de encima ese sueño. ¿Qué ganaría la Tierra con tu muerte? ¿Quién quedaría para gobernarla con paciencia y justicia? ¿Duryodhana? Eres tú el Dharmaraj. Cuando el Emperador no cumple su deber, ¿por qué habría de hacerlo cualquier otro hombre? Es tu muerte la que constituiría la causa de la destrucción universal.” El mentón de Yudhisthira seguía hundido en su pecho. Sus ojos estaban cerrados y yo sentía exánimes sus manos en las mías. ¿Había oído él siquiera mis palabras?
“Vive para conjurar la profecía”.
Abrió los ojos. “¿Cómo? ¿Cómo?”, dijo. Percibí que algo despertaba en él.
“A ti se te dio la sabiduría, hermano. Ésa es la razón de que seas Emperador. Ésa es la razón de que Krishna y Vyasa te sostengan. ¿Es que pueden equivocarse ellos dos? ¿Permitirías que alguien como Jarasandha reinase en tu lugar?” Las manos de Yudhisthira se hurtaron a las mías y era él ahora quien me las aferraba.
“No”, dijo. “No...”
Pero durante los días que siguieron vivimos en la sombra de esta predicción.
La necesidad de la muerte de Jarasandha había despertado acuerdo en interés de la paz y el Dharma; pero ésta había causado luego la de Sisupala. Ahora Salwa, su aliado, había sido incitado a atacar a los Yadavas en Dwaraka. Krishna podía matar a Salwa, pero esto tampoco conduciría a la paz. Este tipo de argumento, aunque irrefutable, estaba en contradicción con nuestra condición de kshatriyas. Si se llevaba muy lejos, quitaba el sentido a toda nuestra historia y a las leyendas que los rapsodas cantaran. Nuestro ancestro, Kartavirya el gran héroe, había masacrado prácticamente a todo el mundo ario para construir su imperio y después de él Parashurama destruyó a los kshatriyas para asegurar la paz. El padre de Bhishma, Shantanu, había dado sangrientas batallas para poder realizar el sacrificio del Rajasuya y ser Emperador. El kshatriya piensa en términos de endurecer sus músculos y su corazón y entrenar su ojo para la próxima batalla, la próxima victoria... pero nuestro hermano no había nacido para pensar así.
Draupadi lo sosegó y lo sostuvo, y con su ingenio y ternura lo sacó de aquella tristeza, pero ni siquiera ella pudo disipar del todo la confusión que había descendido sobre su mente.
Aparte de Draupadi y a veces los niños, la única compañía que Yudhisthira buscaba era la de su perro favorito Raja. Yo estaba seguro de que se hablaban uno a otro en silencio y una vez oí a Yudhisthira murmurar: “Tienes suerte. Tú no sabes quiénes son tus primos.”
Cuando Draupadi lo oyó, se enfureció. Una vez llegó a decirle: “Basta ya... Eres un Emperador. Si sigues lamentándote y gimiendo nacerás criada en tu próxima vida.” Todos sentimos el chicotazo de la lengua de Draupadi. No había mujer que se dirigiese a su marido como ella lo hacía cuando se sentía provocada.
Tenía mucho que decirme acerca de lo ‘oportuno’ de mi peregrinación y había convertido la expresión ‘el peregrinaje de Arjuna’ en sinónimo de irresponsabilidad. Yo sabía que me quería más que a nadie, así que le pregunté si sus otros cuatro maridos no habían bastado para suplir mi ausencia; pero, en realidad, no había sospechado que hablase nunca al mayor de aquel modo tan duro.
Sin embargo, aquello funcionó mejor que ninguna otra cosa.

Empezábamos a olvidar las predicciones cuando tío Vidura llegó de Hastinapura con la invitación de Duryodhana, ya famosa, al juego de dados regio.
La llegada de tío Vidura nos cambió el humor a todos. Fueran buenas o malas sus noticias
-y, puesto que venía de Hastinapura, serían malas-, sentimos un gozo inmenso al verlo. Era nuestro benefactor y, si las noticias eran malas, él sabría qué debíamos hacer. Pero, aunque tío Vidura  era  experto  en  asuntos  de  estado  y  el  primero  en  la  ciencia  del Nitishastra  -el conocimiento del comportamiento humano-, no podía hallar salida ninguna de la trampa que él había sido enviado oficialmente a tendernos.
Fue en el exquisito salón de recepciones de Yudhisthira, que miraba a una fuente de cristal bajo las sombras de rosales y blancos y dorados árboles champak, donde nos reunimos con tío Vidura. Yudhisthira, que nunca olvidaba la cortesía, comenzó: “¿Llegas en paz y felicidad, tío? ¿Cómo está nuestro tío Dhritarashtra, el rey sin pecado? ¿Y sus hijos? Espero que no causen trastornos a su padre y que el pueblo de Hastinapura obedezca las leyes del anciano monarca.”
Tío Vidura, en obediencia a las formas, dijo que el rey estaba satisfecho de sus hijos, que eran obedientes y gobernaban la nación como el mismo dios Indra.
“El rey”, pausó, “pide por vuestra paz y prosperidad.” Pausó de nuevo y, sabiendo que el tío Vidura nunca tenía dificultad en exponer las peores cosas, mi corazón se hundió.
“Duryodhana  ha  construido  un  magnífico  palacio,  inspirado  por  vuestra  propia Maya-sabha. Estáis invitados a visitarlo. Se llama el Palacio de Cristal, pues lo sostienen diez mil columnas de cristal.” Llegó entonces a la médula del asunto: “Y, Yudhisthira, tú estás invitado a una partida amistosa de dados...” Aquí el protocolo de tío Vidura se rompió: “... Con los jugadores más grandes y tramposos del mundo.” Y retornó a los convencionalismos: “Que la orden del anciano Rey sea de tu aprobación.”
Todos observamos a Yudhisthira, rezando para que quebrase su voto, para que se enfureciese. La destrucción del mundo kshatriya no era nada, si el código regio había de obligarnos a aceptar aquello. La respuesta de Yudhisthira fue mansa.
“El juego conduce a disputas, pero yo me dejaré guiar enteramente por ti.”
“Lo sé, lo sé... lo sé. Y lo he intentado, de verdad lo he intentado. Es una locura.” Tío Vidura, aquel paradigma del autocontrol, había perdido la calma. Yudhisthira le acarició las orejas a Raja.
“¿Contra quién tenemos que jugar?”
“Duryodhana... y Sakuni, los tramposos más astutos de la Tierra.” Raja gritó y se alejó; la mano de Yudhisthira siguió crispada.

“¿Y ese anciano rey ciego lo permite y te ha enviado?” Mis palabras estranguladas fueron sofocadas casi por el gruñido de protesta de Bhima.
“Lo ha intentado”, repuso tío Vidura alargando la mano para confortar a Raja. “Mi hermano ha intentado impedirlo. Nunca ha tratado de detener a su primogénito con tanta fuerza como ahora. Me duele el corazón de oírle hablar con tanto remilgo: ‘Duryodhana, eres el hijo mayor de mi mujer principal. Todas mis riquezas están en tus manos. Toda tu familia está a tus órdenes. Las mejores telas se usan para tus ropajes. La comida más escogida es la que se te sirve a ti. Los corceles más ágiles son los que te portan. Tienes las mejores mujeres, los lechos más confortables, palacios que sólo pueden verse en el cielo... y aún se te ve enflaquecer.’ Ya sabéis cómo pasa el rey la mano por la cabeza y los brazos de su hijo. Vive con el miedo perpetuo de que Duryodhana se quite la vida.”
Bhima saltó: “Pero seré yo quien se la quite.”
“Yudhisthira, hijo mío, Duryodhana proporcionó a su padre la cuenta más detallada imaginable de los tributos que se te ofrecieron en el Rajasuya. Había memorizado el número de las jarras de oro que los brahmines te habían traído y sabía exactamente qué gemas había incrustadas en cada una de ellas. Sabía cuántos miles de elefantas y de camellas y de pieles negras y rojas de corzo y de mantas de lana teñida y de otras telas te regalaron, y el número de las sedas y purasangres traídos para ti por el Rey Bhagadatta, y de espadas con empuñaduras de marfil adornadas de diamantes. Todo el mundo tiene en palacio un detallado inventario en la cabeza. Diez mil asnos de cuello negro ofrecidos por el pueblo de Vahlika y los cueros de los ciervos de Ranku y las sedas y las suaves pieles de borrego y las espadas largas y cimitarras y las destrales y las hachas de combate bien afiladas; los tributos de perfumes y gemas y alfombras de seda con hilos de oro y los lechos de preciosas incrustaciones y los carros de oro y las pieles de tigre y los paramentos de elefantes; las armaduras y las suaves y largas escobillas traídas por las tribus montañesas y los árboles y flores; el número de las bestias traídas desde todos los rincones del mundo y el lapislázuli y las perlas portadas por el Rey de los Sinhalas... suficientes para tachonar los muros de una multitud de palacios. Pasa noches enteras dando detalle del tributo mientras ese padre enamorado y atormentado lo escucha, angustiado a veces, pero también codicioso, acariciando en todo momento la frente de su hijo. Duryodhana vive y revive el Rajasuya. Si alguna vez necesitas un inventario de todo lo que has recibido, está en la cabeza de Duryodhana. Le tortura como una docena de punzantes cuchillos que todos los reyes coronados sirvan y adoren a su primo, que un rey unciese sus caballos para la ceremonia de la coronación mientras que otro, con sus propias manos, ajustase el asta del estandarte, y aun otro sostuviese la cota de malla, y que el Rey Ekalavya, el que de pulgar carece, estuviese dispuesto a ponerle los zapatos: ‘Un rey para el carcaj; un rey para el arco; un rey para la espada’, sigue y sigue diciéndole a mi hermano.” La voz de tío Vidura transmitió el destello de la histeria creciente de Duryodhana. “Pero ¿sabéis qué es lo que más le perturbó? El constante estallido de las caracolas en señal de que habíais alimentado a cien mil brahmines.”
“Y así”, dijo Yudhisthira, “su padre por fin consintió.”
“Aun entonces mi hermano trató de razonar con él. Sus palabras fueron: ‘Tú y tus primos compartís el mismo abuelo. Envidiarlos trae pesares. Dañarlos es amputarte los brazos.’ Pero cuando vuestro primo habló de la humillación que había sufrido al caer al estanque artificial y de que Draupadi y Bhima se habían reído, su padre se rindió. Vuestro tío Dhritarashtra es de mente débil y empezó a filosofar diciendo que aquello era la voluntad del destino, que todo el universo se mueve por la voluntad del Creador y que él era impotente frente a Duryodhana. ‘Vidura, te lo ordeno’, dijo.” Y tío Vidura se cubrió el rostro con las manos.
Yo podría haber llorado por él, podría haber llorado por todos nosotros, pero las lágrimas no servían de nada ahora. Nada servía. Yo sabía que el voto de mi hermano y el código regio le harían aceptar y que, en cualquier caso, un rechazo por nuestra parte se convertiría de inmediato en una provocación para la guerra. Los reyes que se habían marchado a la muerte de Sisupala no nos ayudarían y los otros, nuestros amigos, no se apresurarían a volver tan pronto después del Rajasuya. Krishna estaba aún defendiendo a su propio pueblo contra Salwa en una guerra que se prolongaba y habíamos oído que Pradyumna, su hijo mayor con la Reina Rukmini, había sido capturado o asesinado. Era el momento estratégico para Duryodhana. Aceptarlo era abocarnos a la ruina. Rechazarlo era invitar la guerra. Sakuni era conocido por jactarse de su habilidad para las trampas. Nadie lo había ganado nunca. A Yudhisthira le gustaban el ajedrez y los dados, pero siempre perdía con Draupadi. La única persona a la que había ganado regularmente era Ghatotkacha e incluso con éste se veía obligado a veces a decir: “He dejado ganar a Ghatotkacha esta noche.”
Permanecimos en silencio. ¿Qué se podía decir?
Bhima intervino finalmente: “Quieren robarnos Indraprastha.”
“Qué buena idea fue ponerlo a cargo de los regalos durante el Rajasuya”, dijo Draupadi. “Sí”, repuso tío Vidura. “No podía ni creer que semejantes riquezas existiesen en Bharatavarsha y verlas, encima, en un solo lugar... Hubiera sido mejor que nunca visitara la Maya-sabha. Yo le dije que él había querido Hastinapura y que la había tenido, mientras os daba aquella porción de terreno yermo. Mis palabras no hallaron oídos. Empezó a explicarme lo que es la ley. A mí, el Primer Ministro, que he pasado toda mi vida estudiando las ciencias... Llegó a decirme  que  los  miembros  más  jóvenes  deben  toda  su  riqueza  al  cabeza  de  familia, Dhritarashtra.”
“¿Qué dice el Patriarca?”, preguntamos.
“No quiere tener nada que ver con todo ello.” “No aceptaremos”, dijo Draupadi.
“No tenemos que aceptar”, gritó Bhima.
“Así es”, repuso tío Vidura. “Pero, si no lo hacéis, Duryodhana pretende llamar a Dantavaktra y sus amigos para tomar Indraprastha por la fuerza. Sólo estará vengando el insulto.”
“Arjuna y yo los derrotaremos”, intervino Bhima. “¿Cuántas veces nos ha dicho Drona que la batalla depende de los grandes guerreros de los carros? Nadie puede compararse con nosotros en Hastinapura. Ni Bhishma, ni Dronacharya, ni siquiera Ashwatthama, aunque algunos dicen que se ha hecho muy amigo de Duryodhana, lucharían en una ocasión tan corrupta. Eso deja sólo a Karna, que no es malo, pero puede caer por Sahadeva o Nakula.” Tío Vidura sacudió la cabeza.
“Bhishma desprecia a Sakuni, pero...”
“¿No querrás decir que el Gran Patriarca puede implicarse en los planes de Sakuni?”, dije yo al fin. Era la primera vez que oía a tío Vidura hacer un juicio de alguien que rayaba en lo imposible.
“Sabemos que incluso Bhishma tiene un punto débil. Si no por otra razón, Sisupala se merecía que le cortasen la cabeza... pues recordó al Patriarca que había comido la sal de mi hermano, cuando en realidad el trono de los Kurus era suyo por derecho.”
Casi lo habíamos olvidado nosotros mismos pues, desde que lo conocíamos, se había comportado siempre de un modo tan retraído en cuanto a las cuestiones de la corte que nunca recordábamos que era el heredero del Emperador Shantanu y que el trono le había llegado a tío Dhritarashtra gracias a su renuncia. Yudhisthira, tío Vidura, Bhishma, ¡qué tres grandes hombres! ¿Cómo podía ocurrir que fuesen tocados siquiera por canallas como Sakuni? ¿Por qué no podíamos prevalecer nosotros? Tuve como un presentimiento de lo que tío Vidura diría a continuación.

“¿Sabéis? Los hombres que como Bhishma son capaces de asumir votos de tal naturaleza se imponen ideales tan elevados que hacen las cosas difíciles. Dhritarashtra debería sentirse en deuda con él. Pero no es así. Hace mucho que ha olvidado, si es que ha llegado a recordarlo alguna vez, que por derecho el Gran Patriarca es rey, o lo sería ahora mismo si decidiese renunciar a su voto, cosa que todos sabemos que no hará. Bhishma se siente deudor de Dhritarashtra cada vez que se come un mango o un grano de uva o un tazón de cuajada. Tal es su carácter... y ya sabéis lo sobrio que es incluso en su dieta. Si llega la guerra, lo oiremos decir:
‘No puedo luchar contra aquel cuya sal he comido’. Y Drona no puede hacer menos, porque él sí está a las órdenes del rey y su orgullo es fiero. Aunque te ama, Arjuna, no puedes haber olvidado que eres el yerno de Drupada.” Tío Vidura no era gratuitamente un maestro del Nitishastra: nos estaba diciendo lo que siempre habíamos sentido, pero nunca puesto en palabras. Nosotros cinco y Madre Kunti habíamos notado los mil modos en que el Gran Patriarca observaba la precedencia de tío Dhritarashtra, aunque era él quien encarnaba el Dharma y el que era el gobernante a los ojos del pueblo.

La decisión de Yudhisthira prevalecería por más amarga que nos resultase. Yudhisthira vio en esta invitación de Duryodhana el primer movimiento en una secuencia que conduciría al baño de sangre profetizado por Vyasa. Su corazón oía ahora las palabras del maestro y se encogía: “Y serás tú la causa de la guerra. No puedes evitarlo.”
Todo lo que nuestro hermano podía pensar era cómo no ser la causa, cómo salir de la trampa de Sakuni. Un sólo amigo había con la ciencia política suficiente como para aconsejarnos, pero estaba inmerso en su propia guerra a cientos de millas de distancia.
“Sakuni jugará contra nosotros...”, dijo Yudhisthira, hueca su voz de desespero. “Sakuni, Rey de Gandhara. ¿Sabéis de qué presume? ‘Mi arco es el juego, mis flechas
son los dados, la cuerda de mi arma son las marcas que les hago, mi carro es el tablero”, dijo tío
Vidura.
“¿Quién más?”
“Los hermanos de Duryodhana, Satyavrata, Purumitra, Jaya...”, respondió tío Vidura. “Bonito lote”, intervino Sahadeva. “No hace falta que nos molestemos en buscar un día
auspicioso. En este caso, no puede haberlo.”
“Tómate tiempo. Piensa en ello, Yudhisthira. Todos tenemos que pensar en ello”, dijo
Nakula.
“No hay nada que pensar”, replicó Yudhisthira. “Negarse significa la guerra. Tío, acepto.”

La idea de cruzar las puertas de Hastinapura nos colmaba de una sensación mórbida. Los sirvientes no osaron tratar de consolarnos. Las palabras joviales sonaban como mazas sobre la piedra. En la casa del lago y bajo la amenaza de que se nos asase vivos, no habíamos sentido esta sorda impotencia.
No se trataba sólo de que todos hubiéramos asumido el voto de seguir la decisión de nuestro hermano, ni de que dhármicamente él ocupase el puesto de nuestro progenitor: una fuerza más poderosa aun que la del deber sagrado nos obligaba a no oponernos a él. Bhima y yo, que odiábamos esta idea de correr hacia la trampa de Sakuni, no nos atrevíamos a mirarnos uno a otro, como si nuestros ojos, al cruzarse, fuesen a clamar su protesta a los cielos. Todavía menos nos atrevíamos a mirar a Draupadi. Las lágrimas le corrían por el rostro, pero no protestaba. Por una vez, yo habría agradecido que lo hiciera. Nuestra madre la tomaba en sus brazos y las dos lloraban en silencio. Todo se hacía en silencio. Los cinco hermanos nos sentíamos como tigres enjaulados. Sólo cuando estaba a punto de subir al carro, dejó escapar Draupadi un grito tan agudo que nos hizo estremecer y los perros se pusieron a aullar y gemir. Su mirada de angustia recorrió el palacio, la Maya-sabha, los establos, la nueva academia militar... luego se tornó hacia Yudhisthira. Con los ojos encendidos de furia y los dientes prietos resultaba temible.
“En honor a tu precioso dharma vas a darle todo esto a Sakuni. Nos pertenece a nosotros. No sé por qué no me corto el cuello aquí mismo. Tú te mereces todo lo que va a ocurrir, pero nosotros no. No piensas en todos aquellos que nos siguieron para empezar una nueva vida en Indraprastha.” Era terrible decirlo, verdadero pero injusto porque, aunque Yudhisthira parecía entero, estaba angustiado. Pasó él una última y desconcertada mirada sobre Indraprastha y murmuró: “El destino ciega la razón. Nos vapulea como marionetas en su camino.”

Fuimos espléndidamente recibidos por Duryodhana a las puertas de Hastinapura con su dulce y joven mujer, que nos dio la bienvenida con flores y graciosas palabras. Duhsasana, Karna, Sakuni y un buen puñado de hermanos de Duryodhana habían acudido allí también: en resumen, todos los bribones de Hastinapura. Lo único agradable de esta recepción fue que Bhishma, Dronacharya, Ashwatthama y Kripacharya no estaban allí. Por supuesto, tampoco tío Vidura.
Fuimos conducidos ante Dhritarashtra. Representó su papel de tío inmensamente jubiloso por nuestra llegada... y sí estaba jubiloso. Derramaba lágrimas, nos buscó a tientas para abrazarnos y ceremoniosamente aspiró el perfume de nuestras cabezas. Sí, lágrimas reales... y no dudo de que una de cada tres corría de afecto y remordimiento, mientras las otras dos lo hacían con la gozosa anticipación de hacerse con todo lo nuestro para su Duryodhana. Tío Dhritarashtra era el viejo loco más caótico de este mundo, y su mezcla de sensiblería y artimañas no había sido nunca tan grotesca como ahora. Bhima y yo tuvimos que hacer de tripas corazón para recibir su abrazo. Nuestra madre se sometió, y lo mismo hicieron Yudhisthira y los mellizos, pero Draupadi se estremeció y se apartó como si estuviese a punto de picarla un bicho.
El Patriarca nos saludó con tristeza. Dronacharya y Kripacharya estaban avergonzados y Kripi lloró. Ashwatthama me miró con lágrimas incipientes.

Todos queríamos que el juego acabase tan rápido como fuera posible, pero se habían organizado para nosotros varios tipos de diversiones ‘preliminares’. Hubo espectáculos de marionetas y fuegos artificiales y juglares y lucha libre. Los músicos y los cantantes venían a nuestras habitaciones para acompañarnos al sueño, pero yo no podía dormir. Vinas y flautas y tamboriles entonaban los ragas adecuados para cada hora del día. Por la mañana nos despertaban cantores ensalzando las proezas de nuestros ancestros Pandu y Puru.
“¿Por qué no hace algo el Gran Patriarca?”, preguntábamos.
“Porque”, respondió tío Vidura hablando por primera vez, “Karna, Duryodhana y sus hermanos han decidido desbancarlo. Adulados por los reyes a los que han invitado, están dispuestos a cortarle el cuello. Él esto lo teme poco. Lo que no quiere es la guerra que estallaría a continuación.”
Por fin acudimos al Palacio de Cristal. Era lo bastante espectacular como para deslumbrarnos, si hubiéramos estado de humor para ello. Murmuramos una superficial apreciación. Draupadi no pudo venir con nosotros, pues estaba en su periodo, y nos sentimos más ligeros con su ausencia. Sería un respiro cuando acabara todo aquello. Yudhisthira tenía una mirada de serena determinación. Por fin estábamos frente al enemigo.
Había cinco tronos en el estrado: Bhishma y tío Vidura se sentaban en el nivel superior con el tío bisabuelo Vahlika junto al pilar. Debajo se hallaba el trono de Duryodhana. Tenía a cada lado uno más pequeño y más modesto para cada uno de los acharyas. Más allá, a cada lado, estaban los asientos cubiertos de piel de corzo para nuestro guru Dhaumya y el Rey Somadatta. A la derecha estaban los cantores y a la izquierda los Rajanyas. No me gustó esta disposición.

Una partida amistosa no requería semejante muchedumbre.

No lejos del trono había una plataforma baja cubierta de alfombras de seda. Atrajeron mis ojos el tablero de marfil sobre el que correrían los dados y el cubilete recamado de oro que ahora los mantenía ocultos en su seno, como astras gemelos.

Yudhisthira, tras ser objeto de la bienvenida ceremonial de los preceptores, permaneció en la puerta para recibir a nuestros mayores. Luego, se sentó junto a la mesa baja de juego. De su rostro había desaparecido la angustia y yo entendí al fin lo que Draupadi no debió de ignorar en ningún momento: Yudhisthira se sentía liberado. Indraprastha perdida, no habría más huesos por los que disputar. Ahora tenía que soportar los procedimientos.
Con una voz fuerte apenas para que lo oyeran las personas que le importaban, Yudhisthira dijo: “¿En verdad hay que pasar por todo esto?”
“Pongámonos de acuerdo sobre las reglas y las tiradas de dados”, fue la respuesta de
Sakuni.
“El juego no es realmente una actividad kshatriya”, repuso nuestro hermano. “Los dados son un juego de Reyes.”
“Uno taimado, en verdad.”
“Rechaza el desafío, pues, Yudhisthira. Tú y tus hermanos podéis correr a casa.” Incluso dicho sin desprecio, esto habría constituido un insulto imperdonable para un
príncipe. Tal como lo fue, Bhima estaba ya pronto a saltar, pero Yudhisthira lo retuvo con la mano.
“Nunca he retrocedido ante un desafío. ¿Quién juega?”
“Yo juego”, dijo Sakuni. Hubo murmullos a ambos lados del salón. “Yo haré las apuestas”, intervino Duryodhana rápidamente.
“Nunca he oído que se juegue por medio de un representante”, repuso Yudhisthira. “Pero da igual. Empecemos. Apuesto este collar arrojado por el océano.” Tomó de su cuello la triple sarta de perlas, que reposó centelleante sobre el marfil. “¿Y tú?”
“Gemas sin precio y monedas de oro”, respondió Duryodhana depositándolas sobre la mesa también.
Yudhisthira tiró los dados; después Sakuni. “Yo gano”, dijo Sakuni con naturalidad.
“Apuesto todo lo que hay en mi tesoro contra lo que hay en el tuyo”, dijo Yudhisthira. Hubo un murmurio más fuerte esta vez, interrumpido por el tamborileo de los dados.
“Yo gano”, dijo Sakuni de nuevo.
“¿Quién gana?”, susurró Dhritarashtra al oído de tío Vidura, pero todos lo escuchamos. “Apuesto mi carro y sus ocho caballos blancos como la luna con sus cascabeles de oro y
sus asientos forrados de piel de tigre”, dijo Yudhisthira. Los dados danzaron y rodaron en la mano de Sakuni para caer en el marfil.
“Yo gano”, la voz de Sakuni tenía una hipnótica pulsación. Yudhisthira efundía una sonrisa introvertida. ¿Estaba atrapado ahora por el ritmo seductor del juego?
“¿Quién gana?”, preguntó tío Dhritarashtra a Sanjaya con una ansiedad apenas disimulada. Todo el mundo esperaba oír a Yudhisthira detallar sus pérdidas.
“...Un millar de bailarinas vestidas de seda y de oro y diestras en las sesenta y cuatro
artes.”

“Mío otra vez.” Los dados obedecían a Sakuni. A momentos, yo los veía rebotar en el
dedo meñique de Sakuni cuando emergían del cubilete. Sus trampas a los dados se realizaban con la misma consumada habilidad que su manipulación de la corte Kaurava.
“Mis servidores vestidos de sedas.”
“...Dos mil elefantes plateados, encintados de oro, cada uno de ellos con seis elefantas.”
“Yo gano.”
“¿Quién gana?” Todo lo que a tío Dhritarashtra concernía era horrible hoy. Su boca flácida mostraba codicia, sus párpados pestañeaban como si quisiera ver. Después, la voz de Duryodhana de nuevo: “Apuesto igual número de carros con sus caballos, con sus guerreros, cuyo salario en oro es de mil monedas al mes.”
A continuación, Yudhisthira apostó su ejército y lo perdió. Perdió su granero y sus barcos. Tío Vidura se tornó hacia tío Dhritarashtra y le susurró algo al oído que todos volvimos a escuchar: “Amarga medicina será ésta para ti, hermano: tu hijo está haciendo trampas y esto acabará en la destrucción del mundo. Cuando Duryodhana nació, deberías haberlo destruido. No es demasiado tarde. Deja que Bhima lo mate en un acceso de furia. Por el bien de una tribu, uno puede aniquilar un hombre; por el bien de un país, uno puede destruir una aldea; por el bien del ser verdadero de uno mismo, todo el mundo puede ser destruido. Sálvate a ti mismo, hermano.” El traqueteo de los dados fue la respuesta. Era demasiado tarde en cualquier caso. Yudhisthira lo había perdido todo. Nosotros lo habíamos perdido todo. En este momento en que se nos despojaba de todas nuestras posesiones, me descubrí agradecido, por mí mismo y por
todos los demás, en especial por Yudhisthira, de que Draupadi no estuviese presente.
Draupadi. Draupadi. Recé para que apareciese Krishna. Recé para ver la cabeza de Duryodhana, aturdido, a punto de caer del cuello tajado por el chakra de Krishna. Esperé que diese un paso adelante. Lo hizo y miró hacia abajo a Yudhisthira, pero su cabeza siguió sobre el tronco. Krishna estaba a miles de yojanas de allí, inmerso en su guerra con Salwa.
Sakuni había rodeado el tablero de juego y le ponía ahora el brazo a Yudhisthira sobre los hombros. Lo miró a los ojos con una sonrisa afable y dijo: “Vamos, Yudhisthira, no lo has perdido todo.”
“Sí, todo lo he perdido”, respondió aquél. Sonaba como un niño.
“No, mi niño.” Encendía los ojos de Sakuni una especial intensidad cuando se inclinó hacia Yudhisthira y su diadema tocó casi la frente de nuestro hermano mayor. “No lo has perdido todo.” Había llamado ‘niño’ al Emperador de Bharatavarsha. En cualquier otro momento... pero me inundó la esperanza: todo aquello tenía que significar que había querido dar a Yudhisthira una lección, castigar a Draupadi y a Bhima por reírse.
“Aún conservas las mayores riquezas de todas. Ahí.” Sin volverse, señaló a Nakula. “¿No es ese hermosísimo príncipe oscuro parte de tu mayor riqueza?”
“Sí. Sí, lo es.”
“Es verdad. ¿Y no obedece él cualquiera de tus deseos? ¿No es cierto que, comparado con él, lo que has perdido no es nada?”
Hubo un profundo silencio en la cámara. La gente se inclinó hacia adelante, incapaz de comprender lo que estaba pasando. Yo todavía pensé que Sakuni iba a decirnos que nos poseíamos a nosotros mismos, que, según los shastras, es todo lo que tenemos derecho a poseer; y empecé a esperar que luego nos lo devolviera todo con una palmada paternal. Nuestra vergüenza serviría de bálsamo a las heridas de Duryodhana.
“Los Pandavas os jactáis de ser como uno, de que el mínimo deseo del mayor es como una orden divina. Demuéstralo, Yudhisthira. Apuesta a Nakula y recupera todo lo que has perdido.” Había un reto en la voz de Sakuni. Sentí un grito de guerra estrangularse en mi garganta. Bhima gruñía como un tigre... bajos rugidos vibrantes que le ascendían del estómago. “Sí, apuesto a Nakula, este príncipe oscuro de belleza incomparable”, dijo Yudhisthira.
Los dados tamborilearon de nuevo. Atravesaron ruidosos mis pensamientos para derramar su estrépito en el tablero.
“Yo gano”, dijo Sakuni con una voz como el aceite, el terciopelo. “Y no querrás separar a los mellizos.”

“No, no quiero”, repuso Yudhisthira. “Apuesto a Sahadeva.” Mi mente recorrió posibilidades. Yudhisthira nos perdería a todos tan rápido como fuera posible; luego nosotros mataríamos a Sakuni. O acaso esto era algo arreglado de antemano entre Sakuni y él para apaciguar a Duryodhana. Ninguna otra explicación era posible. Sakuni ganó a Sahadeva.
“Yudhisthira, ¿no querrás ofrecer a Arjuna, hijo de tu misma madre?” Sakuni recibió exactamente la respuesta que quería.
“Es inútil tratar de crear discordia entre nosotros. Los mellizos no son para mí ni menos ni más que mi hermano Arjuna. Apuesto a mi hermano Arjuna, el mejor arquero del mundo.” Antes de que las palabras acabasen de salir de su boca, Yudhisthira había agitado y arrojado los dados. Sakuni jugó.
Yo era un esclavo.
Yo, perdido. En el tiempo que costó apostar y volver a tirar los dados, lo estaba Bhima también. Sonaron gritos de ‘¡Vergüenza!’, que crecieron más y más. El Gran Patriarca Bhishma estaba inmóvil como piedra. Dronacharya y Kripacharya lloraban abiertamente y Ashwatthama sollozaba. Tío Vidura, incapaz de seguir mirando, se ocultó la cabeza entre las manos. Vahlika, Somadatta, Sanjaya, Ashwatthama, Bhurisravas y Yuyutsu murmuraban enfurecidos.
Y entonces Sakuni dijo: “Aún queda un hermano, Yudhisthira Dharmaraj.” “Me apuesto a mí mismo”, respondió Yudhisthira con voz ecuánime.
Rodaron los dados. “Yo gano.” Todo había acabado y ahora, después de esta broma pesadillesca, retornaríamos sin duda a la realidad.
“¿Quién gana?”, llegó la súplica de tío Dhritarashtra como un eco distorsionado. Siguió un largo silencio. ¿Había ocurrido todo aquello realmente? Oímos la voz untuosa de Sakuni.
“¿Y qué me dices de la inigualable princesa de Panchala? Recupérate a ti mismo mediante la hija de Drupada.” El aturdido silencio se convirtió en protestas y gritos. Karna y Duhsasana rieron con regocijo.
“Apuesto a Draupadi con todos sus signos auspiciosos, nuestra reina de gracia, virtud e inteligencia insuperables.” Era pura locura. Antes de que pudiéramos pensar en las implicaciones, ya había ocurrido. Draupadi, nuestra mujer, la más orgullosa de las reinas, pertenecía a Duryodhana, que le gritaba ya a tío Vidura con excitación incontrolable: “Haz venir aquí a la mujer de los Pandavas. Será llevada al recinto de las esclavas donde se le enseñarán sus deberes: barrer y limpiar.”
Bhima había dejado su espada y su corona ante el Gran Patriarca. Yo me quité mi espada y mi corona también y las dejé a sus pies. Con aquel gesto, todos éramos los esclavos de un demente. Bhima, crispado, avanzó de repente, pero yo lo contuve.
“Seremos esclavos todos juntos”, le dije.
“Duryodhana, imbécil, ¿no te das cuenta de que estás al borde de la destrucción?”, gritó tío Vidura.
Impaciente, Duryodhana se volvió al criado que estaba en la puerta.
“Llama a nuestra esclava, Draupadi.” Duryodhana, Karna y Duhsasana cruzaron susurros que les hicieron doblar las cabezas hacia atrás de risa. El semblante abiertamente afligido de nuestros mayores hablaba de su impotencia. Y esto era lo peor de todo.
En otra parte del palacio, en el gineceo, Draupadi, que soportaba su menstruación, era llamada. Sentí hielo en las venas y miré el tablero en que yacían los dados que la ganaran. Ambos mostraban seises en sus facetas protervas y el ábaco resplandecía de un modo extraño, como la luna de una noche nefasta.
Yudhisthira, nuestro mayorazgo, lo contemplaba como si no supiera lo que le estaba ocurriendo a Draupadi, y Bhishma callaba.
¡Oh Krishna, Krishna...! Sabía yo que esto sólo podía ocurrir estando él ausente.

Señor’.
El siervo retornó temblando, inseguro de si debía seguir llamando a Yudhisthira ‘mi “Ella... la Señora... mi Señor...” Parecía que fuera a desmayarse. “Quiere saber si el Señor se apostó antes a sí mismo o a ella.” Incapaz de mirar a Yudhisthira al rostro, el hombre bajaba la mirada. Nuestro hermano lo miró inexpresivo. Sentí mi corazón transfijo por él, como estrujado por manos de hierro.
Duryodhana rugió. “Traela, que pueda preguntárselo ella misma y que tengamos el placer de oír la respuesta.”
El pobre hombre partió y retornó a la sabha con la misma pregunta: ¿quién se había perdido primero de los dos, ella o su Señor? Volvió a no haber respuesta. El siervo retornó a Draupadi y vino esta vez con su mensaje: “Dile a los Mayores que estoy dispuesta a hacer lo que ellos consideren justo.”
“Traela”, chilló Duryodhana, histérico ahora en su victoria. Y volviéndose hacia
Duhsasana, dijo con voz áspera: “Este idiota es un cobarde. Arrástrala hasta aquí.”
Sakuni trataba de parecer disgustado. Nuestros mayores lloraban. ¿Por qué no protestaba nadie? Sólo tío Vidura había hablado por nosotros. Me helaba la sangre no oír más que la voz de Duryodhana. Vi los ojos de Ashwatthama verter abundantes lágrimas cuando nos miramos; los de Dronacharya estaban cerrados como si esperase el fin del mundo. Y, cuando al final oí el grito herido de Draupadi, también yo cerré los míos. Todos la oímos con claridad.
“Suéltame. Déjame marchar”, gemía blandamente. “Estoy en mi periodo...” Me sentí petrificado a medida que la voz se acercaba, intercalada por la risa salvaje de Duhsasana. “No puedo mostrarme así, no puedo mostrarme así... con una sola pieza de ropa y el ombligo desnudo. Déjame cambiarme de ropa. Está manchada”. Y repetía aquellas palabras como si no pudiera creer que la entendieran. Al aproximarse al salón de la asamblea su voz desfalleció en un susurro. Ni siquiera Bhima pudo moverse cuando Duhsasana la arrastró al interior de la cámara por la melena y la tiró al suelo. Su cuerpo temblaba y se volvió de un lado y del otro para ocultar su condición. Luego se tiró hacia atrás el cabello, miró alrededor y, lentamente, se puso en pie. Trató de alisarse el vestido y se tornó después hacia Duhsasana.
“¡De este modo me has arrastrado a la sabha! ¡Ante personas que conocen los shastras y ante mi propio guru!” Le tembló de rabia la voz. “No oigo una sola voz que se levante contra ti.
¿Puede ser que lo permitan? ¿Que el Patriarca Bhishma, Dronacharya, tío Vidura y tío
Dhritarashtra contemplen esto en silencio?” Sus palabras fustigaron la asamblea.
“Así se habla, sierva”, sonó la voz de Duhsasana seguida por su risa irresponsable. Karna se unió a él. El resto permaneció silencioso mientras Draupadi se volvió hacia el Gran Patriarca. “Bhishma, tú eres el más sabio. Dime: ¿soy yo una esclava?” Silencio. “Gran Patriarca,
¡contéstame!”, gritó ella a través de sus lágrimas. Draupadi cayó de hinojos, sollozando y le rindió homenaje. “Por favor”, dijo aun al sentarse sobre los talones.
Con los labios temblorosos y los ojos cerrados todavía contra esta escena, él respondió: “Hay matices del Dharma muy difíciles de definir.” Su mentón y su barba blanca le oprimían el pecho. Krishna me diría, cuando me llegase mi propio momento de colapso antes de la guerra, que debemos mostrar ecuanimidad en el sufrimiento y en la dicha. Acaso Bhishma, el Patriarca, luchaba ahora en su angustia por conseguirlo, pero cuando volvió a hablar sus palabras sonaron frías, no sabias.
“Es verdad que un hombre no puede apostar nada legítimamente una vez que se ha perdido a sí mismo. Por otra parte, de acuerdo con los shastras, un hombre tiene pleno derecho sobre su mujer sea libre o esclavo. Así, es difícil decir si eres libre o no, hija mía. Yudhisthira ha jugado sabiendo muy bien que nadie ha ganado nunca a Sakuni. Difícil... Es todo muy difícil.” Odié a Bhishma. Para mí habría habido sólo una ley y un fin: matar a Duryodhana. No había duda de que el Patriarca estaba atormentado, pero esa excusa no bastaba ya. Por supuesto, él estaba atado por su propia ley como nosotros por la nuestra: nuestro lazo con Yudhisthira. Bhishma, cuando se negó las mujeres, desposó una abstracción: el Deber, el Dharma. Inadecuado ahora. Sin duda alguien en la asamblea -Dronacharya o Ashwatthama- estaba preparándose para soltar una flecha. Sin duda Krishna lanzaría desde el umbral su disco y la cabeza riente de Duryodhana caería del tronco, como la de Sisupala, y rodaría por los suelos. Nada de ello ocurrió y nosotros no teníamos ningún derecho de exigir a otros lo que éramos incapaces de hacer. Draupadi persistió, más fiera su ira por el gélido legalismo del Patriarca.
“Mi marido me apostó después de perderse a sí mismo. Pensad bien antes de pronunciaros”, dijo con autoridad. Se alzó orgullosamente. Era, al fin y al cabo, la única persona en la asamblea cuya dignidad no había quedado mancillada. Yo siempre había admirado a Draupadi: hoy era una diosa. Toda la asamblea escuchaba cada una de sus palabras.
“Yudhisthira no tenía elección”, prosiguió Draupadi. “Sabía que era un juego sucio, pero no podía protestar. Ninguno de nuestros mayores, ninguno de vosotros, modelos de sabiduría, dijisteis una palabra en contra de este acto perverso de Duryodhana. Ahora tú, oh Patriarca, dices que Yudhisthira jugó sabiendo lo que hacía cuando apostó a su esposa. ¿Te fue imposible hablar e indicar que esto era ilegítimo? Te lo pregunto una vez más... y, por favor, intenta comprender mis palabras.” Aquí estaba Draupadi, traída a rastras como una esclava, juzgando a toda la asamblea de un modo que ninguno de nosotros había tenido el coraje de hacer. “Donde no hay sabiduría no hay Mayores. No hay aquí verdad ni justicia. Lloro por Bharatavarsha, que en este día ha perdido su dharma.” Draupadi se había atrevido a cuestionar el veredicto de Bhishma y lo había hecho tan bien que había obligado a todo el mundo a reflexionar.
Asustado del efecto que todo aquello pudiera provocar en la asamblea, Duhsasana emitió su risa espantosa como un relincho otra vez. “Deja para otros las sutilezas de la ley. Ahora eres una sierva cuya tarea es complacer a tu dueño, el Rey Duryodhana.”
Bhima, que temblaba de modo incontrolable, gritó por encima del tablero a Yudhisthira las palabras que estaban en mi garganta. “Esto es tu locura. Todo se ha desvanecido. Soportamos tu juego porque eres nuestro hermano mayor, pero has conseguido que Draupadi sea arrastrada hasta aquí por el pelo y arrojada ante esta asamblea como un animal. Sahadeva, traeme fuego”, deliró y se estremeció el edificio con sus palabras. “Tengo que quemar las manos a Yudhisthira.” Intenté calmarlo. Le acaricié la cabeza y le aguanté los brazos y le puse mi mejilla contra la suya para hacerle sentir mis lágrimas. “Lo tiraré a él y a sus brazos quemados al polvo.” Volviéndose hacia mí en su tormento, aulló: “¿Cómo puedes soportarlo, Arjuna?” Tenía el cuello proyectado hacia adelante e hinchadas las venas.
“¿No ves que él mismo se quemaría los brazos, si pudiera? Sufre más él que nosotros”, le grité. Forcejeábamos y chillábamos mientras la sabha nos observaba. “Duryodhana está mirando. Nuestra lucha le hará feliz.”
Fue Vikarna, el hijo menor de tío Dhritarashtra, y no yo, quien impidió que Bhima estrangulase a Duryodhana. Se adelantó y su voz vibró: “Tienes razón, oh Reina. No hay Dharma en esta asamblea. ¡Y decimos que actuamos aquí en nombre de Bhárata!” Por fin una única conciencia hablaba por todos nosotros. “No puedo creer que esté presenciando esto. No puedo creer que el gran, el justo Bhishma, que Dronacharya y Kripacharya, que mi hermano o cualquier otro rey en esta asamblea no pronuncien una palabra contra Duryodhana. ¿Es que nadie hablará?” Por un instante, pareció como si pudiese alterar el flujo de la marea pero, aunque aquél era estimado por su coraje, la sabha estaba llena de espectros silenciosos.
Nadie habló.
Vikarna dio una fuerte palmada. “¿No? Entonces seré yo quien hable.” Su voz era como una caracola divina anunciando la Verdad. “Fue Sakuni quien sugirió a Yudhisthira que apostase a sus hermanos y a sí mismo. Fue Sakuni quien lo provocó a apostarse su mujer. No tenía ningún derecho a apostarla, pues se había perdido a sí mismo ya. No veo, pues, de ningún modo, que Draupadi haya sido ganada. Y no ha sido ganada.”
“¡Sadhu!”, sonaron ahora muchas voces. La sangre me corrió por las venas otra vez. Severas palabras llovieron sobre Sakuni.
Vikarna era el menor de la generación más joven de la asamblea. Era el hijo de una concubina y Karna no tenía intención de permitir a Yudhisthira olvidar la vergüenza que suponía que nos saliera semejante campeón.

Karna habló con naturalidad.

“Cuando todos nuestros guardianes del Dharma han callado, es obvio que Draupadi se ha perdido. Pertenecía a Yudhisthira como cualquiera de sus riquezas. No sirve de nada lamentar la sugerencia de Sakuni. Fue sólo eso, una sugerencia, y Yudhisthira la aceptó.” Y prosiguió. “En cuanto a las protestas de Draupadi respecto a su vestido, está decretado que una mujer tenga un solo marido y ella tiene cinco, como una cortesana. ¿Cómo puede quejarse de que se la traiga aquí con una sola pieza de ropa cuando teníamos derecho a traerla desnuda?” Su frialdad imprimió a las palabras un horror que calló a todos otra vez. Se inclinó con las manos unidas como si recibiera un aplauso por arrojar nueva luz sobre la cuestión. “Todos los Pandavas han sido ganados. Sus ropas son nuestras también. Duhsasana, ve y toma las ropas de los Pandavas y de Draupadi, pues son nuestras ropas.” Toda la fuerza del odio que nos tenía por rechazar su desafío durante el torneo alimentaba este gesto fríamente calculado. Todos nos quitamos la parte superior de las ropas. Las palabras de Vikarna nos habían traído sólo un respiro. Aquí estaba la pesadilla otra vez.
Duhsasana empezó a tirar de la ropa de Draupadi. Ella las agarró. Yo sabía que, si Draupadi quedaba desnuda, mataríamos a Duhsasana. De pronto, Draupadi unió las manos y gritó: “¡Krishna! ¡Krishna!” Nada podía detenernos pero, a medida que él tiraba y la ropa le venía a las manos, Draupadi empezó a girar lentamente sobre sí misma, como en sueños. Yo podía ver en sus labios la palabra otra vez: “¡Krishna! ¡Krishna!” Duhsasana tiró y tiró, y la ropa seguía desmadejándose, pero Draupadi continuaba vestida. Sus manos estaban unidas y ahora podíamos oírla llamar dulcemente: “Krishna, Krishna...” Había entrado en la alta cámara una suave luz azul. Por unos instantes, yo floté lejos de allí. Por fin Duhsasana, exhausto y desconcertado, dio un tirón salvaje que le hizo caerse sentado.
El chillido de Bhima me hizo volver de golpe en mí: “Si no le desgarro el cuerpo a Duhsasana y me bebo su sangre en combate, que no vaya al cielo de mis ancestros.” La asamblea estaba con él y se puso en pie. Tío Vidura aprovechó la oportunidad y señaló que la sabha debía responder todavía a aquella cuestión. Nunca había oído yo tanta fuerza en su voz.
“Así, dad una respuesta justa”, insistió. Una respuesta justa habría implicado el juicio de Duryodhana. Gritos de ‘¡Sadhu!’ y murmullos de apreciación eran una cosa; desafiar a Duryodhana individualmente, otra muy distinta. Significaba sables desenvainados y guerra. Los reyes de la asamblea no dijeron una palabra.
“Ya veis”, dijo Karna mirando primero a tío Vidura y después a Vikarna. “En este silencio está vuestra respuesta. Duhsasana, lleva esta nueva sirvienta a los apartamentos de las esclavas.” Duhsasana avanzó y Draupadi se mantuvo firme, encendidos los ojos aún por la luz de Krishna.
“¡Draupadi, acostumbrada a una reclusión regia, es arrastrada a la asamblea! ¡Panchali, apenas vista por el sol, es maltratada por este animal salvaje! Vosotros, los Kurus Mayores, deberíais decir si soy sierva o no. Si he sido o no ganada.” Duhsasana se detuvo.
Que Draupadi no perdiese la razón era un milagro. El Patriarca repitió que la cuestión era demasiado sutil para decir claramente sí o no. “Es seguro que la raza será destruida.” Había rabia en sus ojos. “Es Yudhisthira mismo quien debería dar la respuesta.”
Rápido como una flecha, Duryodhana dijo: “Sí, sí. Que el resto de tus maridos respondan a ello y, si dicen que Yudhisthira no tenía derecho de apostaros a todos, sabremos que es un impostor y quedaréis libres.”
Fue Bhima quien gritó: “Yudhisthira nos posee y somos totalmente suyos. Su derrota sería siempre nuestra derrota.” Arrojó una mirada al mismo tiempo incrédula y desdeñosa alrededor. “¿Creéis acaso que, si hubiera sido de otro modo, no habríamos vengado a nuestra reina desde el primer momento.” Pude ver a Sahadeva sacudir la cabeza. Todos estábamos desesperados porque no había modo de dar una respuesta definitiva a la cuestión que Draupadi planteaba.
Al final, nos había avergonzado a todos. Era la única íntegra en aquel cataclismo, en aquel horror que habría destruido a cualquier mujer; era la única que defendía su causa limpia y honorablemente. El resto de nosotros, aparte de tío Vidura y Vikarna, nos comportábamos como si esperásemos respuestas del Dharmashastra.
La determinación de Draupadi actuó en su contra finalmente. Karna empezó a golpear el suelo con el pie de irritación.
“Tú no tienes marido. Ve a los apartamentos de las esclavas de Duryodhana. Allí recibirás tus órdenes y... la próxima vez trata de tener discriminación bastante para casarte con alguien que no se apueste tu persona.” Nunca hasta ahora había tenido una ocasión para expresar su desprecio por los Pandavas.
“No tengo rabia contra este sutaputra”, le susurró Bhima a Yudhisthira. “No ha sido él quien se ha apostado a Draupadi.”

Ahora Duryodhana, lanzando una mirada lasciva a Draupadi, se abrió su pitambara de seda para exponerle su muslo izquierdo. Estaba bien formado y él se sentía extraordinariamente orgulloso de su cuerpo. Se movió como invitándola. Con este gesto obsceno, selló su destino y el de Bhima. Bhima juró entonces aplastarle aquel mismo muslo con la maza. Tío Vidura se puso en pie de un salto. Nunca había visto yo su ira. Ahora sobrepasaba la de todos nosotros. Fría era su rabia y su voz, áspera.
“Esto transgrede todos los límites. Cuando un hombre se ha perdido a sí mismo en el juego, no puede apostar nada más.” Hubo murmullos de aprobación.

Draupadi se llevó las manos unidas a los labios y de allí a la cabeza. Al relajarse la tensión, le fluyeron las lágrimas; pero era demasiado tarde. Por encima del barullo, Duryodhana gritó lo que nos contuvo a todos: “¡Esperad! Aún tienen que decir los hermanos de Yudhisthira si él tenía derecho a apostárselos. Si dicen que no, los liberaré a todos.” Sabíamos que Duryodhana trataba de introducir una cuña entre nosotros. Si lo lograba, nos perderíamos no sólo uno a otro, sino también a Draupadi y nuestra fuerza. Así que todo lo que podíamos hacer era permanecer callados y resistir, con los cuchillos vueltos hacia nuestras entrañas. Con la última esperanza de un hombre a punto de ahogarse que intenta trepar por las rocas contra las que es arrojado, apelé a la asamblea, me incliné con las manos juntas y tan humildemente como pude, esperando que los Mayores hubieran ganado coraje con las palabras de tío Vidura.
“Es a vosotros, nobles Mayores, a quienes corresponde decidir si Yudhisthira tenía derecho de apostarse a Panchali, nuestra esposa, después de haberse perdido a sí mismo.” Dirigí una mirada a Draupadi en la que traté de expresar todo mi amor y admiración y mis súplicas de perdón. Antes de que nadie pudiera hablar, Karna, que había asumido la dirección de los acontecimientos, gritó a Duhsasana que se llevase a Draupadi de allí y añadió que Duryodhana podía usarla como quisiese. Sakuni, perdiendo el control, gritó: “¡Sadhu, sadhu!”
En el caos que siguió y con Duhsasana avanzando hacia ella, Draupadi gritó: “¡Salvadme! ¡Salvadme! ¡Patriarca Bhishma, Dronacharya, Ashwatthama, Kripacharya, tío Vidura...! ¡Salva a tu hija, tío Dhritarashtra!” Sentí como si hubiese recibido una herida mortal y toda la sangre me abandonara.
De nuevo tío Vidura gritó y de nuevo estuvo solo. “No la toquéis. Estáis invitando a una aniquilación absoluta.” Entonces, volviéndose hacia tío Dhritarashtra y mordiéndose los labios, pronunció: “Detén-todo-esto-o-todos-tus-hijos-morirán.”
Duryodhana expuso su muslo otra vez y lo movió incitante. La excitación lo había puesto en un estado más allá de todo decoro.
“¡Mataré a Duryodhana!”, chilló Bhima avanzando hacia él. Tuve tiempo de agarrarlo. “¡Saltaré sobre su cabeza y me beberé la sangre de Duhsasana!” Las venas se le salían del cuello. “¡Arjuna matará a Karna, Sakuni para Sahadeva!” Yo me enfrié entonces y mis palabras surgieron letales: “No es un alarde. Mataré a Karna”, dije. Nunca había estado tan seguro de nada. Sahadeva se puso en pie de un salto jurando matar a Sakuni.
No los matamos entonces, pero tampoco habríamos de romper nuestras promesas. Un temblor me poseyó que nada podía detener. Imaginé que estaba tensando el Gandiva, que nunca había tensado sin disparar. Tañó en mi cabeza una vez y tío Dhritarashtra se estremeció de terror. Oí sonidos extraños.
“Hijo mío, has insultado a Draupadi”, dijo desesperado en su ciego pánico. “Draupadi, pide cualquier don.” Sentí la sabha tambalearse. Se me dijo después que había habido realmente un temblor de tierra y que, si tío Vidura no había conseguido conmover al loco anciano ciego, la naturaleza lo había logrado. En la pausa que siguió, aulló un zorro y ante este mal presagio nuestro supersticioso tío Dhritarashtra empezó a balbucear.
“Tú eres mi hija más próxima y querida, Draupadi. Pide de mí lo que quieras.” Estábamos preparados, a una mirada de Draupadi, para cumplir nuestros votos allí y entonces; pero ella dijo simplemente: “Libera a mi marido Yudhisthira.”
Hubo un perceptible silencio y luego murmullos de admiración, suspiros de alivio. Ella lo había resuelto todo y disipado la pesadilla. No pidiendo su propia libertad o la nuestra, apoyaba nuestra posición: si el mayor era libre, nosotros, que le pertenecíamos a él, éramos asimismo libres. Cuando nuestro viejo y aterrorizado tío le concedió tembloroso otro don, Draupadi nos liberó a todos, a los cinco.
¡Éramos libres! Tío Dhritarashtra la urgió aún a otro deseo. ¿Pensaría él que podía borrar de la mente de Draupadi o de las nuestras lo que había ocurrido en la asamblea?
“No lo pediré”, dijo letra por letra. “¡Guárdate tus dones, que nosotros nos guardaremos la ira! Los shastras dicen que los dones se dan así: uno para la casta vaishya y dos para las mujeres kshatriyas. Sólo los reyes y los brahmines tienen derecho a más. Mis maridos necesitan sólo libertad para prosperar.” Era una forma de recordarle que habíamos triunfado del yermo.

