LA DECADENCIA DE OCCIDENTE. CAP. 5

CAPÍTULO V





LA IDEA DEL ALMA Y EL SENTIMIENTO DE LA VIDA














I




DE LA FORMA DEL ALMA




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Todo filósofo de profesión está obligado a creer, sin serio examen, en la realidad de algún objeto al que puedan aplicarse los métodos intelectualistas. En efecto, la existencia espiritual del filosofo depende toda de esa posibilidad. Asi, pues, para todo lógico y psicólogo, por escéptico que sea, hay un punto en donde la critica enmudece y la fe comienza, un punto en donde el más severo analítico cesa de aplicar su análisis; y este punto es precisamente su propia existencia personal como lógico y psicólogo, esto es, la posibilidad de resolver su problema, la realidad misma del problema que le ocupa. La proposición siguiente: es posible determinar mediante el pensamiento las formas del pensamiento, no ha sido nunca puesta en duda por Kant, aunque al no filósofo le pueda parecer harto dudosa. La proposición siguiente: hay un alma, cuya estructura es científicamente investigable, o la siguiente: lo que yo por observación critica de mis actos conscientes consigo aislar en forma de «elementos» psíquicos, «funciones» psíquicas,
«complejos» psíquicos, esa es mi alma—estas proposiciones no han sido jamás puestas en duda por ningún psicólogo. Y, sin embargo, hubieran debido surgir aquí las más fuertes dudas. ¿Es posible, en general, una ciencia abstracta del alma? ¿Es lo que por este camino se encuentra idéntico a lo que se busca? ¿Por qué toda psicología, entendida no como conocimiento de los hombres, no como experiencia de la vida, sino como ciencia, ha sido siempre y sigue siendo la más superficial e inválida de las disciplinas filosóficas, coto de caza lamentablemente vacío, para uso exclusivo de los ingenios medianos y los sistemáticos infecundos? El motivo es fácil de descubrir. La psicología «empírica» tiene la desgracia de no poseer siquiera un objeto, en el sentido de la técnica científica. Su incesante busca y resolución de problemas es una lucha contra sombras y fantasmas. ¿Qué es el alma? Si el mero entendimiento pudiese dar la respuesta, sería superflua la ciencia.


Ni uno solo de los miles de psicólogos de nuestros días ha logrado hacer un verdadero análisis o definición de «la» voluntad, del arrepentimiento, del terror, de los celos, del capricho, de la intuición artística. Y es natural, porque sólo lo sistemático es analizable; sólo los conceptos son definibles por otros conceptos. Y las finezas del espíritu en su juego de distinciones intelectuales, las supuestas observaciones de una relación entre los estados corporales-sensibles y los «procesos interiores» no tocan para nada al problema que aquí se plantea. La voluntad no es un concepto; es un nombre, un término primario, como Dios, un signo que designa algo de que tenemos inmediatamente certeza interior, sin poderlo describir Jamás.

Aquello a que aludimos aquí permanece por siempre inaccesible a la investigación científica. No en vano todas las lenguas con sus innumerables e inextricables denominaciones nos advierten cuan absurdo seria dividir teóricamente, ordenar sistemáticamente lo psíquico. Aquí no hay nada que ordenar. Los métodos críticos— analíticos—son aplicables solamente al mundo como naturaleza. Más fácil sería disecar un tema de Beethoven con el bisturí o disolverlo en un ácido que analizar el alma con los medios del pensamiento abstracto.

El conocimiento de la naturaleza y el conocimiento de los hombres no tienen nada de común, ni en el propósito ni en el método. El hombre primitivo vive «el alma» primeramente en los otros hombres y luego en si mismo, como numen, semejante a los numina que conoce en el mundo exterior, e interpreta sus impresiones en forma mítica. Las palabras que usa para ello son símbolos, sones que sugieren al ser inteligente algo indescriptible, que evocan imágenes, metáforas. Todavía no hemos aprendido a manifestar nuestra intimidad psíquica en otro idioma. Rembrandt puede comunicar algo de su alma, por medio de un autorretrato o de un paisaje, a los que tengan con él cierta afinidad interna. Un Dios confirió a Goethe el don de expresar lo que sufría su alma. Podemos comunicar a otros cierto sentimiento de algunas emociones, inefables por medio de una mirada, de una melodía, de un movimiento casi imperceptible. Este es el verdadero lenguaje de las almas, lenguaje incomprensible para el extraño. La palabra, como sonido, como elemento poético, puede establecer esa relación; pero la palabra, como concepto, como elemento de la prosa científica, no.

Cuando el hombre no se limita a vivir y a sentir, sino que además atiende y observa, el alma es para él una representación,, una idea que se origina en experiencias primigenias de la vida y de la muerte; y esa idea es tan vieja como la reflexión, que por medio de los idiomas verbales se separa de la visión, a la cual sigue. Vemos el mundo circundante; y como todo ser que se mueve libremente tiene que comprender ese mundo para no perecer, asi resulta que de la pequeña, técnica, táctil experiencia diaria se deriva un conjunto de notas permanentes que se compendian, para el hombre habituado a la palabra, en una imagen de todo lo comprendido, el mundo como naturaleza [60]. Lo que no es mundo exterior, no lo vemos; pero rastreamos su presencia en otros y en nosotros mismos. Por el modo de su manifestación fisiognómica, despierta en nosotros terror o afán de conocimiento; y así se produce la imagen reflexiva de un contramundo, en la cual nos representamos y, por decirlo así, proyectamos ante nosotros lo que eternamente permanece extraño a la visión. La idea del alma es mítica, es objeto de cultos psíquicos, cuando la idea de la naturaleza permanece en el terreno de la contemplación religiosa; pero se convierte en una representación


científica y en objeto de la critica erudita tan pronto como la «naturaleza» cae bajo el poder de la observación crítica. Asi como el tiempo es un contraconcepto [61] del espacio, asi también «el alma» es un contramundo de la «naturaleza» y se halla en todo momento codeterminada por la concepción de la naturaleza. Ya hemos explicado cómo la noción del tiempo surge del sentimiento de la dirección, que empuja a la vida en su eterno movimiento, de la certidumbre íntima de un sino; ya hemos dicho cómo el tiempo se constituye en pensamiento negativo de una magnitud positiva, en encarnación de todo cuanto no sea lo extenso; ya hemos visto que todas las «propiedades» del tiempo, en cuyo análisis abstracto creen los filósofos hallar la solución del problema, han ido formándose y ordenándose poco a poco en el espíritu por inversión de las propiedades del espacio. Pues por el mismo camino exactamente nace la representación del alma, como inversión y negación de la representación del mundo, merced a la polaridad espacial, que señalan las palabras «dentro y fuera», y por una traducción subsiguiente de los caracteres. Toda psicología es una contrafísica.

Es absurda la pretensión de fijar una «ciencia exacta» del alma, arcano eterno. Pero el instinto posterior de las grandes urbes, que empuja el hombre al pensamiento abstracto, obliga al «físico del mundo interior» a explicar un mundo aparente de representaciones por otras representaciones y cada concepto por otros conceptos. Al pensar lo no externo lo transforma en extensión; y para determinar la causa de lo que sólo se manifiesta por modo fisiognómico construye un sistema en el cual cree hallar la estructura del «alma». Pero las palabras mismas que en todas las culturas se emplean para comunicar esos resultados de la labor científica delatan el engaño. Se habla de funciones, de complejos sentimentales, de motivaciones, de umbrales de la conciencia, de transcurso, de anchura de intensidad, de paralelismo en los procesos psíquicos.

Pero todos estos términos proceden del círculo de representaciones en que se mueve la ciencia de la naturaleza. «La voluntad se refiere a objetos.» Esta proposición es realmente una imagen en el espacio. La oposición entre lo consciente y lo inconsciente reproduce evidentemente el esquema de la oposición entre lo supra terrestre y lo infra terrestre. En las teorías modernas de la voluntad se puede reconocer todo el lenguaje de formas de la electrodinámica. Hablamos de las funciones de la voluntad y de las funciones de la inteligencia exactamente en el mismo sentido en que hablamos de la función de un sistema dinámico. Analizar un sentimiento significa substituir a ese sentimiento una sombra espacial y someter ésta luego a un tratamiento matemático, limitándola, dividiéndola, midiéndola. Toda investigación psicológica de este estilo, por mucho que se ufane de superar a la anatomía cerebral, está llena siempre de localizaciones mecánicas y, sin darse cuenta, emplea un sistema imaginario de coordenadas en un espacio psíquico imaginario. El psicólogo «puro» no advierte que está copiando al físico. No es maravilla, pues, que su método coincida tan horriblemente bien con los más necios procedimientos de la psicología experimental. Las circunvoluciones cerebrales y los filamentos asociativos corresponden exactamente, por la índole de sus representaciones, al esquema óptico del «curso de la voluntad» o «el curso del sentimiento», y, en efecto, ambos métodos estudian fantasmas afines, esto es, espaciales. No hay en principio una gran diferencia entre deslindar por conceptos una facultad psíquica o delimitar gráficamente una región correspondiente de la corteza cerebral. La psicología científica ha elaborado un sistema cerrado de representaciones, en el cual se mueve con perfecta evidencia. Examínense uno por uno los


enunciados de cualquier psicólogo y no se hallará otra cosa que variaciones de ese sistema, en el estilo del mundo exterior entonces conocido.

El pensamiento claro, abstraído de la visión, presupone el espíritu de un idioma culto como medio que, creado por el alma de una cultura para ser parte y fundamento de su expresión [62], viene a constituir como una «naturaleza» de significaciones verbales, un cosmos del idioma en el cual los conceptos, los juicios, los raciocinios abstractos—copias de la causalidad, del número y del movimiento—poseen una existencia determinada mecánicamente. La imagen que el hombre se forja del alma depende, pues, en cada momento del uso del idioma y su profundo simbolismo. Los idiomas cultos de Occidente— con su espíritu fáustico—tienen todos el concepto de «voluntad», magnitud mítica que aparece simbolizada al mismo tiempo por la transformación del verbo, que establece una decisiva oposición al uso antiguo y, por lo tanto, también a la antigua idea del alma- Cuando feci se convierte en ego habeo factum [63], surge un numen del mundo interior. Por consiguiente, en la idea científica del alma, que exponen todas las psicologías occidentales, aparece, determinada por el idioma, la figura de la voluntad como una facultad bien delimitada que cada escuela define, sin duda, a su manera, pero cuya existencia misma no es objeto de la más leve crítica.




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Yo sostengo, pues, que la psicología científica, lejos de descubrir y ni aun siquiera vislumbrar la esencia del alma—hay que añadir que cada uno de nosotros, sin saberlo, hace psicología de esa clase cuando intenta «representarse» las emociones del alma, ya propias, ya ajenas—, es un símbolo más que se añade a todos los símbolos que constituyen el macrocosmos del hombre culto. Como todo lo ya realizado que se substituye a lo que se está realizando, esa idea del alma representa un mecanismo en lugar de un organismo. Falta en ella lo que llena nuestro sentimiento de la vida, lo que debiera ser precisamente el
«alma»»; falta el sino, la espontánea dirección de la existencia, la posibilidad que la vida realiza en su curso.

No creo que la palabra «sino» aparezca en ningún sistema de psicología; y es bien sabido que no hay nada en el mundo más extraño a la verdadera experiencia de la vida y conocimiento de los hombres que esos sistemas de psicología. Asociaciones, apercepciones, emociones, motivos, pensamientos, sentimientos, voluntad, todos éstos son mecanismos muertos, cuya topografía constituye el insignificante contenido de la ciencia del alma. Buscando la vida, han tropezado los psicólogos con una ornamentación de conceptos. El alma sigue siendo lo que era, lo que no puede ni pensarse ni representarse, el misterio, el eterno devenir, la pura experiencia intima.

Ese imaginario cuerpo psíquico—sea dicho aquí por vez primera—no es nunca otra cosa que el fiel reflejo de la forma en que el hombre culto, llegado a la madurez, contempla su mundo exterior. La experiencia intima de la profundidad es en ambos casos la que realiza el


mundo extenso [64] El misterio, a que alude el término primario tiempo, crea el espacio tanto en la sensación de lo externo como en la representación de lo interno. También la imagen del alma tiene su dirección en profundidad, su horizonte, su limitación o su infinitad. Una «mirada interior» ve; un oído interior oye. Existe una representación clara de un orden interno que, como el externo, ofrece el carácter de necesidad causal.

Así, después de lo que llevamos dicho en este libro sobre el fenómeno de las grandes culturas, resulta enormemente amplificada y enriquecida la investigación sobre el alma.

Todo cuanto dicen y escriben hoy los psicólogos—y no se trata sólo de la ciencia sistemática, sino también del conocimiento fisiognómico de los hombres, en el más amplio sentido de la palabra—se refiere al estado actual del alma occidental; la opinión, hasta ahora evidente, de que esas experiencias valen para «el alma humana» en general, no está fundada.

La idea del alma es siempre la idea de un alma determinada. Ningún observador puede escapar a las condiciones de su círculo y de su tiempo, y sea cual fuere el objeto que conozca, cada uno de esos conocimientos es una expresión de su propia alma, por la elección, la dirección y la forma interior. El hombre primitivo se forja una idea del alma con los hechos de su propia vida, y en la elaboración de esa idea actúan las experiencias primigenias de la conciencia vigilante—distinción entre el yo y el mundo, entre el yo y el tú—y de la existencia—distinción entre cuerpo y alma, entre vida sensible y reflexión, entre vida sexual y percepción—. Ahora bien: los que meditan sobre estas cosas son hombres reflexivos, y por eso siempre establecen una oposición entre un numen interior— espíritu, logos, Ka, Ruach—y todo lo demás.

Pero la división y distribución de las partes, la manera de representarse los elementos psíquicos, ya en capas sucesivas, ya como fuerzas, ya como substancias, ya en unidad, o en polaridad o en pluralidad, esto precisamente es lo que caracteriza a la persona del meditador y la clasifica entre los miembros de una cultura determinada. Y los que se figuran conocer el elemento psíquico de culturas extrañas por sus efectos, es porque insinúan en él su propia idea del alma; asimilan las nuevas experiencias a un sistema actual y no es maravilla que así crean al fin haber descubierto sus formas eternas.

Pero en realidad cada cultura tiene su propia psicología sistemática, como tiene su propio estilo en el conocimiento de los hombres y experiencia de la vida. Y asi como cada estadio de una cultura, la época de la escolástica, de la sofística, de la ilustración, compone su idea del número, del pensamiento, de la naturaleza, idea que sólo es adecuada para él, así finalmente cada siglo se refleja en su propia idea del alma. El más penetrante conocedor de hombres en Europa se equivoca cuando intenta comprender a un japonés o a un árabe, y viceversa. Y lo mismo se equivoca el sabio al traducir a su propio idioma los términos fundamentales de los sistemas árabes o griegos. Nephesch no significa animus; âtmân no es alma. Eso que nosotros llamamos voluntad y descubrimos por doquiera, no lo hallaba el
«antiguo» en su idea del alma.

Después de lo dicho, nadie dudará de la alta significación que poseen las distintas ideas del alma en la historia universal.