Karna se burló: “Oh, así que es una mujer quien tiene que salvar a los Pandavas.” Duryodhana se fue de allí indignado, y Karna y la mayoría de los hijos de los reyes lo siguieron. Era como si el espectro que había sellado la boca de tío Dhritarashtra fuese tras ellos también. El mal espíritu que colmara la asamblea se había evaporado, pero no su memoria. Tío Dhritarashtra balbució con su rostro ciego vuelto hacia nosotros: “Sois tan nobles, tan nobles, tan nobles todos. Vuestra riqueza os es devuelta. En realidad, nunca se ha tratado de nada más que de un juego. Perdonad a mi pobre, irresponsable Duryodhana.” Una risa estridente y despreciativa se le escapó a alguien. “Sí, sí. Vosotros sois humildes y buenos por no haber matado hoy a mis hijos. Debéis disculparlo todo.” Derramaba sus habituales lágrimas sensibleras. Oleajes de amor por nosotros, los hijos de su amado hermano Pandu, le sobrevinieron. “Os ruego que volváis a vuestra Khandavaprastha.” Nunca había sido capaz de recordar el nuevo nombre de nuestra ciudad. Su balbuceo era una súplica de compasión.
“Yudhisthira, hijo mío, soy anciano y ciego.”
“Y estúpido”, gruñó Sahadeva junto a mí.
“El juego de dados me ha permitido ver los defectos de mi hijo y la nobleza que hay en ti. Nunca creí que un guerrero pudiera ser tan paciente como Arjuna o Bhima, y todos vosotros tan leales uno con otro. Vete en paz, ten una vida próspera y olvídalo todo.” Somadatta nos dio su bendición. En cualquier otro momento, la gran compasión en sus ojos me habría enternecido.

Apenas sé cómo narrar lo que siguió. Ciertamente, no nos íbamos a demorar allí. Observamos el mínimo de cortesías posibles, pero las observamos al fin y al cabo arrodillándonos ante nuestros mayores con Yudhisthira al frente. Ni siquiera ahora era capaz de obviar los deberes del Dharma. Nos arrodillamos ante tío Dhritarashtra, el Patriarca, Dronacharya y Kripacharya.

Cuando alcanzamos el exterior y estuvimos bajo el cielo limpio y con el aire inmaculado soplándonos en las mejillas, con el roce familiar de las espadas, el olor de los caballos y de la piel de tigre que tapizaba nuestros carros, y nuestros servidores ayudándonos, emergimos de una pesadilla. Draupadi nos había salvado, nos había ligado a todos más fuerte que nunca. La cuña que Duryodhana había querido introducir entre nosotros se había convertido en una espada dirigida hacia él.

Sí, habíamos sido salvados por una mujer... pero no por cualquier mujer. ¡Draupadi! Si alguna vez lo habíamos dudado, sabíamos ahora que no había nadie como Draupadi. Estábamos aturdidos y en silencio. Si un hombre cae en un pozo o en un foso profundo, piensa que morirá. Cuando lo sacan de allí a la luz del sol, se limpia el légamo y deja que la vida siga. Si un hombre es atacado por una serpiente o una fiera salvaje y sobrevive, la vida continúa. Somos kshatriyas. Sabemos lo que es ser atacado por otros hombres e incluso por rakshasas. Desenvainamos las espadas o tensamos nuestros arcos con la sonrisa del héroe en los labios pues, si morimos, ganamos el cielo... Pero lo que hoy había ocurrido era algo oscuro. Se adhería a nosotros y no podía ser lavado.

¿Pensó alguno de nosotros que habíamos escapado tan fácilmente? No lo sé. Nuestros caballos nos portaban con paso rápido. Queríamos estar de nuevo en nuestro hogar. Sus cascos y el traqueteo de los carros decían ‘Indraprastha, Indraprastha, Indraprastha...’ Queríamos sólo salir del reino de nuestro tío. Detrás, oímos el trueno de caballos fieramente fustigados.

Cuando oímos los caballos, supimos que no habría paz hasta que matáramos a los Kauravas. El cielo blanco nos oprimió como el techo de la sabha. El aire se ensució otra vez. El mensajero de la corte galopó a nuestro lado. Aminoramos la marcha y nos detuvimos. Draupadi empezó a protestar. Bhima ironizó: “¿Nos hemos dejado algo? ¿La piel quizás?”
El mensajero miró incierto alrededor. No había nada donde fijar sus ojos más que el río, con un toro bebiendo bajo los árboles.
“El rey os invita...”
¡Se nos iba a invitar a otro juego de dados! ¿Era posible? Cualquier cosa era posible. Se nos había desnudado de todo menos del Dharma y resultaba éste una cobertura demasiado fresca. El mismo hombre de Duryodhana se sentía embarazo. Azuzado por nosotros, dijo que a Duryodhana le había costado poco esfuerzo vencer los escrúpulos de su anciano padre. Duryodhana había dicho que los Pandavas nunca los perdonaríamos y que no nos arriesgaríamos a que Draupadi fuese insultada otra vez. Quería sólo una última partida de dados: el perdedor sería desterrado durante doce años al bosque. El decimotercero lo pasaría entre los hombres, pero de incógnito: descubrirlo significaría su muerte.
Esta vez el tío bisabuelo Vahlika, el Gran Patriarca Bhishma, Dronacharya, tío Vidura, Ashwatthama, Vikarna, Kripacharya, el hermano más joven de Duryodhana Yuyutsu, Somadatta y Bhurisravas, de gran corazón, no habían dejado de protestar. La madre de Duryodhana, Gandhari, dijo que en efecto su hijo debería haber sido sacrificado al nacer y que había sido un error desdeñar los portentos y a tío Vidura.
Ahora, aquí bajo el cielo, Yudhisthira se comportaba una vez más como una marioneta manipulada por sabios muertos y polvorientos que habían establecido la ley de los shastras... ¿o lo atraían los dados, incomprensiblemente? Yo no estaba ya seguro de nada.
Discutimos y protestamos todo el camino de vuelta. En la sabha, la disputa continuó. Los Mayores y nuestros aliados habían hallado sus voces por fin. Nuestra madre se unió allí al Gran Patriarca, Dronacharya, Ashwatthama y todos los demás para gritar que todo aquello era una calamidad pecaminosa y que no debía permitirse.
Yudhisthira, en un trance de obstinación más allá de nuestra capacidad de comprenderlo, arrojó los dados otra vez.
Perdimos, por supuesto, y no pudimos retornar a Indraprastha. Debíamos pasar doce años de exilio en el bosque.
Cuando Duhsasana nos vio emerger del palacio vestidos con pieles de ciervo y las cabezas inclinadas, enloqueció de dicha. Danzó en torno a nosotros. Creí que habían acabado ya los insultos, pero el mayor de ellos llegó ahora de este hermano favorito de Duryodhana.
“Contemplad a estos monarcas sin par. ¡Mirad al Rey del Mundo! Son como cáscaras de semilla de sésamo sin grano dentro. Panchali, pobre Panchali, nacida del sacrificio de tu padre. Tus maridos son ahora como animales disecados, guerreros vestidos de pieles baratas, no mejores que eunucos. Escoge a uno de nosotros por esposo.”
Bhima apretó tanto las manos que creí que se le iban a romper los huesos. Bufó: “Te recordaré estas palabras cuando te atraviese el corazón en batalla.”
Duhsasana, viendo que Bhima se contenía, olfateó como un chacal alrededor de mi hermano: “Oh vaca... mirad esta vaca.” Y extendió la mano como para acariciar la piel de ciervo, con lo que Bhima renovó su voto.
“Que no alcance el cielo yo, si no te atravieso el corazón y me bebo tu sangre.”

Duhsasana paró en seco y apartó la cabeza como si le hubiesen clavado un aguijón, pero Duryodhana lo substituyó y caminó junto a Bhima, imitando su paso de león. La risa de los cortesanos de Duryodhana hizo a Bhima volverse.
“Te mataré, Duryodhana. Karna es para Arjuna y Sahadeva matará a tu jugador. Te lo repito, Duryodhana: cuando yazcas en el suelo, te pisaré la cabeza.” La voz se le estranguló a Bhima. Las venas le sobresalían del cuello como raíces de árboles y tenía enrojecidos los ojos.
Mientras marchábamos y yo trataba de contenerlo, le susurré, próximos mis labios a sus oídos: “Escucha, Bhima, escucha.” Él forcejeaba y Sahadeva le agarró el brazo derecho, que había escapado a mi presa. “Te lo prometo, Bhima. Te juro que mis flechas mandarán ese perro traidor a Yama, si trata de quedarse con nuestro reino.”
“Y yo”, dijo Sahadeva, distorsionada la expresión, “cumpliré con la promesa de Bhima, Sakuni, hijo de Subala, si no eres tan vil como para evitar el combate.”
Sentí que Bhima empezaba a calmarse en mis brazos y, cuando Nakula prometió liberar la Tierra de los hijos de Dhritarashtra, Bhima emitió un suspiro estremecedor, yo lo solté y seguimos a Yudhisthira para despedirnos formalmente de tío Vidura, tío Dhritarashtra, nuestros preceptores y el resto de los reyes, Ashwatthama, Sanjaya y Vikarna. Todos estaban demasiado doloridos para hablar... ¿Y qué habrían podido decir, al fin y al cabo?
Tío Vidura suplicó: “Vuestra madre es una princesa y está delicada. Es demasiado mayor para volver a vivir en el bosque. Permitidle quedarse conmigo.” Nos proporcionó un momento de alivio recordar que había seres humanos que pensaban en nuestro bien, así como no faltaban animales salvajes que tratasen de devorarnos.
Tío Vidura dijo en presencia de todos: “Yudhisthira, el mejor de los Bháratas, nadie derrotado por medios pecaminosos debe sufrir, pues posee su dharma. Tú tienes el tuyo. No hay norma moral que te sea desconocida. Arjuna nunca será derrotado en batalla y Bhima es tu protector, Nakula atrae prosperidad y Sahadeva posee sabiduría. Tienes a Dhaumya para que te guíe. A tu incomparable Draupadi no le falta ninguna virtud. Y sobre todo, halláis la dicha unos en otros. El mundo ha visto que nada puede separaros.” Débilmente, la vida se estremeció en mí. Tío Vidura se tornó hacia Yudhisthira: “Oh inmaculado, este respiro de las posesiones mundanas constituirá un bien para ti.” Los ojos de nuestro hermano pestañearon como si despertara.

Cada uno de nosotros alzó las manos en saludo reverencial y bebió de su ternura. De pronto, con voz vibrante, él cantó la bendición: “Conquista la victoria que pertenece a Indra, domina la ira que es Yama, practica la caridad de Kubera, domina todas las pasiones como Varuna.” Cerró los ojos. “Halla el don del embeleso de la luna, el poder de la preservación del agua, la paciencia de la tierra, la energía del disco solar, la fuerza del viento y la abundancia de todos los elementos. Que el bienestar no te abandone, ni la protección frente a todas las enfermedades. En los momentos de desgracia y dificultades, actúa apropiadamente. Esperamos verte regresar a salvo y con la guirnalda del éxito.” Hondamente conmovidos, nos inclinamos ante tío Vidura, el Gran Patriarca, Sanjaya y nuestros preceptores.
Draupadi, que llegaba de los apartamentos de las mujeres, se aproximó a nosotros seguida de damas llorosas. Tenía el pelo enmarañado y no se había cambiado las ropas manchadas de sangre, pero su rostro estaba compuesto. Nuestra madre la contempló con los nudillos presionados contra la boca y luego corrió tras ella, dolorida, y la abrazó alcanzando a decir, entre sollozos, que las buenas mujeres nunca permiten que se les desgarre el corazón pues su virtud lo conquista todo. Y luego vino a nosotros gimiendo.
“No debería de haber dejado nunca las montañas de Satasringa cuando vuestro padre murió. ¿Fue ésta la razón de que quisiese llegar pronto al cielo? Madri fue la que se ganó todas las bendiciones. Tuvo que ser el anhelo de vida lo que hizo descender todo este sufrimiento sobre mí. ¿Es que Brahma, el Creador, se ha olvidado de llamarme, de que estoy viva aún? Oh,

Krishna, Krishna. Pandu, mi rey, ¿dónde estás?”
No habíamos llorado antes de este momento. Fue la última postración ante nuestra madre. Nos arrodillamos y sentimos la bendición de sus manos sobre nuestras cabezas. Luego, tío Vidura se la llevó. El sonido de su lamento ocupa todavía mi corazón.
Tornó la cabeza una vez más para decirle a Draupadi: “Cuida de mi Sahadeva. No dejes que se le quiebre el ánimo por esta tragedia.”
Y ya no volvió a mirar atrás. Vi entonces, por vez primera, que se inclinaba y que la juventud le había abandonado el porte.
El pueblo elevaba sus lamentaciones. Salimos de la ciudad al sonido de sollozos y gemidos. Yudhisthira se cubrió el rostro con la ropa para no dirigir a nadie su mirada centelleante. Bhima bajó la vista hacia sus manos grandes, como prometiéndoles que un día les daría lo que deseaban. Sahadeva se había embadurnado el rostro con azafrán y bermellón, y Nakula había maculado de polvo su belleza. El cabello de Draupadi colgaba suelto: había prometido lavárselo en la sangre de Duhsasana y trenzárselo con sus entrañas. Con sus ropas manchadas de sangre y el pelo sobre el rostro, caminaba orgullosa, llorando, pero inflexible. Dhaumya, nuestro sacerdote, nos seguía apuntando hacia el sur con hierba kusa y recitando los versos a Yama, Señor de la Muerte, recolector de hombres:
“Yama, oh Rey, con ofrendas te adoramos. Yama fue el primero en hallarnos un camino. Los pastos que nadie nos robará.
El camino que tomaron nuestros Padres antiguos. Que todos los mortales, una vez nacidos, deben recorrer. Toma asiento, oh Yama, en la hierba sagrada,
Junto a los sacerdotes de antaño y a los Padres. Que las plegarias de los sabios te traigan aquí.
Oh Rey, gózate en esta oblación.”
Estaba en trance. Cantaba para aquellos que morirían en batalla pasados catorce años.
¿Y qué hacía yo al dejar la ciudad? Me dijeron más tarde que recogía puñados de arena y los arrojaba, repetidamente, sobre mí. Los lanzaba como nubes para que cayeran en forma de lluvia. El pueblo tomó la lluvia como un símbolo. Cada grano, dijeron, era una de mis flechas apuntada a una de las familias de nuestros enemigos. Pero yo recordé sólo la arena cuando me dijeron lo que había hecho. Lo que no se me olvidaba era Krishna diciendo que la Tierra ya no podía soportar el paso de hombres como los que nos habían hecho aquello. Eran éstos los que constituían su verdadero veneno. Krishna había dicho que, juntos, la limpiaríamos de ellos. ¿Lo haríamos? Por el momento, durante los próximos trece años, si yo conocía bien a Yudhisthira-árbitro de nuestros destinos- y su pasión por respetar una promesa, aquéllos y su maldad prevalecerían.
Los habitantes de la ciudad empezaron a rodearnos, a multiplicarse, a oprimirnos, llorando y gimiendo.
“Hai, hai... Estamos perdidos.”
“Duryodhana y Karna y ese canalla tramposo de Gandhara no son gobernantes para nosotros.”
“¿Dónde están vuestros mayores?”
“¿Dónde estaban Bhishma y Drona y Vidura, que han permitido esto?” “Sisupala debía de tener razón en cuanto al Patriarca.”
Gente de todos los estados corría hasta nosotros y se arrojaban a nuestros pies, suplicándonos que no los abandonásemos.
“Ya no tenemos dignatarios. No puede haberlos, si se permite vuestro exilio.”

“En vuestra presencia, crecemos en virtud. No nos abandonéis a los pecadores.”
Pero nosotros no teníamos siquiera una Khandavaprastha yerma que ofrecerles. Había sólo una forma de salvar a aquellos seres afligidos del castigo de los guardias de Duryodhana al que desafiaban. Nuestro hermano mayor les suplicó que retornasen a Hastinapura y consolasen a nuestra madre.
Sabríamos más tarde que cada día de nuestro exilio se formaba una cola ante la terraza de tío Vidura con ofrendas de ropa y comida y de flores para nuestra madre, y de personas que querían tomar el polvo de sus pies. Le aseguraban que ellos y muchos otros nunca habían dejado de considerarla la madre de sus hijos y de su único Rey, Yudhisthira.

Cruzamos la puerta Vardhamana, al norte de la ciudad. Una vez estuvimos solos, montamos los carros, que nos habían seguido, y marchamos con la escasa servidumbre permitida al poderoso baniano a orillas del Ganges. Lo alcanzamos cuando el sol rozaba los montes occidentales. Nos purificamos tocando las aguas sagradas del río. Teníamos que pasar la noche al abrigo de los árboles y no había alimentos.

Cuando el sol partió, los brahmines que nos habían seguido encendieron los fuegos, empezaron a cantar los Vedas y a trabarnos en sagrada conversación. La familiar dulzura estaba teñida por la idea de que mañana deberíamos despedir a estos leales sacerdotes, que vivían de limosnas.

Cuando el Hacedor del Día disipó la noche y nos hubimos bañado en el río, hallamos a los brahmines formando un semicírculo y esperándonos. Lo sentí por Yudhisthira, que debía enviarlos de regreso a la ciudad.

“Os damos las gracias por consolarnos, pero debemos penetrar en el bosque profundo, donde nuestra comida serán raíces y frutos y lo que podamos cazar. Somos kshatriyas y hemos vivido en el bosque, pero para vosotros está lleno de peligros, de animales salvajes; vosotros pertenecéis a la ciudad y no estáis acostumbrados a estas privaciones. Sería un dolor añadido a nuestro sufrimiento saber que os hemos impuesto semejante carga. Permitiros seguirnos, a vosotros que lo hacéis por amor, sería un pecado.”
Y los brahmines, sonriendo complacidos, se pusieron a discutir la naturaleza del deber y el pecado como si esta suerte de discurso fuera buen alimento. Yudhisthira los escuchaba, cerrados los ojos en concentración. Un anciano y sereno brahmín de ojos alegres, un especialista en Samkhya Yoga, cantó:
“No hay un día inmune a las lágrimas y las penas: El sabio escapa, pero nunca el inconsciente.”
Bhima partió en busca de comida terrestre. Yudhisthira, en trance, se sentó: “La mente inquieta penetra el cuerpo Como una vara de metal caliente en el agua.
El conocimiento actúa sobre la mente como el agua sobre el fuego.
Con paz en la mente, paz halla el cuerpo. La raíz es el deseo. El deseo deseo engendra. El deseo miedo engendra.”

Este buen brahmín había curado las heridas de Yudhisthira, que estaba ahora sentado en el suelo como en su trono. Algo de su bienestar se filtró hasta mí. Yo sabía que estaba oyendo la verdad, pero tenía hambre y me distraía el miedo de un estallido de Draupadi o de Bhima. Algunos de los brahmines convencieron finalmente a Yudhisthira de que la felicidad de sus vidas sería permanecer con nosotros y darnos apoyo espiritual. Yudhisthira se volvió hacia Dhaumya, tan absolutamente discreto en la vida de la corte, en busca de consejo.

Dhaumya se sumió en meditación y, cuando emergió de ella, dijo con una voz que llegaba de muy lejos: “Cuando la creación necesitó comer, Surya, el Hacedor del Día, tuvo compasión como un padre y sacó agua de sus rayos. Con el calor concentrado en sí, esperó a que el calor del sol se convirtiese en nubes que se derramaron en forma de agua haciendo a las plantas crecer. Todas las criaturas viven del alimento que es la energía del sol. Así, el sol es el padre de todos nosotros. Toma refugio en él, Yudhisthira, practica la meditación ascética y halla un medio para sostener a estos nacidos dos veces.”
Yudhisthira ofreció flores y, de pie en el río, volvió su rostro hacia el sol. Cantó entonces los ciento ocho nombres de nuestro padre solar y, después de su pranayama, cantó el himno que Dhaumya le había enseñado:
“Tú eres, oh Sol, el ojo del universo.
Tú el alma de todas las cosas corpóreas y el origen de todo.
Eres la encarnación de las acciones espirituales
Y el refugio de aquellos que conocen los misterios del alma.”
La voz de Yudhisthira empezó a reverberar extrañamente y los rayos del sol parecieron llover sobre él. Mientras cantaba, vi una luz en su cabeza.
“Tú sostienes y descubres el mundo de pura compasión.”
Cuando Yudhisthira emergió del trance, se arrodilló a los pies de Dhaumya en silencio, y en silencio prendió un fuego y limpió y cocinó las raíces que habían sido recogidas. Aunque mi hermano mayor nunca habló de ello, Dhaumya me dijo que el Sol había venido a Yudhisthira entonces. Ahora, en nuestro exilio, empezábamos a darnos cuenta de la virtud de nuestro guru y de su valor. Fuera como fuera, nunca nos faltó lo esencial durante todo el tiempo de nuestro exilio. Rodeados por los brahmines, partimos para el campo del Kurukshetra y realizamos abluciones en los tres ríos: Saraswati, Drisadwati y Yamuna.
Una vez, estando donde Ulupi me encontrara, me acordé de ella. Me sumergí en el agua pero nada me tiró de la pierna. El pasado es el pasado.
Viajamos hacia el oeste, cruzando bosques hasta que llegamos al Kamyaka, favorito de los sabios. Estaba en una planicie junto a la orilla del Saraswati y era rico en ciervos y aves.
Apenas nos habíamos acostumbrado a nuestra nueva rutina, cuando vimos aproximarse un carruaje. Era tío Vidura, que llegaba sin escolta.
Draupadi dijo: “¿Será Sakuni tan amable como para invitarnos a una partida de dados
regia?”

Se apresuró con Yudhisthira para tomar el polvo de los pies de nuestro amado tío Vidura. Éste no traía ninguna misión; venía a estar con nosotros. El asustado y confuso tío
Dhritarashtra no se había ganado las simpatías de Vidura con su acto y, cuando éste le espetó la llana verdad y trató de que hiciera algo para reparar la locura de Duryodhana, tío Dhritarashtra le dijo como a una mujer desleal que se marchara, si quería seguir hablando de aquel modo. No habíamos creído que acabaríamos por reírnos tan pronto en el bosque.
“No había forma de convencer a Dhritarashtra”, dijo tío Vidura. “Me lanzó la mirada despreciativa de una joven novia casada con un hombre anciano.”
Tío Vidura tenía un aspecto joven y libre de preocupaciones en el bosque. Como Yudhisthira, estaba en su elemento, rodeado de árboles y sabios. Sentados uno al lado del otro, parecían más que nunca padre e hijo.
Tío Vidura recompuso para nosotros lo que había ocurrido en Hastinapura mientras nosotros dormíamos bajo el baniano con los estómagos vacíos. Gandhari y las esposas de los príncipes habían gemido toda la noche y la ofensa a Draupadi hizo extinguirse el fuego sacrificial. Los vientos habían soplado poderosamente sobre la ciudad y Rahu, el planeta fiero, había alarmado a sus habitantes al devorar el sol por la tarde. Bhishma y los preceptores, el Rey

Somadatta, su hijo Bhurisravas y otros habían abandonado la asamblea. Vyasa había llegado y predicho que los Pandavas destruirían a los hijos de Dhritarashtra al decimocuarto año. Esto había hecho a Duryodhana exigir de Dronacharya la promesa de que lucharía por él y Dronacharya había respondido que lo haría, aunque su amargo destino era caer a manos del hijo de Drupada. Pero viendo a Karna y a Sakuni exultantes, les aconsejó sacar el mayor provecho posible de estos trece años porque su felicidad no duraría un instante más.
Estábamos discutiendo todas estas profecías y la locura de los viejos reyes, cuando Sanjaya llegó. Tropezó al bajar del carro e, ignorando a Yudhisthira y todas las formalidades, corrió directo hacia tío Vidura, le agarró los tobillos y empezó a suplicarle. Sabíamos lo que le iba a decir.
“Vidura, tu hermano está enfermo. No había alcanzado la puerta de su cámara para seguirte cuando perdió el sentido y cayó al suelo. Repite tu nombre sin cesar y gime: ‘¡Oh, qué canalla soy, qué canalla soy...!’ Vidura, sólo tú puedes devolverle la vida.”

Sanjaya se ocultó el rostro entre las manos y lloró. Lo sentí por Sanjaya e incluso por mi tío. Al fin y al cabo, tío Dhritarashtra, como todos nosotros, era sacudido por la tempestad de los caprichos de Duryodhana.
No era el estilo de tío Vidura ofrecer discursos apologéticos y todos sabíamos que debía partir. Pasadas unas pocas horas, su hermano mayor lo sentaría en su regazo, aspiraría el perfume de su cabeza y le diría: “Perdóname, oh Inmaculado. Sin ti no puedo comer ni dormir ni vivir.” La lealtad de Sanjaya y de tío Vidura nunca dejó de responder a lo que de bueno había en tío Dhritarashtra. Tampoco yo pude dejar de hacerlo enteramente. En cuanto a lo malo, tendríamos que esperar trece años todavía para matar a Duryodhana.
Tío Vidura, como siempre considerado, nos envió un mensajero con noticias de su llegada y de la recuperación de nuestro tío. Nos enteramos también de que Duryodhana se había enfurecido con el retorno de Vidura y amenazado con envenenarse o colgarse, si éste persuadía a su padre de hacernos volver. El fiel Karna se había ofrecido dulcemente a liberarlo del peso de nuestra existencia. Él, Duhsasana y Sakuni estaban ya en camino para acabar con nosotros, cuando el abuelo Vyasa los detuvo. Nadie más podría haberles impedido seguir adelante... excepto mi arco Gandiva, cosa que yo habría preferido. El mensajero de tío Vidura era demasiado joven para la discreción, o quizás no había tenido nunca una audiencia como aquélla. El abuelo Vyasa y el sabio Maitreya habían intentado razonar con Duryodhana, pero éste, más allá de todo consejo, más allá incluso de la precaución más elemental, los había insultado golpeándose el muslo, pateando el suelo y sonriéndose de soslayo.
En ese punto, Maitreya, lleno de furia silenciosa, tocó agua y maldijo a nuestro primo: “Dentro de trece años Bhima, con un solo golpe de su maza, te destrozará el muslo del que estás tan orgulloso.”

Nos estábamos preparando para nuestro tercer ágape en el bosque y Yudhisthira supervisaba el surtido de hierbas y el modo en que se pelaban las raíces. Los mellizos auscultaron el suelo y pronto percibimos las vibraciones de muchos carros y caballos. ¿Había alzado Duryodhana todo un ejército para enviarnos al viaje desconocido? Y aquí estábamos con un puñado de servidores y armados con nuestros cuchillos de cocina. Bhima había arrojado el suyo para correr en busca de sus armas y mis oídos los colmaba ya la temible reverberación del Gandiva. Pero nuestro hermano mayor, sin apresurarse, sostenía la vasija de cobre llena de raíces y frutos alzada hacia el sol y movía los labios en una invocación callada como si, con las ruedas de los carros tronando hacia nosotros, tuviéramos tiempo para una última comida. Los elefantes del bosque barritaron alarmados y los pavos reales gritaron antes de volar a las ramas más altas. Los mellizos, imitando a Yudhisthira, adoptaron una actitud reverente.

Mientras trataba de recordar el himno a Yama, hubo un destello de oro y el carro de Krishna frenó en el claro. Yo miraba y miraba, pero hasta que Daruka, el auriga de Krishna, no detuvo los caballos Sugriva y Saibya, creía que participábamos de una alucinación colectiva. Mi corazón saltó hacia Krishna y yo lo seguí. Mi siguiente recuerdo es Krishna alzándome por los codos y abrazándome y aspirando una y otra vez el perfume de mi cabello. Tras él venían los Bhojas, los Vrishnis y los Andhakas que lucharan contra Salwa con él. ¿Cómo podíamos habernos considerado nunca solos y sin amigos en el bosque cuando Krishna caminaba por la Tierra? Allí estaban los hermanos de Draupadi acariciando el cabello del que Duhsasana la arrastrara y allí estaba el joven rey de los Chedis, Dhristaketu, hijo de Sisupala, ahora aliado nuestro, con los cinco hermanos Kekaya.

Por fin, nos sentamos todos alrededor de Yudhisthira. Krishna, que permaneciera frío cuando fue insultado y amenazado en el Rajasuya, habló ahora con tal rabia y pasión contra Duryodhana que me descubrí tratando de calmarlo.
Dijo Krishna: “Sois míos y yo soy vuestro. Si alguien os odia, me odia; y cualquiera que os siga, me sigue. No olvidéis nunca quiénes somos, nuestro origen, nuestro propósito. Nara y Narayana van a limpiar este mundo corrupto.”
Sus palabras me llegaron al corazón. Los reyes que Krishna había traído consigo no dijeron una palabra.
“¡Krishna!” Era Draupadi. Cruzó el círculo de hombres corriendo y se arrojó a sus pies. Sollozó incontrolablemente y yo aparté los ojos. Balbució la historia de su desgracia. No había llorado durante los últimos días pero yo sabía ahora, si lo había dudado alguna vez, que no había hecho sino vivir y revivir el horror de la asamblea. Krishna la alzó, acariciándole el cabello.
“Por este cabello fui arrastrada a la corte, manchada de sangre y temblando, mientras los primos de mis maridos se reían de mí. Con los Pandavas y los Panchalas y los Vrishnis vivos, osaron decir que me usarían como esclava. Hicieron gestos lascivos y se me ofrecieron. Mis maridos lo oyeron y lo vieron sin mover un solo dedo. ¿De qué sirve ser un santo como Yudhisthira? ¿De qué sirve el Gandiva de Arjuna? Estos nobles Pandavas que nunca han negado su protección al más humilde, me la negaron a mí, que se la imploraba.”
Había un dolor tan amargo en su voz que no sé cómo no nos marchitamos allí mismo. Krishna escuchó sin mover un músculo, pero las lágrimas le corrían por las mejillas mientras le limpiaba a Draupadi las suyas.
“¿Cómo es que Duryodhana está vivo aún, Krishna, el mismo Duryodhana que expulsó a los Pandavas de su reino, que intentó envenenar a Bhima y ahogarlo? Oh Krishna, las burlas de Karna son un cuchillo que se revuelve y se revuelve en mi corazón. ¿Quién me lo sacará de ahí? Tú no hubieras permitido el juego, Krishna.”
“Draupadi, tienes mi promesa solemne de que volverás a ser la reina de reyes. Son las esposas de tus enemigos las que llorarán por sus maridos muertos.”
Draupadi me miró buscando confirmación y yo asentí con la cabeza. Dhrishtadyumna empezó a acariciarle la cabeza también.
“Hermana”, le dijo, “te prometo que mataré a Drona y que nuestro hermano Sikhandin acabará con Bhishma. Bhima matará a Duryodhana y Arjuna a Karna.”
Los votos guerreros son frío consuelo cuando tienes que esperar trece años en el bosque. Mientras Krishna permaneció con nosotros, yo fui fuerte en la fe. Cuando partió, empezó
el exilio. Lo más difícil de soportar era la constante angustia de Draupadi y Bhima; era saber que Abhimanyu, ahora con Subhadra en Dwaraka, sería un hombre cuando volviera a verlo. Y nos perderíamos, además, el crecimiento de los hijos de Draupadi, que se hallaban con sus tíos Dhrishtadyumna y Sikhandin.
Yo tenía la seguridad de haber estado en esta parte del bosque anteriormente. Mis ojos lo recordaban y el frescor de la brisa me ayudó a encontrar un lago cercano. En las orillas de esta laguna sagrada, había reposado yo en los días de mi peregrinaje. Hombres santos acudían a sus aguas y estaba rodeada de bosquecillos de mangos y palmeras donde kokilas y chakoras cantaban suavemente. Aquí había visto a los grandes elefantes en celo cuando las sienes les revientan y se desjugan. Había visto la exuberancia de los pavos reales blancos y los ciervos en parejas bajo los árboles. Algo revoloteó junto a mí. Me volví a tiempo de ver un pavo real ardiendo en una rama. Los Rishis de este lugar entenderían sin duda a Yudhisthira y él estaría con ellos en paz en medio de la belleza del bosque. Sólo podía esperar que cada uno de nosotros encontrara en ello algo de satisfacción.
Cerca del lago y bajo dos champaks verdes, enormes y de dulce olor, construimos nuestro habitáculo. De los ashrams cercanos podíamos oír el cántico de los Vedas. Aquí en el bosque, este tema constante de la evanescencia de todo bien material, acabó por borrar el pasado de la atención inmediata de mi hermano. Creo que con el tiempo habría aprendido a vivir felizmente allí y olvidado Indraprastha, o pensado en ella sólo como el recuerdo de una anterior encarnación.

Pero no resultaba tan fácil o instantáneo, ni siquiera para Yudhisthira, hallar una paz constante en aquel lugar donde no podía aventarse la propia ira. Yudhisthira estaba herido en su interior. Acaso era el silencio del Gran Patriarca lo que más le dolía. El silencio de los acharyas y de Ashwatthama pesaba sobre él, aunque concordaba plenamente con ellos en su necesidad de mantener la paz. Sin embargo, ¿quién podía olvidar que no habían dicho una palabra en su favor?

Yo podría haber hallado un respiro temporal de las trampas y traiciones de nuestros primos en Hastinapura, si mi corazón no se hubiera visto desgarrado por el sufrimiento de los demás. Draupadi y Bhima no dejaban a Yudhisthira en paz. Una y otra vez, Draupadi decía que le angustiaba ver a Yudhisthira acostado sobre un colchón de paja en lugar de sobre un lecho blanco como la nieve. Mi hermano era incapaz de consolarla.
“¿Por qué no habría de llorar? Tú eras como Indra, el mismo Rey del Cielo, en medio de dioses menores. El resto de los reyes era como el polvo bajo las ruedas de tu carro. ¿No recuerdas estas mismas manos mías preparando pasta de sándalo para perfumarte los brazos, estos brazos cubiertos ahora de polvo y ceniza? Y esta corteza rasposa... Si sólo pudiera vestirte otra vez de suaves sedas.”

Cuando nada de  esto lograba provocar en Yudhisthira más que una sonrisa pensativa, Draupadi movía la cabeza en dirección a Bhima. Ni siquiera los discursos de los santos podían hacer que Yudhisthira mirase a Bhima con desapego. Bhima no hablaba con nadie y pasaba el día arrojando piedras planas a través de la superficie del lago. Horas y horas las pasaba sentado a la orilla del agua, rojos sus ojos de furia. De pronto, le rechinaban los dientes, emitía gruñidos, hacía gesto de agarrar la maza y profería violentas amenazas. Yo temí que perdiese la razón. Yo estaba en medio. Y Yudhisthira permitía a Draupadi su dolor, pero aun esto la enfurecía.

“Tienes suerte, Yudhisthira. Tú puedes sonreír. Tú puedes sonreír aun mientras Bhima se sienta ahí como un espectro mirando la nada. Yo quisiera poder hacerlo también. ¿Es que no ves cómo la carne se le funde sobre los huesos? ¿Es que crees que ese cuerpo durará los trece años que tú soportas tan pacientemente? Sin Bhima, ¿quién me vengará?” Draupadi sabía exactamente cómo atormentar a Yudhisthira. “Mira a Sahadeva doblado bajo esa carga de raíces y frutas. Prometimos a tu madre cuidar de él. ¿Es ésta la dieta de un kshatriya? ¿Son éstas las tareas de arqueros y espadachines diestros? Oh, afortunada Madri.”
Yudhisthira reponía con calma: “Ahora es tiempo de paciencia.” Su serenidad llevaba a Draupadi a la desesperación. “Sí. Hay un tiempo para cada cosa y ahora lo es de venganza. La virtud propia del kshatriya es la ira. La paciencia puede ser a veces la orden del día, pero mezclada siempre con furia y determinación. Un hombre que es siempre paciente será tomado, incluso por sus siervos, por una persona sin espíritu.” Los accesos de Draupadi acababan siempre en lágrimas rabiosas. “Empiezas a parecer un Rishi, ¿lo sabías? No te importamos nadie.”

Yudhisthira le acariciaba la cabeza y le limpiaba las lágrimas. “Nuestro dharma...” Pero la palabra dharma lanzaba a Draupadi a nuevas intensidades de furia. Incapaz de soportarlo más, huía de él. Me decía que, de otro modo, habría pegado a su primer marido.
Y en otra ocasión... “No puedo entender el dharma que pesa más en la balanza que nosotros cinco. Odio tu cháchara sobre la paciencia. Es como una rival ponzoñosa para mí.”
Yudhisthira contestaba: “Señora, la Paciencia ha tomado posesión de mí y no puedo echarla. No es culpa mía que me haya elegido.”

Bhima unía sus fuerzas a las de Draupadi. “Hermano, tu discurso del Dharma me gusta tan poco como el de la paz. Tu dharma nos ha traído insulto, humillación y hambruna en el bosque y ¿sabes lo que nuestro dharma les ha reportado a ellos? Nuestro reino. Venga, restablezcamos el verdadero Dharma en la Casa de Kuru. Draupadi tiene razón. Tú eres un kshatriya. Actúa en consecuencia.”

Yudhisthira era tan inamovible como Bhishma con su voto. Permanecería lejos de Indraprastha trece años y haría que nos quedásemos con él. Si hubiera prometido no volver en treinta y tres años, nos hubiera hecho quedar allí treinta y tres mil y uno. Hablaba de los trece años como si fueran trece días. Sólo cuando hubieran acabado recuperaría el reino. No era que Yudhisthira creyese más que el resto de nosotros que Duryodhana se separaría voluntariamente de Indraprastha transcurrido ese periodo, pero hasta que hubiesen pasado los trece años nadie lo induciría a declararles la guerra a los Kauravas. Por el momento, ahí estaban los cantos de las aves del bosque y de los Vedas. Los hombres como Bhishma y Yudhisthira no pueden ser movidos de su verdad: ellos protegen el Dharma.

Parece a veces, al mirar atrás, que pasamos todo aquel año en el bosque Dwaitavana discutiendo sobre el Dharma. El verano tardío desembocó en otoño; aún los mellizos y yo escuchábamos aquello desvalidos mientras nos apiñábamos en torno a los braseros. Incluso durante el monzón, Draupadi, con una bandeja sobre la cabeza y enseñando a los sirvientes cómo mantener secas las provisiones, prosiguió la disputa. Bhima y ella tenían que gritar para hacerse oír contra la lluvia atronadora. La primavera nos libró de la necesidad de estar tan juntos, pero tanto yo como los mellizos éramos arrastrados a menudo a aquellas discusiones, en calidad de audiencia o en apoyo de unos u otros, en el mismo momento en que retornábamos de la caza o el paseo. Y luego, cuando los días se acortaron, cuando el sol empezó a tocar más y más pronto los montes occidentales y nada de lo que yo pudiera hacer o decir apaciguaba los sufrimientos de aquellos que amaba, añoré hacer algo y hubiera apoyado a Bhima no por convicción, sino porque ya no podía soportar el sonido de los discursos.

Un frío atardecer en que ya se había instalado el invierno, en que esperábamos que los servidores nos trajeran la cena y no había excusa posible para levantarse y desaparecer, Draupadi estalló: “Yudhisthira, el rey que se deja aplacar fácilmente se vuelve impopular y es destruido tanto en este mundo como en el próximo. El perdón debe otorgarse en el momento apropiado, pero aquellos que saben ser drásticos en la ocasión que lo exige ganan la felicidad en este mundo y en el próximo.” Todos nosotros estábamos acostumbrados ya a las enumeraciones escriturales de Draupadi respecto de las ocasiones en que uno debe perdonar o no, que acababan con: “Así, puesto que tus enemigos no merecen el perdón, ha llegado el tiempo de manifestar tu fuerza y tu ira.” Arrojó el arroz sobre la hoja que servía de plato a Yudhisthira.
“Tratas de espolear mi furia, Reina mía, pero olvidas que un hombre furioso puede matar incluso a aquellos que no merecen la muerte. Un hombre puede adquirir más energía renunciando al furor y usar esa energía en el momento oportuno. Perdón es Brahma el Creador de todas las cosas, perdón es la verdad, perdón son los Vedas, el sacrificio, la virtud.”

Yudhisthira hablaba siempre así ahora.

“Oh mi Rey”, le espetó Draupadi, “me inclino ante los dioses que han nublado tu sabiduría. La virtud te es más querida que la vida, pero has perdido el reino a causa de tu virtud, tu gentileza, el perdón. Has realizado todos los grandes sacrificios. El Creador de todas las cosas parece mirar cruelmente cómo los que perdonan, los virtuosos, tiemblan en el exilio y da a Duryodhana nuestro reino y lechos níveos, y le da tronos enjoyados y los bocados más exquisitos. Si Dios es responsable de esto, entonces también él está sucio de pecado.”

La voz de Draupadi vibraba con tal acusación que emergió a través del techo endeble, del aire del invierno, para alcanzar las estrellas. Siguió un silencio gélido y los sirvientes, que habían permanecido inmóviles con los platos del jabalí que yo cazara, se retiraron.

Por un momento, al ver el relámpago en los ojos de Yudhisthira, llegué a pensar que Draupadi había logrado por fin enfurecerlo. Pero su fe superaba aun aquella provocación. Inspiró profundamente y con los ojos cerrados dijo: “Ése es el lenguaje de los ateos. El que busca los frutos de la virtud y el perdón es un mercader y carece de virtud. Los Vedas, máxima autoridad, nos ordenan no dudar nunca de la virtud. Aun en el caso de que los frutos de la virtud sean invisibles, ¿por qué dudar de Dios?”

Bhima saltó del asiento y empezó a caminar arriba y abajo.

“Por todos los dioses, Yudhisthira, ve por el camino tradicional de los buenos hombres, de los buenos reyes. ¿Qué estamos haciendo aquí, en este asilo para ascetas? Somos reyes y no fue ni por virtud ni por fuerza, sino tramposamente, como Duryodhana nos arrebató el reino. Aferrarse así a una promesa tiene que ser un sinsentido, cuando nos impide el camino que a los reyes ordenan los shastras. Que permitiésemos que se nos arrancase el reino para deleite de nuestros enemigos fue una locura, tu locura. Vivir en el bosque como cualquier animal salvaje no va con nosotros ni es del gusto de nadie. Todos lo odiamos, excepto tú. ¡Religión! Tu grito es religión.” Bhima acercó su rostro al de Yudhisthira y le rechinaron los dientes. Yo me dispuse a apartarlo como durante la partida de dados, pero me rechazó con un gesto. “¿Has perdido tu virilidad? ¿No creerás realmente que nuestros primos están sentados en Hastinapura diciendo:
‘Oh, qué buenos estos Pandavas, cómo nos perdonan’? Nos ven como estúpidos incompetentes, que para mí es peor que la muerte en batalla. Somos kshatriyas cuyo deber es conquistar magnificencia y vengar nuestras ofensas. ¿Cómo puedes llamar virtud a algo que nos tortura? La virtud puede ser una debilidad, un exceso de complacencia. Practicar la virtud por la virtud trae el sufrimiento. Los shastras dicen: Busca la virtud por la mañana, riqueza al mediodía y el placer por la tarde; la verdadera actuación consiste en la persecución de las tres cosas.” Por fin apartó Bhima su rostro del de Yudhisthira. “Pero tú quieres hacer una mañana eterna de nuestras vidas.” Empezó a caminar arriba y abajo otra vez y pateó un brasero. Lo colocamos derecho otra vez. “Y así se agostan nuestras vidas. Tú no eres un brahmín. Tú has nacido en una orden cuyos hechos son guerreros y crueles y causan dolor. Pero esto no es reproche que valga: hay virtudes en nuestra orden y tú resultas ridículo hurtándote a ellas. Incluso los dioses se valen de estratagemas para derrotar a los demonios. ¿Estás por encima de los dioses, que desprecias la estratagema? Sin nuestro poder somos tan inútiles como la sombra de un árbol en invierno.” Bhima no dejaba de caminar y de hacer gestos furiosos mientras hablaba. “Y en cualquier caso, Yudhisthira, sea el que sea el pecado que tú crees que cometeríamos, si recuperásemos lo perdido, puede consumirse en el fuego de nuestros sacrificios. Emergeremos como la luna desde detrás de las nubes otorgándoles villas a los brahmines y dándoles ganado. ¿Sabes qué dicen incluso los niños de Duryodhana? Que la realeza es un derroche en él semejante a la leche en un odre de piel de perro, mientras que tú... tú la embelleces. Vamos, hermano, ¿qué estamos esperando?”

Bhima se alzaba ante Yudhisthira con los brazos cruzados. Volví la vista de uno a otro de mis hermanos, frente a frente de aquel modo, inflamado Bhima, Yudhisthira conmovido y cariñoso; tan poca posibilidad había de reconciliarlos como yo tenía de acordar las dos partes de mi naturaleza, que apoyaban a uno y a otro.
“Querías quemarme las manos al acabar la partida.” Yo supe entonces cuánto le había costado a Yudhisthira dominarse. “El reino, los hijos, la fama y la prosperidad no suman ni una dieciseisava parte de la Verdad.”
Bhima, en su búsqueda de argumentos, se refirió al año de incógnito: hasta ahora habíamos evitado hablar de él. “Incluso si vivimos como idiotas durante doce años en el bosque, dime cómo haremos para que la belleza de los mellizos o de Draupadi no sea reconocida al final de este periodo, cuando debamos escondernos como ladrones. ¿Qué de las cicatrices de Arjuna en sus dos brazos? ¿Cómo desaprenderás tú a caminar y sentarte como un rey? ¡Golpea ahora!”, gritó Bhima.
“El coraje no basta. La deliberación y el razonamiento reciben de los dioses igual favor que la acción.”
Los argumentos iban y venían y yo no podía soportarlo más; la necesidad de volver a errar había empezado a crecer en mí otra vez. Pensé en los palacios de Dwaraka, lambiscados por el mar, y en Subhadra y en Krishna y en nuestro Abhimanyu creciendo tan lejos de aquí.
Al sexto año, cuando más lo necesitábamos, Vyasa llegó. Bhima y Draupadi pidieron a
Vyasa que incitase a Yudhisthira a la guerra.
Mirándonos con aquellos ojos resplandecientes que veían presente, pasado y futuro, dijo: “Yudhisthira está en lo cierto. Ahora no es tiempo. Eres el mismo niño pequeño que llegó a Hastinapura hace ya tantos años, Bhima.” Recorrió con un dedo las arrugas fieras en la frente de mi segundo hermano. “Quieres tirar a Duryodhana y al resto del mango, como en aquel tiempo, pero los mangos no están maduros; no está maduro el tiempo y... por lo demás, os traigo noticias. Duryodhana ha conseguido la promesa de Bhishma y de Dronacharya de que, en caso de guerra, lucharán a su lado. Han comido su sal y habrían transgredido su dharma, si se hubieran negado a ello. Vosotros sois sus nietos y discípulos amados, pero el Dharma es el Dharma y sin él los tres mundos se hundirían en la confusión. Otro gran guerrero que os ama es Ashwatthama, pero éste no podrá luchar contra su padre. Además, en estos últimos años y sin la envidia constante de Bhima, Duryodhana se ha manifestado como amigo bueno y generoso no sólo de Ashwatthama, sino de muchos de los reyes, que ahora, sencillamente, están en deuda con él. Ha cultivado a varios grandes guerreros, Bhurisravas entre ellos, y Bhurisravas es un buen hombre. No tengo que recordaros de qué parte está Karna. Ahora que Bhishma y Drona están obligados a luchar contra vosotros, tenemos que pensar en el modo de derrotarlos. No olvidéis que Drona, Bhishma y Karna fueron todos ellos discípulos del gran Bhargava. Tienen astras divinos, y lo mismo ocurre con Ashwatthama. Yudhisthira tiene razón. Si atacaseis ahora, rompiendo el Dharma con vuestra promesa rota, seríais derrotados.”
Nuestro hermano mayor repuso: “Lo único que me perturba por las noches el sueño es la destreza de Karna con el arco.”

Era ésta una flecha disparada directamente contra mi corazón. Yo sabía que mi hermano consideraba a Karna el mejor arquero del mundo, y fue esto lo que me turbó el sueño aquella noche y durante muchas noches venideras.
Vyasa se llevó aparte a Yudhisthira y le dio instrucciones para mí. Más tarde, éste me diría: “Arjuna, ¿recuerdas que al quemar el bosque de Khandava Indra prometió darte todos los astras cuando Shankara Shiva te diese el suyo, el Pasupata astra? Es el momento de ganártelo. Debes ir a los Himalayas y conquistar armas divinas. Cuando las poseas, nada podrá tocarte en la guerra. Bhima, te prometo una guerra.”
La promesa revivió a Bhima de un modo que las más abundantes de las comidas no habían logrado hacerlo.
Vyasa dio luego un consejo paternal: “Volved al bosque de Kamyaka; necesitáis cambiar de sitio. Necesitáis reposo y a los animales del bosque les hace falta tiempo para reproducirse. También las plantas están en peligro.”
Ahora que me había llegado el tiempo de ver a Shankara Shiva no me resultaba fácil dejar a Draupadi y a mis hermanos. Había mucha belleza en la vida del bosque, en nuestro pequeño ashram junto al lago y en los discursos de los Rishis. Pero nada iba a cambiar la naturaleza de Bhima y de Draupadi, y yo ni siquiera iba a estar allí para amortiguar los choques entre ellos y Yudhisthira. No estaba ansioso por dejar nuestro pequeño pero unido grupo de exiliados. A pesar de las peleas y de revivir una y otra vez la famosa partida, el periodo al borde del lago nos había fundido de un modo que la vida lujosa de palacio nunca lograra hacerlo. Cuando los abandoné, me puse la tosca ropa por encima de la cabeza como hiciera Yudhisthira al salir de Hastinapura después del juego. Él había ocultado su ira. Había protegido al pueblo de su rabia. Yo quería proteger a mis amados de mis lágrimas.

Había estado yo en presencia de la montaña de Gandhamadana durante mi peregrinación y antes del Rajasuya. Siempre había resultado difícil abandonarla. Ahora parecía reconocerme tal como yo la reconocía. Mientras caminé por donde había árboles y flores, no recordé las dificultades de la escalada, el frío y los lobos y osos. Olvidé incluso la naturaleza exacta de mi misión. Vyasa me había pedido que hiciese algo a lo que no se doblegaba fácilmente mi naturaleza. Implicaba el más rígido ascetismo.
De pronto, añoré aquel momento con Subhadra junto a mí, las riendas en las manos, su risa mientras el puente levadizo caía con golpe seco en el último momento y en la boca del guardia se dibujaba un círculo de sorpresa. Ahora me dirigía hacia el lugar más frío, más solitario y más terrible del mundo.
Retorné al viento en los pinos y a la vista de los picos nevados que alcanzaban el Indraloka. Desde aquí abajo, al pie de los montes, parecía que, una vez hubiese llegado a la cumbre, podría tocar con la mano el azul del cielo y tirar de las armas de Indra. Había un destello en cada roca. Las piedras tenían taraceas de plata, o esa sensación producían, y centelleaban bajo el sol. El aire estaba límpido y mis ojos se sentían como lavados con infusiones y, cuando miraba alrededor en esta claridad del día, cada flor y cada piedra parecían tocadas por el dedo de Maya. Podía creer, en efecto, toda la cordillera un producto de su mente, su presente de gratitud a algún dios que le hubiese prestado ayuda. Aquí estaba la fuente de su inspiración para nuestra sabha. El cielo era zafiro azul y dejé detrás de mí estanques de nenúfares resplandecientes como rubíes sobre sus hojas esmeralda.

En alguna parte allá arriba estaba la cueva de Shankara. Se tenía por inaccesible. Inspiré profundamente, cosa que hacía todo, no sólo posible, sino fácil. Nueva energía me inundó. Algo ocurría por fin. Pensé en Bhima lanzando piedras a través del agua para arrancarle ondas y sentí no tenerlo conmigo. Mucho mejor entendía yo ahora su tortura, la tortura de que nada sucediese, de no tener adónde ir, de limitarse a esperar con el ceño fruncido y dolorido el corazón.

El lazo que me ataba a Draupadi y a mis hermanos se hizo más y más estrecho a medida que yo me alejaba de ellos. Los veía constantemente ante mí: los ojos oscuros de Draupadi y sus mejillas de terciopelo manchadas por las lágrimas, la grave dulzura de Yudhisthira cuando decía palabras que no lograban convencerla, Bhima consumiéndose y los mellizos trabajando sin protestar.