El hombre antiguo, apolíneo, entregado a la realidad euclidiana, punctiforme, contemplaba su alma como un cosmos ordenado en grupo de bellas partes. Platón las llamaba noèw, yumñw, ¤piymÛa [65], y las comparaba con el hombre, el animal y la planta y una vez las comparó incluso con el hombre del Sur, del Norte y de la Helade. Esta imagen reproduce la naturaleza tal como se desenvolvía ante los ojos del hombre antiguo: ordenada suma de cosas palpables, frente a las cuales el espacio era sentido como el no ser. ¿Dónde, en esta imagen, se encuentra la voluntad? ¿Dónde la representación de conexiones funcionales?
¿Dónde las demás creaciones de nuestra psicología? O ¿es que se cree que Platón y Aristóteles no entendían de análisis y no veían lo que ve cualquiera hoy? ¿No será más bien que falta aquí la voluntad como en la matemática antigua falta el espacio y en la física la fuerza?

En cambio tomemos una cualquiera de las psicologías occidentales. Siempre encontraremos un orden funcional, nunca corpóreo.

Y = F(x): tal es la protoforma de todas las impresiones que recibimos de nuestra intimidad, porque tal es el fundamento de nuestro mundo exterior. Pensar, sentir, querer—de esta tríade no sale ningún psicólogo occidental por mucho que se afane—. Y la disputa de los pensadores góticos sobre el primado de la voluntad o el de la razón demuestra que el alma era ya entonces considerada como una relación entre fuerzas.

(Lo mismo da que estas doctrinas aparezcan como propias o como interpretaciones de San Agustín y Aristóteles.) Asociaciones, apercepciones, procesos volitivos o como quiera que se llamen los elementos de la idea del alma, todos sin excepción reproducen el tipo de las funciones matematicofísicas y son, por lo tanto, de forma totalmente opuesta a la «antigua». Como no se trata de interpretar el sentido fisiognómico de ciertos rasgos vitales, sino de considerar «el alma» como un objeto, por eso la vacilación de los psicólogos comienza justamente en el problema del movimiento. Para los antiguos hubo un problema eleático también en el mundo interior; y en la disputa escolástica sobre el primado funcional de la razón o de la voluntad anunciase ya la peligrosa debilidad de la física barroca, que no puede encontrar una relación indudable entre la fuerza y el movimiento. La idea del alma que compusieron los antiguos y los indios niega la energía de dirección—en esa idea todo está ordenado y redondeado—; la de los egipcios y occidentales la afirma—aquí hay complejos de efectuación y medios de fuerza—; pero justamente porque el tiempo queda incluido en esta imagen del alma, el pensamiento, que es extraño al tiempo, entra en contradicción consigo mismo.

La idea fáustica y la idea apolínea del alma son radicalmente contrarias. Vuelven a surgir aquí todas las oposiciones que antes hemos estudiado. La unidad imaginaria puede caracterizarse en la cultura antigua con el nombre de «cuerpo psíquico»; en la nuestra, con el de «espacio psíquico». El cuerpo tiene partes; en el espacio se verifican procesos. El hombre antiguo siente su mundo interior plásticamente. Ello se ve muy bien en el lenguaje de Homero, que quizá refleja antiquísimas teorías religiosas, como la de las almas en el Hades, que son una reproducción fácilmente recognoscible del cuerpo.

La filosofía presocrática ve las almas de esta misma manera. Sus tres partes bien ordenadas- logistikñn, ¤piyumhtikñn, yumoeid¡w, [66] —recuerdan el grupo de


Laocoonte. Nosotros, en cambio, tenemos del alma una impresión musical; la sonata de la vida interior tiene por tema principal la voluntad; el pensamiento y el sentimiento son temas secundarios; la frase se acomoda a las reglas estrictas de un contrapunto psíquico y el problema de la psicología consiste en descubrir esas reglas.

Los elementos más simples se diferencian como tos números antiguos se diferencian de los occidentales: allí son magnitudes, aquí relaciones. La estática psíquica de la existencia apolínea—ideal estereométrico de la svfrosænh y de la tarajÛa— se opone a la dinámica, psíquica de la vida fáustica.

La idea apolínea del alma—el tronco de caballos que Platón describe con el noèw [67] cochero—se evapora en seguida al acercarse al alma mágica de la cultura árabe. Pierde color en los estoicos posteriores, cuyos jefes eran en su mayoría oriundos del oriente arameo. Y en la primera época imperial aparece ya en la literatura romana como simple reminiscencia.

La idea mágica del alma tiene el carácter de un estricto dualismo de dos substancias enigmáticas, el espíritu y el alma [68].

No mantienen entre sí estas substancias ni la relación estática, antigua, ni la relación funcional, occidental, sino otra de muy distinta índole, que sólo cabe caracterizar con el nombre de mágica. Piénsese, por oposición a la física de Demócrito y de Galileo, en la alquimia y en la piedra filosofal. Esta idea del alma, específicamente oriental, constituye necesariamente la base de todas las consideraciones psicológicas y sobre todo teológicas, que llenan la época primitiva, la época «gótica» de la cultura árabe (del año 0 al año 300). El Evangelio de San Juan forma parte de esa literatura, no menos que los escritos de los gnósticos, de los padres de la Iglesia, de los neoplatónicos y maniqueos, los textos dogmáticos del Talmud y el Avesta y el sentimiento senil de tinte religioso con que se manifiesta el Imperio romano que tomó del Oriente joven, Siria y Persia lo poco vivo que hay en su filosofía. Ya el gran Poseidonio, que a pesar del cariz «antiguo» de su inmenso saber era un verdadero semita, lleno del espíritu árabe, sintió como verdadera esa estructura mágica del alma, en íntima oposición al sentimiento apolíneo de la vida. Una substancia que penetra el cuerpo se opone, por clara diferencia de valor, a otra substancia que desciende sobre la humanidad en la cueva del mundo, substancia abstracta y divina en la cual descansa el consenso de todos los que de ella participan [69]. Este «espíritu» es el que produce el mundo superior, por cuya creación triunfa sobre la mera vida, sobre la «carne», sobre la naturaleza. Tal es el modelo que, en sentido religioso, filosófico o artístico— recuérdense los retratos de la época constantiniana, con los ojos fijos en el infinito, con esa mirada que representa el- pneèma [70] —, sirve de base a todo sentimiento del yo. Asi sintieron Plotino y Orígenes. San Pablo distingue—I. Corin. 15, 44 —entre el sÇma cuxikñn y el sÇma yneumatikñn [71]. Era corriente entre los gnósticos la representación de un doble éxtasis, el corporal y el espiritual, y la división de los hombres en superiores e inferiores, psíquicos y neumáticos. Plutarco ha tomado de modelos orientales la psicología corriente en la literatura de la antigüedad posterior, el dualismo de noès y cux®. Ese dualismo entró pronto en relación con la oposición entre cristiano y pagano, entre espíritu y naturaleza; y asi establecieron los gnósticos, los cristianos, los persas y los judíos el


esquema, aun no superado, de la historia universal como un drama de la humanidad entre la creación y el Juicio final, con una intervención divina en el centro.

La idea mágica del alma se perfecciona científicamente en las escuelas de Bagdad y Basra. Alfarabi y Aikindi [72] han tratado a fondo los complicados problemas de esa psicología mágica, poco accesible para nosotros. Su influencia sobre las primeras teorías abstractas del alma—no sobre el sentimiento del yo—que se elaboran en Occidente fue mayor de lo que se cree. Los psicólogos escolásticos y místicos han recibido de España, Sicilia y Oriente los mismos elementos formales que el arte gótico. No olvidemos que el arabismo es la cultura de las religiones reveladas, que suponen todas una idea dualista del alma. Recordemos la Kabbala; pensemos en la parte que toman los filósofos Judíos en la llamada filosofía de la Edad Media, es decir, en la filosofía del arabismo posterior y luego del gótico primitivo. Citaré solo un ejemplo muy notable, que casi nadie ha advertido; Spinoza [73]. Procedente del Ghetto, es Spinoza, con su contemporáneo Schirazi, un retrasado, el último representante del sentimiento mágico, un extraño en el mundo de formas de nuestro sentimiento fáustico. Prudente discípulo de la época barroca, supo dar a su sistema los colores del pensamiento occidental; pero en lo profundo sigue manifestando el dualismo arábigo de las dos substancias psíquicas. Este es el verdadero y hondo motivo por el cual falta en él el concepto de fuerza de Galilea y Descartes. Este concepto es el centro de gravedad de un universo dinámico y, por lo tanto, resulta extraño al sentimiento mágico del mundo. Entre la idea de la piedra filosofal—que yace oculta en la idea espinozista de la divinidad como causa sui—y la de necesidad causal, que pertenece a nuestra imagen de la naturaleza, no existe punto de relación. Por eso el determinismo de la voluntad en Spinoza es exactamente el mismo que defendía la ortodoxia en Bagdad, es el «Kismet». Aquí es donde hay que buscar la patria del método «more geométrico» que es común al Talmud, al Avesta y al Kalaam arábigo [74], pero que, en la Ética de Spinoza forma dentro de nuestra filosofía una excepción grotesca.

El romanticismo alemán reavivó con efímera vitalidad esta idea mágica del alma. Encontró en la magia y en los pensamientos retorcidos de los filósofos góticos el mismo gusto que en los ideales de las Cruzadas, claustros y castillos y sobre todo que en el arte y la poesía sarracenos, sin entender en realidad gran cosa de tan lejanos objetos. ScheIIing, Oken, Baader, Görres y sus amigos se complacían en especulaciones infructuosas de estilo arábigo judaico, que ellos tranquilamente consideraban como obscuras y por lo tanto
«profundas», cosa que no habían sido para los orientales; ellos mismos no las comprendían en parte y esperaban confiadamente que los oyentes tampoco las comprenderían. Lo notable de este episodio es solo el encanto de la obscuridad que se desprendía de esos pensamientos. Se puede arriesgar la conclusión de que las más claras y fáciles exposiciones de los pensamientos fáusticos, como la de Descartes o los Prolegómenos de Kant, hubieran producido en un metafísico árabe igual impresión de nebulosidad abstrusa. Lo que para nosotros es verdadero es para ellos falso y viceversa; y lo mismo puede decirse tratándose de la idea del alma que se forja cada cultura que de cualquier otro resultado de la meditación científica.


3




El futuro tendrá que afrontar el problema difícil de distinguir y analizar los últimos elementos en la concepción del mundo y filosofía de estilo gótico, como en la ornamentación de las catedrales y en la pintura primitiva de entonces, que vacila indecisa entre el fondo plano dorado y los amplios fondos de paisajes entre el modo mágico y el modo fáustico de ver a Dios en la naturaleza. En la primitiva idea del alma, que esta filosofía revela, los rasgos de la metafísica cristianoárabe el dualismo de espíritu y alma, se mezclan indecisos, vacilantes con atisbos septentrionales de las facultades funcionales psíquicas, que aun no aparecen reconocidas claramente.

Esta duplicidad de elementos es la base de la disputa sobre el primado de la voluntad o de la razón, problema central de la filosofía gótica, que ésta intenta resolver ora en el viejo sentido árabe, ora en el nuevo occidental. Es el mismo mito intelectual que, en formas constantemente varias, ha determinado el curso de toda nuestra filosofía, distinguiéndola de cualquier otra. El racionalismo del barroco posterior, con el orgullo del espíritu urbano y seguro de sí mismo, se decidió por la mayor potencia de la diosa Razón—Kant y los jacobinos—. Pero ya el siglo XIX, sobre todo Nietzsche, ha elegido la fórmula más fuerte; voluntas superior intellectu, que todos

llevarnos en la sangre [75]. Schopenhauer, el último gran sistemático, lo ha reducido a esta otra fórmula: «El mundo como voluntad y representación»; y es su ética, no su metafísica, la que decide en contra de la voluntad.

Aquí se ve inmediatamente cuál es el motivo misterioso, el sentido de todo filosofar, dentro de una cultura. El alma fáustica, en esfuerzos centenarios, ha intentado dibujar de sí misma un retrato, una imagen que armoniza profundamente con la imagen del mundo. La filosofía gótica, con su lucha entre razón y voluntad, es en realidad una expresión del sentimiento vital de aquellos hombres de las Cruzadas, de los Staufen, de las grandes catedrales. Veían el alma así, porque ellos eran así.

El querer y el pensar son en la idea del alma lo que la dirección y la extensión, la historia y la naturaleza, el sino y la causalidad en la imagen del mundo exterior. Estos rasgos fundamentales de ambos aspectos revelan que nuestro símbolo primario es la extensión infinita. La voluntad enlaza el futuro con el presente; el pensamiento enlaza lo ilimitado con el aquí. El futuro histórico es la lejanía produciéndose; el horizonte infinito del mundo es la lejanía producida. Tal es el sentido de la experiencia intima de la profundidad en el hombre fáustico.

El sentimiento de la dirección es representado como esencia, casi como realidad mítica en la «voluntad»; el sentimiento del espacio, en el «entendimiento»; y asi nace la imagen que nuestros psicólogos necesariamente abstraen de la vida interior.

La cultura fáustica es cultura de la voluntad. Esto quiere decir que el alma fáustica posee una disposición eminentemente histórica. El «yo» en el lenguaje usual— ego habeo


factum—, la construcción dinámica de la frase, reproduce perfectamente el estilo de la acción que se deriva de aquella disposición interna y que con su energía de dirección domina no sólo la imagen del «mundo como historia», sino nuestra historia misma. Ese
«yo» se yergue en la arquitectura gótica; las flechas de las torres y los contrafuertes son
«yo»; por eso toda la ética fáustica es una ascensión— perfeccionamiento del yo, mejoramiento moral del yo, justificación del yo por la fe y las buenas obras, respeto al tú del prójimo por causa del propio yo y su bienaventuranza—, desde Santo Tomás de Aquino hasta Kant. Y por último, la noción suprema: la inmortalidad del yo.

Esto precisamente es lo que el auténtico ruso considera vano y despreciable. El alma rusa, sin voluntad, alma cuyo símbolo primario es la planicie infinita [76], aspira a deshacerse y perderse, sierva anónima, en el mundo de los hermanos, en el mundo horizontal. Pensar en el prójimo partiendo de si mismo, elevarse moralmente por el amor al prójimo, hacer penitencia de si mismo, es síntoma de vanidad occidental, es un crimen, como el disparo hacia el cielo de nuestras catedrales tan contrario a los tejados planos, cubiertos de cúpulas, de las iglesias rusas. El héroe de Tolstoi, Nekludow, cuida su yo moral como sus uñas; por eso es por lo que Tolstoi pertenece a la seudomórfosís del petrinismo. Raskolnikow es simplemente un algo que forma parte de un «nosotros». Su culpa es culpa, de todos [77]. El que considere su pecado como propio demuestra en ello su arrogancia y su vanidad. Algo de esto hay también en la idea mágica del alma. «Si alguno viene a mi—dice Jesús en San Lucas, 14, 26—y no aborrece a su padre y madre y mujer e hijos y hermanos y hermanas, y aun también su propio yo (t®n ¤autoè cux®n), no puede ser mi discípulo.»

Este sentimiento es el que le empuja a denominarse vástago humano [78], El consenso de los fieles es igualmente impersonal y condena el «yo» como pecado; lo mismo sucede en el concepto típicamente ruso de la verdad, como anónima coincidencia de los elegidos.

El hombre antiguo, todo presente, carece también de esa energía de la dirección que domina nuestra imagen del mundo y del alma, que compendia todas las impresiones sensibles en un disparo hacia la lejanía, todas las experiencias intimas en el sentido del futuro. El hombre antiguo no tiene voluntad.