Caminaba por el estrecho sendero usado por los pastores, cuando elevé una plegaria a Indra y mis pasos se aligeraron. Al cabo de un rato, a cada lado del camino, saltaron flores y flores azules y rosas y amarillas, como dirigidas por los dedos puntiagudos de Maya. No podía estar yo muy lejos del lugar que le diera el mármol para nuestra sabha. Mientras continuaba, la sabha recedió más y más y el Dharma, sobre el que el Patriarca y Yudhisthira gastaban tanto tiempo tratando de sostener el universo, se redujo hasta convertirse en un intrincado juguete. Aquí, otra ley empezó a eclosionar bajo la vastedad de los cielos. Vi humo rizarse en las cumbres de los montes. No llevaba conmigo alimento. Mi voto era que comería lo que hallara en el camino y lo que me ofrecieran. Esperé encontrar la choza de un pastor bajo aquellos penachos de humo. Oí un sonido como una caracola desafinada, el sonido absurdo que hacen los rebaños. Allí estaban, alrededor de mí, cerrándome el camino. Una muchacha llegó corriendo de las flores tratando de apartar las ovejas. Cuando se volvió para mirarme, vi que era deliciosa. Sus ojos eran del color de los helechos verdiplata. Sobre su frente le colgaban adornos argénteos hasta sus suaves cejas pardas. Plata maciza le colgaba de las orejas estirándole los pequeños lóbulos. Me dijo algo en una lengua rara que me hizo reír, tan distinta era de todo lo que me resultaba familiar. Incluso la lengua rakshasa me era menos extraña. Quería preguntarle a la muchacha su nombre por oír el sonido que produciría en aquella lengua. Parecía como si le hubiese lavado la piel la nieve de aquellos altos picos y en mi mente la llamé Flor de Nieve. La señalé con un gesto interrogador y luego me señalé a mí mismo y dije ‘Arjuna’.
“¿Arjuna?”, preguntó. Mi nombre sonaba tan dulce en su boca que sonreí. Ella rió mostrando unos dientes que cintilaron como las semillas de una granada joven. La muchacha era exquisita y yo intuí una forma perfecta bajo aquellas ropas de lana, toscas, sueltas.
“¿Arjuna?”, dijo desdibujando la pronunciación más aun que la primera vez y señalándose a sí misma con una mano sucia y bien formada. Esto me hizo reír de nuevo. El nombre del mejor arquero del mundo denotando a esta pequeña doncella de ojos verdes...
“No”, negué con la cabeza y repetí mi nombre señalándome a mí mismo y luego a ella. Reflexionó un momento y, tocándome suavemente la armadura con su pequeña vara, repitió mi nombre; después se tocó el pecho con el dedo y lo repitió inquisitivamente, como si fuera algo que tuviéramos en común. Me pregunté qué se le había metido en la cabeza. Percibí la orla sucia de su vestido y su lana sudorosa. Las ovejas correteaban alrededor. Si no hubiera estado tan concentrado en el propósito de mi viaje, se me habría ocurrido ya que, en su lenguaje, ‘arjuna’ debía de significar algo así como una invitación. Empecé a sentir un cosquilleo en el pecho, en el lugar bajo la armadura que ella había tocado, pero recordé el mantra de Vyasa que Yudhisthira me había transmitido y sus últimas palabras: “Tú ascetismo debe ser feroz.”
No habría boda en esta peregrinación y se lo dije sintiéndolo, sonriéndole a sus ojos verdes por última vez. Para su absoluta sorpresa y la de su rebaño, entonces, tañí el Gandiva. El sonido ecoó de roca en roca, saltó de monte a monte y se perdió en los cielos. El rebaño corrió en todas direcciones y la muchacha tras él, arrojándome una mirada reprochadora sobre el hombro. Me juré a mí mismo tener más cuidado. Shiva sembraría sin duda mi camino de tentación.
“De todos modos”, le dije elevando mi risa a los cielos, “olía a borrego.”
Proseguí mi camino, que ahora se volvió más estrecho y escabroso. Hallé más rebaños, pero atendidos por muchachos. Éstos habían visto a peregrinos marchar a la cueva de Shiva, pero a ninguno con coraza, yelmo y escudo. Algunos no sabían siquiera de qué servía mi arco y yo, recordando a Ekalavya, no tenía ninguna intención de enseñárselo. Lo mantuve tenso y, cuando lo señalaron, lo tañí lanzando su nota profunda de monte a monte. Lo examinaron con deleite, pero no se atrevieron a tocarlo. A medida que avanzaba, incluso los pastores se hicieron menos frecuentes y hubo veces en que no pude descubrir penachos de humo en absoluto. Por la noche...
Por la noche había una luz titilante, y otra, pero rara vez más, y siempre la nieve brillante sobre ellas. Tuve que repetir mantras para que no me consumiera la soledad. Abajo, oía al río cantar a la luna sin fin, que danzaba en él.
¿Qué razón tendría Shiva para escoger como morada un lugar tan inaccesible? Las historias se contradecían y hasta la tercera alborada, cuando desperté para hallar a mi lado un compañero peregrino, no escuché nada parecido a una decente versión. Ésta me complacía, al final. Mi amigo peregrino me contó una hermosa historia. También él iba de camino para obtener un don del dios, aunque no estaba dispuesto a decirme cuál.
La causa era la mujer de Shiva, Uma, dijo aquél rascándose la cabeza delicadamente con la larga uña de su meñique a través del pelo enmarañado. “Ya sabes lo que son las mujeres, siendo como eres un lozano guerrero. Uma quería conocer aquel secreto que Shiva no estaba dispuesto a revelar ni a los dioses. Lo importunaba día y noche. ¿De qué sirve una buena esposa, si no es para atormentarte? Casi lo vuelve loco. Lo despertaba para preguntárselo y era lo primero que le decía por las mañanas. La pregunta de Uma era bien simple: ‘¿Cuál es el secreto de la vida?’ Al final, desesperado, prometió revelárselo... pero un secreto es un secreto, debe comunicarse en un lugar recluido, adonde nadie pueda llegar. Así que Shiva dejó atrás su montura, el toro, y trepó más y más alto, desatándose incluso las serpientes del cabello para que ni siquiera éstas pudieran oír el secreto. Y las dejó en el lago, por allí en alguna parte.” El narrador hizo un gesto vago con el brazo y prosiguió. “Finalmente, cuando superó la línea de los árboles, condujo a la exhausta y amoratada Uma a una cueva.”

“¿Y ahí es adonde vamos?”, inquirí.

Un águila voló sobre nosotros y debí de distraerme un momento pues, cuando me volví alrededor, se había ido. Empezaba a sentir extrañeza. La fresca intensidad del aire, tan estimulante el primer día, me cortaba ahora bruscamente el pecho. En la distancia vi un punto que se movía, infinitesimal contra la ilimitada extensión de nieve. Quizás era otro peregrino, como yo el más insignificante de los seres en el umbral de Shiva Omnipotente, Señor del Universo.

Quise que Bhima estuviera a mi lado. Por la noche encontré un abrigo en la roca y me senté en él observando la avalancha de nieve que caía como una cortina. Por la mañana, el sol la fundió y yo casi me caí de mi refugio. Pasado el peligro, me sentí tan feliz de hallarme en este mundo de nieve silencioso que, aunque la muerte me esperase allá arriba, estaba dispuesto a seguir. De pronto, Bhima apareció a mi lado y yo lo abracé. Ahora nada era imposible. Le dije cuántas veces había pensado en él y le pedí que hablara. Él desapareció en la albura. Había oído de peregrinos que veían personas caminando a su lado en las altas nieves. Yo estaba seguro, sin embargo, de que aquél había sido Bhima. Nunca habían sido obstáculo para él las marchas más difíciles. Ah, allí estaba otra vez, caminando a mi lado a grandes zancadas, sin que siquiera le costase respirar.

“¿Recuerdas cuando portaste a madre por todo el túnel, cuando huimos del palacio de laca y cera?” Abrió la boca para hablar y llenó de vapor el aire. No pude oír su voz, pero sabía lo que estaba diciendo: “¡Oh, aquella Morada del Deleite!”, y riendo desapareció de nuevo. Esta vez volví la cabeza para ver dónde había ido y con aquel movimiento repentino casi me precipito a la muerte. ¿Sería una muerte en busca de armas igual a la muerte del guerrero que abre los cielos? Extrañamente, esto parecía importar poco aquí arriba. Y así ocurría también con todo aquello en lo que creíamos, y con lo que queríamos tanto como nuestra Indraprastha, y con la partida de dados y casi con aquello que importaba más que todo el resto: Draupadi, arrastrada a la asamblea por el cabello, durante su menstruación. Este mundo aquí arriba era tan grande que las figuras de mi mente se volvían más y más pequeñas. Era difícil respirar cada pocos pasos y lo que abajo habría sido un paseo sobre un suelo irregular aquí se convertía en una verdadera batalla. Parecía que no acabaría nunca. Otros compañeros se me unieron sólo para desaparecer enseguida otra vez: Ashwatthama, radiante su rostro de amor, Yudhisthira, los mellizos, Draupadi, Subhadra, Satyaki... Krishna.
No sé cuántos días duró la escalada hasta que encontré a aquel santo sentado desnudo en la nieve. Una luz ultraterrena manaba de su pecho desnudo.
“¿Para qué el arco y las flechas?”, dijo. “Nadie viene aquí con armas. Éste no es un lugar para la guerra. Quítate los arreos y arrójalos por allí.”
Por más tentado que estaba de acabar con la incomodidad inmensa y creciente de portar armas y armadura, sabía a qué había venido.
“Tienes un aspecto ridículo vestido así”, dijo el brahmín.
Ya lo había sospechado, pero no estaba dispuesto a oírselo decir a nadie. “Tenga el aspecto que tenga, nada me hará cambiarlo.”
“Pide el cielo y hazte un dios”, siguió el brahmín. “Éste es justo el lugar para hacerlo.” Recordé las palabras de Draupadi al partir, una repetición del deseo de mi madre de que
nunca naciéramos kshatriyas otra vez. En cualquier caso, de momento éramos kshatriyas y todo lo que yo quería era las armas que había venido a buscar. Así lo dije.
Sabía dónde estaba la boca de la cueva de Shiva. Un yaksa, un ser espectral, me la había señalado y, aunque podía verla desde la distancia, parecía que nunca la alcanzaría. La gran boca negra seguía fija en la distancia y, por más que yo recorría la nieve blanca, no lograba acercarme a ella. Abajo, el camino que había superado era tan estrecho, cortado en un precipicio tan brutal sobre el río atronador, que casi había perdido la cabeza. ¡Qué fin habría sido aquello para un guerrero!
Yo me había reído de los pequeños, cómicos caballos que viera usar a los pastores en las tierras más bajas; comparados con nuestros caballos Sindhu de alto paso parecían juguetes, pero habría estado más que satisfecho con uno de aquéllos ahora. La armadura que más abajo calentara el sol me torturaba aquí arriba de frío y el Gandiva pesaba cruelmente. El hielo sobre el que caminaba congelaba un par de pies que una vez creyera míos. De pronto, me hallé sobre un costado, una pierna hundida hasta la rodilla en el agua y la otra torcida debajo de mi cuerpo. Me levanté otra vez y decidí mover los pies con más cuidado.
No sé cuándo perdí la consciencia, pero al despertar estaba en una cueva oscura llena de susurros. Yo sabía que éste era el lugar donde habría de encontrar al dios. Shankara Shiva. Me lavé el rostro con hielo fundido y mi fuerza retornó. Me senté entonces para meditar. Extrañas cosas ocurrieron. Un jabalí salvaje se precipitó al interior de la cueva. Tenía una flecha clavada. Con la irritación del cazador que no ha despachado bien a su presa le disparé y, en ese momento, un cazador y su mujer entraron en la cueva. Tan molesto estaba yo por su incompetencia y por ser perturbado de aquel modo, que me dispuse a matarlo.
Pero él me habló ásperamente y con autoridad. “¿Crees que ha muerto por tu flecha, Arjuna? Se trata simplemente de una pobre presunción, pero típica de alguien que hizo perder a Ekalavya su pulgar. En cualquier caso, yo no soy Drona.”

Olvide mi ascesis. La lucha había comenzado. Pero todas mis flechas desaparecían en el aire y mis inagotables aljabas estaban vacías. Alcancé al hombre en la cabeza con el Gandiva y traté después de rompérsela con la espada. Pero nada parecía tocarlo. Al final, perdí los sentidos. Cuando emergí del desmayo, recé a Shankara Shiva para que me diese fuerza.
“¿Para qué quieres fuerza?”, preguntó el cazador.
No sé por qué respondí, pero lo hice. “Para continuar mi ascetismo, para alcanzar a Shiva y pedirle el don de su arma personal, la Pasupata.

El cazador soltó una poderosa carcajada. “¿Por qué poner la fe en ese mendigo harapiento y desgreñado?”, dijo. “Con sus serpientes y sus pieles animales por toda vestimenta ¿qué puede hacer por ti?”
Mi mano buscó la espada, pero no pude desenvainarla. Entendí de pronto lo que ocurría y, al contemplar el rostro del cazador, vi la fiera sonrisa radiante del mismísimo Shankara Shiva. Caí a sus pies y lo adoré.
Shiva me dio la Pasupata, con el mantra para lanzarla y para traerla de nuevo a mí, y los Señores del este, el oeste, el norte y el sur aparecieron para darme sus astras y prometerme victoria. Luego, una vez más, perdí el sentido.

Mis tutores me habían repetido hasta la saciedad que el Dharma mantiene el equilibrio de los tres mundos, pero nada me habían dicho de la región que ahora había alcanzado, donde el mundo medio toca el cielo. La esperanza de todos los kshatriyas es entrar en la morada de Indra al final de sus vidas en la Tierra. Por ello intentamos recorrer el camino de la virtud y morir heroicamente en el campo de batalla. Así, cuando Indra, Señor de los Cielos, envió su auriga a buscarme, me pregunté si Yama había arrancado ya mi alma a mi cuerpo con su dogal. Había un rito que realizar antes de ascender al carro. La montaña me había resultado propicia. Cada vez que pareciera que los dioses mismos me abandonaban, yo había rezado al espíritu del monte y me había puesto en su poder. Era éste muy poderoso y el refugio de muchos Rishis que habían logrado allí la realización. Sus árboles y raíces me habían alimentado; sus flores, sosegado; y sus manantiales, apagado mi sed. Me postré ante la montaña y le pedí la bendición. Mi siguiente recuerdo es estar sentado junto a mi padre Indra en su trono de oro. Ahora estaba seguro de haber muerto.

Miré alrededor y vi todas las cosas de las que siempre había oído hablar: los árboles celestiales, la corte de oro y las apsaras, que debían de ser Menaka, Rambha, Urvasi, madre de nuestra raza, y Tilottama.
Aquella tarde las vimos bailar la música celeste de Chitrasena, pero mis ojos los atrajo la más deliciosa de todas ellas, Urvasi. Era fácil comprender por qué era la favorita de Indra. Superaba a las otras tres en destreza tanto como en gracia y hermosura. Había en mí una reverencia honda y natural hacia este ser exquisito. Yo me había sentido siempre orgulloso de ser el hijo de Pandu y el descendiente del gran Emperador Shantanu y de Puru, que un día reinó en Indraprastha. Pero no había concedido demasiada importancia a esta madre de nuestro linaje. Aquí, ante mis ojos, estaba el origen de toda la gracia y el encanto que poseíamos. Si no hubiera sido por esta emoción filial, me hubiera enamorado de ella al instante.
En cualquier caso, cuando vino a mí a mitad de aquella noche lunada, derramada su melena por la espalda, su cuello y sus brazos adornados de flores y su cuerpo perfecto vestido de nube transparente, vi de inmediato lo que le había ocurrido, pero caí a sus pies, devoto suyo.
“Dame una bendición materna”, dije. Su imagen de Madre había cristalizado en mí, lo que me alegraba porque no quería enfurecer a Indra.

“Arjuna”, gimió Urvasi, “eres la criatura más hermosa que he visto nunca. Es amor lo que me ha sacado de la cama. Y mi amor arderá hasta que me tomes.”
En lugar de inflamarme, sus palabras cayeron sobre mí como pedazos de hielo. Era mi deber, como kshatriya, aceptar cualquier mujer que viniese a mí con semejante anhelo... pero, en este caso, no podía.
Como seguía agachado a sus pies, dijo con voz cariciosa: “¿Qué ocurre, Arjuna?”
Me senté sobre los talones y alcé la vista para mirarla. Le supliqué con las manos unidas que entendiera, pero se negó a hacerlo. “Cuando bailaba, tenías ojos sólo para mí. Por eso he venido.”
Retrocedió un paso para observarme mejor y, en ese solo movimiento de sus caderas redondas y llenas de gracia, había toda una danza. Sus ajorcas tintinearon; su collar se balanceó. Su pelo y sus guirnaldas de flores efundían perfumes. Su piel fulgía como oro fundido y había pequeños aljófares de sudor en sus labios. Pero era como hallarme ante mi propia madre. “Oh, Madre.”
Yo mismo rompí a sudar. Nunca me había sentido tan embarazado o desconcertado por la petición honesta de una mujer enamorada.
“En verdad tenía yo ojos para ti solamente, Urvasi. Eres la criatura más hermosa en los tres mundos y no he visto o soñado nunca una danza como la tuya. Adoro la danza...” Estaba sentado aún sobre los talones y mirando a Urvasi. Abría mucho los ojos con un principio de incredulidad. Obviamente, ésta era una situación nueva para ella también. “Pero, sobre todo, pensaba en ti como madre de nuestra raza. Tan orgullosos estamos de ser tus descendientes.” Su mirada centelleante me decía lo parca que esta excusa resultaba. “Perdóname, Urvasi.”
“Creía que eras un kshatriya, pero no parece que tengas la caballerosidad necesaria para comprender mi anhelo. No eres lo bastante hombre para responder...” Antes de que pudiera protestar, puso las manos en sus hermosas caderas y con sus redondos pechos desnudos palpitándole, dijo: “Rechaza mi amor entonces, pero no mi maldición. Puesto que eres tan avaro con tu virilidad, la perderás: mi maldición te condena a pasar tu tiempo como maestro de danza de mujeres.” Derramando lágrimas ardientes, se volvió y se fue de allí con paso oscilante, dejando un aroma de jazmín y el de su propia piel cálida. “¡Como eunuco!” La última palabra cayó como la piedra de una catapulta.
Era esto lo más terrible que me había ocurrido nunca en la vida y, cuando las ruedas de mi mente empezaron a girar otra vez, me di cuenta de que no me atrevía siquiera a contarle la historia a Indra por temor de que sospechase que había cortejado a su favorita. Mi corazón se tornó hielo. Draupadi... Subhadra... Para toda la vida, para toda la vida... Fui directo a mi amigo Chitrasena, a quien me unía la afición por la música y la danza, y gruñendo y gimiendo desvergonzadamente le pregunté cómo podía conjurar la maldición. Vi una sonrisa dibujarse en la comisura de su boca que me hizo esconder el rostro entre las manos, y no percibí siquiera que me había dejado. Retornó con Indra, que en lugar de culparme, me alabó.
“Eres el primer hombre que ha sido capaz de resistir a Urvasi. No puedo librarte totalmente de la maldición porque está enfurecida, pobre niña. Si le pido que la revoque, dejará de bailar y yo no podré soportarlo. Pero, en mi dominio, incluso las maldiciones pueden convertirse en cosas de utilidad. Reduciré la maldición a un solo año... y recuerda que, durante el decimotercero de tu exilio, tienes que hallar un modo de volverte irreconocible. ¿Quién podría llegar a pensar que el maestro de danza Brihannala, el eunuco con una trenza por la espalda, es realmente Arjuna?” Chitrasena y él se rieron de corazón y yo simulé unirme a ellos. “Ahora aprende todo lo que puedas de la música y la danza. Chitrasena hará de ti un maestro de estas artes. Serás diestro como cualquier danzarín celestial”, dijo sobrepujado por la jovialidad otra vez.
Fui feliz como discípulo de Chitrasena y olvidé la maldición excepto cuando me encontraba con Urvasi. Chitrasena educó mi voz de forma que podría haber embelesado a una kokila haciéndole creer que era su pareja y me enseñó a tocar la vina, así como el resto de los instrumentos de cuerda y de viento. Cuando terminó mi curso de flauta, dijo que mi único rival era Krishna.
Tan dulce era haber recuperado el favor de Indra y compartir su trono que no tenía ningunas ganas de recordar la bestialidad de la partida de dados y las disputas y frustraciones de nuestro exilio. Pero, de cuando en cuando, me venía a la memoria la infelicidad de mis hermanos y Draupadi, aumentada por mi ausencia. Indra me sosegaba y me recordaba que Yudhisthira mismo me había enviado a buscar las armas celestiales.
Un día llegó el sabio Narada. Narada trató de ocultar su asombro al verme compartir el trono celeste, pero no lo logró. Alzó las cejas.
“Narada”, dijo orgullosamente mi padre, “éste no es un kshatriya ordinario. Es mi hijo, nacido de Kunti, y está aprendiendo de mí los astras divinos. Como sabes, la Tierra se quejó a Vishnu de que ya no podía seguir soportando el peso de la injusticia. Así, Vishnu se encarnó como Nara y Narayana, mi hijo Arjuna y su primo Krishna. Por eso se aman uno a otro de ese modo. Los espera una carnicería que limpiará la Tierra de su veneno. Narada, quiero que les digas a Draupadi, Yudhisthira y al resto de sus hermanos que Arjuna ha recibido mis astras y que ahora sabe danzar tan bien como disparar. Confórtalos. Diles que ya volverá y que, mientras tanto, partan en peregrinación.” Me había ganado el elogio de Indra: “Has dominado las armas celestiales, cómo disparar y recobrarte mientras flechas el arma más rápido que el pensamiento. Ahora debes partir, pero quiero antes mi guru-dakshina.”

Me entusiasmaba la oportunidad de mostrar mi gratitud a Indra y a los dioses y, eufórico, me lancé a batallar los demonios por orden del Rey del Cielo. A mi orgullo lo remplazó la humildad cuando se tornó evidente que dependía, para el éxito, de Matali, el auriga de Indra.

Los caballos arrancaron con un tintinear de cascabeles que se ahogó en la cacofonía del submundo. Matali tuvo que gritar: “Nunca he visto a nadie guardar el equilibrio como tú, cuando partimos a la carrera. Incluso el dios Indra tiene que agarrarse.”

En cuanto aparecimos, los demonios se sumieron en gran confusión; tomaron las armas y empezaron a correr de un lado a otro para colocarse en orden de batalla. Soplé Devadatta y sus notas se elevaron sobre el diabólico estrépito, tocaron el cielo y retornaron con tal fuerza que hasta yo mismo sentí pavor. Los nivatakavacas eran formidables en combate. Durante mucho tiempo habían ocupado este lugar del cielo y nadie había sido capaz de expulsarlos. Se habían vuelto ricos y presuntuosos, desgraciadamente sin ablandarse. Cuando se trataba de luchar por su integridad y su territorio invocaban los poderes demoniacos que les daban la vida. Sus flechas golpearon mi armadura como una lluvia de navajas. Yo me alzaba en el carro enfrentando aquella muerte diabólica, en lugar de una guerra kshatriya. El mordisco de sus flechas era frío, pero pronto me dejó un leve ardor en la carne.

Si no hubiera sido por las maniobras de Matali, no habría sido capaz de pagarle mi deuda a Indra ni de retornar a mis hermanos. Cuanto más los destrozaba yo, más venían con fuerza renovada. La derrota sólo servía para infundirles coraje. El aire estaba inundado de las piedras que arrojaban y, ahora, una tiniebla se enzarzaba a nosotros surgida de su ilusión y nos sumía en ceguera. Ni mi habilidad para disparar a oscuras me habría salvado en aquel infierno bullente, si no hubiera sido por la destreza de Matali.
Acabamos por tener que gritarnos: “¿Dónde estás, hijo de Pandu?” “Matali, auriga de Indra, ¿dónde estás?” En todo momento, recité los mantras de poder que me dieran los dioses. Con un poderoso esfuerzo de concentración, dispersé un poco la tiniebla; al instante cayó otra vez y los demonios se escabulleron de nuevo a su noche interminable. Mientras combatía con ellos sin dejar un instante mi sagrada recitación, me parecía que luchaba con la oscuridad misma y que, si fallaba, el mundo quedaría escindido de la luz. Fue Matali, al final, quien cambió el curso de las cosas con la palabra apropiada. “Vajra, Vajra”, gritó y, sin pensar, yo desaté la furia del rayo y aquello fue el fin. Lentamente, se alzaron las tinieblas mostrándonos el carnaje; entre los gritos de los heridos podían oírse los lamentos de las diablesas gimiendo como grullas sobre el lago.

Bajo aquella luz repentina, me pasmó el esplendor de las mansiones y la riqueza de los adornos y de las fachadas con sus joyas. Pregunté a Matali, que estaba sereno y quedo como si no hubiera acabado de luchar y vencer: “¿Por qué no habitan los dioses este lugar?”
“Fueron expulsados por la voluntad de estos demonios de hierro. Por eso hemos tenido que venir a conquistarlos.”

Hay pocas cosas en mi vida de las que sea incapaz de hablar. Nunca discutimos la erosión de nuestra intimidad con Ashwatthama ni recordamos en voz alta el episodio de Ekalavya. Más guardada aun en mi corazón está la ternura de mi reencuentro con Draupadi y mis hermanos.

Mi amado y viejo Dhaumya me ayudó a descender del carro de Indra y, tras tomar el polvo de sus pies, mi hermano mayor me tomó en su regazo como si fuera un niño pequeño. Draupadi se quedó muda, con la llama vívida de sus ojos convertida en hondo fulgor. Bhima, que podía hacer amedrentarse el corazón de cualquier enemigo, me derritió con su ternura. Era incapaz de decir una palabra, pero el ceño de su frente era más profundo que cuando estaba rabioso, y no dejaba de darme palmadas en los hombros y la espalda. Sahadeva y Nakula me sonreían con toda su belleza. La perfección no residía sólo en Indraloka. Estaba también aquí, en el monte Gandhamadana, adonde los míos acudieran a esperar mi llegada.
Una vez que nos hubimos contemplado hasta la saciedad y regalado con nuestras sonrisas trémulas, empezamos a hablar todos en el mismo instante. Un peregrino experimentado sabe que lo mejor que puede hacer no es precisamente empezar a contar de inmediato su propia historia. Sabe que aquellos que le esperan tienen sus propias aventuras que narrar... y mis hermanos habían recorrido toda Bharatavarsha en su camino hasta mí.
Habían visitado todo lugar sagrado y todo ashram, y se habían encontrado con toda alma grande en su tránsito.
“Hemos ganado mucho mérito”, dijo Bhima.
Cuando todos acabaron sus historias, estuvieron dispuestos para escuchar la mía y, sobre todo, Yudhisthira quería que me exhibiese con las armas celestiales. Qué gloria sería, después de cinco años de separación, celebrar el reencuentro con una demostración de habilidad con mis armas divinas. Fui a tomar un baño de purificación pensando el orden en que las exhibiría, cómo manejaría el Vajra y lanzaría mis flechas de un extremo al otro del mundo. Oí la voz de Dhaumya elevándose en un himno y sentí una punzada de duda. Pero era Yudhisthira quien pedía la demostración. No podía decepcionarlo.
Cuando me puse en pie, sentí la tierra prieta contra mis plantas, inmovilizándome. Dhaumya y los brahmines no podían seguir cantando los Vedas. El fuego sagrado se apagó.
En el silencio me habló una voz: “Estas armas deben ser usadas sólo contra el mal. Son capaces de destruir el mundo.”

Eso fue todo. Y fue bastante. Con reverencia, depuse las armas brillantes hasta que llegase el tiempo de usarlas y me entregué a la dicha de esperar una vez más con Draupadi y mis hermanos la llegada de las lluvias.

Con las armas conquistadas empezamos a sentir la proximidad de la guerra. Pronto tendríamos que pasar nuestro año escondidos en la ciudad. Duryodhana contaba con encontrarnos y conservar su reino. Decidimos pasar lo que quedaba de este año en el bosque de un modo tan pacífico como fuera posible. Pero yo sabía que no habría pasado cinco años lejos de allí aprendiendo a luchar como un dios, si no hubiera de haber guerra.

Estábamos en nuestro refugio del bosque de Dwaitavana cuando arribaron los monzones. Fueron particularmente poderosos y el río Saraswati creció con aguas rápidas. Pero esta vez no había nada de aquel desaliento que reinaba en el pasado, antes de que yo partiese en busca de mis armas. En Hastinapura e Indraprastha los monzones vienen como una distracción, pero cuando llegan las lluvias al bosque no existe nada más. Todo el mundo se colma de truenos y atabales. Cuando la lluvia es densa, el río se precipita amenazando con arrastrarlo todo, y a uno mismo, en su avenida. El agua lapida de pronto desde un cielo calmo o nubes del color de los elefantes se desangran en un instante. Cuando la lluvia cesa, cercado de silencio, queda el sonido del agua goteando de los árboles. Todas las matas y flores resurgen. Los pájaros empiezan a gorjear. El monzón renueva el mundo y, a este duodécimo año, emergimos renovados nosotros también.
Enseguida después, nos llegó la voz de que Krishna venía al bosque con Satyabhama, una de sus esposas, para vernos.


Los dioses son los dioses y ser abrazado por Indra es conocer el cielo pero, cuando Krishna y yo nos abrazamos una y otra vez, de nuevo se conmovió mi corazón humano y cada fibra de mi ser y me pregunté, como siempre lo hacía al encontrarnos, cómo había podido vivir tanto tiempo sin él. Luego, todos nos bebimos las noticias de nuestros hijos. Qué orgulloso me sentía cuando Krishna decía que mi Abhimanyu era tan buen arquero como yo. Las nuevas de los hijos de Draupadi, aún con Dhrishtadyumna, de que eran poderosos arqueros y que cada uno se parecía a su padre nos hicieron reír y caer luego en un meditativo silencio. Draupadi no se nos unió en nuestra alegría. Para ella no era cosa de risa haber sido privada de sus hijos todos estos años. Su rostro orgulloso, cincelado con líneas de dolor, revelaba que había sufrimientos que sencillamente relegara al silencio. Durante la fracción de un segundo nuestros ojos se cruzaron; vio que yo comprendía y ese instante bastó.

El largo viaje de Krishna, que de nuevo probaba por nosotros su amor, tenía también un propósito.
“¿Por qué esperar?”
“¿Por qué esperar?” Sentimos acelerarse la sangre.
La respuesta de Yudhisthira era predecible. “Faltan menos de dos años”, dijo. “¿Por qué romper una promesa?”
“Sí, pero ¿por qué esperar dos años? Nuestro ejército está preparado. Dhrishtadyumna, Sikhandin y sus otros hermanos están preparados.”

Recordaba a Sikhandin del swayamvara de Draupadi. Decían que había nacido mujer, que nadie aparte de su madre y su padre lo había visto y que la habían hecho pasar por varón. Se decía también que era una reencarnación de nuestra tía abuela Amba, que tenía muchas razones para odiar al Patriarca Bhishma y que había jurado, mientras se inmolaba a sí misma, retornar a esta vida para asesinarlo. En cualquier caso, Sikhandin había ido al bosque y sufrido un cambio de sexo. Era ahora uno de los mejores arqueros de Panchala. Krishna nos recordó el voto de Sikhandin, pero la idea de que alguien matase al Gran Patriarca no me complacía en absoluto. Me vi a mí mismo acariciándole la barba blanca. Los cinco hermanos Kekayas, nos dijo Krishna, hervían de impaciencia. “Si atacamos ahora, tenemos más posibilidades. Los Kauravas no están preparándose para la guerra. Tienen confianza en hallaros durante el decimotercer año. Yudhisthira, ¿por qué quieres ponerles fácil que se queden con tu reino?”
“Tengo que guardar mi promesa”, repuso Yudhisthira. “Mi promesa ha hecho sufrir a todo el mundo, ya lo sé. Os pido ahora a todos vosotros, en presencia de Krishna, que es mi consciencia, que me perdonéis.” Esto era un discurso extenso para Yudhisthira; en el bosque, sus palabras se habían vuelto escasas.
Krishna atraía siempre sabios, rapsodas, pandits, buscadores y devotos. Mientras estaba con nosotros, Markandeya, sabio y narrador de historias, llegó al bosque lavado por las lluvias. Con Krishna y Markandeya entre nosotros olvidamos nuestro exilio y la fatiga desapareció de nuestros días. Cuando Markandeya llegó al final de sus historias, Krishna me urgió a relatar mis batallas contra los enemigos de Indra y cómo había merecido la Pasupata de Shankara Shiva.
Dimos la bienvenida a todos los Rishis que acudían a compartir el fuego y las leyendas. Habíamos perdido el hábito de estudiar a nuestros huéspedes y buscar en ellos ojos espías. Se me ocurrió que no debía presumir de la Pasupata, pero ¿quién puede resistir el maravillarse de los ojos de una buena audiencia? Bastó aquello para que un anciano e irresponsable brahmín, deseando lograr acceso a la corte de Duryodhana, no tuviese en cuenta las consecuencias de transmitir la historia de la Pasupata. El brahmín debió de quedarse estupefacto ante los fabulosos presentes que recibía por hablar de los rigores de nuestra vida en el bosque.
Fueron Sakuni y Karna los que concibieron una forma de humillarnos. Nos enteramos después de que Karna le dijo a Duryodhana: “Debe irritarle a Arjuna poseer esas armas esplendorosas y no poder usarlas. Debe añorar la gloria y el sentido de estar en el centro de las cosas. Su piel picajosa debe gritar por las sedas y los suaves perfumes de la corte. Nadie admira su belleza en el bosque. ¿Por qué no ir a admirarlo un poco, Duryodhana? Al fin y al cabo, ver a un enemigo en la adversidad es mejor que el nacimiento de un primer hijo.”

Tío Dhritarashtra, que había oído de nuestros rigores por el mismo brahmín, estaba de humor arrepentido y peroraba sobre sus justos, sinceros, gentiles sobrinos, semejantes a los dioses, que sufrían de modo inmerecido. Así que Sakuni y Karna pergeñaron una historia para que Duryodhana fuera con ella a su padre: había llegado el tiempo para salir a una ghoshayatra, una inspección de ganado, pues los Kauravas poseían reses numerosas en el linde del Dwaitavana. Rieron y dieron sonoras palmadas regocijados. Un mayoral acudió a tío Dhritarashtra y le dijo que los guerreros deberían supervisar el herraje de los terneros. Sabiendo que nosotros habitábamos no lejos de allí, tío Dhritarashtra dio reluctante su consentimiento. Así es como Duryodhana llegó con el más extraordinario de los séquitos, incluyendo tiendas, pabellones, mercaderes, trovadores, miles de elefantes y caballos y una parafernalia que habría bastado para erigir toda una nueva ciudad. Duryodhana acampó a unas cuatro millas de nosotros y convirtió el marcar a las reses en un gran espectáculo. Hizo arredilar a las ariscas, contó los terneros destetados e hizo marcar a los tresañejos. Acabado aquello se hicieron señores del bosque y ordenaron a los boyeros que exhibiesen sus rústicas danzas y sus habilidades con la flauta. Para ser justo con Duryodhana: era un buen organizador y recompensaba generosamente a los que le servían y atendían bien. Era la estación de caza y nosotros, que nos habíamos vuelto afectos a los animales, presenciamos afligidos cuántos elefantes mataron sus flechas. Tendieron centenares de trampas para ciervos y, alcanzando el lago, pidieron a los montadores del cortejo que erigieran allí casas de placer; pero ocurrió que Chitrasena, mi amigo querido y maestro de danza, había llegado al lugar antes que ellos con su hueste de gandharvas y apsaras, y puso objeciones a que lo molestaran. Tan dispuesto estaba Duryodhana a montar sus espléndidas casas de placer a la vista de nuestro ashram que envió a sus fuerzas de élite con un mensaje amenazador: Chitrasena tenía que evacuar el área. La respuesta de Chitrasena fue que nadie más que un loco trataría a los gandharvas como si estuvieran a sus órdenes, a menos que ansiase encontrarse con el dios Yama.
Dhaumya estaba realizando un sacrificio especial para Yudhisthira con Draupadi como cooficiante. “¡Om!”, entonaba Dhaumya. Las llamas saltaban para lamer la manteca purificada, cuando oí el clamor de la batalla. Llegué para ver que incluso las fuerzas de choque Kurus habían sido aterrorizadas por las armas sobrenaturales de los gandharvas y que Karna, aunque herido, seguía combatiendo mientras le gritaba a Sakuni que no huyera. Karna fue pronto rodeado; con un eje de su carro roto y el asta de su bandera cayéndole encima, saltó al carro de Vikarna, fustigó a los caballos y huyó del campo. Duryodhana, en un frenesí de obstinación, recibió el impacto del ejército gandharva y no tardó en descubrir las manos de Chitrasena alrededor de su cuello sofocándolo casi hasta morir. Él, Duhsasana, varios de sus hermanos y las damas regias fueron hechos prisioneros y nosotros nos hallamos dueños y señores de las tiendas, pabellones, elefantes, casas de placer a medio construir y toda la parafernalia de la corte, incluyendo vaquerizas ornamentadas, dispuestas ahora a danzar para sus conquistadores.
Gemicosos, humillados y absolutamente serviles, los cortesanos de Duryodhana vinieron, interrumpieron el sacrificio y, recordando de repente que Yudhisthira era Dharmaraj, le presentaron sus respetos y apelaron a su sentido de la justicia y a su misericordia. Cada vez que abrían la boca para hablar del destino Kuru a manos de los gandharvas, Bhima decía: “¡Bien! Es hermoso saber que hay alguien en este mundo que nos desea el bien y nos protege de burlas ajenas.”

Justo entonces uno de los amigos de Duryodhana llegó corriendo para decir que a nuestro primo hermano lo habían agarrado por el cuello y tomado prisionero.
Bhima estalló de risa. “¡Extraordinario!”, gritó tratando de dar una palmada en las manos de Yudhisthira y arrastrarlo a su regocijo. “¿Prisionero, dices? Es maravilloso. Que se los lleven a él y sus amigos tan lejos como logren soportarlo. Apuesto lo que sea a que nadie puede resistirlo mucho tiempo. Así que no os preocupéis demasiado.”

Bhima siguió en esta vena desenfrenada un rato, rugiendo de risa hasta que las lágrimas le corrieron por las mejillas. “Ve a decirle a tu rey...”, le dijo al hombre y empezó a reír de tal modo que no pudo acabar. Hizo gestos desvalidos en el aire para tratar de comunicarnos lo que le quería decir. “Este leal servidor de nuestro querido primo que se enfrentó a inefables peligros para venir a visitarnos en nuestro exilio...” Draupadi y él empezaron a limpiarse las lágrimas uno a otro entre carcajadas. Los mellizos y yo tratamos de sofocar las nuestras. Bhima logró al final suficiente control para decir: “¿Podéis imaginaros a esa dulzura de hombre arrastrado por los sucios gandharvas? Me preocupan... me preocupan nuestros queridos Karna y Sakuni, esas almas nobles y gentiles.”

Nuestro hermano mayor, totalmente insensible a nuestra alegría, nos contemplaba con ojos distantes y dijo con su voz mesurada: “Bhima.” Esta sola palabra conllevaba todo el amor que sentía por su hermano. “Una disputa familiar nos ha dividido temporalmente en los cinco Pandavas y los cien Kauravas pero, cuando otros son los hostiles, somos ciento cinco hermanos.” Mi alegría cedió como una marea que refluyese abruptamente. Me quedé mirando a Yudhisthira en silencio. El fuego sacrificial saltó con sus palabras y fue en este momento cuando se me reveló el sentido de la misión de Krishna, cuando entendí por qué él, el destructor de tiranos, quería que Yudhisthira gobernase el mundo, y por qué le había urgido a romper su voto para recuperar el reino.

Pero Bhima, aunque conmovido en parte por aquello, protestó ardorosamente: “Hermano, éste es el Duryodhana que trató de quemarnos vivos y el que me envenenó e hizo que me arrojaran al Ganges.” Su voz se elevó. “Éste es el miembro de la familia que le enseñó a Draupadi el muslo y que permitió que la arrastrasen a la asamblea y que quiso que la desnudasen ante nuestros ojos. Los gandharvas están haciendo el trabajo por nosotros. No hay culpa en eso.” “Vuestros primos hermanos han sido tomados. Nuestras reinas, insultadas. Primos Bhima y Arjuna, prestadnos vuestra fuerza para mantener el honor y la dignidad familiar, y que los mellizos nos presten su valor.”

Yudhisthira dijo a Bhima: “Recibir un primogénito o el don grande de un dios, o ejercer la autoridad, reportan una dicha inmensa, pero no hay ninguna igual a la que se consigue por el virtuoso rescate de un enemigo. Yo os seguiré, pero antes debo completar el sacrificio. Incluso el último de los kshatriyas rescata a quien se lo suplica... y tú eres Bhima.” Una vez más había puesto todo su amor en esta palabra. Ahora volvía ya la vista hacia la llama sagrada. Bhima, con un gran suspiro, decidió hacer lo que ordenaba. Yo estaba preparado ya para partir. Toqué los pies del primogénito y corrí hacia el lago. Los mellizos corrieron conmigo también.

Sólo Yudhisthira podría haberme hecho olvidar mi amor por Chitrasena y correr sin otra intención que rescatar a miembros de la familia en desgracia. Y sólo al final de una larga y difícil batalla, cuando hube abatido a Chitrasena con un arma que nunca había usado antes y éste me decía: “Arjuna, date cuenta, es tu amigo Chitrasena quien combates”, recuperé los proyectiles y me arrojé a él para abrazarlo.
Reímos, nos dimos palmadas en la espalda, intercambiamos noticias y nos quitamos la armadura. Mientras nos masajeábamos los brazos, pregunté a Chitrasena qué había ocurrido y por qué habían humillado a los Kurus hasta el punto de llevarse e insultar a las mujeres.
Chitrasena replicó: “¿Y qué le hicieron ellos a Draupadi en la sabha? Te diré lo que pasó. Indra sabía que habían venido para burlarse de vosotros y me mandó para protegerte, porque tú eres mi amigo y mi discípulo. Y me dijo que cautivara a Duryodhana y sus indeseables amigos y se los llevara a él.”
Repuse, sabiendo que aquello resultaría difícil de explicar, que Yudhisthira no era proclive a la venganza y que quería que los liberase.

Chitrasena fijó la vista en mí incapaz de creer posible aquello, pues las leyes en el cielo de Indra, por lo que sé de mi estancia allí, difieren sustancialmente del dharma de Yudhisthira. Chitrasena no sabía qué decir, se rascó la cabeza y por fin propuso: “Vamos a ver a tu hermano y, si esto es lo que quiere él verdaderamente, los soltaré.”

Teniendo que agradecer su libertad a Yudhisthira, Duryodhana partió para Hastinapura muerto de vergüenza. No era de extrañar. No creo que hubiera podido sobrevivir yo a una cosa así. Y Duryodhana, que desde su infancia era el sujeto menos capaz de soportar contrariedades que he conocido, decidió poner fin a su vida y dejo de probar alimento. Duryodhana no sólo se negó a comer, sino también a hablar o dormir. Se sentó en un lecho de su tienda y se sumió en lúgubres pensamientos. Karna acudió a él a mitad de la noche y lo congratuló por la derrota de los gandharvas. Al final, Duryodhana consintió en tornar su mirada apesadumbrada hacia Karna y le dijo que, debiéndonos la vida como nos la debía, no podría entrar nunca vivo en Hastinapura. Llamó a Duhsasana, aspiró el perfume de su cabeza y le dijo que regresase a Hastinapura, que era ahora su reino. Duhsasana lloró amargamente, se aferró a los tobillos de su hermano mayor y ambos sollozaron juntos. Karna trató de alentarlos. Les dijo que ser salvados por los propios parientes era la cosa más natural del mundo pero, por una vez, no pudo reanimar a Duryodhana, que siguió sentado donde estaba y rechazando el alimento. Karna llamó a Sakuni, la última persona que yo habría elegido ver en mi momento de vergüenza.
“Si tu humillación te hiere tan hondo, quizás deberías devolver su reino a los Pandavas. El que apuesta por el triunfo tiene que saber resistir y no hundirse ni cuando lo insultan.”
Sakuni no recibió respuesta, pues Duryodhana se estaba preparando ya para la muerte. Esparció hierba de kusa por el suelo, tocó agua y se vistió de kusa y harapos. Volvió su atención hacia el interior tratando de enviar su alma al cielo por medios yóguicos.
Debió de haber estado lo bastante cerca de su propósito para alarmar a los seres de las regiones infernales porque el sabio que transmitió esta historia los vio en un trance estremecedor vertiendo libaciones en el fuego sacrificial para llamar a Duryodhana a su submundo. Le persuadieron de que renunciara a su ayuno mortal. Le recordaron que el suicidio lleva siempre al infierno. Le dijeron que habían nacido demonios en la Tierra para ayudarlo a derrotar a sus enemigos. Le prometieron que los mismos Bhishma y Drona serían poseídos por demonios que endurecerían sus corazones incluso contra aquellos que amaban. “No tienes por qué temer a Arjuna en batalla”, le dijeron. “Porque aunque su padre, Amo del Rayo y Señor del Cielo, tratará de defender a su hijo quitándole a Karna sus pendientes y cota protectores, tú, Duryodhana, recibirás del mismo Krishna toda una akshauhini de Samsaptakas que hará voto de conquistar a Arjuna o morir. Y lo matarán.”

Durante un tiempo, la mera idea de que aquellos que amábamos, Bhishma, nuestros acharyas y Ashwatthama, cambiarían de sentimiento hacia nosotros movidos por fuerzas demoniacas, dejó un dolor sordo en el corazón y me debilitó. Intenté endurecer mi actitud visualizando las faces de rictus diabólicos a las que tendría que disparar, pero todo lo que podía evocar eran ojos que miraban como el sol benevolente de mi adolescencia.
El sabio trató de reconfortarme revelándome las últimas palabras de los seres del submundo a Duryodhana. “Tú eres nuestro refugio. Mantén alto tu coraje, que derrotaremos a tus enemigos; pero si mueres, nos debilitas. Los Pandavas son el refugio de los dioses.”

Con el tiempo, tanto lo bueno como lo malo de este mensaje se apagó como un sueño fundido por el sol; al fin y al cabo, todo había ocurrido más allá de la frontera del mundo en que vivimos.
Dos días más tarde vimos el gallardete de Duryodhana ondeando a la cabeza de su ejército en retirada. Tras él marchaban sus caballos y elefantes, su infantería y carros de combate. Las multitudinarias sombrillas reales y oriflamas y escobillas regias eran como nubes avanzando por el cielo. Devuelto a su flamígero esplendor, Duryodhana, acompañado por Karna, Sakuni, Duhsasana y los reyes Bhurisravas, Somadatta y el poderoso Vahlika, devolvió los saludos a los brahmines del bosque e inclinó la cabeza para recibir sus bendiciones.
Así regresaron a su capital y a los reproches del Gran Patriarca, que censuró a nuestro primo como siempre por dejarse guiar por el malnacido Karna. De ello se rió Duryodhana y se marchó seguido por Karna, que sufriría esta espina en su corazón hasta el final.
Karna habría tenido que conquistar el mundo entero para borrar el recuerdo de los insultos que oyera toda su vida, y casi lo hizo.

En el exilio del bosque, oíamos en nuestras mentes y corazones, cuando los mensajeros de tío Vidura llegaban a contárnoslo, la amenaza y el estruendo del ejército de Karna barriendo a lo largo y a lo ancho el mundo. Su primer acto fue sitiar la hermosa capital de Panchala e imponer tributo al padre de Draupadi: una flecha disparada directamente a nuestros corazones. Hizo que todos los príncipes vasallos de Drupada le pagaran tributo a él. Conquistó a los reyes del norte y después, marchando al este, derrotó a los Angas y Kalingas, a los Mandikas y a Magadha. Fue al sur, como hiciera Sahadeva, y redujo al mismo Rukmin. Venció incluso al hijo de Sisupala, coronado por Yudhisthira tras el Rajasuya, e hizo la paz con los Avantis. En el oeste, impuso tributo a los reyes Yavana, los bárbaros de rostro blanco. En efecto, el mundo que nosotros habíamos puesto a los pies de Yudhisthira se lo ofrecía ahora él a Duryodhana. Tío Dhritarashtra no podía ya rechazarlo como al hijo de un suta; lo recibió y abrazó con afecto. Nuestro único consuelo era que el Gran Patriarca no quería saber nada de él, aunque era el comandante en jefe del ejército de Duryodhana.

En Hastinapura era ahora indiscutible que los Pandavas serían derrotados por Karna en combate. El camino parecía abierto para el Rajasuya de Duryodhana, pero los brahmines señalaron que con Yudhisthira y su propio padre aún vivos aquello era imposible. Ofrecieron la posibilidad, sin embargo, de fundir el oro de sus reinos tributarios en un arado y arar el terreno sacrificial para realizar el gran rito Vaishnava, oficiado por Vishnu mismo y que, aseguraron, era igual al Rajasuya.

Fue Duhsasana el que amablemente pensó en mandarnos invitación para el sacrificio. El mensajero estaba bien informado y nos habló en detalle de las preparaciones y del precioso arado de oro. El sacrificio sería asistido por el Gran Patriarca, nuestros acharyas y el mismo tío Vidura. Nuestros corazones se abrasaron.
Sólo Yudhisthira fue capaz de invocar calma bastante para responder con cortesía: “Es la buena fortuna la que hace que el Rey Duryodhana celebre el mejor de los sacrificios. Si no fuera por nuestro voto, dejaríamos por supuesto este bosque para acudir. Pero habrás oído que nuestro exilio debe durar trece años...” Momento en que saltó Bhima para concluir el parlamento: “Al final de cuyo periodo, nuestro hermano mayor, en el sacrificio de la batalla, derramará la mantequilla purificada de nuestra furia en el fuego sacrificial y arrojará a Duryodhana al mismo.” Nuestros amigos y benefactores, incluso tío Vidura, estaban atendiendo a los reyes de Bharatavarsha y alimentando brahmines a millares. Era como si oyéramos las caracolas y panegiristas alabando al príncipe de las grandes hazañas y al arquero, sólo que esta vez no
éramos Yudhisthira ni yo. Y podía ver a los reyes y gentes de la ciudad rociando a Duryodhana de arroz y cantando sus alabanzas; y podía ver y oír a los sicofantes de todas las especies.
“El Rajasuya de Yudhisthira no puede compararse con esto.”
“Duryodhana tiene mejor sentido de las cosas que los Pandavas. ¿No dijimos el día que coronó a Karna rey de Anga que Arjuna no podría tocarlo?”
Y juro que una noche oí a Duryodhana decir que aquello no era nada comparado con el sacrificio que realizarían cuando hubieran matado a Yudhisthira en batalla. Todas estas cosas hacían a mi corazón removerse impotente; y siempre y en todas partes era el rostro bello, insolente del hijo del suta el que irrumpía en mi visión. Sé que había prometido a Duryodhana que me mataría. Yo no tenía ningún miedo de la muerte pero, cuando nos llegó la noticia de que Karna había hecho voto de no beber vino y de conceder cualquier favor que se le pidiese hasta el día en que me matase, vi a Yudhisthira lleno de ansiedad. Su fe en la maestría de Karna me corroía. Al mismo tiempo, Duryodhana consolidaba su posición y celebraba sacrificios con hermosos regalos a los brahmines. La gente había olvidado lo que nos hiciera a nosotros. Decían incluso que gobernaba con justicia y generosidad.

Fue entonces, con nuestros espíritus en su hora más baja, cuando el ciervo acudió al sueño de Yudhisthira y con lágrimas le pidió que nos marcháramos del bosque de Dwaita para que el resto de su raza sobreviviera y pudiera perpetuarse. Nos trasladamos, así, al bosque de Kamyaka para acabar en él nuestro exilio. Nuestro hermano mayor, después de tantos años, había perdido de pronto la serenidad que tanto le costara ganar y no hallábamos modo de consolarlo de su sentido de culpa ni de hacerlo dormir en paz.
Gritaba en sueños: “¡Traed fuego para quemarme las manos!”

Bhima lo oía y lloraba. No sé cómo habrían acabado las cosas, si no hubiera venido Vyasa. Éste aseguró a su nieto otra vez que, tras el decimotercer año, recuperaría la posesión de su reino.
La visita de Vyasa nos había animado y, cuando partió, convencimos a Yudhisthira de que viniera a cazar con nosotros. Las lluvias habían escampado dejándolo todo nuevo y cintilante; pedimos a Draupadi que dijera que nuestras provisiones de comida estaban muy bajas y que había peligro de que nuestros brahmines pasaran hambre.

Como siempre cargamos a Draupadi de precauciones: que fuera cuidadosa al bañarse, a causa de los cocodrilos... que no se alejase del calvijar...
“Id a cazar”, dijo. “Sin alimentos que cocinar no tendré nada que hacer más que esperar sentada deseando vuestra vuelta, así que no os preocupéis.”