Lo confirma la idea antigua del sino, y mejor aún el símbolo de la columna dórica. La lucha entre el pensar y el querer constituye el tema oculto de todos los retratos significativos, desde Jan van Eyck hasta Marées; en cambio el retrato antiguo no puede contener nada de eso, porque en la idea antigua del alma hállanse junto al noèw, junto al Zeus interior, las unidades ahistóricas de los instintos vegetativos y animales (yumñw y ¤piymÛa), en forma somática, sin dirección consciente y tendencia hacia un fin.

Es indiferente el nombre que demos a nuestro principio fáustico, que sólo a nosotros pertenece. El nombre es ruido y humo. Espacio es también una palabra que, con mil matices diferentes, expresa en boca del matemático, del pensador, del poeta, del pintor, una y la misma cosa indescriptible que, al parecer, pertenece a la humanidad entera, pero que en realidad sólo en la cultura occidental tiene esa significación trascendente y metafísica que nosotros le damos con interior necesidad. No el concepto de «voluntad», pero si la circunstancia de que para nosotros exista ese concepto, mientras que los griegos no lo conocían, tiene la significación de un gran símbolo. En último término, no hay diferencia


alguna entre el espacio profundo y la voluntad. En los idiomas «antiguos» falta la denominación de aquél y, por tanto, también la de ésta [79].

El espacio puro del mundo fáustico no es la mera dilatación, sino la extensión en la lejanía como eficiencia, como superación de lo meramente sensible, como oposición y tendencia, como voluntad espiritual de potencia. Bien sé lo insuficientes que son estas perífrasis. Es enteramente imposible indicar por medio de conceptos exactos la diferencia que existe entre lo que nosotros pensamos, sentimos y nos representamos bajo el nombre de espacio y lo que como tal sentían los hombres de la cultura árabe o india. Pero no cabe duda de que son cosas totalmente distintas; demuéstralo la diferencia entre las intuiciones fundamentales de las respectivas matemáticas y artes plásticas, y, sobre todo, de las inmediatas manifestaciones de la vida. Veremos cómo la identidad del espacio y la voluntad se manifiesta en las hazañas de Copérnico y de Colón, en las de los Hohenstaufen y de Napoleón—dominio del espacio cósmico—; pero esa identidad también está implícita bajo otra forma en ciertos conceptos físicos como campo de fuerza y potencial, que nadie hubiera podido hacer comprender a un griego. El espacio, como forma a priori de la intuición—fórmula en que Kant expresa definitivamente el pensamiento que la filosofía barroca había buscado sin cesar—, significa una pretensión de dominio que el alma enuncia sobre todo lo que no es ella. El yo rige al mundo por la forma [80].

Esto es lo que expresa la perspectiva en profundidad de la pintura al óleo, poniendo el espacio infinito del cuadro en la dependencia del espectador, que lo domina literalmente, desde la lejanía conveniente. Ese disparo hacia la lejanía, que conduce al tipo del paisaje heroico de sentido histórico, tanto en el cuadro como en el parque de la época barroca, es el mismo que se manifiesta en el concepto matemático-físico de vector.

Durante siglos ha perseguido la pintura, con pasión, ese gran símbolo que encierra en sí todo lo que expresan las palabras espacio, voluntad, fuerza. La tendencia metafísica correspondiente es ese constante afán por formular la dependencia funcional entre el espíritu y las cosas mediante parejas de conceptos, como fenómeno y cosa en sí, voluntad y representación, yo y no yo, que tienen un contenido puramente dinámico, opuesto en absoluto a la teoría de Protágoras, que llamaba al hombre medida, esto es, no creador de todas las cosas. Para la metafísica «antigua» es el hombre un cuerpo entre cuerpos y el conocer una especie de contacto que va de lo conocido al cognoscente, y no viceversa. Las teorías ópticas de Anaxágoras y Demócrito están bien lejos de conceder al hombre una actividad en la percepción sensible. Platón no siente nunca el yo como centro de una esfera de actividad trascendente; en cambio para Kant esta concepción es una necesidad interior.

Los presos de la famosa cueva platónica son verdaderos presos, esclavos de las externas impresiones y no señores; perciben iluminados por el sol universal, no son soles que alumbren el universo.

El concepto físico de la energía espacial, representación totalmente contraria al espíritu
«antiguo», representación que hace de la distancia una forma de la energía y hasta la protoforma de toda energía—pues tal es el fundamento de los conceptos de capacidad e intensidad—, aclara también la relación entre la voluntad y el espacio psíquico imaginario. Sentimos que las dos imágenes, la imagen dinámica del mundo, trazada por Galileo y


Newton, y la imagen dinámica del alma, con la voluntad como centro de gravedad y de relación, significan una y la misma cosa. Ambas son formas barrocas, símbolos de la cultura fáustica, al llegar a su plena madurez.




No es justo, aunque sí frecuente, considerar el culto de «la voluntad» como universal mente humano, o al menos como universalmente cristiano y derivarlo de las religiones pre arábigas. Esta conexión pertenece exclusivamente a la superficie histórica; hay ciertas palabras, como voluntas, que sufren un cambio de sentido profundamente simbólico, aun que inadvertido por lo general, y es corriente confundir los sinos de esas palabras con la historia de las ideas y de las significaciones verbales. Cuando los psicólogos árabes, Murtada, por ejemplo, hablan de la posibilidad de varias «voluntades», una «voluntad» que está en conexión con

el hacer, otra que le precede independiente, otra que no tiene la menor relación con el acto y que es la que crea el «querer», se refieren en todo esto al sentido profundo de la palabra árabe, y nos presentan evidentemente una imagen del alma cuya estructura difiere por completo ce la fáustica.

Los elementos del alma son para todo hombre, sea cual fuere la cultura a que pertenece, deidades de una mitología interior. Lo que Zeus en el Olimpo externo, eso mismo es para un griego el noèw en el mundo interior presente a su vista con perfecta claridad; el noèw; preside a todas las demás partes del alma. Lo que para nosotros es «Dios», Dios como universal aliento, como fuerza omnipotente, como eficiencia y providencia omnipresentes, eso mismo es la «voluntad», trasladada del espacio cósmico al espacio imaginario del alma y sentida necesariamente como una realidad actual. En el dualismo microcósmico de la cultura mágica, con su ruach y su nephesch, su pneèma y su cux®, va implícita necesariamente la oposición macrocósmica de Dios y el diablo, de Ormuz y Ariman en Persia, de Jahve y Belcebú en Judea, de AIlah e Iblis en el Islam, del bien absoluto y del mal absoluto. Pero debe advertirse que en el sentimiento occidental del mundo esas dos oposiciones palidecen y declinan al mismo tiempo. De la disputa gótica por el primado del Íntellectus o de la voluntas sale la voluntad afirmada como centro de un monoteísmo psíquico, y al mismo tiempo desaparece del mundo real la figura del diablo. El panteísmo del mundo exterior en la época barroca tiene por consecuencia inmediata un panteísmo interior, y la oposición de Dios y el mundo— en cualquier sentido que se tome—significa lo mismo que la de la voluntad y el alma, significa la fuerza que todo lo mueve en su imperio [81]. Y cuando el pensamiento religioso se convierte en un pensamiento rigurosamente científico, la física y la psicología siguen manteniendo un doble mito intelectual. El origen de los conceptos fuerza, masa, voluntad, pasión, no está en la experiencia absoluta, sino en el sentimiento vital. El darwinismo no es mas que una acepción superficial de este sentimiento. Ningún griego hubiera empleado la palabra naturaleza en el sentido de una actividad absoluta y ordenada, como lo hace la biología moderna. «Voluntad de Dios» es para nosotros un pleonasmo.