Se había organizado un gran swayamvara para Dusala, la única hermana de Duryodhana, y muchos reyes regresaban a través del bosque. No habíamos visto a ninguno de ellos, pero sí oído el ruido de sus carros. El primer año de nuestro exilio habríamos deseado que un monarca aliado se cruzase en nuestro camino y compartiese noticias y relatos de batallas, pero ahora éramos felices corriendo por el bosque goteante, frescos y satisfechos con el ejercicio.
Bhima cobró un espléndido ciervo y todo lo demás se olvidó en la excitación de la caza. El bosque estaba tejido de hojas de tantos matices que era como un palacio de luz verde, y en todas partes eclosionaban flores como ricas gemas de todos los colores del universo.
Mientras cazábamos, Jayadratha, Rey de Sindhu y vecino de Gandhara, en su camino a casa tras ganar a Dusala, vio a Draupadi peinándose su largo y negro cabello, que le caía en torrentes hasta los pies. Pensó en desposar a esta mujer fascinante y llevársela directamente a su palacio. Qué sorprendida y complacida quedaría ella sabiendo que había cautivado a un gran rey. Le envió así a Kotika, Rey de Suratha.
“Soy Kotika, Rey de Suratha”, dijo él. “Ese hermoso rey de cabello brillante que te mira es Jayadratha de Sindhu, marido de Dusala, la princesa Kuru, y lo acompaña un cortejo de reyes. Ahora que sabes quiénes somos, quizás quieras decirnos quién eres tú.”
“Si sois reyes, no es necesario que os recuerde que una mujer sola no debe hablar; os lo diré, sin embargo, para que no tengáis excusa de no tratarme como a hija de un monarca. Mi padre es Drupada y tengo cinco maridos que están cazando próximos a este lugar.”
Kotika se apresuró a volver a Jayadratha, haciendo gestos mientras caminaba para que el rey no siguiera adelante, porque estaban a punto de pisar un nido de avispas: había puesto los ojos en la mujer de los Pandavas. Jayadratha, enamorado y sin precaución, corrió a saludar a Draupadi, preguntándole por sus maridos y por su propia persona. Ella, meticulosa en cuestiones del Dharma, le preguntó si todo iba bien en el reino que gobernaba y quiso saber de la justicia de sus leyes. Dijo que el Dharmaraj Yudhisthira pronto estaría de vuelta con jabalíes y búfalos a lo que él replicó que era el dharma de los reyes tener las más hermosas mujeres a su lado.
Draupadi intentó ganar tiempo, aguzó los oídos en espera del crujir de las ramas, el silbar de una flecha. Siendo Dusala la hermana única de Duryodhana, significaba que había caído en manos enemigas. Pensar la reacción de Duryodhana, si oía estas noticias, convirtió su temor en rabia y advirtió a Jayadratha que se estaba cavando un pozo: “Crees que beberás de él, pero lo cierto es que caerás en su interior y te ahogarás. En este mismo momento, estás desafiando a Arjuna a un combate. ¿Tienes ganas de un duelo con Sahadeva y Nakula? Estarías pisando a nuestras cobras gemelas.”
Jayadratha rió groseramente. “Han pasado ya los días en que el nombre de los Pandavas aterrorizaba a todo el mundo el corazón. Los mejores de nuestros jóvenes guerreros no han oído siquiera hablar de ellos.” Agarró a Draupadi y ésta gritó con fuerza llamando a Dhaumya.
El furor de un guerrero puede aterrorizar a los hombres y la rabia de un yogui acobarda el corazón de los dioses, pero un hombre loco de bebida, victoria o pasión está más allá del miedo. Jayadratha ahora no respetaba a nada ni a nadie. Arrastró a Draupadi que, como en una pesadilla, revivió el momento en que fue arrojada a la asamblea por orden de Duryodhana.

“Me empieza a doler la cabeza”, dijo Yudhisthira. “Algo está muriendo dentro de mí.” “El Kamyaka está perturbado”, dijo Bhima.
La doncella de Draupadi llegó corriendo. Tenía el cabello enmarañado y el rostro bañado en lágrimas. Nos sentimos atravesados por un millón de flechas, pero quien hubiera dañado a Draupadi lo sería por dos millones de saetas de puntas férreas. Vimos la columna de polvo delante de nosotros y la alcanzamos sin dificultad. Se trataba de una partida nupcial y no esperaban luchar; cuando nos vieron, y a mí especialmente, casi se desmayan.
El ladrón tuvo la desfachatez de pedir a Draupadi que le dijese cuál de sus maridos viajaba en cada uno de los carros que se aproximaban.
Maté a doce Sauviras y a muchos Trigartas de la partida. Era de lamentar que estas Casas tuvieran ahora motivos para odiar a los Pandavas, pero no podía hacer otra cosa. Estábamos decididos a acabar con Jayadratha y, cuando matas a un búfalo, no piensas en el destino de sus pulgas. Bhima y yo nos lanzamos a completar la tarea, mientras Yudhisthira y los gemelos ponían a Draupadi a salvo.
“No olvidéis que la esposa de Jayadratha es nuestra prima hermana e hija de Gandhari, que ha sufrido mucho ya”, dijo Yudhisthira. “No lo matéis.”
“¿Salvar al hombre que me insulta?”, replicó Draupadi con amargura. “Tus escrúpulos no tienen fin. Parece como si siempre hubiera una razón para mostrar misericordia a mis enemigos.” Jayadratha tenía realmente necesidad de misericordia. Era evidente que él lo creía así también, aunque no esperaba ninguna a juzgar por el modo en que corría. Lo cazamos gritando:
“Oh bravo entre los bravos. Tan bravo eras cuando raptaste a Draupadi...”
Bhima lo agarró por el pelo y lo pateó. Yudhisthira gritó para que se detuviese, pero Bhima respondió chillando también: “¿Cuánto más de todo esto se supone que hemos de sufrir?” Sacó del carcaj una flecha con punta de creciente lunar y le afeitó a Jayadratha la cabeza despojándolo de la brillante melena que era su orgullo.
Yudhisthira se apiadó de la pobre, polvorienta y sanguinolenta cosa con cinco mechones de pelos ralos en su amoratada testa y dijo: “Es nuestro esclavo por derecho, pero dejadlo marchar.”
Bhima lo retuvo. “Dices que me amas”, adujo nuestro hermano mayor.
Bhima miró a Draupadi. Los cinco mechones conmovieron a Draupadi, nos diría ésta después.
“Déjalo ir”, pidió ella. Pero habríamos hecho mejor matándolo, pues fue directo a las fuentes del Ganges y rezó a Shiva implorándole poder para derrotarnos. Shiva le dijo que yo era invencible, pues él mismo me había dado la Pasupata; pero, en recompensa a las ascesis de Jayadratha, le dio el poder de sobrepujarme en batalla un solo día. ¿Cómo íbamos a saber que ese día sería el más triste de nuestras vidas?

Que Jayadratha se hubiese atrevido a ponerle las manos encima a Draupadi hizo vacilar la fe que Vyasa había instilado en nosotros. El mundo ya no nos temía y nos sentíamos como cáscaras vacías a las que se ha extraído el grano viviente. El sabio Markandeya vino a consolarnos en nuestro abatimiento. Una cosa era oír los lamentos de Draupadi, y los furores de Bhima eran cosa familiar, pero se me hizo un nudo en la garganta hasta sofocarme casi, cuando oí a Yudhisthira decir: “Oh Markandeya, Markandeya, ¿hubo alguna vez en esta tierra semejante destino? Y, oh gran sabio, ¿qué me dices de nuestra Draupadi nacida del fuego como don de los dioses para su padre? ¿Hubo alguna vez mujer virtuosa tan insultada y con maridos tan impotentes?”
Los sollozos ahogados de Bhima hicieron llorar a Draupadi.
“Oh sí, Tigre entre los hombres”, la sonrisa del sabio era luminosa al tocar la cabeza de nuestro hermano en bendición. “¿Has olvidado la historia de Rama?”
¿Cómo podíamos haber olvidado que Rama vivió en el exilio del bosque y que su casta Reina Sita fue secuestrada y aprisionada por el demoníaco Rávana? Durante cinco noches vivimos los dolores de Rama y lloramos con él.

Mientras Dhaumya acababa cada día con un cántico y alimentaba el fuego sacrificial, Markandeya narraba la leyenda que atrajo Rishis de sus ashrams, sirvientes de sus tareas e incluso, parecía, las criaturas del bosque, que se apiñaban alrededor. La historia podría haberse desarrollado ante nuestros ojos. Sabíamos que, para Markandeya, las aventuras que contaba eran tan reales, si no más, que la nuestra. Todos nosotros éramos Rama cuando Sita fue robada y exultamos cuando el héroe redujo a Rávana de tal modo que ni cenizas de él quedaron. Era aquello una magia nocturna que disipaba el mal y transmutaba nuestra propia historia.
Markandeya le dijo a Draupadi: “Panchali, así como Sita fue la salvación de Rama gracias a sus virtudes, tú salvaste a tus maridos en la partida de dados con tu fe y tu coraje.”

Para conocimiento de Draupadi, el sabio nos habló ahora de Savitri, cuya determinación venció a Yama, Señor de la Muerte, y lo obligó a devolverle su marido. Con esto, la amargura abandonó a Draupadi, que derramó lágrimas de gratitud. Se tornó más dulce y luminosa de lo que lo había sido nunca en el bosque y nosotros, contemplándola con renovada visión, nos dimos cuenta de que su belleza sólo se había hecho más honda desde la partida de dados.

El último año en el bosque le resultó a Bhima irritante. Otra vez se sentaba a la orilla del lago y lanzaba piedras a través de la superficie del agua. Draupadi y él conferenciaban a menudo. Pronto tendríamos que hacer planes para el año que debíamos pasar incógnitos. Dhaumya nos había dicho que habría un tiempo para la guerra y la exultación, pero que ahora era el momento del desapego, de practicar la discriminación interior. Sabía que nos enfrentaríamos a pruebas duras durante ese año ocultos.

Un día particularmente opresivo, en que parecía que hubiéramos estado esperando las lluvias toda una eternidad, un brahmín vino a nosotros corriendo. Sus palillos para prender el fuego y su vara de cuajar la leche se habían enzarzado en los cuernos de un ciervo, dijo. No poder encender su fuego sagrado era para él un desastre, pero nos daba algo que hacer.

Normalmente, Yudhisthira habría enviado a dos de nosotros tras el animal, o quizás sólo a uno. Esta vez fuimos los cinco, tras asegurarnos de dejar a Draupadi a salvo con los brahmines. Era una misión fácil y nos alegraba ir de caza, portar el arco e irrumpir a través del calor con cuerpos veloces... pero no podíamos cazar el ciervo. Nos costó cierto tiempo admitirlo. Parecía increíble que Bhima, que podía matar un jabalí con las manos desnudas agarrándolo del suelo mientras cargaba, no consiguiese atrapar a un pequeño ciervo estorbado por la carga involuntaria que llevaba. Tampoco los mellizos, ágiles como corceles divinos, lo alcanzaban. Ni siquiera mis ojos resultaban lo bastante agudos para atisbar al animal. El brahmín confiaba en nosotros para mantener vivo el fuego sagrado. Tal era el deber de un kshatriya. Aun si se hubiera tratado de una lucha contra hombres o demonios, habríamos estado obligados a ayudarle y no fallar, pero el ciervo nos eludía. ¿Por qué? ¿Cómo? Nakula, que corría a mi lado, se agotó y desanimó.
Bhima estalló: “Esto no podría ocurrir, si le hubiera roto el muslo al canalla en aquella ocasión.”
Yo tuve aliento para decir aún: “La causa es que no matara a Karna por su arrogancia.” “Mi falta por dejar escapar a Sakuni”, jadeó Sahadeva.

Nos detuvimos bajo un baniano exhaustos, hambrientos y tremendamente sedientos. Yudhisthira pidió a Nakula que trepase al árbol y buscase agua con la mirada. Nakula vio árboles y grullas de agua y corrió hacia allí. Nosotros esperamos y esperamos. Yo caí en una duermevela y soñé con agua, sólo para despertar con la boca reseca. Por fin, Yudhisthira envió a Sahadeva a ver qué había ocurrido. No volvió, así que partí yo confiando en traer agua para Bhima y mi hermano mayor. Llegué al lago y vi los cuerpos de los mellizos estirados en el suelo, como si durmiesen, sin una marca que revelase lo que les había ocurrido. Me quedé al principio aturdido de dolor y me poseyó luego una ira terrible. Grité al aire mi pregunta, que brotó espantosa de mí.
“¿Quién ha matado a mis hermanos?”
“Habrás de responder mis preguntas antes de beber”, dijo una dulce voz, “pues éste es mi
lago.”

Mi sed y mi ira respondieron por mí: “Mis flechas decidirán.”
Nadie podría haberme detenido. Apagué mi sed y busqué a mi enemigo. Lo vi en un
árbol, inmenso como una montaña, sus ojos colmados de poder, invencible. El golpe más poderoso que había recibido nunca cayó sobre mí como si llegase de los diez puntos cardinales a la vez... y ya no supe más.

Me desperté como de un sueño profundo tras el ejercicio. Me sentía fresco y el bosque estaba vibrante de color. Vi a Bhima estirarse y a los mellizos mirar alrededor. Yudhisthira estaba sentado en una roca y nos contemplaba con un rostro radiante de cariño.
Para él había sido más terrible, porque nos había encontrado a todos muertos y no tenía nadie ya a quien llamar. Hubo de enfrentar al enemigo y responder a sus preguntas. Los mellizos reían y se abrazaban uno a otro. El agua y aquel sueño de muerte nos habían dado fuerzas y buen humor.
“¿Quién era?”, pregunté.
“El Señor de la Justicia, Dharma”, dijo Yudhisthira serenamente y el sonido de su voz flotó sobre el lago. “Dharma era el yaksa, el espíritu del lago, y Dharma era el ciervo que había robado los utensilios del brahmín.” Todo mi ser cayó en silencio.
Saludamos a nuestro hermano como a alguien cuya mente es una espada y astras son sus palabras. Yo le toqué los pies.
“¿Cómo sabes siempre lo que hacer?”
“¿Sabes cuál fue mi primer pensamiento”, dijo. “Miré a Bhima muerto ahí y grité con todas mis fuerzas: ¡Bhima, juraste aplastar el muslo de Duryodhana en combate! Pero no sólo quedaban todos vuestros votos incumplidos, sino también los de los dioses. Recordando todas las profecías sobre las victorias de Arjuna, me quedé estupefacto y lleno de dudas. Dormíais tan dulcemente en la tierra, tan pacíficamente, que os envidié. Y entonces me di cuenta de que no era con armas como habíais sido vencidos. ¿Qué había ocurrido? Pero, antes, necesitaba apagar mi sed. Luego recordé el envenenamiento de Bhima por Duryodhana y creí que habían llenado el lago de kalakuta; había, sin embargo, una frescura en vuestros rostros que desmentía la muerte, así que decidí bañarme al menos. Apenas había puesto el pie en el agua cuando oí aquella voz dulce decir: ‘Soy una grulla que vive de los pequeños peces de este lago y, si te niegas como tus hermanos a responder a mis preguntas, el cielo contemplará pronto vuestros cinco cuerpos yacer.’”
Con ello, el espíritu se transformó en un horror feroz. Las más complicadas de las cuestiones llovieron como flechas rebotando en el filo de la inteligencia de Yudhisthira. Nosotros cuatro podíamos enfrentar a cualquiera en batalla pero era el mayor quien, al borde del absoluto desastre, podía parangonarse al mismo Bhima.
Las preguntas relativas a las observancias rituales, Yudhisthira las elevó al dominio de la verdadera espiritualidad. La ablución, dijo, era la limpieza de la mente de toda impureza. Los eruditos eran aquellos que conocían sus deberes y la hipocresía era el establecimiento de normativas religiosas en lugar de la verdad. La condición de brahmín no era determinada por el nacimiento, ni la instrucción, ni el estudio, sino por el comportamiento; incluso alguien que se hubiera estudiado los Vedas de memoria era un pérfido bribón a menos que actuase de acuerdo con ellos. Pero entonces vino la respuesta que recuerdo mejor. No sé lo que hubiera dicho yo, si me hubieran preguntado qué era lo más extraordinario del mundo, pero una vez que Yudhisthira repitió su contestación parecía obvio: aunque miles de criaturas parten cada día al viaje desconocido hacia las estancias de Yama, nadie cree realmente que también deba morir.
El Señor del Dharma se despojó del disfraz de su forma yaksa y se reveló a su hijo. Complacido por la inteligencia de Yudhisthira, nos concedió a todos el don de no ser reconocidos durante el último año de nuestro exilio.

Este don nos acercó un paso más a nuestro último año. Lo que más me molestaba es que tendría que ocultar el Gandiva y todo el resto de las armas de acuerdo con la decisión que habíamos tomado. Sentados en el suelo del bosque, hicimos planes y celebramos con rápidas miradas y sonrisas nuestro retorno a la vida.
Por fin acabaron los doce años. Aún quedaba el decimotercero, que debíamos pasar ocultos en algún lugar. Había que escoger bien el país y no podíamos estar cerca de Krishna en su dominio costero: sería demasiado obvio y a mí me costaría no verlo a él, ni a Abhimanyu, ni a Subhadra un año más. Una vez pasado el mordisco de aquella decepción, un peso cayó de mi espíritu.
No había ninguna razón particular para creer que hallaríamos favor con Virata; pero surgió ahora que Yudhisthira, durante el Rajasuya, se había fijado en él como el monarca al que acudiría en caso de necesitar ayuda.

Nos sentamos sobre pieles de ciervo en nuestro ashram del bosque y discutimos todas estas cosas por última vez. Miré a través de la puerta las aves que volaban sobre el lago de los lotos y oí los Vedas cantados en un ashram cercano. Odiábamos tener que separarnos de Dhaumya. Su sabiduría, sus himnos y sus presencia nos habían sostenido mejor que el consejo de cien balbucientes cortesanos.
Alejarnos del bosque y sus animales y de Dhaumya me desgarraba el corazón, y me turbaban los peligros del año que teníamos por delante. Si nos quedábamos, no había modo de pasarlo sin ser reconocidos, fuera cual fuera la promesa del Señor del Dharma. Aunque llegásemos a velar la belleza de Draupadi, su lengua era indisimulable. Los cinco Pandavas eran celebrados ya en leyendas y convertidos en mitos que los narradores portaban a las aldeas de Bharatavarsha. Ghatotkacha nos diría más tarde que incluso en tierras rakshasas se oía hablar del bosque Kamyaka y que él había escuchado, maravillosamente distorsionada y magnificada, la historia de la muerte de Jarasandha.

Era inconcebible que pudiera pasar un año sin que Bhima perdiese el control y nuestras vidas al tiempo. El mínimo insulto a Draupadi o a Yudhisthira lo inflamarían. Habíamos sido reyes y Draupadi, la más soberbia de las esposas. La vida en el bosque había sido dura, pero ella seguía siendo Reina en su propia casa. ¿Era posible que Draupadi entrara al servicio real sin que la vida se convirtiera en una larga ofensa para ella? Nadie había acusado nunca a Yudhisthira de orgullo, pero su misma humildad y sinceridad nos harían difícil el plan que ya ahora estaba concibiendo. La idea era servirse de varios disfraces, lo que constituía una forma de mentira... ¿Y cómo rompería él su hábito, constante durante toda una vida, de no decir nunca más que la verdad? ¿Cómo pensaba disfrazarse? ¿Cómo ocultaríamos la fogosa belleza de Draupadi? Incluso aunque lográsemos esconder el porte real de Yudhisthira y sellar la boca de Draupadi y atarle a Bhima los brazos a los costados, ¿qué hacer con los dos mellizos más hermosos del mundo? Sólo había un modo de ocultarlos y era separarlos. Cosa impensable, por lo demás. Como nadie había mencionado nunca la posibilidad de dispersarnos, yo me contenté con no decir nada al respecto, pues odiaba la sola idea.
“¿No crees que es lo mejor, Jishnu?”, me preguntó Yudhisthira usando uno de los apodos que me daba Krishna. Yo no había estado prestándole atención, así que disimulé mi confusión respondiendo con otra pregunta.
“¿Y cómo piensas disfrazarte?” Una mirada divertida patinó el rostro de mi hermano y habló como en un sueño.
“Me presentaré como jugador... un jugador de dados y ajedrez.” Tras esto, nos quedamos mudos. “Sí, moveré piezas de marfil, y reinas azules y rojas y amarillas y blancas, y reyes hechos de gemas sobre tableros de madreperla. Y tiraré los dados.” A Yudhisthira le encantaban las piezas finas de ajedrez. “Seré un brahmín hábil en el juego. Mi nombre será Kanka y, si se me pregunta”, dijo como si fuera posible que esto no llegase a ocurrir, “diré que era el alma gemela de Yudhisthira.” Y, ahora, miramos a Draupadi.
Aún se preparaba para hablar, cuando Bhima, captando la idea, dijo que él optaría al puesto de cocinero del rey Virata y le prepararía los platos más suculentos que se le habían servido nunca; así se alimentaría bien él mismo y también a nosotros. Ya se veía transportando cargas de leña enormes que sorprenderían al rey y entrenando a los jóvenes en el arte de la lucha libre.  El  plan  empezó  a  vivir.  “Diré  que  era el  cocinero  y  luchador  de  Yudhisthira  en Indraprastha.”

Yo tenía una ventaja especial, recordé ahora: Chitrasena me había instruido y Urvasi maldecido. Estaría contento, después de todo, de la impuesta neutralidad. “Portaré pendientes femeninos, pulseras de concha y me trenzaré el cabello a la espalda. Viviré como una mujer, con el nombre de Brihannala, y enseñaré a las mujeres a danzar, cantar y narrar historias; si no queda otro remedio, diré que viví en el palacio de Yudhisthira como doncella personal de Draupadi.” Draupadi se divertía con esto y me lanzó una mirada burlona.
Ninguno de nosotros se sorprendió cuando Nakula dijo que se ofrecería para domar y cuidar los caballos del rey; en caso necesario, diría también que había estado a cargo de los establos de Yudhisthira. Nakula sería, así, Granthika y Sahadeva, Tantripala, responsable y veterinario de los ganados del rey, que constituían la principal riqueza de Virata.

Tras todo ello, fue el turno de Draupadi. Nos alivió verla animada cuando declaró su intención de presentarse como una mujer de la casta Sairandhris, artesanas independientes que se empleaban donde podían. La idea de nuestra Draupadi arreglando el cabello a la reina de Virata, preparando perfumes y sirviendo a otros nos turbaba, y, al verlo, ella se enterneció y le dijo a Yudhisthira: “No hay necesidad de afligirse por ello, mi Señor.”

Yudhisthira no pudo evitar sermonearla un poco al efecto, diciéndole que ella era inocente y no conocía las formas de actuar de los hombres pecadores, y que debía conducirse por tanto del modo más cuidadoso para no embriagar a los varones con su belleza. Y en efecto, cuando se vistió aquellos ropajes negros, que no eran nuevos en absoluto, y ocultó el cabello brillante bajo sus pliegues, era todavía Draupadi.
Nuestro destino fue un secreto para todos menos para Dhaumya. Sabíamos que antes se cortaría la lengua y la arrojaría al fuego sacrificial que traicionarnos; le pedimos que se refugiase con el padre de Draupadi y mantuviese encendido por nosotros nuestro fuego agnihotra diario. Nuestro buen Dhaumya no confiaba demasiado en que supiéramos vivir dependientes de un rey. Nos dedicó lo que para él era un largo discurso. Temía que estuviésemos demasiado acostumbrados a comportarnos como reyes y fuésemos incapaces de humildad. Lo asustaba que olvidásemos pedir permiso a las puertas, que diésemos por supuesto el ocupar los asientos reservados para los favoritos de la corte, que en nuestra inocencia provocásemos fácilmente la malicia de envidiosos cortesanos.

“Hay que ser respetuoso y evitar la amistad con la reina y con aquellos en desgracia...” Regla tras regla nos recordó la etiqueta de la corte. En resumen, nos aconsejó disimulo y humildad. Tratando de no mirar a Bhima, nos recordó que había que observar física inmutabilidad y no estallar nunca en carcajadas como un maniaco. Tampoco había que ser demasiado solemne, sino sonreír con modestia y mostrar interés en todo lo que los reyes decían, sin importar cuáles fueran nuestros sentimientos. Aquí, evitó los ojos de Draupadi. Era evidente que no nos creía capaces de este comportamiento, pero nos había conmovido y Yudhisthira habló por todos nosotros cuando, tomándole la mano, dijo: “Sólo nuestra madre o Vidura podrían habernos hablado así. Vamos, Dhaumya... teniéndote a ti para realizar los ritos de nuestra partida, estamos seguros de superar este año de pruebas.”

Yudhisthira mandó los cocineros a Drupada y los aurigas a Krishna, a Dwaraka. Deberían decir que nos habíamos separado de ellos en el bosque y que no tenían ni idea de a dónde habíamos ido. La doncella de Draupadi cayó llorando a sus pies y Draupadi la alzó y la retuvo entre sus brazos. Con esta partida nos sentíamos retornar a la acción... pero no a la que un kshatriya podía esperar.

Por última vez en el bosque observamos las llamas saltar y arrojar su luz sobre las nobles facciones de Dhaumya. Gravemente, éste murmuró los mantras y arrojó el ghi al fuego para nuestro éxito y salvación.
Vestidos como cazadores, cubiertas las manos con protecciones de piel de iguana, cruzamos montañas y bosques y entramos armados en el reino de Matsya. Cuando descendimos a los campos, Draupadi desfalleció y Yudhisthira me pidió que la portase sobre mis hombros hasta que alcanzásemos los alrededores de la ciudad. Teníamos que decidir todavía dónde dejar las armas y, aunque aborrecía la idea de desprenderme del Gandiva, era éste demasiado famoso y celebrado en las canciones y leyendas para no ser reconocido: su mero tamaño llamaba la atención.

Al crepúsculo nos sentamos bajo un enorme espino que ocultaba casi de nuestra vista un cementerio. Un lugar tan poco auspicioso como éste era lo que necesitábamos. Nadie vendría aquí. Sugerí envolver nuestras armas con una lona y colgar un cadáver para que las guardase. Solté la cuerda del Gandiva, que vibró suavemente. Desarmamos todos los arcos y los dejamos junto a las espadas; produjeron una música desmayada y melancólica. Fue Nakula, el más ágil de todos nosotros, quien trepó al árbol y ocultó las armas en lo más denso de las espinas, donde ni siquiera la lluvia penetraría demasiado. Luego, ayudé a Sahadeva con el cadáver. Apenas lo habíamos colgado y todavía oscilaba como un péndulo, cuando unos amigables pastores vinieron a advertirnos de que aquel lugar estaba infestado de serpientes. Casi no pudimos ocultar nuestro gozo. Los pastores miraban aún al árbol estupefactos.
“Era muy vieja”, dijo Nakula mientras descendía, “y su deseo era que este árbol fuese el lugar de su último reposo.”
“Tenía ciento ochenta años”, dijo Bhima transformando su risa en incontrolables sollozos y arrojándose la ropa sobre la cabeza. Los pastores nos miraban compadecidos, pero Yudhisthira parecía reprobarnos aquello de tal modo que los mellizos y Draupadi estallaron también en sollozos histéricos. Nuestra precaución final antes de entrar en la ciudad fue memorizar nuestros nuevos nombres y aprendernos un conjunto adicional de apelativos en código para el caso de necesitarlos: Jaya, Jayanta, Vijaya, Jayatsena y Jayatbala... nombres todos ellos que sugerían victoria.
Desde ese momento oímos a nuestro hermano mayor entonar plegarias a Durga, diosa suprema.
“Te saludamos. Derrama sobre nosotros tus dones, oh diosa doncella. Tú rescatas a los afligidos y eres el único refugio de los caídos en la desgracia. Tú eres el Destino, el Éxito y la Prosperidad. La esposa eres, y los hijos que desean los hombres, y tú eres conocimiento; el sueño de la noche y los dos crepúsculos eres; Compasión, Perdón y Amor. No hay nada que tú no seas. Oh, diosa, busco tu protección.”
Caminamos en silencio mientras se adensaba la noche y, tras incontables pasos en la oscuridad, oí la voz queda de Yudhisthira contarnos cómo se le había aparecido la diosa. Se le había mostrado envuelta en luz entre los árboles. Le había prometido que, por su merced, nadie nos reconocería durante el año que viviéramos en el reino de Virata. Teníamos mucha necesidad de esta renovación de la garantía y la esperanza porque -y yo no había dejado de percibirlo- todos los subalternos de Duryodhana pulularían espiando cada uno de los reinos de Bharatavarsha. Mientras avanzábamos aún paso a paso con solemne y agradecida actitud, Yudhisthira, ese sorprendente hermano mayor nuestro, extrajo de una pequeña bolsa de cuero que portaba algo que centelleó en la noche. Nos apiñamos en torno a él para ver, en la palma de su mano, exquisitos dados de oro adornados de lapislázuli. Los envolvimos en un pedazo de seda que él se ató al hombro de modo que descansasen en su axila.
Teníamos que entrar en la corte separadamente.
Por la mañana, Yudhisthira, vestido como un brahmín pidió ser admitido a la presencia del Rey Virata. Yudhisthira hizo poco caso del consejo de Dhaumya y el pobre brahmín dirigió sus humildes palabras a Virata como si el rey no fuese sino su súbdito leal.
“¿Kanka el brahmín, dices? Más me pareces un rey. Pero, así sea. Eres bienvenido a mi reino. No me disgustan los buenos jugadores”, repuso Virata; Yudhisthira se apresuró a añadir que el único favor que pedía era no verse envuelto en disputas de azar con gente de baja estofa, pero que tampoco se quedaría con las cantidades ganadas por él. Apenas se había repuesto Virata de la sorpresa y la dicha de tener en su palacio a este Señor de hombres cuando apareció Bhima, caminando con el pícaro paso de un león. Portaba un enorme cucharón en la mano, vestía un negro delantal y de la cintura le pendían un cuchillo de trinchar y una espada desnuda. Virata estuvo encantado de tener entre su personal a Valabha, cocinero de Yudhisthira, que además aseguraba ser un maestro de la lucha libre. Cuando se aceptó la historia de Bhima, desapareció toda duda acerca de la protección que nos otorgaba Durga, pues Virata no era fácil de engañar. Enseguida llegaron otros dos hombres regios, uno tras otro, que pedían trabajo afirmando venir del palacio de Yudhisthira: uno como caballerizo mayor y el otro, como responsable de la principal fuente de riqueza del rey, el famoso ganado de Matsya.

Fue Draupadi la que tuvo más dificultad en hacerse admitir. Sudeshna, la reina de Virata, después de su primer entusiasmo, dijo: “Querida, no habría nada que me gustase más que tener entre mis mujeres a tu gentil persona, con tu voz de cisne y suaves manos para atenderme y arreglarme el cabello. Tienes tantos signos auspiciosos como una yegua de Cachemira y, puesto que se te ve en la aflicción, con los surcos de las lágrimas aún en las mejillas, mi corazón anhela ayudarte. Pero, querida mía, no me atrevo. Nunca he visto a una criatura como tú, con ese rostro que oscurece el de la luna y esa cascada de cabello radiante que en vano tratas de esconder... y tus caderas, que piden a gritos ser enguirnaldadas de perlas; y tus pechos, como mangos gemelos, para no decir nada de tu esbelta cintura con los cuatro pliegues dibujados como por la mano de un dios; y esos muslos llenos de gracia que se rozan uno a otro... Sería una locura. Mi señor el rey es un marido amoroso, pero ¿qué hombre en el mundo puede resistirse al gozo?” Draupadi invocó el ingenio y la perseverancia que nos habían salvado en la partida de dados. Dijo que era la esposa de cinco poderosos reyes gandharva que no permitirían que ningún mortal se le aproximara. Aseguró haber estado al servicio de la reina favorita de Krishna, Satyabhama, y también de Draupadi, la reina Pandava, la gran belleza de la raza Kuru, y no haber causado problemas en sus respectivas casas. Todo lo que pedía era comida y ropa dignas.
Esto me dejaba sólo a mi, Brihannala, una hermosa criatura de sexo indefinido pero vestido de mujer, con una chaqueta roja, largos pendientes femeninos y un tintineante brazalete de concha embutida en oro. El cabello trenzado me lo ataba con una cinta de oro y caminaba con tanta gracia y timidez como me era posible. Yo respetaba a Virata y no me resultó difícil presentarle el aspecto más cortés y encantador de mi personalidad. Tenía hirsutas cejas grises que fruncía hasta unirlas para ocultar la inmensa bondad de sus ojos.
También él me mostró la gentileza y cortesía de un verdadero rey. Me preguntó qué podía hacer para ayudarme y, sobre todo, ocultó la confusión que la ambigüedad de mi sexo tuvo que haberle causado. Sólo por esta delicadeza se merecía que lo amara, pues esta maldición de Urvasi, aun siendo extremadamente conveniente, no era agradable en absoluto.
“Yo me dedico a la danza y el canto. Enseño baile y varios instrumentos musicales. Permíteme ser el tutor de tus damas reales y nadie las superará.”
Virata estuvo encantado con mi exhibición de danza, pero era un hombre cabal y decidió que mi alegada impotencia fuese verificada por las mujeres. Me enteré de que tenía un temperamento repentino y temible.
Yo había derramado gotas gélidas de sudor cuando Urvasi me maldijo, pero ahora me habría quedado helado, si aquélla no hubiera tenido su debido efecto.
Lo tuvo.
Se decía que al Rey Virata se le iluminaba el rostro cuando hablaba de tres cosas: ganado, su deliciosa hija la princesa Uttara y una buena partida de dados, y que lo mejor era respetárselo todo. Ahora, apenas podía él creer su buena fortuna.
Nunca había prosperado tanto su preciado ganado como ahora, bajo el cuidado de su nuevo rabadán Tantripala... o Sahadeva. Conocía a cada res y podía decirle al estupefacto Virata el pasado y el futuro de cada animal así como interpretar sus signos auspiciosos. Sahadeva había llegado vestido de boyero y hablando con acento rural. Pronto se hizo evidente que era un experto en la cría de ganado y que podía hacer una diagnosis o una prognosis por el mero olor de la orina de un buey. Los animales nunca habían estado tan sanos, pues Sahadeva conocía numerosos remedios ayurvédicos, algunos de los cuales aprendiera de Dronacharya. Granthika -es decir, Nakula- no era una fuente de asombro menor para Virata. Aunque el antiguo caballerizo mayor había estado al principio celoso de Granthika, acabó por sentir un temor respetuoso ante este hombre extraordinario que podía someter a los caballos más indómitos con sólo murmullos, chasqueos o un terrón de azúcar, y corregir los hábitos de los más trapaceros o curar a los que sufrían de algún mal.

Cuando Virata vio a la niña amada de su corazón ejecutar difíciles pasos de danza del modo más ágil en los siete padams que yo marqué con mi taco de madera, me regaló una bolsa de oro.
Al final del día que pasaba visitando los establos y tras una cena exquisita coronada por una partida de dados o ajedrez, suspiraba: “Oh ese pobre rey en el exilio. Ese sufrido y noble Yudhisthira, ¿cómo se las arreglará sin sus servidores?” Movía la cabeza y fruncía el ceño. “Terrible destino para un rey.” Aunque era un hombre excelente como he conocido pocos, no creo que esperase ese día en que el exilio de Yudhisthira acabaría y nosotros volveríamos al servicio de nuestro rey. Intenté adivinar si sus ojos titilaban o se dolían bajo las cejas. No había signo de que sospechase quiénes éramos pero, si lo hubiera hecho, habría sido el último en despedirnos. Nunca se habían sentido su reina o él tan bien servidos y atendidos. La destreza de Yudhisthira a los dados creció de un modo enorme con la práctica y muy pronto el brahmín Kanka tuvo a muchos jóvenes alrededor de él, en el salón de juegos, escuchando sus discursos morales y arrojando los dados de oro y lapislázuli.

Compartimos unos con otros los beneficios de nuestras posiciones. Yo distribuía las sedas que las mujeres me regalaban. Sahadeva siempre nos traía leche, cuajadas y mantequilla, aunque el nuevo cocinero nos alimentaba estupendamente con sus platos escogidos. Nakula distribuía su extraordinario salario. Draupadi nos proveía de guirnaldas y perfumes, de modo que, aunque éste estaba destinado a ser el año más crucial de nuestro exilio, fue en realidad casi fácil. Éramos los favoritos de la corte y se nos mimaba. Nos divertíamos llamándonos unos a otros por nuestros nuevos nombres, u ocasionalmente por los secretos, o dirigiéndonos subrepticias señales con las manos cuando nos cruzábamos por los corredores. Éramos como niños disfrazados y sin responsabilidades que en su juego se deleitan. Olvidamos incluso a los hombres de Duryodhana, que peinaban el país tratando de hallarnos.

Al final del primer mes se celebró un festival religioso en honor de Brahma con gran fasto, como se hace siempre en el reino de Matsya. La lucha libre era uno de los acontecimientos que atraía mayor audiencia. Muchos de los competidores habían sido campeones en los festivales previos. El más grande de ellos en todos los sentidos, un hombre de aspecto brutal e inmenso, era Jimuta, que tenía el pelo tan áspero y tieso como el de un puerco espín. Le molestaba al rey Virata que ninguno de sus propios luchadores hubiese vencido a este campeón y se tornó de pronto hacia Yudhisthira, que estaba siempre con él.
“¿Qué me dices de Valabha, el cocinero? ¿No podría él darle una lección? Hay una buena bolsa en juego y me fastidia el festival cada vez que se la lleva Jimuta.”

Esto era lo que todos habíamos temido.

Bhima era más bajo que Jimuta y no estábamos acostumbrados a que alguien superase en tamaño a nuestro hermano. Sospechábamos, sin embargo, que éste sería el más científico de los dos luchadores, pues nadie, aparte de Duryodhana, había aprendido de Balarama tanto como él. Bhima era mejor aun que aquel otro campeón, Salya, el tío de los mellizos. En cualquier caso, requeriría todo el arte de Bhima tumbar a este oponente.

Cuando Bhima apareció con sus correas de cuero, la turba lo vitoreó, aunque no más que a Jimuta.
Tan pronto los ritos religiosos se hubieron completado, los luchadores empezaron a golpearse sus grandes muslos y axilas, desafiándose uno a otro con sus usuales provocaciones. “Esta vez, Jimuta, te llevarán inconsciente al Rey Virata.”
“Y tú, cocinero, no valdrás ni para que te echen en tu propia cacerola. Dudo de que siquiera los buitres quieran tus restos.”
“En uno o dos minutos, no estarás para dudar de nada. El poco cerebro que tienes estará con el resto de tu cabeza incrustado entre los hombros.” Sin cesar se rodeaban uno a otro y se golpeaban a sí mismos. a la gente le encantaban estas cosas, pero yo vi la nariz de Yudhisthira arrugarse de aprensión. Los mellizos cruzaban miradas y, en el séquito de la reina, Draupadi estaba helada. Lo último que queríamos era que corriera la voz por toda Bharatavarsha de que al gran Jimuta le habían incrustado los miembros en el cuerpo, cosa que era el signo de Bhima.

Por fin se precipitaron uno contra otro; Bhima derribó a Jimuta enseguida con un golpe seco, pero éste se puso en pie de un salto y tumbó a Bhima. Bhima, entonces, de rodillas cazó a Jimuta por la pierna y le hizo perder el equilibrio, pero mientras éste se desmoronaba estrepitosamente golpeó a Bhima en la cabeza con los puños. Bhima sacudió la cabeza y apresó la cintura de su oponente con las piernas, pero se encontró con los pulgares de Jimuta en los ojos. Se patearon y golpearon y, si la fuerza lo hubiera sido todo en este combate, Jimuta se habría llevado la palma... pero Bhima no había sido el pupilo de Balarama en vano. Atrapó a la gran bestia con las piernas como si éstas fueran plantas trepadoras y le hizo desmoronarse mientras ambos se gritaban y rugían su desprecio. Creí que todo había acabado, pero Jimuta logró zafarse y empezaron de nuevo las llaves, tirones, golpes, amagos, fintas, gruñidos y empujones. Y entonces, de pronto, Bhima hizo con este gigante lo mismo que había hecho con Jarasandha. Era como verlo en la Yuddhashala sagrada otra vez. Lo hizo girar y girar y girar alrededor hasta que acabó por estrellarlo y matarlo. El gentío se levantó como por un resorte y el rey abrazó a Yudhisthira. El problema fue que ningún otro luchador se atrevió a desafiar a Bhima y Virata se vio obligado a pedir a Valabha que se enfrentase a un tigre y después a un león. Draupadi se desmayó y tuvieron que llevársela. Bhima se las arregló bien con el tigre, pero yo pedí al rey que me permitiese contribuir al entretenimiento del público con mi danza y mi cantar, cosas que complacieron a la gente y salvaron al león. Finalmente, fue Nakula el triunfador de la jornada con sus caballos entrenados, que danzaron y corvetearon tal como él se lo ordenó.
En cuanto a nosotros, teníamos el pensamiento puesto en Draupadi y concluimos que, si no Virata, alguien habría sumado dos y dos al ver la actitud de nuestra esposa hacia Bhima... como de hecho ocurrió. Todas las damas creyeron que la Sairandhri de la reina se había enamorado del cocinero y se rieron de ella. Draupadi no era alguien que se sometiera a las bromas de los demás y sus ígneas miradas furiosas silenciaron a las mujeres, que vinieron entonces a mí. Conmigo les gustaba el cotilleo y me preguntaron si no pensaba que la Sairandhri se había enamorado de Valabha y se encontraba en secreto con él.
“¿Ésa?”, dije yo. “¿No habéis visto que sus ojos escupen fuego? Ni siquiera Valabha es lo bastante bravo para ella. Además, tiene cinco maridos gandharvas que la protegen.” Simulé que las rodillas me temblaban de sólo pensarlo y hice una mímica de la airada Draupadi y sus gandharvas atacándome, lo que las divirtió.
La casa de Virata acabó por acostumbrarse a nosotros y nosotros, a nuestros deberes y funciones. Los meses habían pasado y no temíamos ya que nos descubrieran. Muchos jóvenes cortesanos se habían enamorado de Draupadi, pero la reina y el mismo Virata la ayudaban a evitarse complicaciones. Su severa presencia unida a las alusiones a los vengativos esposos gandharvas pronto sofocaron el ardor de los posibles candidatos.

Al comienzo del undécimo mes, Kichaka, hermano de la reina Sudeshna, comandante en jefe de las fuerzas del rey y hombre que había extendido las fronteras de Matsya, retornó a la capital con sus fuerzas victoriosas. Draupadi lo vio llegar desde el balcón con el resto de las damas. Vio la calle perfumada ante él y el agua de rosas con que hisopaban el suelo que pisarían los cascos de su caballo. Ella misma había ayudado a tejer las guirnaldas que casi lo sepultaban.
Sobrepujada por los aromas, los vítores y los recuerdos de los días en que eran sus maridos los que marchaban triunfantes bajo los gritos jubilosos de la muchedumbre, Draupadi huyó a un jardín oculto de la reina donde poder llorar a solas. Acostumbraba a escurrirse a este jardín umbrío siempre que tenía la oportunidad y fue aquí donde Kichaka la encontró.
Inflamado de éxito, henchido por la universal admiración, Kichaka tropezó con esta mujer exquisita que servía a su hermana favorita. Esta joya entre las mujeres tenía que ser sin duda la recompensa del conquistador. Se acercó a ella como un pájaro de amor, con ternura, y ella se revolvió como un águila antes de huir.

Kichaka acudió de inmediato a su hermana y se la suplicó. Ella, conociendo lo ilegítimo de su solicitud, protestó diciéndole que lo que pedía sellaría su destino. Pero él era su hermano querido, radiante de victoria y difícil de resistir. De hecho, nadie era capaz de entender que una humilde mujer de servicio pudiera resistirse a él, y con semejante vehemencia. La reina se retiró a sus aposentos para considerar el asunto desde todos los ángulos posibles y al final, como Gandhari cuando condescendía con Sakuni, no pudo con las lágrimas y amenazas de suicidio de su hermano.

Draupadi, sirviéndose de nuestros nombres en código, nos advirtió de lo que ocurría. Cada vez que la encontrábamos veíamos arderle los ojos como fuegos y nos dominaba una rabia desvalida. Hubiera dado lo mismo que Shiva la persiguiese. Hacerlo era invitar la muerte a nuestras manos, pero de nuevo estaban éstas atadas. Era cierto que en otras circunstancias Kichaka se habría ganado nuestro respeto. No sólo era uno de los guerreros más grandes, sino que tenía oído musical, apreciaba las finuras de la danza y me dedicó un refinado cumplido cuando hubo visto a mis damas bailar. Era todo lo que yo podía hacer para no golpearle como el rayo de los cielos su traicionero corazón.

Hablé a mi pequeña pupila Uttara. Cuando comprendió que la flor de las muchachas de su madre no se sentía adulada por las atenciones de su ilustre tío, fue toda indignación y prometió abogar por Draupadi enseguida ante la reina. Era un amor esta pequeña princesita y crecía hacia una feminidad que podía eclosionar en ella como mil y una flores. Me trataba como si yo fuera una amable y vieja mujer, y trepaba a mi regazo para cotillear conmigo; yo, inmune a los deseos de un varón, podía acariciarla como si fuese el mismo Abhimanyu. Habían sido hechos el uno para el otro, Uttara y mi Abhimanyu, y, como cualquier mujer de palacio, empecé a saborear la posibilidad de una boda entre ellos. Lo hacía también, supongo, como un padre encariñado, pero, padre o eunuco, mi preocupación era ahora sobre todo Draupadi.

Uttara halló a su madre en plena agitación. La reina apenas podía aguantarse mientras su muchacha le pintaba con gena, en las palmas de las manos, el intrincado diseño tradicional. Debía de haber discutido el asunto consigo misma hasta agotarse, pero el dilema persistía: negarle a su hermano el objeto de su indecoroso deseo o concedérselo para que descendiese al infierno Patala por la ira de los cinco maridos gandharvas, que en cualquier momento desencadenarían sobre todos ellos su ira.

Fuese adonde fuese Draupadi con sus numerosos recados, allí encontraba a Kichaka sonriéndole y con ojos implorantes. Con su ingenio y voluntad lo mantenía a raya cuando él le hablaba, y nosotros cinco hallábamos excusas para estar donde ella estaba y no quitarle el ojo de encima. Sólo yo podía entrar y salir de los apartamentos de las mujeres, y estaba allí cada vez que el guerrero visitaba a su hermana y a las damas reales. Pedía a menudo música y baile, pero luego, en su delirio, no quería nada de estas cosas. Cuando la tormenta se preparaba, la reina nos despachaba y se quedaba discutiendo con él. Yo podía ver los ojos de Draupadi urgiéndome a la acción y nos separaban después nuestras diversas ocupaciones. Yudhisthira, caminando con paso mesurado detrás del rey y portando una bandeja de oro con los dados, consiguió susurrarme: “Dile que quince días solamente.” En el palacio de Virata, yo había olvidado lo cerca que estábamos ya del final de nuestro exilio. Kichaka nos hizo contar las horas y los minutos.

Draupadi fue al jardín de la reina, donde Kichaka la espiara por primera vez, y empezó a coger flores. La observé desde la ventana. El sol en la piel la confortaba. Dejó caer el ramo de flores a sus pies y miró al astro con las manos unidas, pidiéndole protección. ¿A quién, sino al radiante Dador de la Vida, se la podía pedir? Hechas sus plegarias, recogió rápidamente el resto de las flores y retornó junto a la reina, que apenas podía soportar verla y apenas podía soportar perderla de vista. Kichaka acudió también sin anunciarse y todas las mujeres huyeron, Draupadi la más ágil.
“Consíguemela”, dijo el amartelado Kichaka. “Si no la tengo ahora, mi vida acabará. Si alguna vez has querido a tu hermano tanto como lo has dicho, me darás la única cosa en el mundo que ansío y que está en tu poder dar.”
La reina, exhausta de noches sin sueño e incesante discusión, se rindió. “Espera en tu cuarto. Le diré que estoy sedienta de buen vino y te la mandaré diciéndole que quiero el raro licor que trajiste con el botín y que tú verterás en la copa de oro.”
Draupadi protestó ardorosamente, pero la reina, con dignidad, la silenció. Draupadi, helada de desesperación, fue a casa del comandante en jefe con la copa de oro cubierta por un magnífico paño. Kichaka habría querido llevársela de inmediato al lecho pero ella adujo que era de una casta inferior a la suya, le recordó a su mujer, el valor de una buena esposa, y la historia de sus cinco maridos gandharvas. Kichaka, ciego de deseo, quiso creer que la mujer estaba coqueteando con él para inflamar aun más sus pasiones. Le prometió convertirla en su esposa principal y dicho esto se lanzó sobre ella agarrándole la pieza superior del vestido, que quedó en sus manos. Ella lo empujó y el hombre enorme cayó al suelo. Nos dijo Draupadi más tarde que el mismo Shiva le había guiado las manos.
Enfurecido de frustración y vergüenza, Kichaka dio una patada en dirección al empujón que lo derribara. El golpe alcanzó el rostro de Draupadi, que empezó a sangrar por la boca ensuciando los paños de seda blanca que Kichaka había preparado para ella. Draupadi huyó a la sabha, al rey, a Virata, a Yudhisthira y sus maridos. Kichaka la persiguió, amoratado por la caída y rabioso. Nosotros estábamos en la sala ahora y gritábamos con los muchos que presenciaban aquello.
“¡Es una desgracia!” “¡Infamia!” Brazos se tendieron para agarrar a Kichaka, pero éste estaba más allá de todo cuidado y su pasión le había dado fuerzas para liberarse de los que lo apresaban. Era Kichaka, el héroe y el general del que el reino de Virata dependía y nosotros... nosotros debíamos ser servidores quince días más, tal como Draupadi sabía.
Fue a Virata a quien se dirigió con un gemido ahogado: “Oh rey, te sientas tú en el trono del Dharma, tú eres el padre de tus súbditos y servidores. Traiciona esta verdad y te habrás debilitado irreparablemente.”
Ahogados murmullos de apoyo llegaron de toda la sabha. Bhima estaba ya de pie, pero Yudhisthira, cerca de él, se cazó el pulgar entre los nudillos como hacíamos cuando éramos pequeños y dijo: “Cocinero, ¿por qué mirar a ese árbol? Si necesitas combustible para tu fuego, recuerda que la madera verde no arderá. Déjala madurar quince días aún.”
Bhima habría entendido el tono de la voz de Yudhisthira aun en el caso de que hubiese podido simular que no comprendía su sentido. Se sometió, furioso.
Draupadi dijo: “Cuando Brahma creó el mundo, estableció que la acción justa era lo más importante para los hombres. Lo que me ha ocurrido hace recaer la vergüenza sobre ti.”
Me quedé paralizado como en una pesadilla recurrente: allí estaba Draupadi defendiendo de nuevo sola su causa, sin que ninguno de nosotros pudiera ayudarla. El rey se tornó hacia Kichaka y lo reprendió con una voz suave, pero con ojos que le centelleaban de rabia. La actitud blanda del monarca desencadenó la angustia y la furia de Draupadi. No sólo Virata, sino sus maridos recibieron sus iras.
“¿Dónde están mis cinco maridos?”, gritó suplicante a los cielos. “¿Por qué están ahí como eunucos y presencian mi dolor? En la ciudad de Virata se desafía el Dharma y el mismo rey tiene el dharma de un ladrón.”
Virata no se enfadó y ello constituyó una buena medida de su carácter compasivo, pero tuvo que alegar ignorancia. “Yo no he visto lo ocurrido. ¿Cómo puedo juzgarlo?” Miró amablemente a Draupadi y frunció luego el ceño en dirección a Kichaka para ordenarle callar. “No olvides”, dijo, “que el perdón es la verdad más alta, especialmente cuando proviene de una mujer. Una mujer no debería verse obligada a hablar por sí misma así; en su juventud tiene a su padre para que la proteja, a su marido después y, finalmente, a sus hijos.”

Se nos abrasaba el corazón cuando oímos estas palabras. De nuevo éramos víctimas del Dharma. Si hubiéramos sido capaces de reflexionar en lugar de concentrar toda nuestra energía en dominarnos a nosotros mismos, habríamos comprendido sin ninguna dificultad que Virata era, tal como confesó, impotente en aquel caso. No podía volverse contra su cuñado, un guerrero más grande que el mismo Virata. Kichaka, entero el orgullo, permanecía con la cabeza alta delante de toda la asamblea.
Fue Yudhisthira el que, por miedo a que nos descubriesen, irrumpió a través del eco de las últimas palabras del rey y las lágrimas de Draupadi. “Ahí estás, llorando y gimiendo como una actriz, dando a la gente motivo para que se rían de ti”, la regañó como un padre.
Draupadi se apartó la cortina de cabello de los ojos.
“Oh, una actriz, dices...”, se burló. “Una actriz cuyo marido es tan adicto a los dados que no la salvará.” Su mirada cayó otra vez sobre Virata. Yo estaba seguro de que iba a maldecirlo y me descubrí temblando... pero ella se abstuvo.
Tan pronto como el palacio estuvo dormido, Draupadi fue al dormitorio del cocinero y despertó a Bhima.
“Bhima”, lo llamó Draupadi, “¿cómo puedes dormir mientras Kichaka respira?” Bhima, si no lo hubieran contenido, habría sido el primero en matar a Duryodhana en la
partida de dados y a Kichaka ahora. La amaba más irreflexivamente que cualquiera de nosotros y era el que sufría más sus tormentos. Alarmado por el tono de su voz y la forma inexorable en que enumeró las ofensas de que fuera objeto, no pudo hacer otra cosa más que consolarla y pronto Draupadi se hubo deslizado a su cama. Bhima el soldado recordaba el peligro.
“No podré comer ni dormir hasta que esté muerto.” Se llevó las manos al rostro y lloró. Bhima le tomó las manos, se las puso en su propio rostro y lloró también al sentir la aspereza de sus palmas. Bhima volvió a llorar, y yo con él, cuando me contó esta escena tras el funeral de Kichaka.
Le dijo que propusiese una cita a Kichaka a media noche en el Salón de Danza, donde había un diván.
Cuando Kichaka extendió los brazos para tomar a Draupadi, Bhima lo abrazó y lo estrujó hasta matarlo. Una vez lo hubo aplastado le incrustó los miembros y la cabeza en el cuerpo, de modo que todo lo que quedó fue un bulto informe. En cuanto hubo terminado, llamó a Draupadi para que lo viera. Pero a nosotros nos desesperó que la marca de Bhima pudiera ser reconocida y pedimos a Draupadi que recordase a todo el mundo la historia de sus cinco maridos gandharvas.
Draupadi llamó a los guardias y gritó desafiante: “¡Contemplad el destino de quien trata de molestarme! ¡Ved la venganza de mis maridos gandharvas! ¡Mirad lo que les ocurre a aquellos que despiertan la ira de mis maridos!”