Dios—o «la naturaleza»—no es mas que voluntad. El concepto de Dios, desde el
Renacimiento, ha ido insensiblemente identificándose con el concepto del espacio cósmico


infinito y perdiendo sus rasgos sensibles, personales—la omnipresencia y la omnipotencia se han convertido casi en conceptos matemáticos—; pues del mismo modo Dios se ha transformado en la voluntad universal, que ninguna intuición puede darnos a conocer. Por eso es por lo que la música instrumental pura vence a la pintura en 1700; la música, en efecto, es el único y último medio de expresar claramente ese sentimiento de lo divino. Recordemos, en cambio, los dioses homéricos. Zeus no posee en absoluto poder pleno sobre el mundo; incluso en el Olimpo es—asi lo exige el sentimiento apolíneo—primus Inter -pares, cuerpo entre cuerpos. La ciega necesidad, la nŒxk®, que el pensamiento antiguo encuentra en el cosmos, no depende de Zeus en manera alguna. Al contrario: los dioses se inclinan ante ella. Esquilo lo dice claro en un pasaje fortísimo del Prometeo, y en Homero percibimos el mismo sentimiento cuando habla de la lucha entre los dioses y en aquel pasaje decisivo en que Zeus levanta la balanza del sino, no para estatuir, sino para conocer el destino de Héctor. Asi, pues, los antiguos se representan el alma con sus partes y potencias como un Olimpo de pequeñas deidades; y el ideal de la vida helénica consistía en mantener en paz y concordia esa divina tropa. Tal es el sentido de la svfrosænh y
tarajÛa. Y el hecho de que algunos filósofos hayan dado el nombre de Zeus a la parte más elevada del alma, al noèw, demuestra la realidad de esa relación entre la idea del alma y la idea religiosa. Aristóteles, al pensar la divinidad, le atribuye por única función , la yevrÛa, la contemplación; es el ideal de Diógenes: una estática perfecta de la vida, que se contrapone a la no menos perfecta dinámica del ideal vital en el siglo XVIII.

Ese misterioso elemento que en nuestra idea del alma designa la palabra voluntad, esa pasión de la tercera dimensión, es, pues, propiamente una creación del barroco, como la perspectiva de la pintura al óleo, como el concepto de fuerza en la física moderna, como el mundo sonoro de la música instrumental pura. En todos los casos había presentido el gótico eso mismo que estos siglos de saturación espiritual llevan a su madurez. Y ya que nos referimos aquí al estilo de la vida fáustica, por oposición a otra cualquiera, hemos de afirmar una vez más que los términos primarios de voluntad, fuerza, espacio, Dios, sustentados y animados por el sentimiento fáustico, son símbolos, principios estructuradores de grandes mundos formales muy afines entre sí y en los cuales esa realidad se expresa y manifiesta. Hasta ahora se ha creído que éstos eran hechos eternos, hechos que existían en sí mismos, y que por los métodos de la investigación crítica podían ser afirmados, «conocidos», demostrados de una vez para siempre.

Esta ilusión de la ciencia física ha sido igualmente la ilusión de la psicología. Pero en verdad esas realidades «universalmente válidas» pertenecen solamente al estilo barroco de la contemplación y de la intelección, como formas expresivas de significación transitoria que son «verdaderas» sólo para el espíritu occidental; concebidas así varía totalmente el sentido de aquellas ciencias, que ya no son sólo sujetos de un conocimiento sistemático, sino también y en más alto grado objetos de una, consideración fisiognómica.

La arquitectura barroca comenzó, como ya sabemos, cuando Miguel Ángel substituyó los elementos tectónicos del Renacimiento: peso y sostén, por los dinámicos de masa y fuerza.

La capilla Pazzi, de Brunellesco, expresa un sentimiento de alegre abandono; la fachada de II Gesú, de Vignola, es voluntad hecha piedra, A este nuevo estilo, en su aspecto eclesiástico se le ha dado el nombre de estilo Jesuita, sobre todo después de su


perfeccionamiento por Vignola y Della Porta; y en realidad hay un íntimo nexo entre la creación de San Ignacio de Loyola y las formas artísticas de la época. En efecto, la orden fundada por Loyola representa la voluntad pura, abstracta de la Iglesia [82]; y su actividad oculta, expandiéndose por el infinito, puede parangonarse con el análisis y con el arte de la fuga.

Desde ahora ya no parecerá paradójico hablar del estilo barroco y hasta del estilo jesuíta en la psicología, en la matemática y en la física teórica. El lenguaje de las formas dinámicas, que a la oposición entre materia y forma—oposición somática y sin voluntad—substituye la enérgica oposición entre capacidad e intensidad, es común a todas las creaciones espirituales de estos siglos.




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Veamos ahora hasta qué punto el hombre de esta cultura realiza lo que su idea del alma nos hace esperar. Si es licito caracterizar el tema de la física occidental, en su generalidad, como el espacio activo, este mismo término habrá de determinar también la índole, el contenido de la existencia del hombre contemporáneo. Nosotros, naturalezas de temple fáustico, estamos acostumbrados a incluir en el conjunto de nuestras experiencias vitales los individuos considerados en su manifestación activa, no en su apariencia plástica y estática. Medimos a los hombres por su actividad, que puede dirigirse igualmente hacia dentro o hacia fuera; y en esa dirección valoramos los propósitos, los motivos, los esfuerzos, las convicciones, los hábitos. El término en que resumimos este modo de ver la vida es la palabra carácter. Hablamos de cabezas que tienen carácter, de paisajes que tienen carácter. Continuamente empleamos locuciones que se refieren al carácter de los ornamentos, de las pinceladas, de la letra manuscrita; y aun de artes enteras, de épocas y de culturas. La música del barroco es el arte propio de lo característico, tanto en la melodía como en la instrumentación. La palabra carácter designa también algo indescriptible, algo que separa la cultura fáustica de todas las demás. Y es indudable su profunda afinidad con la palabra «voluntad». Lo que la voluntad es en la imagen del alma, eso mismo es el carácter en la imagen de la vida, que nosotros los europeos occidentales, y sólo nosotros, construimos con entera evidencia.

El empeño fundamental de todos nuestros sistemas éticos—por diferentes que sean sus fórmulas metafísicas o prácticas—es que el hombre tenga carácter. El carácter—que se forma en el curso del mundo—, la personalidad, la relación de la vida con la acción, es la impresión que el hombre produce en el ánimo fáustico. Entre el carácter y la imagen física del universo existe una importante semejanza. El concepto vectorial de la tuerza, con su dirección, no ha podido aislarse del de movimiento, a pesar de las más finas investigaciones teóricas; del mismo modo es imposible separar estrictamente la voluntad del alma, el carácter de la vida. En la cumbre de esta cultura, desde el siglo XVII, sentimos con seguridad una equivalencia de significación entre la palabra vida y la palabra voluntad. Los términos de fuerza vital, voluntad de vivir, energía activa, llenan nuestra literatura moral,


como algo evidente; en cambio esas expresiones no son ni siquiera traducibles al griego de la época de Perícles.

Todas las morales han manifestado siempre la pretensión de valer para todos los tiempos y todas las latitudes. Esta pretensión es la que ha mantenido oculto el hecho de que, siendo las culturas individualidades de orden superior, cada una de ellas posee su propia, concepción moral. Hay tantas morales como culturas. Nietzsche ha sido el primero en vislumbrarlo. Y, sin embargo, no ha llegado, ni con mucho, a la noción de una morfología de la moral, verdaderamente objetiva—más allá de todo bien y de todo mal—. Ha valorado la moral antigua, la moral india, la moral cristiana, la moral del Renacimiento, por comparación con sus propios valores personales, en lugar de comprender el carácter simbólico de esos estilos diferentes. Justamente nuestra penetración histórica hubiera debido concebir el protofenómeno de la moral en su sentido propio. Ya hoy estamos, al parecer, maduros para ello. Tan necesaria se ha hecho para nosotros, desde Joaquín de Floris y las Cruzadas, la idea de la humanidad como conjunto activo, combatiente, progresivo, que nos cuesta trabajo comprender que esta manera de considerar el hombre sea exclusivamente occidental y tenga una validez y duración transitorias. Para el espíritu antiguo, la humanidad es una masa invariable; por eso la antigüedad concibe una moral muy distinta de la nuestra, que se extiende desde los tiempos primitivos de Homero hasta la época imperial. Y en general puede decirse que al sentimiento vital, altamente activo, de la cultura fáustica, se acerca bastante el de las culturas china y egipcia; mientras que al sentimiento pasivo de la antigüedad se asemeja más el de la cultura india.

Si ha habido en el mundo un grupo de naciones que haya vivido en continua lucha por la existencia, es sin duda alguna el de la cultura antigua, en donde todas las ciudades, grandes y pequeñas, se combatían hasta aniquilarse, luchando sin plan, sin sentido, sin cuartel, cuerpos contra cuerpos, por instinto antihistórico. Sin embargo, la ética griega, a pesar de Heráclito, dista mucho de haber considerado la lucha como principio ético. Los estoicos, como los epicúreos, enseñaban un ideal de renuncia a la lucha. En cambio el afán típico del alma occidental consiste en superar y vencer los obstáculos.

Actividad, decisión, afirmación de sí mismo, éstas son exigencias occidentales. La lucha contra los aspectos cómodos de la vida, impresiones de lo momentáneo, próximo, palpable y fácil; la realización de lo que tiene universalidad y permanencia, de lo que sirve de enlace espiritual entre el pasado y el futuro, tal es el contenido de todos los imperativos fáusticos desde los albores del gótico hasta Kant y Fichte, y más acá todavía, hasta el ethos de esas inauditas manifestaciones de fuerza y voluntad que caracterizan hoy nuestros Estados, nuestras potencias económicas y nuestra técnica. El carpe diem, la plenitud momentánea del punto de vista antiguo, constituye la más perfecta contradicción de todo cuanto Goethe, Kant, Pascal, la Iglesia y el pensamiento libre consideran valioso, a saber: una realidad activar combatiente, victoriosa [83].




Asi como todas las formas del dinamismo—pictórico, musical, físico, social, político— establecen conexiones infinitas y no consideran (como la física antigua) el caso particular y la suma de éstos, sino el curso típico y la regla funcional, así también hemos de entender


por carácter le que fundamentalmente permanece idéntico en el ejercicio de la vida. En el caso contrario decimos que hay falta de carácter. Carácter es la forma de una existencia en movimiento, que a la mayor variabilidad en los casos particulares une la mayor constancia en el principio. El carácter es lo que hace posible una biografía significativa, como Poesía y Realidad, de Goethe.

Las biografías de Plutarco, que son típicamente antiguas, constituyen, comparadas con la de Goethe, una colección de anécdotas en orden cronológico y no una evolución histórica. Y Alcibíades, Perícles, y en general cualquier hombre de pura estirpe apolínea, será susceptible de una biografía plutarquiana, pero no de una biografía a lo Goethe. No porque a su vida le fa le masa de hechos, sino porque le falta relación entre ellos; los sucesos aquí se siguen como átomos. Refiriéndonos a la imagen física del mundo, podemos decir: no es que el griego se haya olvidado de buscar leyes generales en la suma de sus experiencias, es que no podía encontrar tales leyes en su cosmos.

De aquí se sigue que las ciencias que estudian el carácter, sobre todo la fisiognómica y la grafología, hubieran padecido de miseria en la cultura antigua. No conocemos la escritura antigua; pero la ornamentación, si se compara con la gótica, es de una sencillez y mezquindad increíbles, por lo que toca a la expresión característica—recordemos los meandros y las hojas de acanto—, y en cambio ofrece una uniformidad en sentido intemporal que no ha sido alcanzada jamás. Se comprende naturalmente que, si examinamos el sentimiento antiguo de la vida, habremos de encontrar en él un elemento fundamental de la valoración ética, contrapuesto al carácter, como la estatua se contrapone a la fuga, la geometría euclidiana al análisis y el cuerpo al espacio. Ese elemento es el gesto. El gesto es el principio fundamental de una estática psíquica, y las palabras que en los idiomas clásicos substituyen a nuestra «personalidad» son prñsvpon y persona, que significan personaje, carátula. En la lengua griega posterior, en la lengua de la época romana, el término designa propiamente el modo de la manifestación pública, los gestos y ademanes, y por lo tanto el núcleo auténtico, la esencia del hombre antiguo. Decíase de un orador, que hablaba como prñsvpon sacerdotal, como prñsvpon militar. El esclavo era
prñsvpon, pero no sÅmatow; es decir, que no tenia una actitud importante como elemento de la vida pública, pero si un alma.

Cuando el destino le deparaba a alguien el papel de rey o de general, los romanos expresaban este hecho con los términos persona regis, imperatoris [84]. En esto se revela el estilo apolíneo de la vida. No se trata de desenvolver posibilidades internas mediante un esfuerzo activo, sino de mantener una actitud cerrada, de acomodarse rigurosamente a un ideal de realidad, por decirlo asi, plástica. La ética antigua es la única en que actúa cierto concepto de la belleza. Llámese el ideal svfrosænh, kalolŒgaÛa o tarajÛa [85], siempre es un armonioso grupo de rasgos sensibles, palpables, manifiestos al público, determinados para los demás y no para el propio sujeto. El hombre antiguo era objeto, no sujeto de la vida externa. El presente puro, el instante actual, el primer plano de la vida no era nunca superado, sino constantemente pulido y perfeccionado. La vida interior, en este caso, resulta un concepto imposible.

El zÒon politilñn [86] de Aristóteles—término intraducible que de continuo ha sido mal entendido, porque se le ha interpretado en nuestro sentido europeo occidental—se refiere a


los hombres que solitarios, aislados, no son nada y que sólo en pluralidad significan algo.
¡Qué grotesca representación la de un ateniense en el papel de Robinsón! El hombre antiguo vive en e ágora, en el foro, donde cada cual se ve reflejado en los demás, que son propiamente los que le dan realidad. Todo esto está contenido en la expresión sÅmata pñlevw; los cuerpos de la ciudad, los ciudadanos. Se comprende bien que el retrato, piedra de toque del arte barroco, sea la representación del hombre como un carácter; en cambio, en la época floreciente de Atenas, la representación del hombre como actitud, como
«persona», había de culminar en el ideal de la estatua desnuda.




5




Esta diferencia ha dado por resultado dos formas de tragedia profundamente opuestas en todos los sentidos. La forma fáustica es el drama de carácter; la apolínea, el drama del gesto sublime. No tienen de común, en realidad, mas que el nombre [87].

Es harto significativo el hecho de que el drama barroco haya buscado su inspiración no en Esquilo y Sófocles, sino en Séneca [88]—lo que corresponde exactamente a la arquitectura, inspirada no en el templo de Paestum, sino en los edificios imperiales—. El drama barroco, con decisión cada vez más firme, sitúa su centro de gravedad no en el acontecimiento, sino en el carácter, formando asi una especie de sistema de coordinadas psicológicas, que es el que determina la posición, el sentido y el valor de todos los hechos escénicos. Surge de este modo una tragedia, de la voluntad, de las fuerzas activas, de la movilidad inferior, no traducida necesariamente en elementos visibles. En cambio Sófocles saca fuera de la escena el mínimum indispensable de acontecimientos, empleando el recurso de los mensajeros. La tragedia antigua se refiere a situaciones generales, no a personalidades particulares; Aristóteles, expresivamente, la llama mimhsiw oæk ŒnyrÅtvn llŒ prŒjevw kaÛ bÛou [89]; y lo que este filósofo en su Poética— que es sin duda alguna el libro que ha ejercido más fatal influencia, sobre nuestra poesía—designa con el nombre de ¸yow, a saber, la actitud ideal de un griego ideal en una situación dolorosa, no tiene nada que ver con nuestro concepto del carácter como disposición del yo que determina los acontecimientos; de igual manera que el plano, en la geometría de Euclides, no tiene nada que ver con el concepto del mismo nombre, que aparece, por ejemplo, en la teoría de Riemann sobre las ecuaciones algebraicas. El haber traducido ¸yow; por carácter, en lugar de acudir a perífrasis como actitud, gesto, ademán, personaje, para dar idea de este concepto casi intraducible; el haber traducido igualmente la palabra mèyow—que en realidad significa acontecimiento intemporal— por la voz acción, ha perjudicado notablemente durante siglos a la poesía occidental, como le ha perjudicado asimismo el derivar la palabra dr ma. del verbo hacer. Otello, Don Quijote, el Misántropo, Wérther, Hedda Gabler son caracteres.