Los ritos funerarios empezaron por la mañana en el palacio y Draupadi los contempló apoyada en un pilar. Fue una locura que se ofreciera públicamente a la vista en un momento como aquel, pero ella estaba decidida a protegernos demostrando que no tenía nada que temer.

Uno de los hermanos de Kichaka le dijo a Virata airadamente: “Virata, Kichaka realizó por ti grandes conquistas. Mira la causa de su muerte relamiéndose ahí. Hazla marchar con él, que arda en la pira funeral.”
Draupadi, pateando y gritando, fue arrastrada y atada a la pira, junto a la gelatina terrible que eran los restos de Kichaka. Empezó a gritar llamando a sus maridos gandharva: “Jaya, Jayanta...” Cada uno donde estaba oyó los alaridos. Bhima, como siempre, corrió sin pensar, aun recordando que una cosa era matar de noche secretamente a Kichaka y otra desenmascararse a sí mismo y a todos nosotros a plena luz del día. Su personalidad de Valabha, que, al igual que nos ocurrió a los demás, caló en su alma lo bastante para retornar a él con los años una y otra vez, no pudo contenerlo entonces. Alcanzó el campo crematorio, donde el estiércol de vaca, el sándalo y la leña eran rítmicamente amontonados. A aquellos cuya tarea era ocuparse del fuego de la pira lo mismo les daba que el muerto fuese un rey o un mendigo.
Yo seguía a Bhima de cerca. Alcanzamos el campo crematorio antes de que la procesión fúnebre llegase a él y Bhima recibió a los primeros del cortejo con una enorme estaca que blandió contra los parientes de Kichaka. En instantes, el suelo quedó sembrado de los cuerpos de los hermanos de Kichaka y no quedó un sólo testigo vivo de aquello. Liberamos a Draupadi y huimos. Nos habíamos convertido en gandharvas al grito de Draupadi y teníamos poco tiempo para retornar a nuestras funciones bajo la cobertura de la confusión general. Como mayoral, cocinero, maestro de juegos... preguntamos qué ocurría con todos los demás. La Sairandhri, oímos, se había convertido en una mujer temida por todos.
Yo permanecí cerca de los apartamentos de la reina para saber qué destino le esperaba. Virata, que recorría la cámara de Sudeshna e ignoraba su dolor, decía: “Tiene que irse. Sus maridos gandharvas han matado no sólo a la víctima de su belleza, el sostén de mi imperio, sino a todos sus parientes también.” Lo único que salvaba a Draupadi era el miedo de Virata de provocar a los maridos gandharvas otra vez. La reina se abstuvo de crueldad hacia Draupadi pero, llorando aún, le pidió que se fuera de inmediato. Ambas lloraron juntas. A los pies de la reina, Draupadi pidió trece días de gracia. Sudeshna amaba a Draupadi como cualquiera que la conociera con intimidad y, al final, fue ella misma quien acudió a Virata para decirle que quería que su doncella se quedara.

Los rumores de la causa y la forma de la muerte de Kichaka se extendieron rápidamente, y la mujer que llegara al palacio justo un año antes hablando de sus cinco maridos gandharvas tenía fama de belleza extraordinaria. No era difícil en este caso sumar dos y dos o, mejor, cinco y una. Ello habría bastado ya por sí mismo sin los informes sobre un caballerizo mayor y un veterinario diestros más allá de todo alcance mortal.

Los Kauravas no podían dejar de hablar de todo ello. Sí. Sí. Todo salía a la luz. Los Pandavas habían sido detectados justo antes del decimotercer año de exilio. Vivían en el palacio de Virata y, si el rey los había protegido, era de justicia atacarlo ahora, lo que serviría a un doble propósito: por una parte, los Pandavas saldrían sin duda en su defensa; por la otra, Duryodhana y Karna estaban locos de pronto por adquirir el ganado de Virata.

Sin Kichaka, Virata estaba manco, y habría guerreros que se unirían a los criminales para ganarse botín. El más ansioso de éstos era el Rey Susharma de los Trigartas, que guardaba un antiguo rencor a Virata y que había jurado con sus hermanos matarme o morir. Susharma, que estaba con Jayadratha cuando éste raptó a Draupadi, atacó el reino de Matsya desde el sur.

Una mañana, antes de que nadie en palacio supiera lo que ocurría, se oyeron vacas que mugían quejicosas mientras eran sacadas de sus establos, algunas ahítas de leche aún. Los cubos de leche fueron volcados. El forraje cayó de las bocas de los espantados animales. Cientos de boyeros y miles de reses fueron masacrados, pero cientos de miles de cabezas de ganado quedaban vivas para ser robadas.
Ni en sus mejores tiempos se levanta un ejército en cuestión de minutos y éstos, sin su general, eran los peores tiempos de Virata. Las malas nuevas le llegaron justo cuando Yudhisthira lo tenía en jaque: Virata levantó las manos para protegerse del mensajero. Era pronto por la mañana cuando irrumpimos en la sala de ajedrez. Los primeros rayos del sol caían sobre los rostros de los dos reyes; el marfil labrado y las piezas de oro resplandecían.

Cuando Virata comprendió finalmente lo que sus generales le decían tiró el ábaco de la mesa. De su temperamento sólo habíamos oído hablar durante los once meses de nuestro ocultamiento en palacio, pero ahora se había atacado a uno de los tres objetos de su pasión.
Virata, sus hermanos y sus hijos mayores pidieron la armadura mientras en el exterior se preparaba a los caballos. Yudhisthira, o Kanka el jugador, logró acceder al oído del rey.
“Valabha es un gran guerrero”, le susurró. “Yo mismo he ganado muchas victorias, oh rey, y vuestro mayoral, así como el caballerizo mayor, no son luchadores menores.” Virata pidió enseguida armaduras para los cuatro. Yudhisthira trató de explicarle que el maestro de danza eunuco era el mejor de todos, pero Virata lo ignoró. Había un clangor de metales y un estruendo de pasos por todo el palacio tales que uno apenas podía oír el sonido de la propia voz.
Yo contemplé con envidia a los hijos de Virata vestirse la armadura. El hermoso Sweta, que a veces bromeaba conmigo, se puso una cota de acero diamantino adornada con oro. La malla de Virata era magnífica, guarnecida de cientos de soles, cientos de lunares y cientos de ojos. Me gustó sobre todo la de su hijo mayor. Era de acero pulido impenetrable, adornada con centenares de ojos de oro. Aún estaba yo examinando los corseletes, cuando fue izado en su carro el estandarte de Matsya y brotó el grito de guerra de los kshatriyas. Antes de pararme a pensar siquiera, me descubrí rugiendo yo también con la boca abierta de par en par. Sólo unas pocas mujeres me observaron sorprendidas; había demasiada emoción en el ambiente y un confuso ir y venir para que nadie se preguntase detenidamente qué hacía el maestro de danza. Pero Brihannala vio partir el ejército de Virata en orden de batalla con un corazón transfijo. Cuando los elefantes montados por entrenados guerreros avanzaron lentamente tras el rey como montes y los cascos de miles de caballos tronaron en mi sangre, no supe si llorar o rabiar.
El ejército se precipitó hacia la frontera meridional de Matsya donde se guardaba la mayor parte del ganado. Me parecía a mí, aun desde el Salón de Baile, que era peligroso dejar expuesta de aquel modo la frontera septentrional, pero no había modo de evitarlo. Esperé que se produjera algún incidente allí que me diera la excusa para bajar mi Gandiva del árbol. No lo había tañido en once meses. Mis labios añoraban el contacto frío de mi caracola. Sentí el mordisco de la maldición de Urvasi. Aquí estaba yo con mi vestido de florituras y mi sofisticado peinado parloteando con las damas sobre las cosas tan terribles que habían ocurrido, mientras mis hermanos luchaban con armas prestadas.
Estaba ansioso por saber lo ocurrido y me enteré de que, al oír la noticia de la muerte de Kichaka, Susharma, el viejo enemigo del rey, había realizado el movimiento esperable y atacado antes del nombramiento de un nuevo comandante en jefe. Sólo esto llegué a descubrir en los apartamentos de las mujeres y tendría que esperar la vuelta de mis hermanos para conocer lo sucedido en la frontera sur.
Los hermanos Trigarta eran hombres poderosos y enemigos temibles. Sólo la reputación de Kichaka les había impedido atacar a Virata antes, pero se quedaron sorprendidos con la organización del ejército del rey, que Yudhisthira había desplegado en la formación del águila. Él mismo se colocó a la cabeza del ave. Cada mellizo ocupaba un ala y Bhima guardaba la cola. Yudhisthira avanzó y segó una parte importante del ejército rival. Virata, exultante, se abrió camino hasta las filas enemigas y, atisbando a Susharma a través del polvo, lo desafió.
“¡Susharma!”
Susharma se volvió, le dedicó la sonrisa con la que un kshatriya recibe un desafío y le respondió como corresponde a un héroe: “¡Eh, Virata!, por fin voy a hacer carroña de ti... es decir, si los buitres te quieren.”
Virata contestó con una carcajada desdeñosa y todo quedó entre ellos. El ejército de Susharma, aunque incluía a muchos rufianes, observó el código de no interferir en un duelo entre dos guerreros. Ambos reyes se dispararon flechas desde los carros. Hubo un momento en que el sol quedó literalmente oscurecido por el polvo del ganado en estampida. Los caballos y el auriga de Virata fueron muertos y el rey capturado por Susharma y sus hermanos.
Yudhisthira gritó: “¡Rescatadlo!”
Bhima, los gemelos y Yudhisthira lanzaron sus carros tras Susharma. Viendo que el rescate se acercaba, Virata agarró la maza de Susharma en el mismo momento en que Bhima saltaba como Hanuman al carro del rey enemigo.
Bhima aferró a Susharma por el cabello y clamó: “Mereces morir por atacar a reses y boyeros indefensos. ¿Dime por qué habría de perdonarte la vida?”
Antes de poder responder, Susharma había recibido uno de aquellos golpes de la mano de Bhima que dejaban inconsciente pero, cuando fue llevado ante Yudhisthira, había recuperado algo de sus sentidos ya.
Bhima se le sentó en el pecho y le dijo: “Suplica merced a nuestro rey.”
“No lo humilles más”, pidió Yudhisthira. Susharma rindió pleitesía a nuestro hermano y se fue cojeando de allí.
Virata había recuperado su ganado y quería derramar riquezas sobre Kanka y su cocinero. Les prometió toda suerte de recompensas, incluida la totalidad de su reino. Tal como Bhima me dijo más tarde, Yudhisthira siguió haciéndole discursos suaves, pero más bien largos, sobre los deberes de un jugador de dados que había recibido ayuda durante todo un año y le aseguró a Virata que habría ganado la guerra, aunque ellos dos no hubiesen estado allí.
El ejército victorioso no pudo retornar inmediatamente, pues debía pasar la noche cerca del campo de las huestes derrotadas. Enviaron mensajeros a palacio para ordenarnos preparar una entrada triunfal, así que en los apartamentos de las mujeres nos enteramos de que todo había ido bien y empezamos a tejer guirnaldas para los héroes. Brihannala, el eunuco, se mordía las uñas de frustración y Uttara se quedó sin lección de baile aquel día. Alegué un dolor de cabeza y la dulce criatura, que nunca había acabado de entender la naturaleza de un eunuco, trató de consolarme creyendo que sufría la menstruación.
Al día siguiente, mientras esperábamos a las puertas de la ciudad para dar la bienvenida a los héroes victoriosos, oímos un clamor en la distancia. Pensé al principio que serían heraldos, pero enseguida vimos a varias figuras tremolantes precipitadas hacia nosotros. Observé bien. El suyo no era el modo de correr de los kshatriyas; con toda seguridad, concluí, eran vaquerizos. Ahora, el reino de Matsya había sido atacado por los Kauravas en la frontera septentrional. Los boyeros cayeron a los pies del hijo menor de Virata, Uttarakumara. Le pidieron que, en ausencia de su padre, defendiese el territorio norte asegurándole que Virata, ya en camino de vuelta, lo seguiría sin duda con su ejército triunfador.
Uttarakumara era un muchacho encantador que no carecía de posibilidades, pero hasta ahora no había hecho nada para merecer la confianza que estos vaquerizos le mostraban. Desde luego, estaban desesperados. Uttarakumara era discípulo mío de música y, aunque no muy brillante, yo no podía evitar pensar que debía de ser mejor con las cuerdas de la vina que con las del arco. Pero no había nadie más. Uttarakumara, que pasaba gran parte del tiempo en la sección de las mujeres y que era la criatura querida de las damas, les dedicó ahora a los pastores un discurso fino y audaz. No había, al fin y al cabo, nadie más para hacerlo.
“Por supuesto que voy a ir allí de inmediato a despedazar con mi arco a los Kauravas. Sí, los Kauravas tienen algún que otro héroe en su bando, pero ¿qué son Bhishma y Drona y Ashwatthama y Karna contra Uttarakumara, hijo de Virata, el Rey de Matsya? La gente me tomará por Arjuna.”
Realmente era encantador mientras declamaba todo este sinsentido, o lo habría sido, de no resultar tan crítica la situación.
“El único problema”, añadió, “es que no tengo auriga. No ha quedado un solo auriga en la ciudad, ¿no es así?”, preguntó esperanzado. Era muy joven y tenía un buen número de hermanos mayores, que eran guerreros y héroes. Él y mi Uttara eran criaturas.
Le susurré a Draupadi: “Recomiéndame como auriga.” “¿Un eunuco, mi auriga?”, inquirió.
Pero, cuando Draupadi le aseguró que yo había sido en una ocasión el auriga de Arjuna y su hermana Uttara habló por mí, no le quedó más remedio que aceptarme o verse avergonzado por completo y para siempre. Yo ya había ordenado que uncieran los caballos al mejor carro que quedase en la ciudad. Al haber visitado a Nakula en más de una ocasión, sabía cuáles eran, de los que quedaban en los establos, los caballos más recomendables. No pude perder el tiempo tratando de hallar una armadura. Lo que teníamos que hacer era contener el ejército de los Kauravas. Justo cuando partíamos al galope, Draupadi llegó corriendo con una cota oxidada que había encontrado en un viejo arcón de sándalo. La pobre princesa Uttara estaba llorando, así que para alegrarla me deslicé con fineza en la armadura y me abroché torpemente las hebillas. Mi estratagema falló. Se quedó más convencida que nunca de que moriría. Me remangué el largo faldón y tomé las riendas.
“Traenos hermosas sedas del enemigo para nuestras muñecas y joyas de los dedos de tus vencidos”, bromearon las mujeres. Sólo la deliciosa Draupadi tenía lágrimas en los ojos y elevó sus manos acopadas en el signo del anjali. Entendí lo que quería decirme: que volviese vivo.
Lancé los caballos hacia el cementerio donde ocultáramos nuestras armas. Apenas lo habíamos alcanzado, cuando oímos el ruido del ejército Kaurava. No puedo culpar a Uttarakumara. Era como un mar embravecido precipitándose contra nosotros.
“Brihannala”, tembló lastimosamente la voz del muchacho. “Brihannala, volvamos. Suena, ¡oh Indra, dios del Cielo!, suena terrible.”
Le dije tan animosamente como pude: “No es nada, mi Señor. Los soldados hacen siempre un estruendo fenomenal. No puedes esperar que suenen como una clase de música.” Tenía que gritar ya para hacerme oír, pero continué a fin de mantenerle alto el ánimo: “Los soldados y las pescaderas... Dicen que no hay nada mejor para taladrarle a uno los tímpanos...” En este punto, Uttarakumara había atisbado a través de las nubes de polvo al ejército enemigo.
El muchacho estaba a punto de desfallecer. Tenía las mejillas blancas y las manos le temblaban sobre el arco. Con las riendas en una mano, yo lo sostenía por la armadura con la otra y simulaba no haber visto aquello. De pronto, el polvo se disipó.
“Mira, mira, mi Señor Uttarakumara, ¿ves aquel espléndido caballo blanco? Está sobre él el rey de los Kauravas, el mismo Duryodhana. ¿No es un hombre hermoso? Allí a su lado, sobre el corcel gris, está su hermano preferido, Duhsasana. ¡Mira! El más bello de todos, que cabalga hacia ellos ahora en la montura castaña, es Karna. El más bravo, el mejor. ¿Sabes cómo lo llaman? El Príncipe de la Generosidad. Cada día, llegado el meridión, adora al Sol y no niega ni una sola merced que se le pida. No hay ningún arquero que pueda compararse con él en el bando de los Kauravas. Arjuna es su único par.”
En efecto, mientras miraba era como si la cortina de humo se abriera para revelar a los actores en el escenario. Todo mi resentimiento personal contra ellos y la amargura de la partida de dados habían desaparecido. No veía nada más que bravos guerreros. En cierto sentido, yo era realmente Brihannala, el maestro de danza; tal era el poder sutil de la maldición de Urvasi, pero añoraba el sólido peso del Gandiva en mis manos.

“Ah, Uttarakumara, pero allí, donde ves alzarse el sol como aureolado de gemas... aquella corona... es la que porta el gran Bhishma.” Había lágrimas en mí que no dejaría correr.
“Él es el verdadero Rey de los Kauravas. Si no hubiera renunciado al trono, hoy los Kurus no existirían. A su lado está Drona, el guru más grande de todos después de Bhargava. Enseñó a los Kauravas y los Pandavas todo lo que sobre armas saben. Y allí, su glorioso hijo Ashwatthama. Uno lo reconoce enseguida por la misteriosa gema en su frente; pero, date cuenta, le brilla el rostro noble más aun que la joya. Posee toda la sabiduría del brahmín y la fuerza del kshatriya. Es más grande que el mismo Arjuna y su padre los ama a los dos por igual. Mi Señor, qué afortunados somos. El destino te ha sido favorable. Te ofrece los héroes más grandes del mundo. Te prometo que los derrotarás.”
“Brihannala, vuelve. Creo que estoy enfermo.” El muchacho temblaba.
“Mi Señor, no te hace justicia hablar como una mujer asustada. Eres el sobrino del gran
Kichaka. Eres el hijo del bravo Virata. Ni siquiera yo, un pobre eunuco, estoy asustado, así que
¿cómo habrías de estarlo tú? No arrojes vergüenza sobre tu familia; ya conoces el destino de un
kshatriya que da la espalda a la lucha.”
Estaba yo más emborrachado por el polvo acre de la batalla que por cualquier vino. Mientras contemplaba el porte del Gran Patriarca, olvidé al pobre pequeño príncipe y, antes de que pudiese darme cuenta, Uttarakumara había saltado del carro y corría hacia la ciudad. No lo habría notado, si no hubiera sido por el clangor de su armadura. Salté yo también con mi capa roja volando detrás de mí y el pelo fustigándome los ojos pero, como había tenido la precaución de remangarme los faldones, lo cogí enseguida. Al extender el brazo para agarrarlo, sonaron palabras que llegaban como en una brisa.
“Estos largos brazos son los de Arjuna. Nadie en el mundo tiene miembros tan largos y hermosos de arquero. Mira estos hombros.” La voz y admiración de Dronacharya, después de trece años, me tornaron vino la sangre.
“Nadie sino Arjuna enfrentaría nuestro ejército en soledad.” Esta vez era Bhishma. El corazón se me dilató. Gritaban en favor mío. Era como si hubieran hallado esta forma de vitorearme. Y la voz de Karna: “Puede que sea Arjuna porque está huyendo.” Quedé ahora más allá del alcance de las voces.
Atrapé a Uttarakumara por el cabello.
“Serás mi auriga”, le dije, “yo batallaré.” A medias lo convencí y a medias lo arrastré de vuelta al carro. “Un kshatriya nunca da la espalda al combate.”
Era un buen corredor y no me quedaba mucho aliento para exhortaciones, así que le di un coscorrón en la cabeza.
Bajo la cobertura que nos proporcionaba el polvo, le hice tornar el carro hacia el cementerio y forcé los ojos a través de la distancia tratando de reconocer nuestro árbol sami. Pero, de hecho, lo habría descubierto aun en la profundidad de la noche, tantas veces había yo soñado con él. Allí estaba, justo como lo recordaba cuando, riendo y nerviosos, escondimos nuestras armas y colgamos el cadáver de él.
Le hice trepar al príncipe y alcanzarme el bulto. Uttarakumara casi se muere de miedo, pero yo lo envié a través de las espinas a por las armas de todos modos. Duryodhana esperaba que regresase con mis hermanos, sin duda, y yo no podía aguardar un instante a volver allí. Uttarakumara protestó.
“Un kshatriya no puede mancillarse tocando un esqueleto.”
Lo levanté hasta el árbol y grité: “Ésas son armas, bobo, y nada que vaya a mancillarte.” Trajo las armas y me ayudó a desenvolverlas, pero al contemplarlas su temblor aumentó.
Cuando vi el Gandiva, miré y miré sin poder moverme, ni para acariciar siquiera el oro con mis dedos.
“¿Qué es esto? Parece una serpiente. Esta vivo cuando lo toco”, susurró el príncipe entre maravillado y temeroso.
“Es el Gandiva, el arma de Arjuna, el arco de Indra durante cinco mil años. Luego el de Varuna. Agni se lo dio a Arjuna cuando éste le ayudó a devorar el bosque Khandava. El arco con oro y azul es el de Bhima, el que usó antes del Rajasuya. Éste, de oro y rubíes, es el de Nakula”, le dije poniéndole la cuerda a mi arco mientras hablaba. “Éste con las abejas doradas pertenece a Yudhisthira.” Me ajusté el carcaj.
“Estas aljabas nunca se agotan. Son del Gandiva. Dejamos todas estas armas aquí hace un año, al comienzo de nuestro año de incógnito.”
Ahora que conocía el secreto, Uttarakumara estaba a punto de desmayarse de nuevo; esta vez, al pensar en las muchas indignidades que los Pandavas habían tenido que sufrir en la corte de Virata. Cayó a mis pies.
Vi la confusión en sus ojos. Lo levanté y nos abrazamos bajo el árbol de espinas sellando un vínculo que durase más allá de esta corta vida.
“Hemos sido felices con vosotros. Vamos, éste no es momento para sentimentalismos. Somos kshatriyas y tú, por hoy, eres mi auriga.” Saludé al Gandiva y lo tañí una vez. Me estremecí y, mientras su nota se apagaba, el último resto de los temores del príncipe desapareció con ella.
Yo había izado mi estandarte del mono en el mástil del carro y lo veía ahora ondear sobre mí mientras arrancaba a mi caracola Devadatta su melodía. Sólo conocía yo un sonido más dulce en el mundo: el del Gandiva. Durante todo el tiempo pasado aprendiendo a tocar la flauta y otros instrumentos de viento con Chitrasena, mis labios añoraron el roce de Devadatta.
Y allí estaba yo. Mi largo cabello trenzado a lo Brihannala volaba al viento mientras observaba mi gallardete y tañía mi arco. Estaba en casa. Después de trece años, era yo mismo otra vez. Mucho más tarde, Krishna, que lo oyó de Ashwatthama, me dijo que cuando Drona oyó el Gandiva no pudo disimular su exultación. Su corazón olvidó la invasión por completo.
Rompió a reír y dijo: “Lo mismo da que nos vayamos de aquí sin el ganado. Arjuna está delante.”
Duryodhana, a quien le fueron transmitidas de inmediato estas palabras, llegó precipitadamente a él y le dijo con vehemencia: “¿Seguro que estás dispuesto a derrotarlo? Sabes muy bien que en plena asamblea se decidió en Hastinapura descubrir a los Pandavas antes del término del decimotercer año para que pudiéramos mandarlos de vuelta al bosque. Vamos a luchar. ¿O querrías dejar a Bhishma, Ashwatthama y Kripacharya sentados en sus carros sólo porque Arjuna toca su caracola? Somos kshatriyas y tenemos que luchar aunque Arjuna, Indra o Yama se nos pongan en contra.”

Las palabras de los generales llegaron a la soldadesca antes que el pensamiento y Karna acudió para confirmar que las tropas estaban nerviosas gracias a nuestro acharya, al que él siempre llamaba Drona. Estaba en un estado de frenesí. Fue entonces cuando llegamos nosotros del cementerio y yo esperé que dejasen de discutir y que Karna se adelantase para desafiarme. El viento nos traía, claras, sus palabras.
“En cuanto a mí, estoy encantado. Mis flechas fluirán como el aceite contra Arjuna. He estado esperando trece años. Os aseguro que la cuerda de mi arco zumbará como las abejas. Yo seré quien arranque, al fin, las saetas de dolor del corazón de Duryodhana, aunque todos los demás tengan miedo de Arjuna.”
Kripacharya dijo: “Un buen general debería luchar cuando fuera inevitable y el resultado, el bien de todos. Te guste o no te guste, nadie puede derrotar a Arjuna. Me parece recordar que fue Arjuna quien le salvó la vida a Duryodhana sin la ayuda de un ejército durante la inspección del ganado. De hecho, si la memoria no me falla, tú fuiste uno de los héroes con un ejército a sus espaldas que huyó del combate. Es una locura arrancar los colmillos a una serpiente con tus dedos en su boca. No olvides la furia que desencadena un león tras larga cautividad. Tienes demasiada buena opinión de ti mismo, Karna.”
Si estas palabras resultaban duras, eran inútiles también. Karna no tenía sentido del diálogo.
“No hace falta que luches tú, en cualquier caso”, repuso Karna. “La presencia de brahmines se requiere sólo cuando se reparten buena comida, limosnas o regalos.”
Se volvió hacia los guerreros allí reunidos y preguntó: “¿Qué estáis mirando? ¿Tenéis miedo, todos vosotros? No os preocupéis, que yo seré la playa contra las olas furiosas de Matsya, aunque el mismo Arjuna venga. Karna está preparado.”

Mientras hablaba, el sol brilló como si le obedeciera. “Mis flechas no fallan nunca. Aunque Arjuna sea un perfecto brahmín después de trece años de meditación, cuando oiga el aullido de mi caracola deberá tomar su arco y afrontar su fin en Karna. Mis flechas cubrirán los cielos y le cantarán a su sangre kshatriya. No soy inferior a nadie en fuerza, destreza y coraje. Pondré su cuerpo a los pies de Duryodhana. Mis flechas inundarán los cielos como enjambres de luciérnagas.” Karna extendió ahora su mano grande y la cerró con lentitud como si me aplastase en la crueldad de su puño.

Kripacharya habló entonces con su voz mesurada de tutor, que apagó la excitación creciente entre los que habían oído las palabras de Karna: “Bravuconamente dices que derribarás hoy a Arjuna de su carro. Es tu arrogancia la que te arrastra a semejante espejismo. De todas las delusiones, dicen los shastras, la guerra es la más degradante cuando se realiza de un modo adhármico. Ese Arjuna del que tan irreflexivamente hablas, no ha sido derrotado nunca ni por dioses ni demonios. Solo, venció a Chitrasena. Eres demasiado impetuoso, Karna. Eres como un hombre embadurnado de aceite y ghi que camina sin darse cuenta hacia el fuego, o como uno que se ata una piedra al cuello e intenta nadar. ¡Basta ya! Nuestro deber es armar a los soldados y prepararlos para la batalla. Tú y Ashwatthama y su padre, el Gran Patriarca y Duryodhana, tenéis la fuerza para enfrentaros a Arjuna juntos, pero nunca tú solo, Karna.”

Ashwatthama, aunque usualmente respetaba las tradiciones que le exigían dejar hablar a sus mayores y supervisores, estalló con aquello que durante tanto tiempo había querido decir: “Eres un loco, Karna, y hablas demasiado. Los verdaderos héroes derrotan a ejércitos enteros sin decir nada. El fuego cocina para todos el alimento sin hacer discursos. El sol hace más que todo el resto de los dioses, en el espacio de un momento, sin jactarse.”

Ashwatthama dijo palabras en aquella ocasión que todo el mundo recuerda en diversas versiones. Me enorgullecieron tanto como si yo mismo las hubiese pronunciado.

“Mira la Tierra, nuestra Madre. Podrías aprender de ella paciencia. Ha soportado la carga de vida animada e inanimada durante miles de años sin decir: ‘¿No es mi paciencia extraordinaria?’ Todos estos dioses trabajan en silencio. Tú hablas demasiado.” Y volviéndose hacia Duryodhana entonces: “¡Y tengo algo que decirte a ti, mi Señor! Los brahmines ganan a veces reinos, tal como hizo mi padre, pero nunca jugando a los dados. Los héroes no hacen trampas en el juego para comportarse luego como si hubieran ganado una gran batalla. Puede que seas rey, pero te has comportado peor que el vaishya estafador para el que es natural vender y comprar e inflar el precio. ¿De verdad disfrutas Indraprastha? Pues yo no podría, sin haber luchado por ella. ¿Son los Pandavas tus cautivos de guerra? Ni siquiera tiraste los dados con tu propia mano. Los canallas sacan tajada cuando estafan a los justos y compasivos. ¿Qué hiciste a Draupadi? O, mejor, ¿qué no le hiciste a la reina de los Pandavas? ¿De verdad crees que esto quedará impune? Si es así, eres un loco mucho mayor que lo que yo creía. Durante trece años y cinco meses exactamente he ardido por preguntártelo. Y he contado día por día el tiempo.

Mi amor por Ashwatthama saltó como una llama nutrida de oblaciones. Mi corazón exultó. Delante de todos nuestros mayores, el hijo de Dronacharya había declarado extintos nuestros años de destierro. Duryodhana y Karna empezaron a protestar a voces, pero Ashwatthama clamó con tono tajante: “El tiempo para trampas ha acabado ya.” Sus palabras fueron como un mantra que paralizó sus lenguas.
“Insultar a vuestros preceptores sólo porque reconocen la verdadera valía de Arjuna no lleva a ninguna parte. Karna se desvanece ante Arjuna, que es el más grande, noble y caballeroso de los guerreros. Karna y tú estáis celosos de él y vuestros celos os destruirán. He luchado contra Virata y sus hijos, pues a eso vine, pero amo a Arjuna. Lo amo no porque mi padre lo ame, sino porque Arjuna merece mi amor. Luche alguien con él o no en este día, yo no lo haré.” Dicho esto, Ashwatthama soltó cuidadosamente la cuerda de su arco y dejó el arma en el suelo del carruaje. Hubo un largo silencio. Su discurso no sólo lo había aliviado a él, sino que había hecho caer un peso del alma de Dronacharya, Kripacharya y Bhishma. Había apaciguado la inquietud de su silencio en la sabha y su larga, pasiva complicidad. Habían olvidado que allí estaba yo, esperando para desafiarlos.

Pasado un rato considerable, el Gran Patriarca habló: “Dronacharya dice la verdad y también Kripacharya, y el gran Ashwatthama ha dicho exactamente la verdad. Nadie tiene derecho a insultarlos como hizo Karna. El exilio ha acabado. Cada cinco años hay una acumulación de dos meses, así que tus primos han estado desterrados durante trece años, cinco meses y doce días.” Tras estas pocas palabras para su propio sosiego, el pobre anciano Bhishma se obligó a retornar a su papel de unificador del reino. Durante la pausa que siguió mi corazón oyó al Gran Patriarca suspirar hondamente. “Es un error que tu gran amor por Karna te permita causar disensión en el ejército, Duryodhana.”

Entonces, con los ojos en el suelo, le dijo a Ashwatthama: “Supongo que las palabras ásperas de Karna fueron pronunciadas para elevar la moral de las tropas. Hagamos las paces y unámonos para derrotar al enemigo.”

Bhishma había mantenido unido el reino mucho más tiempo que los trece años de nuestro exilio. Lo había mantenido unido desde el día en que renunció al trono en la choza del pescador y ya no sabía qué más podía hacer. Si él había sacrificado sus derechos a la corona y los gozos del matrimonio y los hijos por la felicidad de su padre y la prosperidad del reino, ¿por qué había de dolerme yo de que fuese él quien protegiese la paz y unidad de ese mismo reino? Pero me dolía. Las palabras de Ashwatthama habían sido dulces para mí. Ahora el Gran Patriarca enfriaba el ardor con el que los demás se habían enfrentado a Karna.
Dijo entonces: “Duryodhana, devuelve Indraprastha a los Pandavas. No son tus enemigos. La paz con los Pandavas impedirá la conflagración del mundo.”
Duryodhana clavó la vista en él. Sus esperanzas estaban a punto de perecer. “La decisión es tuya, Duryodhana.”
¿Es que los mayores no tenían nada que decir ahora? Bhishma no habría dejado el destino del mundo en las manos de Duryodhana trece años atrás. “No. Ni hablar de devolver el reino ahora o más tarde. Lucharé, Patriarca.” Con una voz desapegada, Dronacharya empezó a dar las órdenes. “Así sea. Dividiremos el ejército en cuatro partes. Duryodhana, tú volverás con una sección de inmediato a Hastinapura. El rey no debe morir. Otra sección conducirá el ganado a Hastinapura. El resto, con el Gran Patriarca, Kripa, Ashwatthama, Karna y yo mismo, interceptará a Arjuna.” Las tropas se desplegaron en forma de creciente lunar. Tan diestramente se hizo que supe que era obra de Bhishma, cuya bandera con el emblema de la palmera dorada ondeaba en la retaguardia defensiva. La bandera de Kripacharya estaba en el cuerno derecho; la de Dronacharya, en el medio y la de Karna, en primera línea. Fue la palmera dorada del Gran Patriarca lo que vi, cuando éste me rugió su gran desafío. En ese momento, mientras cargaba contra el cuerno del creciente lunar fuciló en mi mente lo que Krishna me había dicho: que el pueblo se comportaba bien o mal de acuerdo con el ejemplo de los reyes. El Gran Patriarca no había obrado bien abdicando sus derechos. Había sido rey, pero su renuncia, aunque noble, había hecho prevalecer a Duryodhana. Abandonó su propia realización y su dharma para cargar con un sufrimiento que su padre era demasiado débil para soportar. Así, se generó un veneno por la parálisis interior de un gran hombre. Cada uno de nosotros debe aguantar la parte que le toca de la carga de la vida. No tuve tiempo de llevar más lejos este pensamiento. Yo no era un brahmín, sino un kshatriya con el polvo de la batalla y el olor de los caballos en las narices. Allí me aguardaba el creciente, aquí estaba el trueno de las ruedas de mi carro y mi joven auriga frunciendo gravemente el ceño ante su primer enemigo. Lo que yo quería hacer era caer a los pies de Dronacharya, como en los viejos días, así que lancé dos flechas que cayeron ante él. Disparé luego dos que cayeron a los pies del Gran Patriarca y otras dos para Kripacharya: era mi salutación. Dos más para Ashwatthama, en lugar de un abrazo de oso. Luego, arrojé dos flechas que pasaron silbando junto a los oídos de Bhishma. Con éstas pedía permiso para empezar la batalla.

La bandera de Duryodhana con su elefante recamado de joyas no era visible. Lo primero que había que hacer era mandar de vuelta el ganado y encontrar a Duryodhana. Sonreí ante la astucia del Gran Patriarca. Ninguna otra formación podría haberme cerrado tan bien el camino. Uttarakumara me transportó a toda velocidad por la línea del cuerno occidental. Algunos de los hermanos de Duryodhana intentaron detenerme, pero nadie iba a interponerse entre el hombre que había ordenado arrastrar a Draupadi por el pelo a la asamblea durante su menstruación y yo. Se lo había prometido a ella y me lo había prometido a mí mismo.
“Olvida el ejército y busca sólo la bandera del elefante”, le grité a mi auriga. Pasamos tan cerca de Bhishma que pude ver el nimbo de luz alrededor de su cabeza. Alcancé enseguida el ganado. Atemorizamos a los boyeros y las vacas del rey, con las colas alzadas y sus despavoridos terneros brincando entre las patas de sus madres, trotaron de nuevo hacia el sur, a la ciudad de Virata. Mi momento había llegado.
“Ve directo hacia la bandera del elefante”, repetí. Para entonces, la perfecta formación de Bhishma se había desecho y todos trataban de impedir una confrontación entre Duryodhana y yo. Amaban a Arjuna, pero Duryodhana era su rey. La bandera del elefante ondeó hacia mí. ¡Bien! No iba tras la sangre de un cobarde absoluto. Además, el código kshatriya me prohibía perseguir a alguien que huyera del campo de batalla.
Pude ver la palmera dorada de Bhishma venir hacia nosotros y le grité a Uttarakumara: “Llévame al centro. Tengo que recordar que éstos son hoy los hombres de Duryodhana.”

Di sombra a mis ojos, pero no conseguí encontrar el estandarte de Karna. Acababa de abrir la boca para ordenarle a Uttarakumara un cambio de dirección, cuando su carro emergió de una nube de polvo y, un segundo después, cayó una lluvia de flechas. De tal modo le respondí con mi arco tensado al máximo y mis flechas con punta de creciente lunar, que su carro giró bruscamente en redondo. Me reí de él. Todo guerrero que haya luchado suficientes batallas conoce sus días de victoria desde el principio. El sentimiento de victoria era tan poderoso hoy en mí que Uttarakumara rió conmigo mientras el resto -Ashwatthama, Bhishma, Dronacharya, Kripacharya, Sakuni y Vikarna- cargaba contra nosotros.
“Aguanta firme”, le dije a mi auriga, pero podía ver que el dios de la batalla lo había llamado y se le había llevado sus miedos. Vikarna montaba su elefante. ¿Volvería Uttarakumara las espaldas ante la bestia enorme? No, reía aún.

Ese día mis flechas se dispararon solas, crueles y ávidas como halcones: setenta para Dronacharya, doce para Duhsasana, tres para Kripacharya, y para Duryodhana conté un centenar. Respondieron ellos con dardos emplumados de puntas doradas que cruzaron como grullas los cielos. Cuando yo ataqué otra vez, mis flechas oscurecieron los cielos como langostas. Nunca había luchado así. Mis músculos apenas se tensaban. Retornó Karna ahora. Sonó un chillido y luego un trompeteo. El elefante de Vikarna, un gris acantilado de orejas tremolantes, se precipitaba hacia nosotros barritando desde la izquierda. Mis flechas encontraron sus sienes y el acantilado se desmoronó. Su caída sacudió nuestro carro e hizo encabritarse a los corceles. Uttarakumara intentó que las riendas no se enmarañaran. Vi a Vikarna saltar de la bestia y correr en busca de la protección de un carro. Al ver esto, Duryodhana dio la vuelta y huyó. No iba a engañarme. Soplé mi caracola, que hizo escapar más rápido al carro de Duryodhana. Uttarakumara sabía lo que yo quería y alcanzó a Duryodhana mientras le gritaba: “¿Es así como luchas? Me avergüenzo de llamarte primo hermano o siquiera kshatriya. ¿Tanto amas tu carcasa?
¿Qué es la vida, sino unos pocos buenos momentos como éste? Oh gran Indra, ¡qué difícil es luchar con alguien como tú!”
No sé qué llegaría él a oír sobre el traqueteo y tronar de los carros pero, ya fuera por el movimiento de mis labios o la risa de Uttarakumara, tiró de las riendas ofendido y volvimos uno contra otro los corceles. Karna acudió en apoyo de Duryodhana. Dronacharya y el resto, a excepción de Vikarna, vinieron y me rodearon otra vez. A partir de este punto, no sé ya lo que ocurrió. Parecía que el gran Indra hubiese descendido sobre mí. Ver el vuelo de las flechas con punta de creciente lunar o de cabeza de serpiente era pura dicha más allá del deseo de matar.
La batalla final correspondía a los cinco Pandavas. No mataría a Duryodhana hoy, ni siquiera a Karna. Mis flechas silbaron en los oídos de mis rivales y hallaron el corazón de los soldados. Las huestes huyeron. Una voz dijo en mí ‘¡Basta!’, y yo estuve contento. Había temido herir a Bhishma o a Dronacharya.
“Hónralos con una pradakshina, Uttarakumara”, le grité.
Apenas habían salido de mi boca las palabras, cuando el muchacho fustigó a los caballos y nos lanzamos a la carrera dejando a Karna y Dronacharya a la derecha. Corrimos rodeando el grupo que nos había cercado, zigzagueando dentro y fuera de la tropa de hombres y animales. Semejante locura no la habían visto nunca y, ya fuese que los cegara el polvo o la sangre de mis flechas, permanecieron boquiabiertos e impotentes mientras nosotros los honrábamos. Podrían haberme matado ahora, pero no habría sido galante responder de este modo a quien les rendía honores con una pradakshina.
“Bhima tiene que romperte tu bello muslo, Duryodhana. No eres para mí”, le grité golpeándome el muslo con el arco para hacerle entender. “¡BBHIIIIIIIIMAAA!”
“¡Y tú, Karna, tú tendrás que esperar para alcanzar el Indraloka! ¡Karnaaaaa!”, bramé. Respondió con su amarga sonrisa habitual y disparó flechas, una de las cuales me rozó la
frente. Cabalgamos directo entre los árboles, poniéndonos fuera del alcance de Karna. Invoqué por precaución el sammopana astra y sumí a todos en un estado de aturdimiento, menos al Gran Patriarca, que permaneció de pie en su carruaje, en toda su inmensa envergadura, observándome con los ojos bien abiertos.
Mi pequeña princesa me había pedido que le trajera algo bonito. Vi el pañuelo de seda azul de Duryodhana y lo atrapé con mi lanza.
Ya junto al espino, el león de Uttarakumara remplazó a mi estandarte del mono. Tras un último y reverberante tañido, el Gandiva fue arropado tan tiernamente como cualquier mujer. Di al príncipe una espada de oro y el resto de las armas retornó a su reposo en las ramas altas del árbol.
En el carro, con las riendas en la mano otra vez, instruí a Uttarakumara sobre lo que debía decir cuando alcanzáramos la ciudad.
“Oh, no. No me pidas que empiece a fanfarronear otra vez.” El muchacho estaba horrorizado.
“No fanfarronees, pues. Di sólo lo que quiero que digas.” Nos sonreímos uno a otro, y sus ojos y dientes centellearon bajo una máscara de polvo.

Al saber que Uttarakumara había partido solo y con Brihannala como auriga, Virata se llevó la mano al corazón y suspiró. “¿Solo y con un auriga asexuado? Debe de estar muerto a estas alturas.”
Yudhisthira sonrió y repuso: “Por el contrario, con Brihannala como auriga nadie podrá llevarse tu ganado.” Virata clavó su mirada en Yudhisthira un momento como si éste no estuviera en sus cabales, pero lo distraía demasiado el dolor para comprender las palabras de Kanka. Poco después estaba loco de alegría con las noticias de la victoria del príncipe. Saltó de su asiento y dio órdenes a sus ministros.
“Decorad las avenidas con banderas y que se ofrezcan flores a los dioses. Que todos los príncipes y guerreros y músicos y muchachas de placer se vistan con sus más hermosos ropajes para recibir a mi hijo a las puertas de la ciudad, y que todos los hombres cabalguen sus elefantes por los caminos para dar las nuevas de la victoria increíble de mi hijo. Y que mi pequeña princesa Uttara, vestida con todas sus joyas y sedas más finas, acuda rodeada de vírgenes y cantores de panegíricos a recibir a su heroico hermano.
Tras hacer todas las preparaciones, el Rey Virata ordenó vino, se frotó las manos y dijo: “Vamos Kanka, hagamos una buena partida. Trae los dados, Sairandhri.” Al sonido del rodar de los dados, Virata empezó a reír pensando en los Kauravas formidables vencidos por su hijo. Interrumpía una y otra vez el juego para decir: “Nunca había caído en la cuenta de que mi larguirucho Uttarakumara tuviera madera de gran guerrero.”
Cuando Yudhisthira insistió en que no era sorprendente teniendo a Brihannala de auriga, Virata se asombró. Acariciándose la barba y uniendo las cejas quería saber si este descarado brahmín intentaba comparar a su hijo con un eunuco.
“La amistad me hace pasar por alto la ofensa, pero te ruego que no te tomes semejante libertad otra vez.” Con gran irritación, Virata recogió los dados como si fuesen moscas infectas. El maldito brahmín le había estropeado su hora de triunfo. Arrojó un tres. “Qué bendición”, dijo Yudhisthira logrando un cinco, “que Brihannala estuviera con él.” Virata arrojó los dados con toda su fuerza al rostro de Yudhisthira.
Era la primera vez que veíamos a Virata airado con Kanka, y más hasta el punto de hacerle sangrar la nariz. Draupadi, desesperada, corrió a recoger la sangre en un vaso de oro antes de que una gota pudiera caer al suelo trayendo desgracia al reino. El incidente fue olvidado con la clamorosa entrada de Uttarakumara, que era todo lo que esperaba el rey.
Nuestro exilio había acabado. Éramos otra vez los Pandavas. El buen Rey Virata, más allá de sí de dicha y gratitud, me ofreció a la princesa Uttara. Yo la amaba tanto, que en mi mente la había desposado ya con Abhimanyu. Quería seguir amándola como nuera. Mi corazón se tornaba hacia Draupadi ahora. Tras todo lo que había sufrido quería darle mi amor, que viniendo de mí la sosegaría, si es que algo podía hacerlo en el mundo.

Sólo cuando Krishna llegó con Subhadra y Abhimanyu quedó apaciguado este desaire al orgullo de Virata y sentimos terminado realmente nuestro exilio. Krishna significaba para nosotros el hogar. Los ojos de Virata se encendieron, y también los míos, pues todo el mundo coincidía en que Abhimanyu era el más glorioso de todos los jóvenes de la familia. Se parecía al mismo Krishna pero era más alto y, aunque larguirucho aún, prometía una figura llena de gracia. Virata insistió en entregar su reino a Yudhisthira. A Abhimanyu le regaló siete mil caballos, doscientos elefantes, y multitud de lingotes de oro, gemas y pieles de ciervo traídas de China. Krishna fue pródigo como siempre con sus regalos, pero el presente que contaba era su presencia. Tronó el jubiloso sonido de cuernos y caracolas, de címbalos y tambores por el palacio y las calles. Se asaron centenares de ciervos. Se ofrecieron los mejores vinos. Las leyendas de la dinastía de Virata y de la nuestra fueron cantadas día y noche. Hubo mimos, danzas, marionetas y un inmejorable humor. Pasadas dichas en ropajes nuevos fueron los invitados a la celebración, y las dichas futuras estaban representadas por todos nuestros hijos y, especialmente, por Abhimanyu y Uttara.

Estar sentado junto a Krishna, viendo a nuestro querido y viejo Dhaumya oficiar como sacerdote, ver al joven Abhimanyu como una mixtura de Krishna y de mí mismo caminando alrededor del fuego sagrado con la muchacha que yo tanto había llegado a amar, era como estar en el Indraloka otra vez... y olvidamos durante muchos días que aquello era, con toda seguridad, sólo un respiro.

Drupada había venido con sus hijos Dhrishtadyumna y Sikhandin, el resto de sus vástagos y, por supuesto, nuestros cinco hijos con Draupadi. Bhima y Dhrishtadyumna se arrojaron uno en brazos del otro. Kritavarman, Satyaki y los primos de Krishna acudieron también. Había otros, además, con sus ejércitos que ofrecieron su apoyo a Yudhisthira para cualquier plan bélico que pudiera concebir contra Duryodhana en el futuro. Pero ninguno de nosotros quería discutir aquel futuro aún.
Todavía no.
Hoy Draupadi, rodeada de sus cinco hijos, era la Reina de las reinas otra vez. El dolor y la amargura la habían abandonado y no recordaba que había hecho voto de lavarse el cabello en sangre. Subhadra y ella estaban sonrientes, las cabezas juntas, diciéndose una a otra los modos en que los hijos complacían a sus padres.
Algún día, si no mañana, tendríamos que hacer memoria. Era sólo cuestión de decidir la fecha en que comenzar las discusiones.

Como siempre, Duryodhana nos ayudó a ello. Estábamos aún de celebraciones, cuando su heraldo llegó de Hastinapura. Éste fue su mensaje: “Mi Rey y Emperador Duryodhana os ordena que os preparéis para otros doce años en el bosque. Los Pandavas no acabaron de incógnito el decimotercer año. A Arjuna se le oyó tañer el Gandiva en la frontera norte del reino de Matsya y fue reconocido en el carro conducido por el hijo de Virata antes de que expirase el plazo acordado. Tal es el mensaje de mi Rey.”
Habría guerra, pero hoy celebrábamos las nupcias de Abhimanyu, nuestro hijo amado, nuestro futuro. Nos sentíamos seguros en lo que ahora era nuestra ciudad de Upaplavya y, aunque se perdiera esta noche o mañana, en la guerra o a los dados, el día de hoy era nuestro y para la dicha.

Pero aquella noche, antes de dormirme, me pregunté si, en el caso de haber sabido que todo nuestro reino lo perdería Yudhisthira a los dados, hubiéramos considerado productivas nuestras conquistas. Recordando a Abhimanyu y Uttara juntos, me dije: Sí. Cien veces sí. Estábamos hechos para conquistar el mundo. Krishna tenía razón en eso pero, si hubiera sido una calamidad natural la que nos hubiera impuesto el bosque, podríamos haber sido felices también allí. Podríamos incluso haber aprendido a contemplar a Duryodhana como una catástrofe natural y haberlo perdonado, si no hubiéramos tenido que presenciar cómo se arrastraba a Draupadi a la asamblea por el pelo. Que Duryodhana le hubiese dedicado un gesto lascivo paralizaba la historia hasta que hubiésemos acabado con él.

Antes de que el Hacedor del Día hubiese iluminado el mundo, nos bañamos y oramos. Con la aurora entramos en el Salón del Consejo de Virata acompañados de todos nuestros hijos. Los asientos, tachonados de gemas, estaban adornados con guirnaldas frescas.
Miré alrededor. Éstos eran los guerreros con los que podíamos contar. Los hijos de Panchala, nuestro propio hijo y los de Virata, Krishna y Balarama, y sus hijos también. Pradyumna y Sambha, hijos de Krishna, podían asumir solos el mando de un ejército y lo mismo podía decirse de Abhimanyu y de cualquiera de los hijos de Draupadi.
Krishna empezó a hablar de forma distendida, fluida y sin rencor.
“Todos sabéis cómo fue engañado Yudhisthira por Sakuni, el hijo de Subala, para que los Pandavas tuvieran que vivir en el exilio. Aunque el hijo de Pandu podría haber recuperado el reino por la fuerza, éste es, como sabéis, un hombre de fe. Los años crueles han terminado y debéis decidir ahora lo que es justo, sabiendo que Yudhisthira no aceptará una sola aldea que no le corresponda legítimamente. Sus hermanos y él piden sólo su propio reino, aunque si quisieran podrían arrebatarle el reino entero a Duryodhana. Quiero recordaros cómo Duryodhana y sus hermanos, cuando aún eran poco más que niños, atentaron repetidamente contra las vidas de los Pandavas. Quiero que penséis en esto, cada uno de vosotros, y que lo discutáis entre todos. Los Pandavas tienen amigos que los apoyarán, que lucharán por ellos, que les darán sus vidas, si hace falta.”
Mi corazón exultó. Perdí el sentido del discurso de Krishna, pero no su música.

No nos había costado acostumbrarnos otra vez a sentarnos en tronos, a tener sirvientes de pie detrás de nosotros con espantamoscas, a las sombrillas de seda desplegadas sobre nosotros cada vez que salíamos del palacio, a comer bocados escogidos en platos de oro, pero esto... esto... era lo que yo había ansiado, esto era lo que daría sosiego a nuestros corazones. Ayer habíamos visto a Draupadi, Reina de reinas, otra vez. Hoy nos sentábamos en consejo entre amigos poderosos que habían venido no sólo a disfrutar y festejar, sino a prestarnos su fuerza. No habíamos sido olvidados. Éste era el sabor del retorno. Krishna portaba la gema Kaustubha y brillaba él mismo como el sol. Incluso entonces pensé que su luz era de otro mundo. Al contar ahora esta historia, no sé cómo no vi toda la verdad aquel día. No estaba preparado, desde luego, ni siquiera después de la partida de dados y los trece años de exilio. El Gran Patriarca lo había dicho ya de muchos modos en el Rajasuya, pero todas sus palabras habían sido como gotas de agua deslizándose por las plumas de un cisne. “Sin embargo, sugiero que un embajador capaz trate de impedir la guerra persuadiendo con tacto a Duryodhana para que le devuelva la mitad del reino a Yudhisthira.” Krishna se sentó entre murmullos de aprobación.

Se levantó entonces Balarama, bello e imponente en sus ropas de seda azul. “Los valientes Pandavas están dispuestos a permitir generosamente que Duryodhana se quede con la mitad del reino y los hijos de Dhritarashtra, así, deberían quedar contentos y agradecidos de que la disputa termine. Si ambas partes se pacifican, será para el bien de todos los hombres.” Durante la pausa que siguió, admiré a Balarama y me di cuenta de que nunca había comprendido el sentimiento tan hondo que, a pesar de su amistad con Duryodhana, tenía por nosotros. También él sugirió que se enviase un embajador. “Con todos los dignatarios presentes, que hable con tacto y humildad, pues será esto lo que mejor sirva a los intereses de Yudhisthira. Cuando Yudhisthira era rey, fue tan insensato como para jugarse su reino.” Habríamos de bebernos la amargura hasta las mismas heces de esta copa. “Yudhisthira, aunque mal jugador y en contra de los consejos de los suyos, desafío a Sakuni, reconocido experto.” Aún no sé si lo que oí fue un murmullo de
protesta o un suspiro profundo o mi propia sangre batiendo como las olas contra la orilla. Balarama alzó la voz. “De todos los hombres, escogió a Sakuni como oponente. Había miles de jugadores, pero él insistió tenazmente en jugar con Sakuni, que no puede ser culpado por ello; así, que nuestro embajador no ahorre humildad, pues es lo que corresponde en este caso dadas las circunstancias de la pérdida.” Teñía un arrebol la blonda piel de Balarama. Mi mente y mis miembros quedaron entumecidos.
“Tenemos motivos para ser humildes y ello puede reportarnos una duradera...”
“Tu corazón habla por tu boca.” Satyaki se había puesto en pie de un salto y señalaba con el dedo el pecho de Balarama. Le vibraba de desprecio la voz. “Hay hombres bravos y los hay cobardes. No te condeno tanto a ti, Balarama, que estás probablemente borracho, como a aquellos que soportan tus palabras... tú, que sin avergonzarte te atreves a arrojar la mínima mácula sobre la virtud de Yudhisthira. Fue él el desafiado. Yudhisthira estaba obligado a aceptar el reto por el código kshatriya y lo ganaron con trampas. Después de todo lo que ha sufrido, ¿le pides que se humille? Duryodhana dice que los Pandavas fueron reconocidos en su último año, pero eso es de acuerdo con sus tramposos cálculos. El Gran Patriarca y Dronacharya le han pedido que devuelva su reino a los Pandavas. Yo no suplicaré. Serán mis flechas las que lo obliguen a suplicar a los pies de Yudhisthira y, si éste no le perdona, lo mandaré al viaje desconocido. ¿Quién contendrá a Arjuna y Krishna, a Bhima y los gemelos, y a mí mismo y Dhrishtadyumna y sus hermanos? ¿Quién a los hijos de Draupadi, que rivalizan con sus padres en valor, y a los hijos de Subhadra y de Krishna?” Clamó la obligación de los héroes: “Pradyumna, Sambha y Gada, hermano de Krishna. Mendigar bajo las circunstancias presentes es infame.” Respiramos otra vez.
“Sí”. Era Drupada quien hablaba. “Duryodhana nunca devolverá pacíficamente el reino y su enamorado padre no lo obligará. Bhishma y Drona los apoyarán de pura imbecilidad; Karna y Sakuni, desde luego, por arrogancia y envidia. Pero las palabras de Balarama no deben ser ignoradas. Nuestro embajador debe buscar una solución pacífica.”

Era la primera vez que veía usar diplomacia a nuestro suegro y debió de resultarle extraño incluso a él mismo porque al instante casi gritó: “¿Dirigirnos a Duryodhana con mansedumbre? Nunca. Es un hombre cruel y no tiene respeto por las palabras mansas. No se puede ser manso con un asno. Duryodhana confundirá la mansedumbre con la estupidez. Se considerará victorioso. Yo digo que convoquemos a todos los reyes justos. Avisemos a nuestros amigos. Mandemos mensajeros a Salya y a Dhristaketu de los Chedis, a Jayatsena y al príncipe de los Kekayas. No olvidéis que Duryodhana les mandará aviso también y debemos ser los primeros en asegurarnos el apoyo. Salya, que es tío de los mellizos por parte de madre, estará sin duda con nosotros, así como los reyes que dependen de él, pero prevengámosle de inmediato. Tenemos que enviar heraldos al bravo Bhagadatta en la costa oriental y al Rey de los Malas, a Rochamana y al Señor de los Chedis, al Rey de los Sakas y de los Pahlavas, a Dantavaktra y Rukmini, a Ekalavya y sus hijos y a los reyes de las tribus Kamboja. Enviemos heraldos a la costa occidental y a los gobernantes del país de los cinco ríos y a los de las regiones montañosas, a Paundra, al galante hijo de Salwa y al Rey de los Kalingas.” a medida que su voz se elevaba y aceleraba, los murmurios de aprobación se convertían en potentes aclamaciones. Drupada esperó y, luego, alzó sonriente el brazo para pedir silencio. “Yudhisthira, tú conoces a mi sacerdote, un hombre instruido y leal, un hombre de paz afín a tu propio corazón: mandémoslo a él. Dile las palabras que deben ser transmitidas a Duryodhana y en qué términos quieres que se dirija al Gran Patriarca y a tus acharyas.”
“Sabias son estas palabras. Nuestro primer deber es adoptar un procedimiento político. Somos primos tanto de los Kauravas como de los Pandavas y nuestras obligaciones son las mismas con unos y con otros. Hemos venido invitados a un matrimonio. Volvamos a casa. Envía a tu mensajero, Drupada. Si Duryodhana rechaza la paz, convocadnos para la guerra”, dijo Krishna.
No esperamos que retornase el enviado de Drupada para mandar mensajeros a las costas oriental y occidental, a las montañas y al país de los cinco ríos, pero aguardamos los ejércitos con corazones firmes. La Cámara del Consejo es una cosa; las vicisitudes de la vida, la guerra y el código kshatriya son otra muy distinta, tal como tío Salya nos demostraría pronto. Virata avisó a sus parientes y amigos, y así hizo Drupada y también nosotros.
La tierra vibraba con los ejércitos en movimiento mientras el brahmín de Drupada negociaba aún la paz en Hastinapura. Nuestros aliados empezaron a fluir hacia el reino de Matsya desde todas partes con informes de las fuerzas enemigas, avistadas en el camino, que acudían a Hastinapura en apoyo de Duryodhana.
¿Dónde estaba Salya? Recibimos un mensaje suyo diciendo que venía con todos sus hijos y un vasto cuerpo de ejército, y que su campamento ocuparía un espacio de más de una yojana. Pero cuando tío Salya llegó, lo acompañaban sólo dos de sus hijos y unos pocos ayudantes y, aunque nos abrazó amorosamente, parecía intimidado. Aceptó el baño de pies y las ofrendas tradicionales en silencio. Después de los cumplidos que nos rindió por nuestra virtud y no haber traicionado nuestros votos, después de varios y profundos suspiros, nos espetó que estaba obligado a apoyar a Duryodhana.
¿Apoyar a Duryodhana?
Hombres de Duryodhana que se hacían pasar por enviados nuestros lo habían interceptado en el camino y lo habían alojado y servido generosamente en magníficos pabellones que él creyera nuestros. Todo su ejército había sido recibido espléndidamente y el mismo Salya, servido como un dios. Tras una cena exquisita, suavizado por el vino, las bailarinas y otros placeres, Salya proclamó que recompensaría a los responsables de aquel recibimiento tan considerado como nunca se había hecho antes.
Podíamos imaginárnoslo sentado en un trono y sintiéndose como Indra en el cielo, cuando de pronto asomó Duryodhana y le dijo: “Oh auspicioso, cumple pues tu propia palabra.” Duryodhana no le pidió sino que fuese el líder de la totalidad del ejército, lo que suponía,
desde luego, que habíamos perdido una akshauhini entera. La que había ganado Duryodhana. Como tío nuestro, Salya estaba triste y se sentía culpable; como soldado, no dejaba de afectarle aquel halago. Para ser justo con él, debe decirse que su palabra de kshatriya lo obligaba; pero sólo Yudhisthira se permitió serlo y, cortésmente, le aseguró que no podía haber actuado de otro modo. Después, se lo llevó aparte y, por el modo ansioso en que frunció su larga nariz, supe exactamente lo que iba a pedir a tío Salya. Si no hubiera sabido lo que le costaba a mi hermano caminar tan peligrosamente cerca del límite de su dharma, habría sentido mi orgullo herido: del miedo desproporcionado que le inspiraba Karna provino la petición de que Salya, como auriga de Karna, destruyese su confianza para el duelo final conmigo. Nunca pude aceptar esto de Yudhisthira. Quería gritarle que pidiera a Duryodhana intercambiar a Karna por mí, pero no era momento para estos estallidos y me mordí la lengua.
A tío Salya lo alivió hallar un modo de ayudarnos. Como a la mayoría de la gente le gustaba poco Karna y su arrogancia, y no podía haber olvidado las indignidades a las que sus sobrinos fueron expuestos, como tampoco las ofensas a Draupadi.

Yo mismo no oí toda su historia porque tuve que apresurarme a Dwaraka para obtener la promesa formal del apoyo de Krishna. Si Duryodhana, que como primo tenía iguales derechos sobre él, se lo pedía primero, colocaría a Krishna en una posición imposible. Uncí mis caballos más rápidos. Cuando me aproximaba a la puerta Raivataka, el recuerdo del cabello de Subhadra fluyendo al viento fue substituido abruptamente por la realidad de las banderas de un pequeño grupo de jinetes precipitados sobre el puente.

Era la partida de Duryodhana. Sin ceremonias Duryodhana y yo corrimos hacia los aposentos de Krishna dejando atrás servidores que nos dedicaban sus reverencias y dedos que nos señalaban el camino. Alcanzamos la puerta al mismo tiempo y Duryodhana me apartó con el codo para entrar el primero. Sentí que se me desgarraba el corazón pero, al ver a Krishna durmiendo sobre sábanas níveas, penetró en mí un inmenso silencio, semejante al de las montañas cuando, hallándome en busca de las armas celestiales, escuchara la nieve caer. Estaba con Krishna: todo iría bien. Como siempre, aunque hubiese una akshauhini alrededor de nosotros, yo estaba solo con Krishna.

Duryodhana se sentó a la cabecera del lecho, pero yo permanecí a sus pies para ver a Krishna mejor. No sé cuánto tiempo estuve allí observándolo, pero sí recuerdo que no pensaba en akshauhinis cuando Krishna abrió los ojos. Duryodhana rompió el silencio.

“Tanto Arjuna como yo somos amigos y primos tuyos, Krishna, pero no es necesario que te recuerde a ti, que eres la encarnación de la virtud, que, puesto que yo he entrado primero en el dormitorio, estás obligado a ayudarme. Donde está Krishna está el Dharma, como todo el mundo dice, y yo sé que seguirás las normas de conducta, tú, que eres el alma de la cortesía y la integridad.”

Yo no podría haber hablado ni aunque hubiera querido hacerlo. Krishna posó la mano en la rodilla de Duryodhana y pareció reflexionar.

“Sí, cierto, primo, eso te da a ti algún derecho, pero... déjame ver. Al abrir los ojos, miré y vi a Arjuna al pie de mi cama. Parece como si debiera daros mi ayuda a los dos, pero la costumbre permite elegir primero al más joven. Por eso, Arjuna”, dijo Krishna dedicándome una sonrisa perezosa, “te corresponde a ti hacer una difícil elección: yo he decidido no luchar pero, como sabes, tengo cien mil guerreros. Son los invencibles Narayanas. Puedes elegir este ejército de mis seguidores, que combatirán ferozmente o... a mí mismo, que no portaré armas. Venga, Arjuna, decide.”

Con lágrimas en los ojos y mis palabras atropellándose, le dije que lo prefería a él. Retorné así con Krishna y un corazón triunfante a Yudhisthira.

Duryodhana, más que complacido con su ejército de Narayanas, acudió a Balarama, pero éste, a pesar de todo el amor que tenía por su amigo, no militaría contra Krishna. Decidió no luchar. Había hablado por su amigo en el consejo tras el matrimonio de Abhimanyu desafiando a Krishna, pero no iría más lejos. Su lealtad y amor por Krishna dominaban su vida por completo. No lucharía.

Satyaki vino a nosotros con un ejército compuesto de infantería, caballería, carros de combate y elefantes. Desde la distancia avanzaban como nubes con centelleos que eran como relámpagos y, cuando acudimos a recibirlo, toda su akshauhini, fue absorbida por nuestros ejércitos como un arroyo que entra en el mar. Los hombres se abrazaron.

Satyaki había reclutado soldados de todos los rincones y sus armas eran diversas. Tenían algunos espléndidas hachas de combate con mangos embutidos de oro; otros, espadas de acero y dagas adornadas; había lazos ingeniosos que nunca antes habíamos visto y flechas del mejor temple.
El siguiente en llegar fue Dhristaketu, hijo de Sisupala, con su akshauhini y, después, Sahadeva, Rey de Magadha, que recordaba la compasión de Krishna a la muerte de su padre. Pandya llegó de la costa con varias tropas reunidas para nosotros. Su ejército estaba bien equipado y disciplinado. Drupada arribó orgulloso a la cabeza de sus ejércitos. Desde todas las direcciones siguieron llegando huestes hasta que tuvimos siete akshauhinis erizadas de armas y estandartes.

Bhagadatta y Bhurisravas y Kritavarman y Jayadratha, del país de los Sindhus al sudoeste de Gandhara, y Sudakshina, Rey de Kamboja, con los Yavanas y los Sakas, y el Rey Nila y los hermanos Avanti, se habían unido a Duryodhana. Si tío Salya hubiese formado en nuestro bando en lugar de en el de Duryodhana, los números habrían sido ocho contra diez akshauhinis y no siete contra once. Cuando el sacerdote de Drupada retornó con el informe de que el ejército de Sudakshina era incontable como una nube de langostas y que no había espacio en la ciudad de Hastinapura ni siquiera para los principales jefes de las tropas de Duryodhana, y que todo el país de los cinco ríos y el Kurujangala y la tierra salvaje de Rohitaka y las orillas del Ganges y del Varana y Vatadhana  y las laderas montañosas al borde del Yamuna estaban cubiertas por las huestes enemigas, permanecí inmutable. Nosotros teníamos a Krishna.

La embajada de Sanjaya fue de paz. El pobre Sanjaya tuvo que recitar toda suerte de tonterías acerca de nuestra virtud, la villanía de Duryodhana y la malicia de Karna. Viniendo del anciano rey nuestro tío, que no había hecho otra cosa que alimentar semejante villanía, en otras circunstancias nos habría hecho sonreír. Tras haber cumplido superficialmente con las cortesías, Yudhisthira expresó la esperanza de que aquellos que amábamos -el Gran Patriarca, los acharyas, tío Vidura, el bello y poderoso Ashwatthama, Yuyutsu, el hijo menor del tío Dhritarashtra- estuvieran bien, y todo ello guió a la substancia de lo que quería decir.
“Estoy seguro de que el rey continúa con las asignaciones a los brahmines y quisiera estarlo también, Sanjaya, de que Duryodhana no se ha hecho con los regalos que yo otorgué a los brahmines.”
No comprendimos, al principio, dónde conducía esta exposición. Su discurso estaba lleno de frases formales que empezaban con ‘espero que...’. Éste era un nuevo Yudhisthira.

“Espero que Duryodhana provea a los funcionarios estatales de lo conveniente. Espero que éstos no piensen mal de nosotros. Espero que nos recuerden con amabilidad. ¿Recuerdan a Arjuna, cuyas flechas vuelan precisas? ¿Recuerdan a Bhima? ¿Recuerdan a Sahadeva y su conquista de los Kalingas? ¿Y a Nakula, que conquistó para mí la región occidental? ¿Recuerdan aquel divertido encuentro, cuando vinieron al bosque simulando tener que marcar el ganado y tuvieron que huir con la cola entre las piernas? Harían bien en recordarlo, Sanjaya, porque no hemos podido convencer a Duryodhana de la paz.”
“Lo recuerdan. Lo recuerdan. Ya sabes que Dhritarashtra no aprueba las injurias de que fuiste objeto. Saben que Yudhisthira quiere la paz. Dhritarashtra quiere la paz. Escucha su mensaje, Yudhisthira. Dhritarashtra quiere la paz y me ordena suplicarte que no cometas un acto que mancillaría la alta reputación de tu virtud pues, como bien sabes, la guerra supondría en este momento una carnicería universal. Sería amoral y conduciría al infierno. Benditos aquellos que sirven a la causa de sus parientes. ¿Qué podría ofrecerte la vida si destruyeses a todos tus familiares? ¿Cómo pueden los hijos de Kunti, esos paradigmas de virtud, comportarse como bribones? Para el éxito de mi misión me postro ante Krishna y Drupada. Tú, Krishna, eres mi refugio. El deseo de mi anciano rey y de vuestro Patriarca, Yudhisthira, es que haya paz entre vosotros y los Kurus.” Acabó el discurso y ayudamos a Sanjaya a ponerse en pie.
“¿Qué hombre iría a la guerra innecesariamente, Sanjaya? Aquel que arroja una antorcha ardiendo a la densa maleza del bosque en el estío se arrepentirá cuando busque un camino de escape. ¿Qué es lo que lamenta el anciano rey, nuestro tío venerable? Sanjaya, mi primo Duryodhana es vil y no dice más que vilezas para todo el que quiere oír, pero su padre está lleno de astucia. Es peor que Duryodhana; es peor, incluso, que Sakuni.”

La asamblea lo vitoreó entonces, ya fuera por el juicio que acababa de emitir sobre Dhritarashtra, ya porque no habían visto nunca a Yudhisthira así.

Éste continuó: “Sugerir que yo quiero la guerra y tío Dhritarashtra la paz es digno de la mente de Sakuni. ¿Cree mi tío verdaderamente que porque Yudhisthira sigue el camino de la virtud es un imbécil? Parece que sí. Es como un niño que ha hurtado un juguete sin darse cuenta de que su legítimo dueño lo reclamará. Dile que reclamo Indraprastha, mi reino. Si se me devuelve, no habrá guerra.”
Siguió un silencio. Todo el mundo estaba con Yudhisthira. De pronto, estalló en bramidos la aprobación de la asamblea. Nuestra sangre batió como el océano la orilla.
Pobre Sanjaya. Tuvo que gritar para hacerse oír sobre las aclamaciones. Aparentemente, previniendo la posibilidad de un discurso semejante, mi tío lo había instruido en algunas pías perogrulladas: “Recuerda la brevedad de la vida del hombre en la Tierra.”
Si hay algo peor que una pía perogrullada, es una pía perogrullada gritada a una audiencia desfavorable. La asamblea trató de sofocar sus risas, no por respeto a mi tío, sino por simpatía hacia Sanjaya.
“La vida está llena de sufrimiento y pecado. La vida es impermanente. La fama es impermanente. Los que buscan la inmortalidad deberían extinguir el deseo.”

Hubo risitas a lo largo de su discurso y Sanjaya logró recitarlo de un tirón con la expresión justa para no dar lugar a un insulto directo hacia mi tío. Sus espías debían de estar en la asamblea. “Yudhisthira, has estado frecuentando a los que renuncian al mundo: ¿es que no te han enseñado nada? Los deseos conducen a la mala acción. Tus años de virtud se derrocharán, si insistes en la guerra, que es pecado.” No había hilaridad ahora, ni tampoco con el siguiente ejemplo de sofística, que provocó gruñidos.
“Si considerabas la partida de dados una injusticia, deberías haber luchado hace trece años. Krishna, Balarama y tus hermanos estaban ansiosos de hacerlo entonces. ¿Por qué exaltarte pasados trece años? ¿Por qué nos indujiste a la seguridad, si era ésta falsa? El hombre sabio se traga su ira para el bien de todos como una medicina amarga y la sociedad es purgada. Retorna al bosque y acaba allí la vida para salvar el mundo de la destrucción o vete con tu amigo y aliado, Krishna de los Vrishnis.” Bhima se había levantado en más de una ocasión para recorrer la sala como una pantera. Aun la serenidad de Sahadeva se tambaleaba. Sacudía la cabeza con impaciencia y fruncía el ceño como para sí mismo.
Yudhisthira fue glacial. “La opinión es el privilegio de nuestros mayores. Mi ira no debe golpearte a ti, Sanjaya, un leal mensajero a quien siempre hemos amado. Mi tío me recuerda el Dharma. Mi Dharma es Krishna, que me urge a luchar.”

Una vez salieron las palabras de su boca sentí caer un peso de mi espíritu. Quizás esto era lo que habíamos debido decir hacía trece años. Quizás... quizás... Somos lo que somos y lo que los dioses y los samskaras han hecho de nosotros. Quizás era inevitable que vagásemos todos aquellos años de un bosque a otro esperando el monzón, esperando la primavera, escuchando las palabras desesperadas de Draupadi y viendo a Bhima enflaquecer, sin expresión, lanzando piedras a través de la superficie del agua. Se habían acabado los ‘quizás’. La decisión era ahora de Krishna.

“Sanjaya”, dijo Krishna al fin. “La homilía de tu rey sobre el Dharma es impertinente y ridícula. Tu señor es un ladrón. Dile que, si devuelve Indraprastha a Yudhisthira, cancelaremos todos nuestros planes para la guerra. El mensaje que debes llevar es que el insulto a Draupadi significa la muerte para todos los que lo contemplaron. Karna ha de saber que lo que le dijo a la reina está indeleblemente grabado en la memoria de Arjuna. En cuanto a Duhsasana, dile que Bhima derramará su sangre. Dile a Duryodhana que su muslo bien formado está con Bhima día y noche.”
Krishna dijo entonces algo que nos dejó a todos silenciosos.
“El árbol que crece en Hastinapura está podrido y es funesto y su raíz se llama Dhritarashtra. Y aquí el árbol se llama Yudhisthira, y tiene a Arjuna por tronco, a Bhima por ramas, y a Sahadeva y Nakula por flores y semillas. La raíz soy yo. ¿Cuál de los dos crees que resistirá la prueba de la guerra? Yo mismo asumiré la responsabilidad de la paz, si Indraprastha se devuelve a Yudhisthira.”
Pobre Sanjaya. No era precisamente un don portar un mensaje nuestro a Dhritarashtra y lo sabíamos. Los ojos de Sanjaya tenían un aspecto miserable y el bigote le sudaba, pero su virtud estaba por encima de la indignidad de su posición y Yudhisthira lo consoló.
“Sanjaya, conocemos tu corazón. La copa de oro, aun llena de veneno, sigue siendo de oro.” Yudhisthira acabó con las formalidades que constituían su segunda naturaleza y pidió a Sanjaya que llevara sus saludos a cada uno individualmente en Hastinapura.

Fue demasiado para mí. Me sentí como poseído y salté gritando: “Dile al asno del hijo de Dhritarashtra ante todos los Kurus y el bocazas de Karna, que pronto estará muerto; que, si no devuelve el reino a Yudhisthira, lo tomaremos por la fuerza. Si el asno de Duryodhana quiere la guerra, nuestros propósitos estarán cumplidos, así que no propongas la paz. Bhima destruirá a los hijos de Dhritarashtra como al ganado un león. Cuando Duryodhana vea a sus hombres con las espaldas vueltas hacia el campo de batalla, conocerá el sabor de la hiel. Cuando vea dispersas sus tropas y sus jefes muertos, conocerá el sabor de la hiel. Cuando Nakula mutile a los guerreros de sus carros, conocerá el sabor de la hiel. Cuando el modesto y leal Sahadeva avance en su carro silente contra Sakuni, conocerá el sabor de la hiel. Cuando mi hijo Abhimanyu caiga como la muerte sobre sus filas, conocerá el sabor de la hiel. Cuando Virata y Drupada con sus divisiones aplasten las fuerzas hostiles, conocerá el sabor de la hiel. Cuando Sikhandin ataque a Bhishma, conocerá el sabor de la hiel. Cuando tense mi Gandiva, verá volar sus tropas en todas las direcciones. Verá caer muertos a sus hermanos alrededor de él y me verá llegar como la misma Muerte con las fauces bien abiertas. El Gandiva vibra, dispuesto para el enemigo. Mis flechas se alzan en mis aljabas ansiando volar. Mi cimitarra se rebela en su vaina como una serpiente al querer desprenderse de su piel y voces descorporizadas chillan y gimen desde el mástil de mi bandera provocándome: ‘¿Cuándo uncirás tus corceles?’ Lanzaré la Pasupata y todas las armas de Indra. Cubiertos quedarán los campos de huesos y calaveras y cabelleras, como obra a medio hacer del Creador. Mataré a Duryodhana y a todos los suyos pues, si el ladrón de nuestro reino es maligno y la virtud de nuestros actos ha de reportarnos fruto, Duryodhana no puede vencer. También Karna será destruido.”

Mi rabia se agotó. Miré alrededor como si despertase y dije, con mi propia voz: “Así que haced lo que tengáis que hacer. Disfrutad las cosas dulces de la vida, disfrutad vuestras mujeres, disfrutad el vino, disfrutad la caza y el alzarse nuevamente del sol, porque aquellos que conocen el zodiaco están ya prediciendo la victoria última de los Pandavas. Tras la brutal destrucción reposaré.”
Después de mi clamor hubo un largo silencio. Cuando Yudhisthira habló, su voz era tenue.

“Quiero la paz, Sanjaya. Porta fielmente nuestro ofrecimiento de paz pero, si no logras
salvar para nosotros la mitad del reino, dile a Duryodhana que no pediré más de cinco ciudades. Elegimos esos lugares donde se cometieron injusticias contra nosotros: quiero Indraprastha, Vrikaprastha, Jayanta y Varanavata. Que Duryodhana elija la última, pero éstas he de tenerlas. He de tenerlas. Que haya paz. Que los hermanos retornen a los hermanos. No deseo la guerra, sino la paz. Pero estoy preparado para la guerra.”

Esperamos la respuesta preparándonos para la guerra, tendiendo la mano a la paz. Habíamos vivido tanto tiempo entre las dos que la paz y la guerra se habían convertido en inimaginables extremos. O bien el mundo sería barrido, o, como yo suponía, Yudhisthira se sentaría en el trono y nosotros, sus hermanos, marcharíamos hacia los cuatro puntos cardinales otra vez. Esa marcha de victoria, sin embargo, tendría lugar sobre un territorio yermo y desolado, cubierto de los huesos de nuestros parientes. Sería la Kali Yuga, la Edad de Hierro, y ¿cómo podríamos reconciliar los tiempos dorados de la Mayasabha y el Rajasuya y del nacimiento de nuestros hijos con el reinado del Adharma?

En este vacío, preparé mis músculos y ofrecí adoración al Gandiva. Cuando se me dieron las armas celestiales todos exultamos, pero ahora recé fervientemente para que, si alguna vez estaba tentado de emplearlas, la tierra se me pegase a los pies y una voz me detuviese. Karna y Ashwatthama tenían también armas celestiales. Si las desencadenábamos, dejarían desierta la tierra.

Yudhisthira hablaba con los sabios.

Sanjaya, embajador discreto, retornó exhausto a Hastinapura y se negó a ver a tío Dhritarashtra antes de haber tenido tiempo para dormir; pero Dhritarashtra no podía dormir, ni podía estar solo, tenía que hablar y tenía que oír que él no había cometido falta alguna. Tío Vidura le ofrecía el solaz y los discursos que ansiaba. ¿Podía darle también la sabiduría que salvaría el mundo? Dhritarashtra no carecía de toda percepción. Podía hablar muy bien cuando de hablar se trataba. Sabía muy bien contemplar la cueva de luz que hay en las tinieblas. ¿Cómo era posible que hubiera olvidado el alcance de su poder? Era, al fin y al cabo, la sal de Dhritarashtra la que habían comido los acharyas y Bhima. Le habrían ayudado a contener a Duryodhana por la fuerza, si se lo hubiera pedido.

Cuando el rey lo llamaba, tío Vidura iba siempre de inmediato a él sin importar lo que estuviera haciendo. Su dignidad no se veía afectada por ello. La base de su integridad era para él estar al servicio del rey sin dejar de ser él mismo. Ahora bien, toda la vida y la voluntad de tío Vidura estaban entregadas a salvar el Dharma.
Tío Dhritarashtra conocía el Dharma. Respondía a su nombre. Cuando los sabios cantaban los Vedas, nadie se conmovía tanto como el rey y lo mismo ocurría cuando hablaba su hermano. Me parecía a mí que oírlos sin ver los rostros de los brahmines y de sus consejeros y de sus hijos y todo el color y esplendor de la sabha debía de ser como escuchar mantras cantados en una mazmorra. Todo ello pasaba por mi mente mientras oía lo que tío Vidura decía en Hastinapura. La suya era una batalla tan larga y agotadora como la mayor de las mías y, no por honor, sino sólo por el Dharma, pues nada tenía él que ganar excepto la paz y en ello era igual a todos nosotros.

Vidura habló abiertamente a tío Dhritarashtra de la ceguera y ni siquiera el rey debió de estar seguro de si se refería a los ojos o a la claridad mental. Culpó a la ceguera de todo lo que había ocurrido y señaló el Adharma cometido por los Kauravas. Las consultas prosiguieron hasta la hora de los dioses. El rey, como siempre, se sintió solazado. Hizo preguntas. Expuso sus miedos y con ello se apaciguó. Mandó llamar a los músicos. Comió. Habló mucho de las locuras de su hijo, pero no emprendió ninguna acción contra él.

Nada podría haber hecho hablar a Sanjaya antes de estar preparado. La embajada que nos trajera lo había reducido a sus propios ojos y aún se resentía cuando fue llamado a la sabha. Esto es lo que Duryodhana hacía a la gente.

Dhritarashtra, más distraído que nunca, apenas recordaba lo que tanto ansiara oír decir a Sanjaya. Cuando tío Vidura lo condujo sobre el suelo dorado hisopado de agua de rosas, tenía el rostro de alguien llevado a no sabía qué. Sanjaya, exasperado, dejó que los reyes, los acharyas y el Gran Patriarca se sentasen y esperasen en sus tronos esplendorosos.

Tío Salya estaba presente, pues Duryodhana no quería perderlo de vista. Duryodhana, con Sakuni, Karna y sus hermanos, irrumpió en la cámara de modo irreverente, ostentosamente tarde y con expresión de que nada dicho por un mensajero llegado de Yudhisthira podía interesarle. Pero Sanjaya los superó llegando el último.

Cuando el ordenanza lo anunció, tío Dhritarashtra dijo conciliatoriamente: “Nuestro buen enviado ha regresado velozmente en su carruaje tirado por los mejores caballos de Sindhu. Ahora que ha descansado, oigamos lo que nos tiene que decir.”

Una vida entregada al servicio había otorgado a Sanjaya una buena posición en la corte. Su responsabilidad en lo que a formalidades se refería le permitió ofrecer nuestros saludos con el debido respeto pero, cuando el rey ciego le dijo: “En presencia de mi Duryodhana y estos reyes, dinos el mensaje que Arjuna te ha dado para nosotros”, Sanjaya se complació en repetir y embellecer mis promesas.

El Gran Patriarca, incapaz de aguantarse, desencadenó sobre la asamblea el desprecio que sentía por la debilidad de Dhritarashtra y la mala voluntad de sus hijos y de Karna. “Dhritarashtra”, tronó, “cuando te veo ahí sentado mientras tu hijo se codea con ese ponzoñoso sutaputra que nos conducirá a la guerra y a la destrucción, pienso que mi voto fue un derroche.” Bhishma cayó en un amargo silencio y Dronacharya pidió a Duryodhana la paz. Éste abatió mohíno la cabeza. Cuando tío Dhritarashtra azuzó a Sanjaya para que diese detalles de nuestras fuerzas de combate, éste se levantó y trató de hablar, pero cayó sin sentido. Pasaron horas antes de que pudiese hablar otra vez y, entonces, Dhritarashtra lo habría preferido mudo, porque no sólo habló hiperbólicamente de nuestros poderes, sino que reprendió a tío Dhritarashtra en la asamblea por permitir a Duryodhana salirse con la suya una y otra vez. Le recordó que él, Dhritarashtra, se había reído con placer cuando Sakuni ganó a los dados.

Así siguieron las cosas en la sabha con las incesantes incriminaciones de Duryodhana, sus aseveraciones de que podía aplastarnos y las vacilaciones de tío Dhritarashtra, durante las cuales se reprochaba a sí mismo el loco amor por su hijo o amonestaba a Duryodhana y a Karna mientras nos alababa a nosotros; por último, trató de convencer a su hijo de que no quería la guerra más que Bhishma o los acharyas o Sanjaya o Ashwatthama o Salya o Somadatta o Bhurisravas, sino que eran Karna y Sakuni quienes lo estaban empujando a ella. No era de extrañar que Sanjaya se hubiese desmayado.

Duryodhana se puso en pie de un salto y, en nuestra ausencia, nos desafió a la batalla. Lucharía contra nosotros, dijo, sin más ayuda que la de Karna, Sakuni y sus hermanos. Declaró que no nos daría más tierra que la que podía cubrir la punta de una aguja afilada.
A ello replicó su padre tembloroso de ira: “Yo abandono ahora mi hijo a su destino, pero sufro por vosotros, los reyes que seguiréis a este idiota a la morada de Yama.”

Duryodhana largó aun otro discurso jactancioso y, en medio de la réplica de su padre, Karna intervino para recordar a la asamblea que él conservaba aún el arma de Brahma que le otorgara su guru y que, aunque había sido condenado por una maldición a olvidar el sortilegio cuando le llegase su hora, ésta no había sonado todavía y prometía matar a todos los Pandavas y sus aliados antes de que lo hiciese.
“Dhritarashtra, que este anciano Patriarca y los acharyas y los reyes se queden cómodamente sentados junto a ti. El honor de matar a los hijos de Kunti será mío. Y lo haré por Duryodhana.”

Bhishma le respondió que hablaba con mente putrefacta, que el disco de Krishna podía reducir cualquier arma a cenizas y que la flecha de cabeza de serpiente que Karna adoraba con guirnaldas perecería con él porque Krishna me protegía.
“Sí”, dijo Karna, “Krishna protege a Arjuna. Has dicho lo que tenías que decir, Bhishma, y yo depongo mis armas. No lucharé en el campo de batalla mientras tú estés en él pero, cuando hayas partido al viaje desconocido, mostraré al mundo mi grandeza.”

Dejaba el Consejo a grandes pasos, cuando el Gran Patriarca, burlonamente, le preguntó: “¿Y cómo hará entonces el hijo del suta para guardar su promesa de matar al enemigo por millares?”
Rabioso y casi al borde de las lágrimas, Duryodhana preguntó con vehemencia si los Pandavas no eran de nacimiento terrenal como cualquier otro hombre, para que todo el mundo los considerase invencibles. Intervención ésta que sólo le ganó un largo discurso de tío Vidura sobre nuestra pureza y virtud.
Tío Dhritarashtra dijo por última vez: “Evitad la destrucción del mundo. Tended la mano a los Pandavas y compartid con ellos el reino.”

Una cosa era que tío Dhritarashtra declarase en público y en el ardor de la exasperación que había abandonado a su hijo y otra muy distinta era cambiar el hábito de toda una vida de querer darle el mundo entero. Después del consejo llamó a Sanjaya para una entrevista secreta. Pretendía que el ya exhausto Sanjaya le diese todos los detalles de lo que había presenciado al visitarnos: cuáles eran realmente nuestras fuerzas y nuestras posibilidades de perder. Sanjaya se negó a continuar el estéril discurso en secreto e insistió en la presencia de Gandhari y de Vyasa antes de seguir hablando. Llegó Vyasa y Sanjaya dijo: “Contar las akshauhinis de los Pandavas es inútil. Krishna, por el poder de su alma, es el mismo Señor del Tiempo, la rueda del universo; Krishna es el Señor de la Muerte y de todo el cosmos, aunque trabaja como un humilde obrero en el campo de trabajo que ha escogido. El poder de su ilusión nos ciega y nos hace olvidar esta verdad. Ellos tienen a Krishna. Krishna es Dharma. Donde Krishna está, reside el triunfo. Nada puede reducir a Krishna, así que no podemos vencer. No me preguntes, pues, por las posibilidades que tenemos de ganar.”

Tío Dhritarashtra llamó a Duryodhana y le dijo que buscase la protección de Krishna. Pero si el rey había titubeado, su hijo no lo haría. Aunque Krishna fuera a aniquilar la humanidad, dijo, él no se le sometería.

Nosotros habíamos pagado nuestra deuda de juego. Se nos negaba el reino. Y ello significaba la guerra.
Yudhisthira dijo: “Krishna, cuando los intentos de reconciliación fracasan no queda más recurso que la guerra. Hay que agotar entonces todos los procedimientos de la diplomacia y desplegar toda nuestra destreza, de un modo muy parecido al de dos perros que se disputan un pedazo de carne: primero mueven las colas, luego gruñen y se contestan con un ladrido, después se mueven uno alrededor del otro enseñando los dientes, finalmente pelean y el perro más fuerte se come la carne. Krishna, ¿cómo reconciliar Dharma y virtud? En este punto, ¿qué es la verdad?”

Creí que Krishna respondería, como lo hacía tan a menudo: “Guerra.” En lugar de ello y viendo tan angustiado a Yudhisthira, se ofreció para ir a Hastinapura y negociar una solución pacífica que no significase sacrificar nuestro reino. A ninguno de nosotros nos gustaba que se expusiera a la grosería e impiedad de Duryodhana pero él, a quien le importaba tan poco lo que los demás pensaran de su persona, insistió en que esta embajada nos absolvería de toda culpa posible y que, en cualquier caso, no corría peligro.
Bhima practicaba con su maza todo el día. Los augurios apuntaban a la guerra. Aves y bestias chirriaban y aullaban al crepúsculo. Si Krishna consideraba necesario mantener intacta la reputación de nuestra virtud, teníamos que dejarlo ir. Sería la última embajada. Cuanto más nos acercábamos a la guerra, que tanto ansiáramos en el pasado, más la odiábamos y más aterradora nos resultaba la profecía de Krishna sobre el inmenso baño de sangre que aquélla supondría. Si alguien podía lograr una paz no deshonrosa, era Krishna.
A la entrada del palacio, Bhima se arrodilló a los pies de Krishna y le aferró los tobillos. “Habla con delicadeza, Krishna”, le dijo. “Duryodhana es arrogante y rápido para la ira, lo que obra en su contra. Que haya paz con los Kurus.” En el momento en que nos reunimos alrededor del carro de Krishna para darle nuestros últimos mensajes, todos insistimos en la paz, pero Sahadeva saltó al carruaje y dijo: “Provoca la guerra, Krishna. Provoca la guerra. Aunque los Kurus quieran la paz, yo quiero la guerra porque no olvido la ofensa a Draupadi. Y si Yudhisthira y Bhima y Arjuna se aferran a su virtud, yo no lo hago y digo: guerra.”
Satyaki acarició los caballos con manos suaves, pero sus palabras fueron: “Krishna, ¿no recuerdas tu ira en el bosque, cuando vimos a nuestros primos vestidos de harapos y pieles de ciervo? ¿No recuerdas tu promesa a Draupadi? Sólo la muerte de Duryodhana apaciguará mis sentimientos, nada más.”
Draupadi lloró. Aún sentía la mano de Duhsasana en su cabello.
¿Y yo? Las palabras de Sahadeva y Satyaki me aceleraron la sangre pero, si era posible una paz con honor, yo quería la paz.
Y ésta fue la promesa final de Krishna a Draupadi: “Si a través de mí, vuestro embajador, os rinden honor a los Pandavas y os otorgan lo que exigimos, escaparán a la destrucción. De otro modo, serán aniquilados. La raza kshatriya será aniquilada.”
Krishna partió con Satyaki. Apenas hubo desaparecido de la vista, cuando la lluvia empezó a caer de un cielo claro y el trueno retumbó incesante como atabales. Sahadeva dijo que estos presagios significaban la muerte de los Kurus, pero no mencionó cuántos de nuestro bando caerían con ellos.
Tío Dhritarashtra, al oír que Krishna se aproximaba a su capital como embajador nuestro, sugirió  rápidamente  a  Duryodhana  que  preparase  los  pabellones  más  suntuosos  para  el entretenimiento de Krishna y su cortejo. Él mismo seleccionó los tronos pasando la mano sobre sus superficies incrustadas de joyas. Nos llegaron informes de tío Vidura sobre los patéticos planes de Dhritarashtra para sobornar a Krishna con regalos como nunca había ofrecido a nadie antes, con una gema de luz extraordinaria y serena que brillaba de noche y con grandes mansiones y elefantes y carruajes de oro tirados por corceles de Vahlika.

Tío Vidura fue implacable: “Todo lo que se necesita, Dhritarashtra, son cinco ciudades para los Pandavas, cosa que sería más barata y más simple. ¿De verdad crees que con riquezas, adulación y honores puedes ganarte a Krishna y apartarlo de Arjuna? Muy equivocado tendría que estar yo para que Krishna aceptase nada de ti aparte de las cortesías usuales, es decir, tus preguntas sobre su propio bienestar y el de los que le son queridos. Y quizás, de pura compasión, no rechace un vaso de agua y el baño de pies.”

Duryodhana replicó que no tenía intención ninguna de compartir con nosotros su prosperidad; planeaba tomar a Krishna prisionero y pensaba incluso pedirle al Gran Patriarca que le aconsejara cómo hacerlo. Puedo oír el estupefacto silencio que debió de producirse entonces y ver a tío Dhritarashtra moviendo los ojos de un lado a otro muerto de angustia. Bhishma salió de allí. Tío Dhritarashtra protestó diciendo que los Kauravas no tenían disputa con Krishna y que éste era sólo un embajador.

El Gran Patriarca, nuestros acharyas, Ashwatthama, todos los hijos de Dhritarashtra menos Duryodhana y gentes a millares acudieron a recibir a Krishna. Rodeado por todos ellos entró en la ciudad, adornada con guirnaldas de flores y joyas. La muchedumbre era tan densa que Krishna y su cortejo avanzaban lentamente bajo aquellos balcones tan cargados de damas nobles, asomadas para arrojarles flores, que parecía que las mansiones acabarían por desmoronarse. La multitud había venido de toda Bharatavarsha y las casas estaban llenas, no sólo de devotos, sino de ministros y de espías que enviaban informes sobre el destino del país.
Cuando Krishna entró en la cámara de tío Dhritarashtra, el anciano rey y todo su séquito se levantaron. Bhishma, Ashwatthama, los acharyas, Somadatta y Vahlika permanecieron de pie. Krishna observó todos los ritos y adoró a los reyes por orden de edad. Luego, el sacerdote de tío Dhritarashtra ofreció a Krishna la vaca, miel, cuajada y agua tradicionales. Acabada toda formalidad, Krishna empezó a reír y a bromear con los Kurus aportando luz a lo siniestro de la situación como sólo él sabía hacerlo. Mensajeros sobre caballos de Sindh nos trajeron las noticias como, en realidad, las llevaron a todos los reinos. Después, Krishna rechazó la hospitalidad de tío Dhritarashtra. Fue a casa de tío Vidura, donde nuestra madre esperaba noticias nuestras.

Como embajador, Krishna aún tenía que presentar sus respetos a Duryodhana. Nosotros, en Upaplavya, la capital de Virata, estábamos arrepentidos. Yo no me atrevía a mirar a Yudhisthira a los ojos para que no percibiese mis miedos. Krishna no era tío Salya para que lo engañasen y sedujesen a cambiar de bando. Pero la partida de dados era un ejemplo imperecedero de las traiciones dementes de las que Duryodhana era capaz y ahora había más, mucho más en juego. Algunos decían que Duryodhana había madurado y se había vuelto razonable durante nuestro exilio. Sin embargo, yo no podía creer que pudiese prevalecer la razón cuando de Bhima o de cualquiera de los hermanos Pandava se trataba; además, estaba el perro de su hermano Duhsasana para espolearlo, por no decir nada de Karna. Krishna debió de haber leído en nuestros corazones. Envió un segundo mensajero de inmediato tras las huellas del primero. Krishna se negó a comer en el palacio de Duryodhana alegando que los enviados debían aceptar alimentos sólo después del éxito de su misión. Había dicho a Duryodhana que su alma era una con los Pandavas y que no podía comer la sal de alguien que nos odiara. Era como si Krishna me hubiese puesto los brazos alrededor. Pero mis miedos por él no se desvanecieron.

Al día siguiente, Krishna entró en la corte del brazo de Satyaki y tío Vidura. Tan pronto como llegó a la sala, Ashwatthama, Bhishma y los acharyas se pusieron en pie; tío Dhritarashtra y todos los monarcas se levantaron también para rendirle honor. Casi me estalla el corazón de orgullo y amor cuando nos informaron de que, tras tomar asiento nuestro enviado, nadie era capaz de pronunciar una sola palabra y toda la asamblea permanecía con los ojos fijos en él. Krishna dijo que su misión era de paz, pero no habría de facilitarles las cosas a los Kauravas.

Nosotros apostamos hombres a lo largo del camino y ante las puertas de la ciudad para conducir los mensajeros directamente a nuestra presencia. Supimos que Satyaki y Krishna habían hablado con mi madre y tío Vidura casi hasta la alborada. El mensaje de mi madre fue que ella no quería la paz. Decían sus palabras que la muerte le impresionaría menos que la escena de Draupadi arrastrada a la asamblea. Draupadi lloró cuando oyó estas cosas, no con salvajes sollozos, ni tampoco con ojos enrojecidos y airados, sino quedamente; y yo contemplé fluir las lágrimas, tornarse sus ojos suaves y luminosos, y sentí una inmensa vergüenza porque, si todos nosotros habíamos rabiado y jurado venganza, era por los insultos a nuestra Reina. Sólo nuestra madre comprendía lo que era ser Draupadi arrastrada por el pelo en su periodo. Ella lo sabía, y Draupadi y Krishna sabían que debíamos haber matado a Duryodhana y Duhsasana. Yo entendí por fin que lo que Draupadi quería no era tanto la sangre de Duhsasana como la comprensión de nuestro deber. Todos sus sollozos y lamentos habían sido porque ni siquiera por un instante había comprendido aquello ninguno de nosotros. Nuestra madre lo había sabido y ahora, por un momento, lo comprendí yo también y mis lágrimas se insinuaron. Draupadi levantó la mirada.
Creía que había amado a Draupadi desde el primer momento en que, desde la tribuna de los brahmines, percibí la inteligencia en sus ojos soberbios y brillantes. Draupadi me había amado aun antes de colgarme la guirnalda alrededor del cuello. Pero fue en este instante, al encontrarse nuestros ojos mientras el mensajero transmitía las exhortaciones de mi madre a Yudhisthira, cuando supe que no era tanto sangre lo que ella quería como la comprensión de su corazón... esa comprensión que ahora mis lágrimas contenidas le ofrecían. Quedó apaciguada y también yo. Habían hecho falta trece años para entender cómo quería ser Draupadi amada y cómo quería amarla yo. Qué cosa tan extraña el matrimonio. Puedes yacer con tu esposa tan íntimamente como una espada en su funda de terciopelo, latiendo el corazón de amor, y no llegar a saber lo que el amor o el matrimonio son. Y un día, en el tiempo que se tarda en cruzar una mirada a través de una sala llena de docenas de personas, se consuma el matrimonio y algo queda sellado. El mensajero había terminado. Mi madre quería vernos golpear.

Supimos que tío Vidura le había dicho a Krishna que era una locura venir en semejante misión, que Duryodhana y Karna estaban ya decididos a no ceder ni un átomo de su reino. Era poco sabio por parte de Krishna tratar de negociar con gente tan pueril e implacable. El mensajero calló de puro agotamiento y se pidió a los sirvientes que le ofrecieran bebidas melares. Mi corazón aleteaba de ansiedad como un pájaro y Draupadi compartía aquella inquietud. Nos miramos uno a otro temerosos de que algo pudiera ocurrirle a Krishna. Los criados masajeaban los pies del mensajero.
Me senté al lado del hombre y le tomé la mano.
“¿Le dijo tío Vidura a Krishna Vásudeva que retornara a nosotros?”, inquirí gentilmente. El enviado abrió los ojos y asintió. Qué poder da el amor a un hombre. Lo sentí brotar de mí y, cuando el hombre volvió a hablar, fuerza le colmaba otra vez la voz.
“Krishna dijo: ‘Esta tierra aguarda la destrucción, Vidura. Constituye el Dharma más elevado librarla de esta trampa. Aun en el caso de que yo fracase, el esfuerzo debe continuar.’” Como siempre, me conmovía hasta la profundidad de mi ser oír hablar a Krishna de la Tierra como si le correspondiese a él protegerla. Todos nosotros, incluso Yudhisthira, reñíamos por cinco ciudades. Krishna, aun pensando en nosotros, tenía toda la Tierra en mente.

“¿Qué más?”

“Vidura y Satyaki me dijeron que cabalgara rápidamente. Esta mañana vuestro tío Vidura acompañaría a Krishna Vásudeva a la asamblea. Los Kurus lo aman, Arjuna. Mientras yo cabalgaba hacia aquí por la avenida principal, barrida hasta dejarla inmaculada, los músicos se alineaban a lo largo del camino y empezaban ya a tocar sus címbalos y sus vinas. Millares de personas lo esperaban allí para tener siquiera una vislumbre de él. Cuando Daruka lo porte en el carro junto a Satyaki y Vidura, el camino estará lleno de la multitud de los que quieren ofrecerle homenaje. Ningún daño le sobrevendrá.”

El siguiente mensajero fue traído al borde del desmayo y llorando por su caballo, que había caído muerto de agotamiento en el camino. Duryodhana, Sakuni, Karna y Duhsasana planeaban capturar a Krishna. Nada podría detenerlos. Lo asesinarían. ¿Cómo nos habíamos permitido perder de vista a Krishna? ¿Por qué no nos había mandado llamar tío Vidura en el mismo momento en que Krishna llegó? Habíamos enviado una embajada a una jauría de perros salvajes. Y era Krishna nuestro enviado.

Antes de que el rugido furioso de Bhima cesase, todos estábamos gritando órdenes y corriendo a por nuestras armas. En pocos instantes, marchábamos ya en nuestros carros, pero a las puertas de la ciudad vimos venir hacia nosotros el carruaje blanco y resplandeciente tirado por Saibya, Sugriva, Meghapushpa y Balahaka, los corceles braceros. Era Daruka quien manejaba las riendas. Por un instante, temí que trajese el cuerpo de Krishna, pero el estandarte del águila ondeaba en toda la altura del mástil y los gallardetes dorados fustigaban el viento y detrás de Daruka estaban Krishna y Satyaki. Me arrojé como un loco a su carro y le agarré los pies y hundí mi cabeza en ellos, llorando.
“¿Qué ha ocurrido? Nos llegó noticia de que querían matarte. ¿Qué pasó?”
Krishna sonrió y dijo: “¿Qué ha ocurrido, Satyaki?” Pero cuando Satyaki estaba a punto de hablar, Krishna le puso un dedo en los labios.

Durante todo un día, Duryodhana había convertido la asamblea en un manicomio. Aquí está la historia tal como Satyaki la contó.

Fueron Duryodhana y Sakuni los que acudieron para escoltar a Krishna y Satyaki, y las calles se habían colmado, en efecto, de entusiastas multitudes. El entusiasmo era, desde luego, por Krishna, cosa que no pasó desapercibida a su primo y que le hizo llegar a la asamblea en un estado de rabia y frustración apenas disimulado.

Ese día en la sabha, tal como nos lo relató Satyaki, causó una impresión tan honda en mi mente como el de la partida de dados. Esta vez era Krishna el insultado por Duryodhana, y de nuevo nuestros mayores demostraban su impotencia contra aquél, Sakuni, Karna y Duhsasana. Krishna se había salvado a sí mismo, por supuesto, pero esto no cambiaba el hecho de que, si no declarábamos la guerra, el mundo seguiría en las manos de unos dementes. Yo vi ahora lo que Krishna debía de haber sabido mucho tiempo atrás, cuando siendo un muchacho mató a su tío Kamsa. El mundo debía ser liberado de tiranos.

Cuando Krishna y sus seguidores cruzaron el umbral de la sabha, el aire reverberó con la música de los címbalos y caracolas. Krishna, dando la mano derecha a tío Vidura y a Satyaki la otra, caminó lentamente hacia Dhritarashtra. Kritavarman, pariente de Krishna, lo seguía a cierta distancia. Tío Dhritarashtra se levantó y Bhishma, Dronacharya y Ashwatthama lo esperaban ya de pie con las manos juntas. Todos los reyes se alzaron uniendo respetuosamente las manos. Todo el mundo miraba a Krishna con intensa expectación. Éste se sentó junto a tío Vidura en medio de la asamblea. A su izquierda se sentó Kritavarman. Krishna quedó absorto en reflexión. Durante largo rato nadie rompió el silencio. Al final, con dulce gravedad, se dirigió a tío Dhritarashtra.
“He venido porque aún creo que puede evitarse derramar la sangre de los Kauravas y los Pandavas. Tío Dhritarashtra, ya sabes todo lo que voy a decir y, no obstante, debo decirlo. Tu dinastía es antigua y noble y tuya es la responsabilidad de que tus hijos actúen ahora de un modo que contradice totalmente el Dharma. Si no se les frena, los Kauravas serán destruidos. Nuestro mundo será aniquilado. Todo depende de ti... de ti y de mí. Es a ti a quien corresponde razonar con tus hijos. Yo responderé por los Pandavas.”
Siguió un largo silencio.

“En la paz, los Pandavas son tus aliados. Piensa. Tú tienes ya al Gran Patriarca, a Dronacharya y Ashwatthama. Tienes a Karna, Vikarna, Somadatta y Vahlika. Si tuvieras también a los cinco Pandavas y a sus hijos, a Satyaki y Drupada y sus hijos, a Virata y sus hijos también, ¿quién se atrevería a oponerse a los Kauravas y Pandavas unidos? Tendríais toda la tierra en vuestras manos para siempre. El reino de Panchala estaría con vosotros. Nadie os superaría. Nadie sería vuestro igual. Nadie se atrevería a perturbar vuestra paz. Si la queréis, ahí está la paz, rodeados por vuestros hijos y nietos, aclamada por todos vuestra sabiduría y contemplados con amor y gratitud por los Pandavas.”

Krishna aguardó.

“¿O queréis la guerra?”

Aquí la voz de Krishna reverberó. Todos los presentes quedaron transfijos. “Si es así, cada uno de estos reyes morirá.”

Hubo silencio y tío Dhritarashtra permaneció con la cabeza hundida en el pecho. “Salva el mundo, Rey Dhritarashtra. Tú trataste a los hijos de tu hermano con amor cuando éste murió. Los criaste con tus propios hijos. Ellos te envían ahora sus saludos y este mensaje: ‘Hemos guardado nuestra palabra y pasado trece años en el exilio. El tiempo ha llegado, tío, para que tú hagas honor a tu palabra, como confiamos que lo harás.’ Y yo, Krishna, te digo ahora: tío Dhritarashtra, deja que los Pandavas luchen por ti y te protejan.”
Tío Dhritarashtra continuó sentado con la cabeza hundida como si escuchase los ecos de la voz de Krishna, posponiendo el momento en que tendría que admitir lo que tanto le avergonzaba.

“¡Krishna!”, dijo. “¡Krishna!”, llamó como pidiendo ayuda y miró ciegamente a la asamblea alrededor. “Háblale a él. Háblale al loco de mi hijo”, suplicó. “No tengo ningún control sobre él. Se aparta de mis palabras. Ignora la sabiduría de su tío Vidura y del Gran Patriarca. Sé que es irresponsable. Mi hijo, mi primogénito, mi Duryodhana es un irresponsable. No escucha a nadie.” Tío Dhritarashtra extendió sus manos fibrosas como tendiéndoselas a Duryodhana. “Hijo mío, escucha al Señor de los Vrishnis. Escucha a Krishna, te lo ruego, hijo mío.”
Duryodhana permanecía sentado en mohíno silencio y volvió la cabeza para mirar a
Karna.

“Duryodhana”, dijo Krishna, “tu padre me pide que te hable.”
Le habló con gentileza como a un niño. Recordaba quizás que, a veces, cuando de niño
Duryodhana se empecinaba en desobedecer, estallaba en lágrimas y cedía, si se le hablaba suavemente. “Perteneces a una familia noble y sabia. Tuya es la responsabilidad. ¿Por qué no actuar en beneficio de tus hermanos y de todos los que dependen de ti? Complacerías a tu padre y al Gran Patriarca, a tus tíos, tus acharyas y Ashwatthama. Muéstrate humilde, humano y sabio. A pocos hombres se les da la oportunidad de salvar el mundo.”
Krishna esperó. Así lo hizo Duryodhana también y Krishna simuló creer que Duryodhana estaba calibrando sus palabras.
“El que duda y es incapaz de aceptar un buen consejo será destruido mañana sin remordimiento. El que actúa sin pensar de acuerdo con él hallará la buena fortuna en sus manos.
¿Qué más puedo decir, Duryodhana?”
“Nada”, dijo éste con rudeza, aún vuelto el rostro. “No digas nada.”

Por fin, Bhishma habló. “Duryodhana, hijo mío, Krishna habla como amigo tuyo. Si te haces responsable de esta absoluta carnicería, ¿qué posibilidad de dicha y prosperidad te quedan? Si en vida de tu padre provocas esta guerra, destruirás su felicidad, y tú y tus hijos y tus hermanos y tus amigos pereceréis a causa de tu obstinación.”

Duryodhana suspiraba ahora impaciente y repetidamente.

Bhishma desistió y Dronacharya intentó aún convencerlo. “Cuando llega el tiempo para la guerra, aquellos que tan mal te aconsejan ahora deben dejar la lucha a otros. Arjuna y Krishna, juntos, son invencibles.” Duryodhana se aferró a los brazos de su asiento al oír mi nombre. “Arjuna es el más fuerte de los guerreros.” Duryodhana empezó a temblar de ira y tío Vidura hizo signo a Dronacharya de que cesase.
Parecía como si tío Vidura se dispusiese a intentar convencer a su sobrino, pero de pronto estalló: “Duryodhana, no me importa lo que te pase a ti, pero sí me preocupa tu padre. Mi hermano ha sido contigo un padre enamorado e insensato, ha actuado llevado por un amor desencaminado, pero me preocupo por él. Y me preocupa esa misma y delicada reina cuyo corazón estás rompiendo, tu madre. Imagínatelos desolados y desprotegidos, muertos todos sus hijos y cortesanos. Míralos como mendigos desdichados preguntándose qué destino era, pues, el suyo para engendrar un hijo que aniquilaría toda su raza.”
Tío Dhritarashtra lloraba. Suplicó entre sollozos que Duryodhana fuese con Krishna a entrevistarse con Yudhisthira y pidió una conferencia para el bien de toda Bharatavarsha. “Con la ayuda y la sabiduría de Krishna, ve. Ve a Upaplavya y retorna con un acuerdo para la paz. Aunque sólo sea por esta vez, Duryodhana, no me desobedezcas.”
“Vamos”, dijo el Gran Patriarca, “que haya paz, Duryodhana. A menos que se te ataque, tiende la mano a Yudhisthira. Conoce una vez más el placer de tener su brazo afectuoso alrededor de tus hombros. Deja que Bhima te dé su abrazo de oso. Aspira de nuevo el perfume de las cabezas de Arjuna y los mellizos. Que haya lágrimas de dicha y no de muerte. Es a ti a quien toca garantizar estas bendiciones.”
Duryodhana se volvió hacia Krishna.
“Primo”, dijo, “¿por qué siempre pincharme a mí? Vosotros, tío Vidura, Bhishma, Ashwatthama, acharyas, siempre es a mí a quien pincháis. ¿Cómo es que siempre es falta mía? He hecho un profundo examen de conciencia y no puedo ver las cosas de este modo. Los Pandavas jugaron y perdieron. ¿Es esto culpa mía o suya? Me pregunto por qué nadie recuerda que, en aquel momento, ordené que se les devolvieran sus riquezas a los Pandavas. Tú no estabas aquí, Krishna. Me extraña que nadie recuerde que insistieron en volver a jugar, que perdieron de nuevo y fueron consecuentemente exiliados. ¿Es eso motivo para que quieran ahora nuestras muertes? No pienso someterme a estas amenazas, así que no tiene sentido seguir tratando de asustarme. ¿Es que alguien cree que los Pandavas pueden derrotar a Karna, a Bhishma o a los acharyas? Yo soy un kshatriya y considero glorioso alcanzar el cielo con la muerte del guerrero.
¿Creéis que sería mejor para mí que me rindiese en el momento en que soy amenazado? Mejor es partirse que doblarse. Yo me doblo sólo por el Dharma y ante los brahmines. Todos vosotros me habéis enseñado que el dharma de un kshatriya es no someterse nunca y seguir luchando.”
La voz de Duryodhana se elevaba y elevaba. De pronto, se puso en pie de un salto y señaló a tío Dhritarashtra.
“Él dio la mitad de mi reino a los Pandavas. Yo era aún un muchacho, o nunca lo habría permitido. O era débil quizás; en cualquier caso, no llegué a comprender las consecuencias. Ahora escuchad todos los que estáis aquí sentados en esta asamblea y no lo olvidéis: los Pandavas no recibirán tanta tierra como en la que se apoya la punta de la aguja más afilada.”
Krishna cerró los ojos y reflexionó. Dijo después: “¿Deseas la muerte de un héroe? Tu deseo será satisfecho pronto. Pero, por si alguien en esta asamblea tiene tan poca memoria como tú en lo concerniente a tus acciones, te recuerdo todo lo que conspiraste con Sakuni para engañar a tus primos en la partida de dados y tus indecentes insinuaciones a la reina de los Pandavas después de haberla arrastrado a la asamblea sufriendo su menstruación. Fuiste tú quien hizo eso a la reina de tus parientes. Y mediante veneno, fuego y serpientes trataste de librarte de los Pandavas.”
Krishna fue interrumpido por un gemido. Era Duhsasana.
“Duryodhana, si dejas que esto continúe, nuestros mayores te atarán y te entregarán a
Yudhisthira. Mira al Gran Patriarca y a Dronacharya, están contra nosotros.”
Duryodhana, enfurecido, apartó a su hermano de un empujón y se dirigió a la puerta de la cámara para abandonar la asamblea. Tío Vidura, Bhishma y los acharyas trataron de convencerlo de que volviera. Los apartó y se fue de allí. Sus hermanos lo siguieron. Tras una pausa, el resto de los reyes y jefes que Karna había hecho tributarios se marcharon también.

Aún estaba por salir el último de los seguidores de Duryodhana, cuando Bhishma, con una voz desapegada, dijo: “Los reyes lo han seguido. La raza de los kshatriyas está condenada.” Krishna se tornó hacia él y repuso con firmeza: “Los dignatarios de esta corte han fracasado al no usar la fuerza para frenar a este hombre implacable y peligroso. El tiempo de las palabras ha acabado y comienza el de la acción. Cuando mi tío Kamsa, hijo del anciano Rey Ugrasena, usurpó el trono, yo lo maté porque era un tirano voluptuoso. El padre de Kamsa fue restaurado y el pueblo de los Vrishnis, los Andhakas y los Yadavas halló paz y prosperidad. Es acorde con el Dharma sacrificar a alguien así para el bien de la mayoría. Y contradice el Dharma no hacerlo. Ahora, no os demoréis tontamente. Coged a Duryodhana, Karna y Sakuni y
entregádselos a los Pandavas.”
Tío  Dhritarashtra  agitó  las  manos  pidiendo  a  Vidura  que  trajese  a  la  madre  de
Duryodhana a la asamblea para que convenciese a su hijo de aceptar la paz.
“Tiene más influencia en él que yo. Ve las cosas por adelantado. Oh, ¿por qué soy ciego?”, gimoteó tío Dhritarashtra.
“Es culpa tuya”, le dijo la reina. “Nunca le has negado nada.”
Tío Vidura trajo a un Duryodhana aún enfurecido a la asamblea. Su madre realizó un largo y sabio discurso sobre cómo debe un rey controlar su ira y su sed de poder y buscar el consejo y la amistad de los sabios. Le dijo que serían sus enemigos los que se alegrarían si rechazaba un buen consejo.
Durante todo el discurso, Duryodhana recorrió la sabha en un sentido y en otro como un animal enjaulado y, antes de que su madre acabara, partió en busca de su consejero favorito: Sakuni.
“Krishna sabe cómo actuar y no perderá el tiempo. Golpea ya y apresa a Krishna. Cuando los Pandavas se enteren de su captura, se quedarán desvalidos de dolor y remordimiento. Encierra a Krishna y prepárate para la batalla.”
Pero Satyaki lo había seguido y le dijo a Kritavarman que esperase con los soldados de
Krishna a la puerta de la asamblea. Aquí Satyaki se sumió en silencio.
“¿Qué ocurrió... qué ocurrió?”, inquirí. Satyaki miraba más allá de mí. “¿Qué ocurrió, Satyaki?”
“Regresé a la sabha y le conté a Krishna el plan de Sakuni.” “¿Y luego, Satyaki?”
“Y luego”, dijo Satyaki con voz lejana, “tío Vidura empezó a gritar a su hermano, que seguía pidiendo: ‘Haced venir a mi mal hijo a mi presencia con todos sus hermanos y ministros, y trataremos de hacerlo volver al camino recto.’”
Cómo consiguió traer tío Vidura a Duryodhana otra vez a la asamblea nadie lo sabe. Parecía estar casi arrastrándolo. Su brazo se enzarzaba al de su sobrino. Duryodhana había tenido siempre la afilada lengua de tío Vidura. Ahora se alzó desafiante ante Krishna. Éste le preguntó si creía que sería fácil capturarlo. Duryodhana, que sabía que Sakuni estaba en ese mismo momento preparándose para tomarlo prisionero, sonrió astutamente y miró por encima de su hombro.
Tras decir estas cosas, Satyaki se sumió en un profundo silencio. Yo intenté azuzarlo una última vez.
“Satyaki, ¿llegaron a ponerle las manos encima a Krishna?” Pero él se puso el dedo en los labios como Krishna le hiciera antes.
Me incliné hacia adelante. “Satyaki, dímelo. Tengo que saberlo.”
El dedo permanecía en su labios. Y cuando extendí la mano para apartarle la suya vi por qué, por vez primera, no podía obedecerme. Tenía los ojos llenos de lágrimas contenidas y de algo que no podía confesar. Con su mentón apuntó detrás de mí. Me volví en redondo para ver el resplandor de la gema Kaustubha en el pecho de Krishna. Con tres zancadas me puse a su lado. Él puso sus brazos en los míos. Caminamos en silencio hacia el jardín cercado. Aún callados, nos sentamos junto a un estanque en cuyas aguas titilaban las estrellas y cuya fuente cantaba suavemente.
El perfume del jazmín y del champak me emborrachaba. Nos rodeaban flores abiertas por todas partes y las luciérnagas enjoyaban la oscuridad de las hojas. Me descubrí suspirando profundamente y rindiéndome al sosiego de aquella atmósfera.
“Krishna”, inspiré. “Dime.”
Krishna miraba el agua donde peces dorados y como el relámpago, azules y de plata, nadaban entre las estrellas. Variedades había allí que Sahadeva trajera del sur y que Yudhisthira había enviado como presente a Virata años antes de nuestro exilio.

La voz de Krishna era hipnótica.

“Los pobres locos pensaron que estaba solo. El primo Duryodhana había conseguido que todo el mundo, incluido yo mismo, le suplicase como si fuese un niño pequeño: ‘Por favor, no destruyas el mundo, primo querido.’ Arjuna, está decidido a ser el instrumento de este baño de sangre. Tenías que haber visto las cosas que ocurrieron en la sabha.” Krishna rió sin alegría. “Salió de allí hecho una furia y se le volvió a llamar; se fue otra vez y tuvo que convencerlo su madre de que regresase. Cuando ésta le recordó los malos presagios que acompañaron su nacimiento se amohinó, y puso cara atormentada cuando le dijo que los Pandavas no tienen rival. Tía Gandhari le recordó después que, aunque Bhishma y Ashwatthama y los acharyas, por haber comido la sal del rey, estaban obligados a darle sus vidas, amaban a los Pandavas y nunca serían capaces de luchar con verdadera convicción. Duryodhana se fue de la asamblea por tercera vez. Satyaki, entonces, llegó precipitadamente para anunciar que Duryodhana y tres de sus secuaces habían decidido tomarme cautivo ‘para quitar a las serpientes Pandavas su veneno’, según sus palabras. Dhritarashtra, que estaba ya aferrándose la garganta de pura angustia, empezó a temblar. Satyaki apostó a Kritavarman y a la guardia en las puertas. La gente entraba y salía corriendo, empujándose unos a otros.”

Con el movimiento de sus brazos y sus ojos Krishna me mostraba las direcciones y colisiones que se daban allí para que pudiera figurarme el episodio tan claramente como si de un espectáculo de marionetas se tratara. “Tío Vidura levantó los brazos y empezó a gritar. Estaba harto ya de su hermano. ‘¿No entiendes que Krishna puede mandar tus cien hijos a las mansiones de Yama?’, le dijo. Sentí pena por tío Dhritarashtra, pero ¿sabes lo que hizo? En lugar de hacer apresar a Duryodhana, consiguió que volviese a la asamblea, le amenazó con el dedo y le dijo que era como un niño tratando de coger la luna.”
Krishna se encogió de hombros. “Mi misión fracasó. Le dije: ‘Duryodhana, si crees que vas a capturarme porque estoy solo, estás más loco de lo que creía.’ Y fue entonces cuando le mostré quién estaba conmigo.”
“¿Quién?” El silencio se hizo completo. Oí el murmurio de la estrellas y la melodía de los peces de color. Una nube cruzó el cielo.

“Tú, Arjuna.”

Aguardé y vi la fiera ternura en sus ojos y el mundo se arremolinó entonces dentro del jardín. Yo sabía que, aunque había esperado aquí la vuelta de Krishna de Hastinapura, había estado con él allí como él aquí conmigo. Todo confluía hacia un solo punto y nosotros éramos uno, como siempre me dijera él. El resto era ilusión. Entonces vi, como en un reflejo, lo que todos ellos habían visto en Hastinapura y comprendí por qué Krishna se había reído en la sabha. La risa flotaba sobre sus facciones como la luz del sol sobre el agua y yo me veía a mí mismo en ella... y a mis hermanos. Su pecho se abrió y dioses minúsculos se precipitaron de él. Saltaron de allí guerreros armados y, sobre ellos, volando al viento el cabello salvaje, surgió Shiva en su aspecto terrible.

Tenía yo bien abiertos los ojos, pero anhelaba cerrarlos. La noche alrededor estaba encendida como un día implacable. Aún contemplaba todo aquello cuando la oscuridad retornó y, en el corazón del universo, Krishna y yo estábamos solos otra vez, sonriéndonos uno a otro. Yo sabía que no había tenido más que una vislumbre, pero el cadáver de mi curiosidad era cenizas en la llama del amor de Krishna.

Comprendía que había cosas de las que Krishna no había hablado aquella noche junto a la fuente, pero no que una de ellas era Karna y fue cosa amarga enterarme de ello por su auriga. Si no hubiera sido porque algo más allá de las palabras y pruebas y acciones se me reveló allí, me habría sentido apuñalado a traición. Aun así, mi alma guerrera se sintió herida. Estábamos hablando con Daruka mientras se limpiaba el carro de Krishna. Había algo cortante en el aire. El invierno se aposentaba. Daruka nos dijo que, al partir de Hastinapura, Krishna había subido a Karna a su carro a la vista de todos los príncipes y servidores y que habían hablado amistosamente largo rato. Krishna trató de persuadir a Karna de que luchase a nuestro lado, pero Karna se encogió de hombros y le recordó los augurios que presagiaban una inevitable calamidad. Y en efecto, Saturno afligía a Rohini y Marte se aproximaba a la posición que indicaba la matanza de los amigos. La sombra en el disco lunar había cambiado y Rahu se acercaba al Sol. Llovían meteoritos de los cielos. Karna dijo que, mientras nuestros caballos y elefantes viraban hacia la derecha, los del ejército Kaurava lo hacían hacia la izquierda y voces suprafísicas se oían sobre ellos; que si pavos reales y cisnes y grullas auspiciosos seguían nuestras huestes, cuervos y buitres caían sobre las suyas. Le dijo a Krishna que había tenido una visión de Yudhisthira en un palacio de mil columnas donde todos nosotros reposábamos vestidos de blanco y con turbantes blancos. Nuestro hermano mayor estaba sentado sobre un montón de huesos y comía, de un tazón de oro, un dulce de celebración; después, se tragó la tierra que acababa de entregarle Krishna. Karna sabía que moriría luchando por Duryodhana, pero era su vasallo. Mucho después, cuando me enteré del resto de cosas que pasaron aquel día entre Karna y Krishna, no podía creer que no hubiese adivinado el secreto... pero era ya demasiado tarde para fijarme en las facciones de Karna, o en sus pies, porque estaba muerto.

Yudhisthira escuchaba atentamente, y lo mismo hacían Bhima y los mellizos. Mientras el mayor hacía una pregunta tras otra al auriga de Krishna, yo sólo podía pensar en aquella escena de los dos guerreros saliendo de Hastinapura en el mismo carro mientras todos los príncipes y criados los observaban. ¿Sabían a estas alturas todos ya que Krishna había rogado a Karna que luchara a nuestro lado y no contra mí? Resultaba difícilmente esperable que el príncipe de los jactanciosos se lo hubiera callado. Y era menos imaginable aun que hubiese dejado de insinuar que, al igual que Yudhisthira, Krishna pensaba que yo necesitaba protección. Todo mi ser gritaba: ¿Por qué, Krishna, por qué?
¿No sabía Krishna que yo habría preferido mil veces morir erizado de las flechas de Karna que por esta sola flecha suya en mi corazón? No me había sentido tan desolado y traicionado desde el episodio de Ekalavya. Porque, si Arjuna no era el mejor arquero del mundo,
¿quién era? Parecía, pensé con amargura, que no era siquiera el más íntimo confidente de Krishna pues, mientras éste hablaba prolijamente de la decepción de nuestra madre ante nuestra pacífica actitud, era de Daruka de quien teníamos que picotear las noticias sobre Karna. Pero de lo que el auriga quería hablar era de la visión de Krishna que todos tuvieron en la sabha de Hastinapura cuando éste rió, pues de cada uno de sus poros brotaron rayos deslumbradores. Sólo tío Vidura, Drona, Bhishma y Sanjaya mantuvieron los ojos abiertos. Sonó un trueno, un trueno de divinos tambores, y el ciego Dhritarashtra vio. Lo que él y los demás vieron fue los dioses fluyendo como fuego de la boca de Krishna, sus pulgares y su pecho. Los guardianes del universo estaban en sus brazos. Luz fluía de su mano derecha y todos los Pandavas estábamos tras él. Pero era difícil escuchar.

Sentí gratitud por Karna: había rechazado la proposición de Krishna. Era de suponer que se habría mostrado arrogante, pero Daruka dijo que no, que se había limitado a señalar que, gracias a la generosidad de Duryodhana, había disfrutado su soberanía durante trece años sin preocupaciones, que había sido escogido para luchar contra mí en combate singular en la guerra que se avecinaba y que nada, ni siquiera la soberanía de todo el mundo, podría hacerle traicionar a Duryodhana. Su misión era matarme.

Cuando el sol se hubo puesto y después de nuestras plegarias vespertinas, los cinco hermanos nos sentamos con Daruka en la cámara privada de Yudhisthira calentándonos las manos en los braseros. Lo único que me alegraba era que Krishna reposaba de los esfuerzos realizados por nosotros y no estaba presente para ver mi angustia. Cuando Yudhisthira preguntó a Daruka si Karna se había traicionado en cuanto a los planes que abrigaba para atacarme, me habría ido de allí, si no hubiera estado tan ocupado en esconder mi ira. Cada vez que surgía el tema del enfrentamiento entre Karna y yo, la larga nariz de mi hermano mayor empezaba a fruncirse como si yo fuera un bebé que necesitara protección. Había perdido su dignidad y estado a punto de perder su dharma también cuando le pidió a tío Salya que distrajese a Karna en nuestro duelo final. Mi furia era tal que todo yo temblaba y me retumbaba el corazón. Tenía el trueno de millares de cascos de caballo en los oídos y, cuando se apagó, Daruka daba a Yudhisthira seguridades.

“Karna tuvo una visión en la que tú conquistabas todo este reino resplandeciente. Yudhisthira, tigre entre los hombres, Karna le dijo a Krishna que la batalla sería un sacrificio en el que este último oficiaría. Arjuna, tu Gandiva será la cuchara sacrificial...” Siguió y siguió y yo permanecí perdido en mí mismo hasta que oí la voz de Daruka asumir una nueva gravedad. “Cuando los ritos nocturnos comiencen, Ghatotkacha ejercerá la función de verdugo de las víctimas sometidas. Dhrishtadyumna será la dakshina que debe pagarse.”
Bhima clavó la mirada en Daruka y dejó escapar un gemido de angustia: “¡Dhrishtadyumna no!” Daruka me contempló en silencio. Todos me observaban. ¿No eran infundados, pues, los miedos de Yudhisthira? Me sentí preparado.
“Arjuna, Karna dijo que, cuando lo hubieras matado, aparecerían los frutos del sacrificio. Al beberse la sangre de Duhsasana, Bhima estará sorbiendo el Soma sacrificial y, con la muerte de Duryodhana por la mano de Bhima, el rito habrá terminado. Las lamentaciones y lágrimas de las viudas serán la oblación final.” Esto no significaba sino que venceríamos, pero estábamos mudos de horror.
“¿Qué más dijo?”
Daruka miró a la distancia. Presentí que había más, pero él respondió: “Nada.” Tras un instante añadió: “Krishna le dijo a Karna que, cuando oyera a Arjuna tañir el Gandiva con una nota que taladraría el firmamento como un trueno, todos los signos de las tres eras pasadas se desvanecerían y nos hallaríamos en la Kali Yuga.” ¡La Kali Yuga!
La Kali Yuga. La Era de Hierro, en la que todo sería inercia y oscuridad y el Dharma no existiría. Y yo, Arjuna, le abriría la puerta con el Gandiva. Mis propias preocupaciones se vieron devoradas por las fauces de la era oscura que avanzaba invisible hacia nosotros. Sólo recuperé mis sentidos para oír el mensaje de Krishna a los Señores del ejército Kuru.

“Decidles a los acharyas y al Gran Patriarca que ésta es una estación deliciosa y con abundancia de provisiones; las plantas y los pastos son vigorosos, pletóricos están los árboles de frutos, el aire está libre de moscas y de lodo los caminos. El agua es dulce y clemente el tiempo. Que la guerra comience dentro de siete días, en la luna nueva que preside Indra. Decidles a los kshatriyas de Duryodhana que aquellos que mueran en la guerra alcanzarán el cielo.”

Tras un silencio, fue Daruka quien con voz tenue dijo: “Karna ofreció adoración a Krishna entonces y le preguntó: ‘¿Por qué tú, que sabes que la Tierra está a punto de ser destruida por Duryodhana, intentas ganarme para la causa de los Pandavas? Es obvio que nada puede evitarlo, pues todos los signos y portentos lo anuncian.’”

Esperé a oír la respuesta de Krishna, pero vi en el rictus de la boca de Daruka que éste había dicho todo lo que estaba dispuesto a decir.

Para ocultar mi herida dije, con menos cortesía de la que Daruka se merecía de mí: “Puesto que Duryodhana nos niega aun cinco ciudades, no necesitamos ni de sueños ni de presagios para saber que habrá guerra.” Daruka me miró con compasión.

¿Quién sería el comandante después de mí? Krishna me recordó que debía estructurar con cuidado la jerarquía. Aunque yo estaba al mando de nuestro ejército, Yudhisthira era el Jefe Supremo y podía invalidar cualquier decisión mía, si era necesario; y aunque Krishna era mi auriga, era además nuestro consejero y Yudhisthira se arrojaría bajo las ruedas de un carro a una palabra de aquél.

Cada akshauhini tendría un comandante, pero había que escoger a uno de éstos como intermediario entre las diferentes divisiones y yo. Tenía que ser alguien con autoridad, visión, lealtad, imaginación, flexibilidad y disciplina. El hermano de Draupadi, Dhrishtadyumna, era el hombre que me inspiraba una confianza más absoluta; apenas podía esperar para decirlo pero, puesto que cada uno de los Pandavas tenía derecho a hacer sugerencias en esta cuestión, invité a Sahadeva a hablar primero. Virata no era una mala opción, pero no era el momento ahora de pensar en pagar deudas. Nakula propuso al padre de Draupadi. Drupada era un gran guerrero y no lo estorbarían sentimientos por Dronacharya y Bhishma. Pero ello se aplicaba exactamente igual a su hijo, dije yo.
Bhima estalló: “Olvidáis todos que lo primero que hay que hacer es matar al Gran
Patriarca.”
“Bhima, ni por un momento lo olvido.”
Bhima ignoró la tensión de mi voz y dijo: “Entonces, ¿por qué Dhrishtadyumna y no su hermano? Sikhandin nos es tan cercano como el otro y nació para matar al Gran Patriarca. Los Kauravas apuestan todo a la invencibilidad de Bhishma. Sikhandin no pensará en otra cosa que en acabar con él. Una vez hecho, Duryodhana y sus Kauravas estarán perdidos.”
No era el momento de pensar lo que le ocurriría a Arjuna el día en que cayese el Gran Patriarca. Lo que decía Bhima tenía sentido, pero la última palabra correspondía a nuestro hermano mayor y el que tenía más sentido de todos dijo: “Dejemos que Krishna escoja a nuestro hombre. El que él elija será el adecuado. Habla, Krishna.”
“Yo digo Dhrishtadyumna.”
“Así lo decimos todos, entonces”, repuso Yudhisthira. Los demás asentimos.

Teníamos siete días para reclutar a todo hombre capaz, equipar nuestro ejército, organizar la intendencia y construir una muralla protectora alrededor de Upaplavya. Cada armero del reino, cada proveedor de grano, sacerdote, orífice u orfebre, cada fabricante de armas y banderas, albañil y carpintero, médico y cirujano, trabajaba sin descanso. Se hizo una leva de cocineros y se dio orden al tesoro de pagar salarios extra a los soldados profesionales a fin de que pudieran dejar a sus familias bien provistas.

En la víspera de nuestra partida, Dhaumya encendió el fuego del sacrificio en un pozo especial con la forma que los shastras decretaban para las grandes guerras. Todos estábamos presentes en este solemne momento y, mientras Dhaumya cantaba un himno guerrero a Durga, yo contemplé la luz de las llamas jugar en el rostro de Yudhisthira. Irradiaba determinación. Durante los trece años de nuestro exilio, Yudhisthira nunca había dado muestras de ira y, aunque yo nunca me había enfurecido con él como Bhima y Draupadi, hubo veces en que llegué a pensar que el bosque lo había llamado, que se había convertido en un yogui y nunca sabría cómo ejercer su dharma regio otra vez. A diferencia de nosotros, él no había hecho voto de venganza; incluso nuestra madre había enviado a Krishna de vuelta con mensajes en los que lo conminaba a no fallar en sus deberes como rey. Esta noche me di cuenta de que nunca había dejado de contemplar la alternativa a la paz. Ni una vez erró en su labor de organización y estaba tan preparado para la batalla como si hubiera pasado cada minuto de los trece años estudiando estrategia bélica y tácticas militares. Eran la fuerza y la destreza de Bhima y Arjuna el argumento con el que todo el mundo intentaba asustar a Duryodhana, pero era el autodominio de Yudhisthira lo que nos salvó cuando bebimos las aguas del lago. ¿Era así como Yudhisthira se le había aparecido a Karna en su sueño cuando, sentado sobre un montón de esqueletos, había comido los dulces que proclamaban nuestra victoria? ¿Sereno y determinado? En este momento no dudé de que Yudhisthira sería Emperador otra vez. La misión para la que Krishna y yo habíamos venido a la Tierra sería cumplida pero, con dieciocho akshauhinis de toda Bharatavarsha y sus líderes guerreros en el campo de batalla, toda la flor de nuestra raza desaparecería de la faz del mundo. No quedarían de los guerreros más que leyendas de sus hazañas cantadas por sus bardos familiares, con las mujeres, los niños y unos pocos ancianos por toda audiencia para escucharlas. Qué bien había hecho Yudhisthira buscando la paz. Mañana al alba marcharíamos en dirección noroeste, hacia el campo del Kurukshetra. Con la idea de que lucharíamos en el bando contrario al del Gran Patriarca y Ashwatthama, de Dronacharya y Kripacharya, mi corazón desfallecía y no podía sino agradecer los himnos a Durga cantados para fortalecernos.
Cuando llegó la hora de partir, cada soldado de infantería, cada jinete, cada elefante de guerra y cada carruaje estaba perfectamente equipado, y no faltaba ni la última gema en las frentes de los elefantes. Avanzamos directamente hacia el campo de batalla, evitando eremitorios, centros de peregrinaje y otros lugares sagrados. Yudhisthira dio un alto en un herbazal a la orilla de un río. Había árboles allí para suministrar madera y sombra. Cantaban las aves y era un lugar de reposo agradable para los hombres. Dejando allí al cuerpo principal del ejército, Yudhisthira y yo partimos con Dhrishtadyumna y Satyaki en busca del campo que nos serviría de base. Lo hallamos donde el río Hiranvati corría fluido y claro. Dejé que Dhrishtadyumna y Satyaki decidieran el número y la forma de distribución de las tiendas, mientras yo intentaba concentrarme en las trincheras que rodearían nuestro campamento. Una vez, al mirar hacia abajo, vi dentro de una trinchera los cuerpos de Ashwatthama y Bhishma, la barba blanca del Gran Patriarca manchada de sangre reseca. Levanté la vista, pero alrededor no había más que grandes tiendas blancas como pájaros con sus toldos y oriflamas ondeando al viento.

Los ingenieros se ocuparon en la construcción de las seis carreteras y cuatro puertas de nuestro campamento: tal como está ordenado, tres de este a oeste y tres de norte a sur. El pabellón de Yudhisthira fue plantado en el centro del cuadrante norte, mirando al sur, mientras que el tesoro real y las dependencias administrativas se situaban al sur de él. Los comandantes formamos un núcleo alrededor de Yudhisthira, y a nosotros nos rodearon cuatro círculos de soldados. Los comerciantes y otros seguidores del campo fueron acomodados al lado del camino principal y en el perímetro del campamento se colocaron los guardias, los responsables de las señales y los de hacer sonar las caracolas. Todo estaba preparado para la guerra, pero sólo cuando vi a Sahadeva de Magadha conducir su ejército a través del llano para unirse a nosotros me sentí dispuesto yo también.

A medida que se acercaban las huestes de Magadha, nos asombraba la excelencia de sus ropajes y armaduras y yo recordé con excitación la calidad del acero y la plata labrada que viéramos en las tiendas de Magadha cuando, mucho tiempo atrás, antes de nuestro exilio, entráramos en la ciudad para matar al padre de Sahadeva, Jarasandha. Parecía que todo ello había ocurrido en otra vida. Sahadeva se llevó la caracola a los labios y sopló. La última de sus notas fue cortada por el estallido de las caracolas de todos sus generales. El sonido desgarró el cielo y nuestro ser. Era entrañable dar la bienvenida a amigos que acudían en nuestra ayuda. A un espíritu menor, dos décadas le habrían resultado demasiado tiempo para recordar la generosidad de Krishna. Krishna y Sahadeva se abrazaron. Los yelmos de Magadha, de extraña hechura, cubrían toda la frente y parte del rostro, y todo lo que podía verse ahora de aquellos hombres eran sus sonrisas. Habían hecho ya voto de celibato guerrero y bebido el jugo del Soma.
Cuando Ghatotkacha llegó del sur con una akshauhini, el encuentro fue una reunión familiar. Había traído regalos y joyas y corales y unas criaturas pequeñas y peludas que yo no había visto nunca. Nos hizo olvidar que íbamos a la guerra.
Pero nos lo recordó la llegada de nuestros espías.
Duhsasana, nos informaron, se había puesto nervioso: “¿Por qué permitimos que Krishna sea el auriga de Arjuna?”
Duryodhana había replicado: “¿Por qué no? Cuando sea el momento del duelo con Karna, pediremos a Salya de Madra que sea su auriga. Es mejor que Krishna. Mientras no le pidamos que haga daño a esos dos espléndidos sobrinos mellizos, Salya es nuestro hombre.”
Sakuni dijo entonces: “No estoy seguro de eso, Duryodhana. Una akshauhini es una akshauhini, pero Salya es un loco o no habría caído en tu trampa. No puedo fiarme del todo de él, pero eso no importa. No podemos impedir que Krishna sea el auriga de Arjuna y admito que no me gusta nada.”
“Eso es lo que yo digo”, insistió Duhsasana. “¿Y si vuelve a abrir la boca y nos hipnotiza a todos?”
Sakuni le espetó: “Hablas como una de nuestras viejas montañesas supersticiosas. Si abre la boca, se la llenaremos de flechas.”
“Bhishma empezará a balbucir que no podemos matar aurigas”, dijo Duryodhana. “También a éste lo ha hipnotizado Krishna. Y Balarama no moverá un dedo para ayudarnos a causa de Krishna. Si lo capturamos, los tendremos a nuestra merced y podremos volver a nuestras mujeres en un par de días.”
Karna dijo desdeñoso: “Krishna tiene poderes ocultos, pero es estúpido quedarse aquí sentados hablando de los trucos que puede realizar. Yudhisthira es el Jefe Supremo y es más afecto al Dharma y a su reputación que a su misma vida. Observará todas las normas de la guerra. Si sólo Bhishma accediera a la formación del cocodrilo el primer día, no veo cómo podrían resistirnos con sólo siete akshauhinis. Pero Bhishma quiere la formación del gran pájaro.
¡Si yo pudiera tomar el mando, Duryodhana!” “Tómalo, tómalo. Es tuyo.”
“No mientras el Gran Patriarca viva.”
De otras conversaciones inconclusivas, que tuvieron lugar en la tienda de Bhishma entre éste, Dronacharya y Ashwatthama, nos llegaron informes también. Apenas podía yo poner atención a ellas porque, aunque nos habíamos acostumbrado a la idea de haber perdido a tío Salya, aún tenía que hacerme a la idea de que Dronacharya y Ashwatthama pudieran hacer planes contra nosotros. Esta imposibilidad se fundiría en el ardor de la batalla y me consolé pensando que los otros jefes eran Jayadratha, aquel seductor que habíamos dejado en el bosque con cinco mechones en la cabeza, Sudakshina de Kamboja, Karna, Sakuni, el poderoso Vahlika, pariente del Gran Patriarca y el más viejo de los guerreros Kauravas, Kritavarman y Bhurisravas, por quienes teníamos afecto pero no tanto como para olvidar que uno no puede escoger sus enemigos. Todos ellos se habían esforzado en persuadir al Gran Patriarca de que, como Comandante en Jefe, él sería quien los mantendría a todos unidos. Y habían jugado bien porque, incluso ahora, el gran miedo de Bhishma, era la desunión en Hastinapura.

Estábamos sentados en el pabellón de Krishna discutiendo la estrategia, cuando nos fue anunciado Balarama. Todos nos pusimos en pie para honrarlo. Él estaba ya en el umbral entoldado, masivo contra la blancura de las tiendas. Su luminosa piel dorada se mostraba arrebolada de vino y sus ojos eran distantes y trágicos. Nos examinó como desde la distancia. Era el amigo de Duryodhana, pero un amor más profundo aun lo unía a Krishna. Yudhisthira fue el primero en acercarse a él y tomarle cariñosamente las manos a Balarama, pero no apartó de Krishna la mirada. Dejó que le rindiéramos puja. Luego saludamos a los suyos: Gada, Akrura, Samba y Uddhava.
Balarama observó las formalidades, pero la suya no era una visita de cortesía. Dijo lo que tenía que decir a su franca manera.
“Nada puede impedir la carnicería, que será como un cataclismo. Es un destino inevitable. Pedí repetidamente a Krishna que ayudase a Duryodhana, que tiene igual derecho a su ayuda por ser tan pariente nuestro como vosotros los Pandavas.”
Balarama me miró sin expresión. “Debido a ti, Arjuna, se negó. Así que sé que vas a ganar y, aunque no puedo soportar apartarme de Krishna, no voy a luchar ni a quedarme contemplando la batalla. No es que no os ame a todos vosotros también, pero partiré en peregrinación al Saraswati porque no puedo permanecer indiferente ante la masacre de Duryodhana y sus hermanos.”
Apartó a Krishna con un gesto y, cuando nos disponíamos a despedirlo, ya se había arrojado la seda azul alrededor del cuello y salido de la tienda a grandes pasos.
Sólo uno más de los Señores de Bharatavarsha quedaría fuera de la guerra y llegó a nosotros apenas partido Balarama.

Era Rukmin, el hermano de la reina principal de Krishna y tío así de Pradyumna. Todos le rendimos el honor debido y nos alegró la akshauhini que había traído con él, pero sus palabras me dieron que pensar. Nunca creí llegar a conocer a alguien que hiciese sonar la trompeta más fuerte que Karna, pero allí estaba Rukmin masajeándose los músculos y aseverando que era el hombre más fuerte del mundo, que barrería a nuestros enemigos y haría a Yudhisthira presente de toda la Tierra.

“Así que no temáis; aquí estoy yo.” Y me dedicó una sonrisa.

Acaso en aras de una akshauhini debería haberme tragado estas palabras, pero la presencia de Krishna siempre me agudizaba el ingenio; además, Rukmin había prometido una vez su hermana, en contra de la voluntad de ésta, a Sisupala de los Chedis, y yo me preguntaba si podíamos estar verdaderamente seguros de su lealtad. Simulé que me temblaban las rodillas y me rechinaban los dientes de terror. Luego me permití algunas bravuconadas enumerando mis victorias y acabé por decirle que podía quedarse o irse, como prefiriese. Evité los ojos de Yudhisthira, pero crucé una mirada con Krishna. Rukmin se fue directo con su akshauhini a Duryodhana, que podía permitirse rechazar lo que nosotros no habíamos querido y así lo hizo.
Si consideramos a Rukmin ofensivo, fue sólo porque aún no habíamos tenido la visita de Uluka, el hijo de Sakuni, que llegó con su venenoso mensaje del campo de los Kurus. Cierto, él mismo temía su propio veneno.

Sus primeras palabras a Yudhisthira fueron: “Yudhisthira, el Mejor de los Bháratas, sabes bien que la tarea de un enviado no es fácil; recuerda por ello que no soy yo quien habla, sino Duryodhana... y reserva para él tu ira.”

La prominente nariz de Yudhisthira pareció captar la luz cuando él entrecerró los ojos: “Sabemos cómo tratar a los enviados. No temas, Uluka. Tengamos una amplia perspectiva del miope Duryodhana.”
Había sudor en la frente de Uluka y suspiró éste profundamente antes de hablar: “Duryodhana dice así: Draupadi fue arrastrada a la asamblea. Un verdadero hombre habría dado curso a su ira, pero tú te limitaste a quedarte allí sentado. Tras tu exilio realizaste labores serviles para Virata. Intenta ser un hombre ahora al recordar la desgracia de Draupadi. Al menos, Bhima hizo un voto y ha llegado el momento de ver si será capaz de beberse la sangre de mi hermano.

Las armas han sido adoradas e invocados los dioses oportunos. El sagrado campo de batalla del Kurukshetra esta libre de lodo y nivelados los caminos. Así que te invitamos a venir con Krishna para darnos batalla y recordarte que tus esperanzas de victoria son vanas, pues Karna y Salya y Drona son invencibles. Los mismos ciclos del tiempo se pervertirán y las montañas de Sumeru se desmoronarán, si ganas. ¿Alguien cree realmente que puede volver tranquilo a casa después de enfrentar a Dronacharya o al Gran Patriarca? Eres como una rana que piensa que su charca es todo el mundo.”
Bhima cambió de posición, lo que hizo a Uluka atropellarse en sus palabras.
“Nuestro ejército está protegido por reyes de los cuatro puntos cardinales, por guerreros Kambojas, Sakas y Khasas, Salwas y Matsyas, Kauravas, Mlecchas, Pulindas, Drávidas y Andhras, hombres de Kasi y otros demasiado numerosos para mencionar.”
Soportamos otra vez escuchar los nombres de nuestros antiguos aliados formados ahora contra nosotros. Incluso los Matsyas del sur, que habíamos esperado ver seguir a Virata, no iban a apostar por nuestras siete akshauhinis.
“Somos intransitables, como el Ganges en plena crecida. ¿Tan poco juicio tienes, Yudhisthira, como para pensar que puedes derrotar mi flanco de elefantes protectores y alcanzarme?”
Uluka tomó aliento otra vez y sus ojos se cruzaron con los míos. Mi sonrisa lo enardeció. Había querido conservarla durante todo su discurso, pero a la segunda de sus frases se había desvanecido.
“Sí, sí, Arjuna, todos sabemos que tienes a tu Krishna y a tu Gandiva de seis codos de largo y que nadie en el mundo te iguala. ¿Cómo es, pues, que soy yo quien gobierna tu reino? Mira, hay en ello algo más que una cuestión de Dharma. Es al Supremo a quien corresponde, en definitiva, la destrucción de las fuerzas hostiles.”

Era como si Duryodhana hubiera penetrado en Uluka. El hijo de Sakuni tenía toda la astucia de su padre y toda la grosería de su primo Duryodhana. Me arme de paciencia.
“¿Dónde estaba tu Gandiva, Arjuna, cuando acabó la partida de dados? ¿Y la maza de Bhima? Draupadi, una mujer, os salvó de las más bajas tareas serviles. ¿No tenía yo razón al decir que erais cáscaras de semilla sin grano?” a Uluka le habían enseñado obviamente a mover las caderas ante mí. “Sí, creo que la tenía, especialmente desde que Arjuna se trenzó el pelo como un hermafrodita y con sus cadenitas en las caderas y bandas en la cintura dio lecciones de danza.”
No sé cómo logré quedarme inmóvil. Permanecí allí sentado, observándolo y dejando que sus palabras me abrasaran.
“Yo soy la persona viril que redujo a Bhima a las cocinas de Virata; así que, ya veis, ni las ilusiones de Krishna ni tus bravuconadas, Arjuna, me harán devolveros el reino.”
Poco a poco, me recuperé lo suficiente para poder alzar mis ojos y mirar a Krishna. Si fue la propia inspiración de Uluka al verme recuperarme o si era Duryodhana quien le había sugerido decir estas cosas por segunda vez nunca lo sabremos, pero aún estaba Bhima con la cabeza peligrosamente baja y suplicando permiso a Krishna con los ojos, cuando Uluka se lanzó a una repetición embellecida de sus insultos. Los mellizos y Bhima empezaban a flexionar los brazos, pero fueron Satyaki y Sahadeva los que saltaron primero, seguidos por Ghatotkacha, Bhima y Nakula. Creo que Dhrishtadyumna y Sikhandin estaban ya de pie.
“¿Quieres encontrarte con Yama en este mismo instante?”, rugió Bhima. “Aunque Yama mismo te prestase su ayuda, me beberé yo la sangre de Duhsasana.”
Sahadeva lo interrumpió: “Uluka, dile al traidor de tu padre que ha nacido para destruir la raza de Dhritarashtra con sus hábiles dedos. Tengo un voto que renovar. Te mataré a ti, para que lo vea tu padre, y luego lo mataré a él.”

Krishna habló serenamente: “Hijo de Sakuni el jugador, apresúrate a volver a Duryodhana. Dile que lo hemos entendido: quiere guerra y la tendrá.” La voz de Krishna me devolvió a mí mismo. Bhima se movió y yo lo contuve.

“Es un enviado, Bhima.”

Me volví hacia los reunidos, que estaban en pie.
“Porque nos amáis os han exaltado los insultos dirigidos a Krishna y a todos nosotros. Permitidme que dé a Uluka un mensaje para Duryodhana. Es éste: pronto hablará el Gandiva.” Krishna asintió; vi aprobación en los ojos de los reyes y alivio porque la dignidad y el
orden habían sido restaurados.
Yudhisthira dijo con calma: “Uluka, dile a Duryodhana que el hombre que depende de su propia fuerza y sin miedo cumple su voto es un kshatriya.”
Cuando Krishna habló, su voz era letal: “Bravas son tus palabras porque me ves como auriga de Arjuna y no usaré mi chakra, pero seré yo quien abrase el mundo como el fuego devora la hierba. Corras a donde corras, el carro de Arjuna estará allí esperando para enfrentarte, aunque te ocultes en el inframundo. Los votos que hoy has oído no son vanos alardes.”
Había algo aún que yo quería decir: “Comunícale a Duryodhana que, si cree que los afables y compasivos Pandavas no dañarán a Bhishma, en cuya fuerza basáis vosotros vuestras jactancias, está muy equivocado. Yo mismo acabaré con él.” Levanté los brazos: “Dile esto: guerra a la salida del sol.”
Hubo un grito de asentimiento. Cien voces gritaron: “¡Guerra al alba!”
Sobre ellas, podía oírse a Bhima clamar brutalmente: “Duryodhana, quédate en casa o sé pasto para los buitres. Duhsasana, me beberé tu sangre, mataré a tus hermanos, aplastaré el muslo a Duryodhana. La muerte de tus hermanos se llama Bhima. Abhimanyu es la condena del resto de los príncipes.”
Lo alcancé mientras gritaba: “¡Te pisaré la cabeza, Duryodhana!” Al ponerle la mano encima se tranquilizó.
Ahora, cada rey lanzó a su turno el desafío convencional.
Pero Virata, cuando se puso en pie, le espetó a Uluka: “Dile a Duryodhana que lucho por Yudhisthira, no porque sea pariente mío, sino porque siempre he querido servir a un hombre de valía.”
Drupada se mostraba grave y firme: “El Rey Virata habla por todos los hombres virtuosos.”
Sikhandin, que había esperado dos vidas para este momento, hizo voto de derribar al
Gran Patriarca de su carro.
Por último, Yudhisthira despachó a Uluka con la cortesía debida a un mensajero: “Ve, Uluka, o quédate entre nosotros, que somos parientes tuyos también. Sea como sea, que la prosperidad te acompañe.”
Uluka bajó la mirada. Dio después un paso adelante, tomó el polvo de los pies de
Yudhisthira, saludó a la asamblea y retornó a Duryodhana.

Desde el instante en que Dhrishtadyumna dio su primera orden, vi que no tenía motivos para arrepentirme de mi elección. Un silencio absoluto se producía cuando hablaba y sus palabras eran siempre certeras. No había confusión. El vasto ejército era como un océano en calma; incluso los elefantes y los caballos parecían escuchar. Nos fue traído el paquidermo más grande para que pudiéramos examinar los ejércitos desde su alto castillo.

Nos había informado un espía que el Gran Patriarca estaba ahora alabando a nuestros enemigos e infundiéndoles coraje. Era obvio que, como comandante, difícilmente podía hacer otra cosa. ¿Qué había imaginado yo? ¿Que Bhishma se había pasado los trece años reprobando a nuestros primos por el daño que nos causaran? La única verdad es que todos ellos habían vivido con toda comodidad en el palacio de tío Dhritarashtra. Duryodhana era tan nieto del Gran Patriarca como nosotros mismos, pero los elogios de Bhishma y su promesa de arrasar nuestras huestes en un instante me supieron a hiel.
La noche pasó entre planes y discusiones. Un poco antes de la aurora fui a mi propia tienda a dormir un poco.

Soñé que éramos niños otra vez y que corríamos al río con Ashwatthama a la luz de la aurora para llenar nuestras vasijas, tratando de no farfullar la plegaria al Hacedor del Día. Cuando me sentí sacudido, no sabía dónde estaba.
“Yudhisthira quiere verte”, dijo Krishna. Acabé de despertarme y fui al pabellón real. Mi hermano estaba mustio. Dijo que Ashwatthama había prometido acabar la guerra en diez días y que Karna había asegurado que él podía terminarla en cinco. Esto significaba una cosa solamente: que estaban dispuestos a usar armas ocultas. Y era lo que habíamos temido.
Comprendí la pregunta callada de Yudhisthira y dije: “Lucha ordinaria y humano valor han de bastar para barrer al enemigo. Tengo el arma de Shiva que él usó para aniquilar la vida y llevar una Yuga a su final. Nosotros no usaremos esas armas.”
Los nombres de los héroes de nuestros carros me brotaron de la boca: “Bhima, Sahadeva, Nakula, Abhimanyu, Dhrishtadyumna, Sikhandin, Drupada, Ghatotkacha, Satyaki, Yuyudhana, Yudhamanyu, Uttamujas, Sanka, Anjanaparvan, nuestros gloriosos hijos de Draupadi: éstas son nuestras armas.”
“Y tú, Jishnu, el Valeroso”, dijo él, “no es momento de modestias.” Los generales rieron y yo me adelanté entonces para adorar a Yudhisthira.
La luz estaba cambiando. Fui a bañarme antes de recibir las bendiciones de los brahmines y ofrecer culto a mis armas.
Canté el Gayatri mantra al Hacedor del Día y, después, vestido de limpio lino blanco, me coloqué mi gema pulida en la cabeza y me vestí la armadura.
“Canta las alabanzas a la Madre Kali”, dijo Krishna. Yo canté:
“Belleza, soberanía, intelecto eres tú,
Tú eres el signo del conocimiento y la modestia, El alimento y el contento.
Tuya es la espada, tuya la lanza.
Terrible, tú tienes la maza, el disco, la caracola, el arco, las flechas, La honda y el martillo.
Grata eres tú, más grata que todas las cosas gratas.
Excelente en tu belleza eres tú.
Oh alma de todas las cosas, ¿cómo puedo alabarte?”
Madre Kali se me apareció, flamígera en el cielo. Me dio su bendición. Los rayos que revelaban la mañana tocaron la planicie a sus pies.


HABLA ASHWATTHAMA


No eran las cosas que yo había hecho ni la leche que pidiera las que me situaron en el bando erróneo. Eran las cosas que no había hecho... o que había hecho demasiado tarde.
De acuerdo con el cálculo de Bhishma me había costado trece años decirles a Karna y a Duryodhana lo que pensaba de ellos, escupirles todo lo que me había inflamado el pecho durante la partida de dados. La partida de dados... la partida de dados... la partida de dados... Una espada ardiente en mi corazón, o a veces los dados como cubos de carbón encendido tintineando en mis entrañas al sonido de la mórbida encantación de Dhritarashtra: ‘¿Quién gana? ¿Quién gana?’
El chacal de tu hijo, Dhritarashtra. Los chacales ganan. Sakuni, Duhsasana, Karna y tu monstruoso Duryodhana. Y yo no dije nada. Nada. ¿Sabéis lo que significa no decir nada durante trece años?
Es la muerte. Sólo que uno no muere, si tiene una gema protectora en la frente. La frente inmortal de Ashwatthama. Es algo que no cesa. Es, al fin y al cabo, la frente de un brahmín, sean cuales sean sus preciosos chichones y espichones... y bajo ellos, el tormento yace.
Cuando la batalla empieza, la consciencia duerme; el brazo asume el poder. Anhelo la batalla, anhelo a las caracolas tajando una senda hasta mi corazón con su grito horripilante. La mente, entonces, deja de bullir y el fuego penetra los músculos. Pero no ha empezado todavía. Así que la pregunta está aún ahí, y la respuesta se repite a sí misma: porque hizo todo lo que hizo por mí. Mi padre dejó el bosque porque yo pedí leche; tan ferozmente me amaba que acudió como suplicante a Drupada.
¿Podría haber habido un tiempo en que lo desobedeciera? No. Hubo un momento en que así lo pensé y entonces me hizo llamar y me dio su bendición antes de la batalla.
“Siempre has sido un hijo bueno y obediente, Ashwatthama. Sé que tus amigos están allí”, dijo haciendo un gesto con la cabeza en dirección al campo de los Pandavas. Era la primera vez que hablaba de ello. Sonrió con toda la ternura que yo creía agostada en él y que había sido para todo el mundo menos para mí. Esta sonrisa era un eslabón más en la cadena de pequeñas y grandes cosas que cambiaron nuestros destinos. Mis amigos estaban allí, pero mi padre, que me sonreía de este modo, estaba aquí. Era él quien me había dado la vida, y leche.

La decisión no me aportó paz. No me sentí más reconciliado con la guerra que Yudhisthira, cuando pidió cinco ciudades. Tenía sobre mí el peso de demasiados secretos y portaba demasiadas armas capaces de destruir el mundo.

Cuando Krishna retornaba de su embajada sin las cinco ciudades, sin más tierra de la que podía sostenerse en la punta de una aguja, seguí al bosque el carro en el que marchaba con Karna. Quería darle a él mi mensaje para Arjuna. Arjuna y sus hermanos tenían que conocer lo que yo pensaba de aquella pieza de oratoria de Duryodhana. Cuando oí a Krishna decirle a Karna que él era el hijo mayor de Kunti y, por tanto, el hombre al que Yudhisthira debería llamar hermano mayor, mi mensaje se desvaneció de mi mente. Ahora, sin embargo, lamentaba no haber aguardado y hablado. ¿Lo sabría Arjuna alguna vez? ¿Qué significaría para él? Mi mente retrocedió a los susurros, las frases inacabadas que oyera en mi infancia. Mi madre lo sabía.
Oí a Karna decir que él no deseaba su puesto entre los Pandavas. Con hierro en la voz, hizo jurar a Krishna que mantendría el secreto. Me escurrí como un zorro que ha robado una gallina lo bastante grande como para atragantarlo. ¿Qué haría con él?, me pregunté una vez y otra.

Nada. Si Krishna permitía a Karna guardar su secreto y luchar por Duryodhana, ¿quién era yo para cambiar las cosas? Si Krishna, que se había expuesto a las crudas bufonadas de Duryodhana para ganar la paz, honraba el secreto de Karna, ¿quién era yo para creer que podía impedir la guerra, si hablaba?
Krishna dijo guerra, pero yo no era Krishna. Yo era un hombre y un brahmín, al fin y al cabo. Si yo acudiera a los Pandavas y dijera: ‘Karna es el mayor’, Yudhisthira depondría las armas. ¿Podría aun Krishna, entonces, persuadirlo para luchar? Tenía en mis manos el mundo y todos estos ejércitos reunidos de las cuatro regiones de Bharatavarsha. Una palabra y los vería desaparecer en el horizonte hacia el norte, el este, el oeste y el sur.
¿Por qué no dije nada?

Tendría tiempo para debatir conmigo mismo esta cuestión. El único hecho es que no dije
nada.

¿Fue entonces cuando el gusano de los celos penetró? ¿Después de todo lo que había
ocurrido? ¿Era que había sido excluido absolutamente del mundo de los Vrishnis, tan vivo siempre en el corazón de Arjuna, cuando la antigua camaradería pasó? ¿Era que no había sido yo quien ganara a Draupadi? ¿O era, más bien, que la guerra tenía que ser porque Krishna la quería, porque la Tierra había de ser limpiada de sus tiranos como siempre dijera aquél? Con amarga satisfacción, me guardé mi silencio. Era todo lo que se me dejaba a mí pues, al no haber logrado transmitir mi mensaje para Arjuna, yo no podía estar seguro siquiera de que él supiera cuánto lo amaba.

Armado y en mi carro listo para la batalla, escuché las caracolas gritar y el palpitar de los tambores y vi entonces a Krishna conducir el carro de Arjuna hacia nosotros. Arjuna se puso la mano en la frente para dar sombra a sus ojos. Miraba al Gran Patriarca, no a Ashwatthama. ¿Qué es lo que decía? Lo vi hundirse en su asiento. Krishna se tornó hacia él. Ahora era Krishna quien hablaba ¿Qué diría? Para siempre jamás, Krishna le hablaba a alguien que no era yo y yo estaba aquí en la sombra eterna. Toda la luz y la gloria y justicia estaban en el otro lado; y yo, apartado de ellos para siempre. Era como ansiar leche otra vez, pero ahora no podía volver a llorar.


HABLA ARJUNA


Los dos ejércitos aguardaban ahora. Aún teníamos que encontrarnos para fijar las condiciones de la batalla.
Se había plantado una tienda en territorio de nadie. Krishna frenó los caballos al mismo tiempo que se detuvo el carro de Duryodhana. Bajamos del carruaje y entramos en el pabellón con Satyaki.

Duryodhana dirigió hacia Krishna los ojos. Había dolor en ellos. Justo cuando pensé que iba a empezar a hablar apartó su mirada atormentada. Era mayor, así que tomé el polvo de sus pies. Me alzó por los codos y aspiró superficialmente el perfume de mi cabeza, pero lo hizo, al fin y al cabo, evitando un gesto indecoroso. Preguntó por la salud de Yudhisthira y yo por la del Gran Patriarca, tío Dhritarashtra y los acharyas. ¿Habría sido posible, en otras circunstancias, compartir el reino? Detrás de Duryodhana estaban Karna, silencioso y agrio, y Duhsasana, callado y zafio, sin saber demasiado bien cómo componerse la sonrisa. Nos pusimos a trabajar: los responsables de hacer sonar las caracolas, los médicos, músicos, armeros, mercadantes y artesanos, atabaleros, aurigas, animales y, por supuesto, seguidores del campo de todo tipo, no debían ser atacados. También a los soldados que se rindiesen, desertasen, o aquellos que hubiesen perdido el nervio, las armas o la armadura había que dejarlos tranquilos. Ningún soldado que no estuviese preparado o dispuesto a luchar debía recibir ataque. La infantería debía enfrentarse a la infantería, la caballería a la caballería, los elefantes a los elefantes y yo, héroe de los carros, combatiría contra otros héroes de los carros. Cuando caiga el Gran Patriarca, pensé, lucharía con Karna. Cuando el Gran Patriarca caiga... me batió más rápido el corazón.

Duhsasana nos recordó que un hombre que quisiera pelear con palabras debía ser respondido con palabras.
“Sí, Duhsasana”, dijo Krishna. “Un hombre que quiera usar el filo de su lengua como arma ha de ser respondido de acuerdo con ello...” Sonrió a Duhsasana: “Y no con una porra.” Yo odiaba los intercambios de insultos y se los habría dejado, así como el golpearse las axilas y muslos en desafío, a Bhima y Duryodhana. Siempre había tenido más miedo de la lengua de Karna que de sus flechas. Aquellos que suavizan el golpe con palabras gentiles merecen la victoria y yo sabía que estas cosas mantienen alta la moral de los soldados. Habíamos llegado al final de nuestra tarea. Ponernos de acuerdo sobre cada punto de la etiqueta bélica había hecho renacer en nosotros un sentimiento de camaradería, como si no hubiera ocurrido nada entre los días de nuestro discipulado bajo Dronacharya y este instante de guerra. Nos separamos reluctantes casi; un momento más y acaso nos habríamos amistado.

Nuestros hombres buscaban signos de victoria en todas partes y estaban jubilosos porque habían visto elevarse sin humo las llamas de nuestro fuego sacrificial, ladeándose hacia la derecha, mientras que los informes decían que las de los Kauravas se habían ladeado hacia la izquierda.
El sol se alzó de pronto. Era la señal. De muchas gargantas brotó el grito: “¡Adelante, adelante!” Y desde el otro lado, como un eco: “¡En orden de combate! ¡Adelante, adelante!”
Por fin nos movíamos. Delante de nuestras tropas, en el elefante más alto, cabalgaba Yudhisthira. Era bueno estar bajo Yudhisthira. Los hombres sabían, como Virata y Drupada, que luchaban por un hombre bueno, que estaban del lado del Dharma.

En la segunda ola estaban los príncipes Kekayas, cuyo reino noroccidental se hallaba ahora comprimido entre dos de los aliados de Duryodhana, Jayadratha y Madra. Dhristaketu, hijo de Sisupala, marchaba con ellos, y el Rey de Kasi con Drupada y su hijo Sikhandin, que cabalgaban orgullosos tras él. Miré hacia atrás y vi a Virata, Dhrishtadyumna y Kuntibhoja, el padre de nuestra madre. Detrás de cada rey, como montes en movimiento, había diez elefantes cubiertos de armaduras erizadas de púas. Los dos cornacas con sus garfios y los dos guerreros armados de espadas, e incluso las lanzas de los lanceros y los tridentes, se recortaban contra el cielo de la mañana. También Duryodhana poseía una fuerza de elefantes masiva y perfectamente organizada.

La gran división de los Kauravas estaba en vanguardia con el Gran Patriarca, todo de blanco, a la cabeza. Blanca era su sombrilla fundida en el blanco de su alto turbante, y su barba blanca hasta su blanca cota de malla fluía. Él se alzaba alto y erecto en su carro argénteo de destellos blancos. Muy por encima de él, su estandarte lucía la palmera de oro y las cinco estrellas. Detrás de él y al frente de sus respectivas akshauhinis estaban Sakuni, Salya, Jayadratha, Vinda y Anavinda, Sudakshina, el gobernador de los Kambojas, y Srutayudha de los Kalingas, Jayatsena, Brihabala de los Kosalas y Kritavarman, todos cubiertos con pieles de ciervo negras y cotas de malla. Sobre ellos, y fulgurando deslumbradoramente, había una nube de sombrillas blancas, de banderas y estandartes, y, cuando se desplegaron, el firmamento reverberó con el sonido de tambores, atabales y címbalos, y con el traquetear de las ruedas de los carros. Sus brazaletes, las joyas de sus armas y sus arcos ataujiados de oro cintilaban. El estandarte de Ashwatthama, la cola del león, avanzó hasta que se situó delante de todas las divisiones: un hombre para todas las emergencias. Oh Ashwatthama, Ashwatthama, soñé que éramos muchachos otra vez corriendo hacia el río. Tras él fueron colocándose los estandartes de tío Salya, Bhurisravas, Vikarna, que saliera en nuestra defensa en la partida de dados, y Chitrasena, Srutayudha, Purumitra y Vivimsati, hermanos de Duryodhana. Quedaron emplazados delante de Bhishma y detrás de Ashwatthama. Muy por encima de todos los estandartes y en el centro de la formación volaba el emblema de Duryodhana, el elefante recamado de joyas. Duryodhana, sentado en el más grande de los animales, estaba rodeado por sus elefantes de combate.
Vimos al gran pájaro de los Kauravas tomar forma. Los elefantes de Bhagadatta, de los hermanos Avanti y del Rey de los Kalingas eran el cuerpo. Los reyes que se habían situado al frente con sus carros eran la cabeza y la caballería a cada lado, las alas. Busqué los estandartes de mis acharyas. Vi de pronto el de Sakuni. También él cabalgaba el cuello de un elefante y lo seguían sus tropas montañesas de Gandhara.
La formación del Gran Patriarca era formidable, ofrecía por todas partes visibilidad y poseía una fuerza agresiva. Podía atacar en cualquier dirección. Había sacado el mejor partido posible de su superioridad numérica. La formación más adecuada para resistir la suya, y que no exigía más hombres de los que teníamos, era el rayo de Indra. Coloqué a Bhima en la punta, a Nakula y Sahadeva en el otro extremo y, en la columna central, Dhrishtadyumna quedó entre Yudhisthira y Virata. Los elefantes formaron detrás de Yudhisthira en columnas verticales. Yo no tomé una posición fija, sino que le pedí a Krishna que me llevase de un sitio a otro para asegurarme que teníamos buena visibilidad. a causa de nuestro número menor de tropas, los flancos habían de mantenerse más compactos que los de la formación enemiga.

Mientras los examinaba, tronó tumultuosa la música guerrera; clamaron las caracolas y los címbalos y tambores aumentaron abruptamente su volumen. Como siempre, cumplieron con su función de enardecerme la sangre; y los cuernos y caracolas sonaron salvajemente picándonos como garrochas. Sobre todo el estrépito se elevó el inmenso rugir de un león. Era el Gran Patriarca.  Krishna  sopló  la  Panchajanya.  Yo  hice  gritar  a  Devadatta  por  encima  de  la Panchajanya y de inmediato Bhima sopló la Paundra de Maya, fuerte como para alcanzar las profundidades del mar. Nakula y Sahadeva hicieron sonar a Dulce-Nota y Joya-en-Flor. Dhrishtadyumna y Sikhandin y Virata, Satyaki y Drupada, los hijos de Draupadi y Abhimanyu soplaron sus caracolas de un modo tan amenazador que conmovió la tierra y tuvo que desgarrar los corazones de los Kauravas. Me torné hacia Krishna y le di mi primera orden.

“Primo, quiero ver al enemigo”, le dije. Era a medias verdad. Quería ver el rostro del Gran Patriarca. Nuestros caballos braceros portaron el carruaje a mitad del campo y contemplamos a Bhishma y a los acharyas. La mirada del Gran Patriarca era clara pero, como siempre, imparcial, desprendida. Miré y miré. ¿Quién era éste? Qué extraño. ¿De verdad me había sentado yo en su regazo cuando llegué con mi madre y hermanos del bosque de Satasringa tras la muerte de mi padre? a causa de su barba y sus ojos, que miraban directamente a través de mí, yo pensé entonces que era uno de los sabios que nos habían acompañado, pero éste portaba una diadema. Mi madre me había dicho que lo llamase padre y él giró mi rostro con su gran mano hasta que me vi forzado a mirarle a los ojos. Después comprendí su mirada, pues ¿qué guerrero no desea hijos? Él cerró los ojos y dijo: “Padre no. Sólo Patriarca.” Tenía su voz la gentileza del dolor, pero gentileza al fin y al cabo, y yo sentí su amor de padre en mi hambriento corazón. Y ahora, al mirarlo, me preguntaba si él se acordaría de que me había sentado en su regazo. ¿Cómo se siente uno cuando ha dado su vida, su misma virilidad por la paz para hallarse al final a la cabeza de un ejército con la mitad del mundo detrás de él dispuesta a matar a la otra mitad? ¿Qué sensación, el haber buscado siempre el compromiso? Gran Patriarca, si paz era lo que querías, ¿por qué no mataste a Duryodhana? ¿Por qué permitiste que se nos enviase al yermo de Varanavata para ser abrasados? ¿Por qué dejaste que Draupadi fuese insultada del modo más salvaje imaginado nunca por un hombre? ¿Por qué accediste a que se nos desterrase? Sentí pena y vergüenza por Bhishma. Era él y no Yudhisthira quien se lo había apostado todo y había perdido.
¡Gran Patriarca! Mi corazón se expandió como si fuese a romperme. Nos había amado, nos había enseñado casi todo lo que sabíamos y el resto nos lo había hecho aprender del acharya y tío Vidura. Allí estaba Dronacharya, tan pequeño y oscuro y feroz. ¿Cuántas veces le había oído decir que me amaba más que a su propio hijo? Le había hecho cortarse el pulgar a su mejor discípulo para cumplir la promesa que me hiciera. ¿Podía yo dispararle una flecha a él o a Ashwatthama? Vi a Duryodhana caído del árbol que sacudiera Bhima y sentí una pena ahora que no había sentido entonces. Sabía que Bhishma y Dronacharya estaban tan sujetos por el Dharma como decíamos estarlo nosotros. La guerra contra ellos era un absurdo y un pecado y Krishna tenía que saberlo. Aquel vasto despliegue tenía que ser parte de una ilusión. Me torné hacia Krishna.
Él me miró. La música retumbaba aún alrededor, pero los tambores no me exaltaban la sangre ya. Refluía ésta y lo que se alzaba en mí eran las lágrimas. Mi visión se empañó. Tenía tan seca la boca que no podía tragar. El Gandiva temblaba. Lo cambié a mi mano derecha. Tembló más. Yo nunca había conocido el miedo en batalla. Nunca había necesitado sentarme en el carro, yo, que había combatido por Indra a demonios y me había ganado las alabanzas de Matali. Ahora las rodillas se me doblaban y tenía que aferrarme a la piel de tigre para no caer. Empecé a tartamudear.
“¿Qué significará la victoria?” Esperé solo en un interminable silencio. “No quiero, Krishna, esta victoria.” Había silencio aún. “Significa matar al Gran Patriarca, a nuestro tío, nuestros primos hermanos, cuyos hijos son nuestros hijos. Y ¿para qué, Krishna? ¿Para qué?
¿Por un pedazo de tierra?”
Krishna no daba señal de haberme oído y miraba más allá de todas las cosas.
“¿Quién quiere ser Señor de la Tierra? No, Krishna. No. Nunca. No los mataré. No podría matarlos por nada en los tres mundos y mucho menos por un trozo de tierra. Mejor que me maten a mí, Krishna.”
Krishna parecía imperturbable. “Suponemos que actúan motivados por la codicia. ¿Qué nos motiva a nosotros? No lucharé.”

Tuve deseos de llorar y deposité el Gandiva en el castillo del carro para demostrar lo que sentía. Krishna estaba inmóvil, las riendas en la mano izquierda, el látigo levemente alzado en la derecha, en una actitud tan indiferente como cuando Sisupala de los Chedis lo insultó.

“¿Hay alguna diferencia, Krishna, entre derrotarlos y que nos derroten? Y, cuando los hayamos matado, ¿entonces qué? Ni tú podrás librarme de mi angustia.” Quería oírle hablar. “Dame, Krishna, tu bendición, porque nunca la he necesitado como ahora. Pero recuerda: no lucharé.” Contemplé al Gran Patriarca.
“Hablas como un cobarde, Jishnu.” Llegó como un chicotazo, pero no me importó. Las lágrimas empezaron a manar de mis ojos. “Arjuna, tú lucharás.” Las palabras podían haber sido pronunciadas por un hombre insensible. “¿Eres un cobarde, para comportarte así? El momento de la lucha ha llegado.” Krishna alzó el látigo como para azuzar a los caballos.
Le aferré el brazo y le espeté: “¿Matar a los gurus? ¿Qué te ocurre, Krishna? El Gran Patriarca y Dronacharya son mis gurus. Yo los venero. No pienso comer alimentos manchados con sangre todo el resto de mi vida.”
Las lágrimas me corrían por el rostro. ¿Cómo podía Krishna no entender lo que decía, él, que había ido a Hastinapura para salvaguardar nuestro dharma a los ojos del mundo?
Yo estaba furioso. Le sacudí el brazo. “Que se lo queden todo. Mejor un cuenco de limosnas que asesinar a los propios gurus. Hemos debido de estar locos para creer que podríamos hacerlo.”
Las facciones de Krishna no se inmutaban. Yo arrojaba palabras contra el viento, pero no podía cesar. Y las palabras retornaban a mí. “¿Para qué? ¿Para qué?” Krishna me miraba aún. “Krishna, nada, nada, nada puede hacerme matar a Bhishma y a mis gurus.”
Cuando por fin Krishna habló, su voz era fría y meditabunda. “Te lamentas, Arjuna...
¿por qué te lamentas? Los que poseen conocimiento no se lamentan ni por los vivos ni por los muertos. ¿Crees de verdad que algún ser tiene necesidad de plañidos? Tus palabras tienen el timbre de la sabiduría, pero no su substancia.”

Era como estar en el bosque escuchando a los sabios, sólo que él me pedía que matara al Gran Patriarca, a Dronacharya y a Ashwatthama. Y éstos no eran para mí ‘los vivos o los muertos’. Lo mismo habría podido pedirme que matara a mi madre. No contesté, pero no estaba dispuesto a luchar. Hay formas de infundir ánimo en el corazón de un cobarde para hacerlo combatir. ¿No lo había hecho yo con Uttarakumara? Pero esto era otra cosa.

Yo conocía la diferencia entre el bien y el mal, y el Dharma me soldaría a mi asiento. Vi que Krishna lo veía. Y así permanecimos sentados y así permanecería yo hasta que Krishna hiciera volverse a los caballos. ¿Qué otra cosa podía hacer él, que había prometido no luchar? Así se decidía al fin la incesante vacilación entre la guerra y la paz. Y entonces, Krishna empezó a hablar otra vez, lentamente.
“¿Crees que hubo una vez un tiempo en el que yo o tú no existiéramos?” La pregunta se repitió a sí misma en mi mente. “¿Crees que hubo una vez un tiempo en el que yo o tú no existiéramos? ¿Crees que hubo una vez un tiempo en el que todos estos Señores de los hombres por los que tanto sufres no existieran?” Me hablaba como si fuera un niño, dulcemente, desconcertándome. “¿Y crees que alguno de nosotros dejará de ser alguna vez, por un sólo instante, en la eternidad?”

Eternidad... eternidad... eternidad... Krishna hablaba de la eternidad. Sus palabras continuaron resonando en mí como los ecos de una vina cuyas cuerdas han dejado de vibrar. A través de ellos llegó el sentido de lo que siempre me había dicho él.

Habíamos venido a la Tierra para este inmenso baño de sangre, para limpiar al mundo de su veneno. El Supremo lo quería y la Tierra lo quería, y los dos en nosotros confluían.

Y el Tiempo lo quería, y nos encontraba aquí, en el campo de batalla de Kurukshetra, en la eternidad, eternidad, eternidad. En la eternidad, estábamos abriendo la puerta a la Kali Yuga, la Era de Hierro. Era el tiempo para ello, pero yo no me podía mover. Los hombres pecarían y asesinarían, pero era el tiempo para ello.


GLOSARIO


Krishna decía aún: “Levántate y batalla, Arjuna.”

Abhimanyu: Hijo de Arjuna con Subhadra.

Acharya: Literalmente, ‘maestro’. Título de Drona y de Kripa, preceptores de los príncipes
Kurus.

Adharma: Contra la ley moral. Como el hinduismo carece de una palabra para pecado o mal
(p∼pa sugiere crimen, daño, mal comportamiento), adharma sirve de término común a cualquier
forma de injusticia o violación de la ley moral.

Agni: Fuego. El dios del fuego en los Vedas, una de las tres deidades védicas mayores.

Amaravati: Morada de la Inmortalidad. Capital celestial de Indra emplazada, según la leyenda, cerca del monte Meru, el pico del Cielo. Se conoce también por Devapura, la ciudad de los dioses.

Amba: Hija mayor del Rey de Kasi, es decir, de Varanasi o Benarés.

Ambalika: Hija menor del Rey de Kasi, viuda de Vichitravirya y madre de Pandu a través de
Vyasa.

Ambika: Segunda hija del Rey de Kasi, viuda de Vichitravirya y madre de Dhritarashtra a través de Vyasa.

Anga: Probablemente los territorios de Bhagalpur en Bengala. Su capital era Champa.

Anjali: La cavidad formada al doblar y unir las manos, el hueco de las manos; de aquí el saludo de respeto o namaskara.

Apsara: Ninfa del cielo de Indra. Las más celebradas son Urvasi, Menaka y Rambha.

Arjuna: El tercero de los hermanos Pandavas.

Ario: Leal, noble, señor. Nombre de la raza invasora que se instaló en el norte de la India, según la teoría más generalizada.

Aryavarta: Una parte del norte de la India dominada por los arios en el segundo milenio antes de la Era Común. Posteriormente se extendió, de acuerdo con Manu, del océano occidental al oriental.

Ashram: Refugio. Término popular para denotar la ermita de un Rishi u hombre santo.

Astra: Cualquier arma o proyectil.

Asura: Antidiós. Es la forma por excelencia del enemigo de los dioses. Los asuras incluyen a los
daityas y los danavas; son descendientes de Kashyapa.

Ashvasena: Serpiente que vivía en el bosque de Khandava. Era hija de Takshaka.

Ashwatthama: Literalmente, ‘de voz de caballo’. Nombre del hijo de Drona y Kripi, llamado así porque su primer grito al nacer se pareció al relincho del corcel celestial Ucchaishravas.

Babhruvahana: Hijo de Arjuna y Chitrangada.

Balarama. Rama el Fuerte. Hermano mayor de Krishna, llamado también Madhupriya, es decir, Amante del Vino.

Bhagadatta: Rey de Pragjyotishapura, nacido del miembro de un asura.

Bharadwaja: Un gran yogui del clan Angiras a quien se atribuyen muchos himnos védicos. Era hijo ilegítimo del sabio Brihaspati y de Mamata, esposa del sabio Utathya.

Bhárata: Hijo de Dushyanta y de Shakuntala. Es el ancestro de los héroes del Mahabharata y rey de la tribu védica de los Kurus. Conquistó el país y dio su nombre a la India (Bhárata y Bharatavarsha), confinada entonces a la zona norte ocupada por los pueblos indoeuropeos.

Bhargava: Descendiente de Bhrigu y gran maestro de artes marciales que despreciaba a los
kshatriyas. Bhishma, Drona y Karna fueron discípulos suyos.

Bhima: El Temible. El segundogénito de los Pandavas.

Bhishma: Hijo del Emperador Shantanu y de la diosa Ganga, es decir, de la personalidad divina del río Ganges. Gran Patriarca de la Casa Kuru, llamado originalmente Devavrata y luego Bhishma a causa de su voto de castidad.

Bhurisravas: Un rey de la dinastía Kuru, hijo de Somadatta.

Brahmacharya: Autocontrol, a menudo en el sentido del celibato. Un brahmachari es alguien que ha renunciado a los placeres de los sentidos.

Brahmasira-astra: Un nombre del arma favorita de Shiva, la lanza Pasupata, con la que mató a los daityas y con la que destruirá el universo al final del ciclo cósmico.

Brihaspati: Señor de la Grandeza. El sacerdote familiar de los Pandavas.

Chaitra: El último mes del año hindú (marzo-abril).

Chaityaka: Una montaña situada cerca de Girivraja, la capital de Magadha.

Chakora: La perdiz india de patas rojas que, según la leyenda, se enamoró de la luz de la luna y bebe gotas de esencia lunar.

Chakra: Círculo, disco, centro de consciencia en el cuerpo sutil.

Champak: Flor perfumada de pétalos color crema.

Chedi: Nombre de Sisupala, hijo de Damaghosha y Rey de los Chedis. Nombre, también, de un país y de sus gentes. Ocupaban las orillas del Narmada.

Chitrangada: Hija del Rey Chitravahana, esposa de Arjuna y madre de Babhruvahana.

Chitrasena: Un jefe de los yaksas.

Chitravahana: Rey de Manipura durante los tiempos puránicos.

Dakshina: Recompensa a un brahmín que dirige un sacrificio o yajna; tributo a un maestro por sus enseñanzas.

Dantavaktra: Rey de Karusha. Renació como el asura Krodhavasa.

Daruka: Nombre del auriga de Krishna.

Deva: Dios, poder celestial, deificación o personificación de fuerzas y fenómenos naturales. Literalmente, ‘luminoso’.

Devadatta: Nombre de la caracola de Arjuna, que provenía de un lago al norte del Kailasa. Devadatta había pertenecido originalmente a Varuna, dios de las aguas.

Devaki: Mujer de Vasudeva y madre de Krishna. Devavrata: Nombre original de Bhishma. Dhananjaya: Uno de los títulos de Arjuna.
Dharma: De la raíz dhri, ‘ser estable, firme’. Código de buena conducta, patrón de la vida noble, reglas y observancias religiosas.

Dhaumya: Sacerdote familiar de los Pandavas.

Dhrishtadyumna: Hermano de Draupadi. Como líder de las huestes Pandavas y en cumplimiento de su destino, mató a Drona, el maestro de los príncipes Kurus en las artes marciales.

Dhristaketu: Nombre de un hijo de Dhrishtadyumna. Nombre también del hijo de Sisupala y aliado de los Pandavas a la muerte de su padre. Nombre, por último, de un Rey de los Kekayas y aliado de los Pandavas.

Dhritarashtra: Literalmente, el que gobierna con estabilidad. Hermano de Pandu y gobernante ciego de Hastinapura.

Draupadi: La morena hija del Rey Drupada de Panchala y esposa de los cinco hermanos
Pandavas.

Drona: Literalmente, ‘cubo’. El maestro brahmín de los príncipes Kurus en las artes marciales, llamado así porque según la leyenda nació en un cubo.

Drupada: Padre de Draupadi y Rey de Panchala. Tras la derrota a manos de los Kurus, se vio forzado a compartir su reino con Drona.

Dusala: Única hija de Dhritarashtra; esposa de Jayadratha.

Duhsasana: Literalmente, ‘difícil de dominar’. El segundo de los cien hijos de Dhritarashtra.

Durga: La diosa del universo. Durga posee diferentes formas y aspectos. Parvati, esposa de
Shiva, es un aspecto de Durga.

Durvasa: Literalmente, ‘mal vestido’. Un sabio fácilmente irritable, hijo de Atri y de Anasuya.

Duryodhana: Literalmente, ‘difícil de conquistar’. Primogénito de Dhritarashtra a través de
Gandhari.

Dwaitavana: Bosque en que los Pandavas pasaron parte de su exilio.

Dwaraka: Literalmente, ‘la de las muchas puertas’. Nombre de la capital del reino de Krishna.

Ekalavya: Hermano de Shatrughna. Fue abandonado en la infancia pero hallado y educado por los miembros de una tribu Nishada. Se cortó el pulgar de la mano derecha cuando Drona se lo exigió como dakshina. Posteriormente fue rey.

Gada: Nombre de un demonio matado por Hari. Nombre de la maza hecha por Vishvakarman de los huesos del demonio y ofrecida a Vishnu. Nombre de un arma de Bhima.

Gandhara: Una franja de tierra de la antigua Bhárata. Se cree que se extendía desde las orillas del río Sindhu hasta Kabul. La Gandharistis de Herodoto, un reino al oeste de los Indus.

Gandhari: La princesa de Gandhara, esposa del rey ciego Dhritarashtra, hermana de Sakuni y madre de Duryodhana.

Gandiva: Nombre del arco de Arjuna. Según la leyenda, el dios Soma se lo había entregado a
Varuna, éste a Agni, y Agni se lo regaló a Arjuna.

Gandhamadana: Literalmente, ‘fragancia embriagadora’. Nombre de una de las cuatro montañas que cercaban la región central del mundo.
Ganga: El río más sagrado del hinduismo, el Ganges, personificado a menudo como una diosa, hija mayor de Himavat (los Himalayas) y Menaka. En el Mahabharata, Ganga es la madre de Bhishma y esposa del Emperador Shantanu.

Gayatri Mantra: La estrofa más sagrada de los Vedas.

Ghat: Campo crematorio o cementerio.

Ghatotkacha: Hijo de Bhima y la rakshasa Hidimbi.

Ghi: Mantequilla purificada, hecha de la nata de la leche de búfalo o de otro tipo de leche.

Gokula: El distrito pastoral sobre el río Yamuna donde Krishna pasó su infancia.

Hanuman: El dios simio del Ramayana. Es hijo de Vayu, dios del viento; por ello es capaz de volar. En el Mahabharata es hermano de Bhima, que es míticamente hijo de Vayu.

Hastinapura: Literalmente, ‘ciudad de elefantes’. Capital del reino Kuru. Sus ruinas han sido identificadas sesenta millas al nordeste de Delhi.

Hidimba: Un rakshasa con el que los Pandavas se enfrentaron tras huir del palacio de cera. Hidimbi: Hermana de Hidimba y madre de Ghatotkacha a través de Bhima. Hiranyadhanusha: Rey de una tribu forestal y padre de Ekalavya.

Hotravahana: Un rey piadoso, abuelo de Amba.

Indra: El dios de los Cielos, Señor del panteón hindú.

Indraloka: El mundo o la esfera de Indra, adonde van los kshatriyas heroicos después de la muerte.

Indraprastha: La capital de los Pandavas. Este nombre se usa todavía para una sección de Delhi.

Jambhavati: Hija de Jambavat, Rey de los Osos; probablemente, una tribu aborigen. Jarasandha:
Literalmente, ‘unido por Jara’. Un rey de Magadha, llamado así porque nació en dos
mitades de las dos esposas de Brihadratha.

Jaya: Nombre de uno de los porteros del palacio de Vishnu. Nombre también de uno de los cien hijos de Dhritarashtra.

Jayadratha: Rey de Sindhu y esposo de Dusala, la única hermana de Duryodhana.

Jayatsena: Rey de Magadha e hijo de Jarasandha. Nombre también de un hijo de Dhritarashtra.
Jimuta: Nombre de un luchador famoso matado por Bhima.

Jishnu: Victorioso, triunfante. Un epíteto de Indra, del hijo de Indra, Arjuna, y de Vishnu.

Kailasa: Una montaña sagrada de los Himalayas, morada de Shiva y, en algunos mitos, también de Kubera, dios de las riquezas.

Kalakuta: Un violento veneno que, según el mito, emergió mientras dioses y asuras cuajaban el
Océano de Leche primordial.

Kalinga: País al sur de Odra u Orissa que se extiende hasta las bocas del Godavari.

Kaliyuga: Era de Kali. En el juego de dados, Kali es el uno, un signo de mala suerte. Kaliyuga es la cuarta, y presente, era del mundo. Empezó en el 3102 a.E.C. y durará 432.000 años. Después de ella, el ciclo universal recomenzará.

Kampila: Una antigua ciudad en el sur de Panchala y capital del Rey Drupada.

Kamsa: Un rey tirano de Mathura, hijo de Ugrasena y tío de Krishna. Según una profecía, moriría a manos de un sobrino suyo y trató de acabar con todos ellos. La profecía, sin embargo, se cumplió y Krishna mató a su tío Kamsa.

Kanika: Un brahmín ministro de Dhritarashtra.

Karma: Concepción hindú de la retribución moral. Filosóficamente, el Karma crea la urdimbre fundamental del destino y las reencarnaciones manteniendo el equilibrio de la justicia universal.

Karna: Hijo de Kunti y el Sol antes del matrimonio de aquélla con Pandu. Fue abandonado por
Kunti y criado por Adhiratha, el auriga, y su mujer Radha.

Kashyapa: Literalmente, ‘tortuga’. Un sabio védico del Mahabharata, que desposó a Aditi y a otras doce hijas de Daksha.

Kasi: Una de las siete ciudades sagradas de la India, actualmente Varanasi o Benarés.

Kartavirya: Rey de los Haihaya, en el valle de Narmada; gran guerrero de mil brazos que fue hecho prisionero por el demonio Rávana.

Kaustubha: Una joya mágica surgida al batir el Océano Primordial.

Khandava: Bosque de Indra en el Kurukshetra quemado por Agni con ayuda de Krishna y
Arjuna.

Khandavaprastha: Un bosque en el que vivieron los Pandavas durante su exilio.

Kichaka: Cuñado del Rey de Virata; fue violentamente destruido por Bhima a causa de sus insinuaciones lascivas a Draupadi.

Kokila: El cuco indio.

Kosala: Uno de los reinos no arios del este de la India.

Kripa: Hijo del Rishi Saradvat y la ninfa Urvasi; hermano de Kripi y, por tanto, tío de
Ashwatthama. Kripa fue uno de los dos grandes instructores militares de los príncipes Kurus.

Kripi: Esposa de Drona, el maestro de los príncipes Kurus, y madre de Ashwatthama.

Krishna: Literalmente, ‘negro’. Según el Mahabharata, el dios Vishnu se arrancó un pelo blanco y otro negro de la cabeza; el blanco entró en el seno de Rohini como Balarama, el negro fue destinado a Devaki para ser Krishna; de ahí que a Krishna se le llame también Keshava, es decir, de cabello negro. Su padre Vasudeva era hermano de Kunti, esposa de Pandu; Krishna era, por tanto, primo hermano de los Pandavas.

Kritavarman: Uno de los tres guerreros Kauravas que masacraron a los Pandavas mientras estos dormían en una razia nocturna. Fue asesinado más tarde en Dwaraka, en una reyerta ebria.

Kshatriya: La segunda casta del hinduismo después de los brahmines; es la casta guerrera y gobernante. El Diccionario de la Real Academia da la forma chatria, que fonéticamente es muy deficiente con respecto a la original.

Kumkum: Punto rojo en el entrecejo que forma parte del maquillaje femenino indio.

Kunti: Madre de los Pandavas y de Karna, esposa de Pandu.

Kuntibhoja: Rey de Kuntiraja y padre adoptivo de Kunti.

Kuru: Príncipe de la raza lunar; ancestro de Dhritarashtra y Pandu de quien surge la raza de los Kurus o Kauravas. En esta narración, se usa preferentemente la palabra Kuru para designar la línea general a la que pertenecen los hijos de los dos reyes y Kauravas para nombrar a los hijos de Dhritarashtra por oposición a los Pandavas.

Kurujangala: Reino de la India antigua cuya capital era Hastinapura; recibió su nombre de Kuru, el príncipe fundador.

Kurukshetra: Literalmente, ‘campo de los Kurus’. Área al sur del río Saraswati y al norte del
Drisadwati donde tuvo lugar la batalla entre Kauravas y Pandavas.

Kusa: Una clase especial de hierba, la poa cynosuroides, usada en los rituales hindúes.

Latavesta: Montaña al sur de Dwaraka.

Madra: Antigua área de Bhárata situada cerca del río Jhelum. Madri, esposa de Pandu, era princesa de Madra.

Madri: Mujer de Pandu y coesposa de Kunti, madre de los Pandavas mellizos Sahadeva y
Nakula.

Magadha: Una ciudad famosa en la antigua India llamada hoy Rajagriha.

Mahatma: Literalmente, ‘alma grande’. Epíteto atribuido a las grandes personalidades espirituales y sabios.

Maitreya: Sabio de gran esplendor y cortesano de Yudhisthira.

Manmatha: Nombre de Kama, dios del amor.

Mantra: Una fórmula verbal cargada de poder mágico o místico. El mantra puede consistir en una sola sílaba o bija, o una palabra o grupo de palabras extraídas de los tres Samhitas o Escrituras: el Rig, el Yajur y el Sama Veda, que son las partes originales de los Vedas.

Manu: Literalmente, ‘ser pensante’. Nombre genérico atribuido a los catorce progenitores de la humanidad.

Markandeya: Un sabio brahmín.

Matali: El auriga de Indra.

Maya: Un arquitecto asura de gran destreza. Maya es, también, la ilusión cósmica, el engaño por el que el Supremo aparece como la multiplicidad fenomenológica y el mundo físico parece real.

Maya-sabha: El Salón de la Asamblea construido para Yudhisthira en Indraprastha por el demonio Maya.

Mleccha: Literalmente, ‘extranjero, bárbaro’. Alguien no perteneciente a la nación aria y epíteto aplicado también a los indoarios que hablaban sólo un dialecto regional.

Nagaloka: El submundo o esfera de las serpientes, es decir, nagas, llamado Patala también.

Nakula: Uno de los mellizos Pandavas, hijo de Pandu y Madri. Se casó con Karenumati, princesa de Chedi, y su hijo fue Niramitra.

Nanda: El vaquerizo que, con Yashoda, se convirtió en el padre adoptivo de Krishna. Nombre también de una dinastía que sucedió a Ajatsatru y su linaje en el trono de Magadha.

Nara: Literalmente, ‘hombre’. Apodo de Arjuna, que se le aplica en conjunción con el de
Krishna: Narayana.

Narada: Uno de los siete grandes Rishis. De acuerdo con una leyenda, nació de la frente de
Brahma y, de acuerdo con otra, era hijo de Kashyapa.

Narayana: Literalmente, ‘el que se mueve sobre las aguas’; también, ‘morada de hombres’. Brahma fue llamado así porque reposó primero en las aguas cósmicas. Es, además, el nombre que Krishna recibe en conjunción con el equivalente de Arjuna: Nara.

Nim: Un _rbol indio, el azadirachta indica (melia azadirachta).

Nishada: Una tribu de las montañas de Vindhya.

Nitishastra: Una clase de escritos éticos y didácticos de todo género, que incluye colecciones de fábulas y preceptos morales.

Panchala: Probablemente territorio septentrional en el moderno Punjab; nombre del reino del padre de Draupadi.

Panchali: Otro de los nombres de Draupadi, esposa de los Pandavas e hija de Drupada. Panchajanya: Caracola de Krishna, formada por la concha del demonio marino Panchajanya. Pandavas: Nombre genérico de los hijos de Pandu.

Pandu: Literalmente, ‘pálido’. Hermano de Dhritarashtra y Vidura, Rey de Hastinapura y padre terrenal de los cinco héroes Pandavas.

Pandya: Rey de Vidharbha; un gran devoto de Shiva.

Parashara: Nieto de Vasishtha. De su relación con Satyavati nació Vyasa, autor y compilador del Mahabharata.

Parashurama: Una de las encarnaciones de Vishnu, hijo de Jamadagni y Renuka.

Pasupata: El arma llamada también Brahmasira. Se tenía por arma favorita de Shiva, con la que destruye a los Daityas.

Paundra: Una de las tribus bárbaras de la India antigua.

Phalguna: El undécimo mes del calendario hindú, es decir, febrero-marzo.

Pitambara: Tela amarilla portada por Vishnu alrededor de las caderas como vestido principal. Simboliza los Vedas y es también un nombre de Krishna por las ropas ocre que éste llevaba.

Prabhasa o Prabhasatirtha: Un lugar sagrado situado en Saurashtra.

Pradakshina: Circunvalación. El prefijo pra- indica un proceso natural; dakshina es, literalmente, ‘el sur’; en este contexto denota un movimiento circunvalatorio en relación al sol. El objeto rodeado queda siempre a la derecha.

Pradyumna: Un hijo de Krishna con su esposa Rukmini que casó con Prabhavati.

Pragjyotisha: El palacio de Narakasura y fortaleza invencible de los asuras.

Pranayama:  Control  o  suspensión  de  la  respiración;  de  prana,  ‘hálito  vital’  y  ayama,
‘contención’.

Prativindhya: Hijo de Draupadi con Yudhisthira.

Puja: Adoración, culto, homenaje.

Purohita: Un tipo de sacerdote védico.

Purochana: Espía de Duryodhana que debía quemar a los Pandavas en la Morada de Deleite.

Puru: El hijo menor de Yayati y Sharmistha. Ancestro de los Pandavas perteneciente a la línea lunar.

Purumitra: Uno de los hijos de Dhritarashtra.

Pusan: Otro de los nombres del Sol.

Putana: Una diablesa del orden vampírico que trató de envenenar a Krishna de pequeño dándole a beber de sus pechos ponzoñosos, pero que éste mató.

Raga: El término deriva de la raíz ranj, ‘dar color’, pero figurativamente significa ‘teñir de emoción’. Es una composición musical, nota o melodía.

Rahu: Literalmente, ‘el que atrapa’. Es el nombre postvédico del demonio responsable de los eclipses de Sol y Luna.

Raivataka: Una montaña de Gujarat.

Raja: Rey, soberano, príncipe o jefe. Nombre también del perro de Yudhisthira.

Rajanya: Designación védica de la clase kshatriya.

Rajasuya: Literalmente, ‘sacrificio real’. Un gran sacrificio realizado al coronar un rey, de naturaleza religiosa pero consecuencias políticas porque el que lo instituía era un Señor del sacrificio, un rey de reyes, y sus príncipes vasallos tenían que acudir al rito.

Rakshasa: Probablemente, gente no aria tratada por la clase gobernante de los arios como demonios capaces de cambiar de forma a voluntad.

Rama: El héroe regio de la épica de Valmiki conocida como Ramayana.

Rávana: Un rakshasa de diez cabezas y veinte brazos que gobernaba Lanka o Ceilán, el actual
Sri Lanka.

Rishi: Hombre santo, vidente.

Rohini: La parte femenina de Rohita, el Sol naciente personificado. Es también una divinidad estelar concebida como hija de Daksha y esposa de Soma, la Luna. Rohini, una de las estrellas rojas de la constelación de Tauro, sería así una de las veintisiete esposas de Soma que representan los veintisiete asterismos lunares. Finalmente, Rohini es el nombre de una de las esposas de Vasudeva y madre de Balarama.

Rohitaka: Montaña famosa en los Puranas y nombre de los lugares que la rodean. El nombre actual del área es Rohtak (Haryana).

Rudra: Dios védico de la tempestad, asimilado posteriormente a Shiva.

Rukmin: Nombre del hijo mayor de Bhishmaka, Rey de Vidharbha.

Rukmini: Hija de Bhishmaka, Rey de Vidharbha, y esposa de Krishna.

Sabha: Asamblea o Salón de la Asamblea.

Sadhu: ‘Excelente’, exclamación de aprobación.

Sahadeva: El más joven de los hermanos Pandavas, segundo de los mellizos e hijo de Madri.

Sala: Uno de los cien hijos de Dhritarashtra. Nombre, también, de uno de los tres luchadores enviados por Kamsa para atacar a Krishna en Mathura.

Salwa: Un rey kshatriya enamorado de Amba, la hija del Rey de Kasi.

Samkhya: Una de las seis vías filosóficas ortodoxas del hinduismo o darshanas. Se trata de una doctrina dualista atribuida al sabio Kapila.

Sandiyani: Preceptor de Krishna y Balarama, de quien éstos estudiaron los Vedas, dibujo, astronomía, Gandharva Veda, medicina, doma de caballos y elefantes, y tiro con arco.

Sanjaya: Auriga y consejero de Dhritarashtra.

Sankha: Uno de los hijos del Rey Virata.

Sarana: Un kshatriya del clan Yadu, hijo de Vasudeva y Devaki, y hermano de Krishna y
Balarama.

Sarasa: Un hijo de Yadu. Fundó la ciudad de Kraunchapura a las orillas del río Vena, en el sur de la India.

Saraswati. Literalmente, ‘fluyente, melifluo’. Un río importante de la India, pero también personificación del mismo como diosa, consorte de Brahma y deidad del habla y del conocimiento.

Satasringa: Una montaña donde Pandu pasó su tiempo de austeridad.

Satyabhama: Literalmente, ‘que posee verdadero esplendor’. Nombre de una hija del príncipe
Yadava Satragita y esposa de Krishna.

Satyaki: Un primo de Krishna. Era el auriga de Krishna y fue asesinado por Kritavarman en una reyerta de borrachos en Dwaraka.

Satyavati: Hija de un pescador de la que se enamoró el Emperador Shantanu. Madre de Vyasa por su relación con el sabio Parashara, y madre de Vichitravirya y Chitrangada por su matrimonio con el emperador.

Savitri: La hermosa y virtuosa hija de Ashwapati, Rey de Madra.

Samba: Un hijo cínico y disoluto de Krishna y Jambhavati.

Shankara: ‘Dador de felicidad’, uno de los epítetos de Shiva.

Sakuni: Hermano de Gandhari y tío de los Pandavas.

Salya: Rey de Madra y hermano de Madri, segunda esposa de Pandu; tío, por tanto, de los
Pandavas por el lado materno.

Shantanu: Uno de los hijos del rey Pratipa, de la línea lunar; marido de Ganga y padre de
Bhishma.

Shanti: Paz, tranquilidad, ausencia de pasión.

Shastra: Designación de los textos sagrados del hinduismo, principio o precepto escrito.

Sikhandin: Hijo de Drupada y encarnación posterior de Amba, la princesa raptada por Bhishma que hizo voto de vengarse de él en otra vida.

Sisupala: Un hijo de la hermana de Vasudeva, el padre de Krishna. Sisupala es, por tanto, primo hermano de Krishna.

Shiva: El aspecto destructivo de la trinidad divina del hinduismo.

Sindhu: Reino famoso en los Puranas. Jayadratha, el Rey de Sindhu, acudió al swayamvara de
Draupadi.

Sita: Literalmente, ‘surco’. Heroína del Ramayana, llamada así porque apareció en un surco arado por su padre Janaka durante un rito sacrificial para obtener progenie.

Soma: El jugo de una planta lechosa, trepadora, la asclepias acidu, cuya fermentación se bebía durante los oficios rituales. Soma significa también la Luna.

Somadatta: Literalmente, ‘dado por el dios Soma’. Nombre de un rey de la dinastía Iksvaku. Nombre también de un monarca de Panchala, biznieto de Sanjaya y nieto de Sahadeva.

Sloka: Estrofa. Principal forma métrica épica sánscrita.

Subhadra: Hija de Vasudeva, hermana de Krishna, esposa de Arjuna y madre de Abhimanyu.

Sudeshna: Esposa de Virata, el Rey de Matsya durante el exilio de los Pandavas.

Sudra: La cuarta casta del sistema social hindú o casta servil.

Sunama: Un hijo del Rey Suketu. Nombre, también, de un hijo del Rey Ugrasena, hermano de
Kamsa; este Sunama murió a manos de Krishna y Balarama.

Sundara: Un gandharva hijo de Virabahu. Debido a la maldición de Vasishtha, renació como
rakshasa; Vishnu lo salvó más tarde de su caída condición.

Surya: el dios Sol.

Susaman: Brahmín que participó en el Rajasuya de Yudhisthira.

Suta: Cochero, auriga.

Sutasoma: Hijo de Bhima y Draupadi.

Sutaputra: Mote de Karna; literalmente, ‘hijo de cochero o auriga’.

Swayamvara: De swayam, ‘uno mismo, propio’, y vara, ‘elección’. El derecho ejercido en tiempos antiguos por las muchachas nobles para escoger marido.

Takshaka: Una feroz serpiente del bosque de Khandava.

Tapasya: Austeridad espiritual, esfuerzo o ascesis.

Trigarta: Literalmente, ‘triplemente guardado’. Un territorio en el norte de la India identificado con una parte del moderno Punjab.

Udana Kridana: Literalmente, ‘jardín de placer’.
Uluka: Un hijo de Sakuni.

Ulupi: Una hija de Kauravya, Rey de los Nagas. Arjuna tuvo con ella relación marital y Ulupi actuó de nodriza para su hijastro Babhruvahana.

Uma: Esposa de Shiva, hija de Himavat y la apsara Menaka.

Upasunda: Nombre de un asura hijo de Nikumbha y hermano menor de Sunda.

Urmila: Hija del Rey Janaka, hermana de Sita y esposa de Lakshmana.

Urvasi: Ninfa celestial que fue condenada a vivir en la Tierra como esposa de Pururavas. Uttara: Hija del Rey Virata dada en matrimonio a Abhimanyu, el hijo de Arjuna y Subhadra. Uttarakumara: Hijo menor del Rey Virata que actuó como auriga de Arjuna cuando éste se
enfrentó a los Kauravas en el norte de Matsya.

Vahlika: Uno de los reyes participantes en la guerra entre Pandavas y Kauravas.

Vaishya: Tercera casta del sistema social hindú; es la formada por mercaderes, comerciantes y artesanos.

Vaishnava: El culto a Vishnu y designación de los seguidores de este culto.

Vajra: Arma mágica de Indra semejante al rayo.

Vanga: Un estado importante de la India antigua; actualmente, Bengala.

Varanasi: Nombre moderno de la antigua ciudad de Kasi, Benarés, uno de los grandes centros religiosos de peregrinaje.

Varanavata: Pequeña ciudad cerca de Hastinapura con un lago al borde del cual los Pandavas fueron atacados por sus enemigos.

Varuna: La más antigua divinidad védica, creador del cielo y de la tierra. En la mitología posterior hindú es concebido como Señor de las Aguas.

Vasishtha: Literalmente, ‘el más rico’. Uno de los siete grandes sabios o saptarishis a los que se atribuyen algunos de los himnos védicos.

Vasudeva: Hermano de Kunti y padre de Krishna a través de Devaki, la más joven de sus siete esposas. La misma palabra acentuada en la primera sílaba es uno de los nombres de Krishna, que significa ‘hijo de Vasudeva’.

Vasuki: La serpiente mítica engendrada por Kadru. Como Sesa y Takshaka, era uno de los reyes
Nagas.

Veda: ‘Sabiduría’. Se trata de cuatro colecciones muy antiguas de himnos religiosos canónicos del hinduismo.

Vedangas: Miembros -angas- de los Vedas, que incluyen seis tratados. Su propósito original era asegurar que cada parte de las ceremonias sacrificiales se oficiase correctamente.

Vibhishana: Hermano de Rávana, el Rey de Lanka.

Vichitravirya: Literalmente, ‘muy bravo’. El hijo menor del Emperador Shantanu con Satyavati.

Vidura: Hijo de Vyasa con una criada de Satyavati. De los tres hermanos Kurus, es quien posee la sabiduría imparcial.

Vijaya: Uno de los cien hijos de Dhritarashtra. Vikarna: Uno de los cien hijos de Dhritarashtra. Vina: El laúd indio.
Virata: Rey de Matsya, cerca de la moderna Jaipur.

Vishvakarman: Literalmente, ‘el que todo lo consigue’. En el Rig Veda, personificación del poder omnicreador y arquitecto del universo.

Vrishni: Un famoso rey de la dinastía Yadu. Fue el hijo menor de Bhimasatvata, gobernante del reino Yadava en el noroeste de la India.

Vyasa: Compositor legendario del Mahabharata.

Yadava: Nombre de la tribu de Krishna. Eran nómadas, pero posteriormente gobernaron
Dwaraka, en Gujarat, en la India occidental.

Yaksa: Un orden de seres divinos, seguidores del dios de las riquezas, Kubera.

Yama: Dios de la Muerte; de acuerdo con la leyenda, es hijo del Sol.

Yamuna: Un río tributario del Ganges, personificado como hija del Sol.

Yantra: Un diagrama místico, geométrico, que representa simbólicamente el universo divino con sus deidades y mantras; se supone dotado de poderes ocultos.

Yashoda: Madre adoptiva de Krishna y esposa del vaquerizo Nanda.

Yati: Nombre de un rey que era el hijo mayor de Nahusa y hermano de Yayati. Nombre también de una comunidad mítica de ascetas asociados a los Bhrigus en la adoración de Indra.

Yojana: Medida métrica india equivalente a una jornada de marcha, entre 14,7 y 16 km. según épocas y lugares.

Yuddhashala: Academia militar.

Yudhisthira: El mayor de los hermanos Pandavas.

Yuvaraj: Príncipe heredero.

Yuyutsu: Hijo de Dhritarashtra con una esposa vaishya.