Lo trágico consiste en la simple existencia de tales seres en medio de su mundo. Unas veces en lucha contra ese mundo, otras contra sí mismo, otras contra otros, siempre es el carácter, nunca un elemento exterior, el que lleva el combate.


Es el destino, el destino de un alma enredada en una maraña de relaciones contradictorias, que no admite solución pura.

Mas las figuras del teatro antiguo son todas personajes, no caracteres. Por la escena pasan siempre los mismos: el anciano, el héroe, el asesino, el enamorado; cuerpos idénticos, de movimientos pausados, sobre el alto coturno. Por eso en el drama antiguo, aun en la época posterior, era la máscara una necesidad interna de profundo sentido simbólico; en cambio nuestro teatro no puede «representarse» sin el juego de ademanes y gestos que desarrolla el comediante. Y no se oponga a esto, como objeción, la grandeza peculiar del teatro griego; porque máscara usaban también los mimos y cómicos de ocasión y máscaras son las estatuas retratos [90]. Si los antiguos hubiesen sentido profundamente la necesidad de los espacios interiores, hubieran encontrado sin dificultad la forma arquitectónica adecuada.

Los acontecimientos trágicos, que son trágicos por su relación con un carácter, son la consecuencia de una larga evolución interior. Pero en los casos trágicos de Ayax, de Filoctetes, de Antígona, de Electra, los antecedentes íntimos—si pudieran existir en un hombre de tipo «antiguo»—son indiferentes para las consecuencias. El suceso decisivo sobreviene sin transición; es un accidente casual y externo, que hubiera podido ocurrirle con iguales efectos a cualquier otro, incluso a un hombre de otra raza y de otro pueblo.

La oposición entre la tragedia antigua y la tragedia occidental no queda suficientemente manifiesta si empleamos para designarla los términos de acción o suceso. La tragedia fáustica es biográfica; la apolínea es anecdótica. Esto significa que aquélla abarca la dirección de toda una vida, mientras que ésta se atiene al instante aislado. ¿Qué relación existe entre el pasado interior de Edipo o de Orestes y el acontecimiento destructor que de pronto se aparece en su camino? [91].

Contrapuesto a la anécdota de estilo antiguo, conocemos nosotros el tipo de la anécdota característica, personal, antimítica; es la novela corla, cuyos maestros se llaman Cervantes, Kleist, Hoffmann, Storm. ¡Cuan significativa es la novela corta si se siente que su motivo, su tema sólo es posible una vez, en tal tiempo determinado y en tal determinado hombre!

En cambio el valor de la anécdota mítica—la fábula—esta definido por la pureza de las propiedades contrapuestas. Aquí tenemos un sino que hiere como el rayo, sin importarle a quién; allá un sino que, como hilo invisible, entrama una vida y la destaca y distingue de todas las demás. En el pasado de Otelo—obra maestra de análisis psicológico—el menor rasgo guarda relación con la catástrofe. El odio de razas, el aislamiento del encumbrado entre los patricios, el moro soldado, casi salvaje, el hombre viejo y solitario, ninguno de estos aspectos carece de significación. Intentad desarrollar la exposición de Hamlet o de Lear, comparándola con las tragedias de Sófocles. Hallaréis pura psicología y no una suma de datos externos. Los griegos no tenían la más leve idea de lo que nosotros hoy llamamos un psicólogo, es decir, uno que conoce y sabe dar forma a las épocas internas y que para nosotros casi se identifica con el concepto de poeta. Los griegos no eran analíticos en la matemática ni en el estudio del espíritu; y no podían serlo, tratándose de almas «antiguas».
«Psicología», he aquí propiamente el término que define la forma de la humanidad occidental. Conviene a un retrato de Rembrandt como a la música de Tristán, al Julián Sorel de Stendhal como a la Vita nuova de Dante. Ninguna otra cultura conoce esto. Y esto


justamente se halla severamente proscrito del conjunto de las artes «antiguas». «Psicología» es la forma en que la voluntad, el hombre como encarnación de la voluntad, no el hombre como sÇma, se capacita para el arte. Quien en este punto cite a Eurípides, no sabe lo que es psicología. Ved la riqueza de rasgos característicos que atesora ya la mitología nórdica, con sus astutos enanos, sus romos gigantes, sus burlones elfos, con Loki, Baldr y demás figuras. En cambio el Olimpo de Homero es una colección de formas típicas. Zeus, Apolo, Poseidón, Ares, son «hombres» y nada más; Hermes es «el muchacho»; Atene, una Afrodita entrada en años. Y en cuanto a los dioses menores, la plástica posterior demuestra que sólo se distinguían por el nombre. Otro tanto puede decirse de las figuras que desfilaban por la escena ática. En Wolfram de Eschenbach, en Cervantes, Shakespeare, Goethe, desarróllase la tragedia de una vida personal, interior, dinámica, funcional, y los ciclos vitales no son a su vez inteligibles si no se proyectan sobre el fondo histórico del siglo. En los tres grandes dramaturgos de Atenas, la tragedia viene de fuera; es estática y euclidiana. Repitiendo aquí un término, que hemos aplicado ya a la historia universal, diremos que el acontecimiento destructor allá hace época y acá constituye un episodio. Incluso el desenlace mortal es un episodio, el último de una existencia compuesta de simples casualidades.

Una tragedia barroca no es otra cosa que el carácter directivo que se manifiesta y desenvuelve a la luz del mundo, como curva en vez de ecuación, como energía cinética en vez de potencial. La persona visible es el carácter posible; la acción es el carácter en trance de realización. Tal es el sentido integro de nuestra teoría de la tragedia, que hoy aun padece de «antiguas» reminiscencias y confusiones. El hombre trágico de la antigüedad es un cuerpo euclidiano en una posición que ni él ha elegido ni puede cambiar; ese cuerpo, herido por la eimarmené [92], muéstrase inmutable en la iluminación de sus planos por los sucesos exteriores. En este sentido se habla, en las Coéforas, de Agamenón, como «cuerpo regio conductor de armadas» y dice Edipo en Colonos que el oráculo se refiere a «su cuerpo» [93]. Todos los hombres significativos de la historia griega, hasta Alejandro, manifiestan una notable inflexibilidad. No conozco ninguno que haya desarrollado una evolución interna en las luchas de la vida, como Lutero y Loyola. Eso que, con harta superficialidad, se llama en los griegos manifestaciones de carácter, no es mas que el reflejo de los sucesos sobre el ·yow del héroe, pero nunca el reflejo de una personalidad sobre los sucesos.

Asi comprendemos el drama, con Íntima necesidad, nosotros los hombres de Occidente. El drama es para nosotros un máximum de actividad. En cambio, para los griegos era, necesariamente, un máximum de pasividad [94]. La tragedia ática no contiene «acción». Los misterios antiguos—y Esquilo, que era de Eleusis, creó el drama elevado sobre el tipo de los misterios con su peripecia—eran todos dr?mata o drÅmena, celebraciones litúrgicas. Aristóteles define la tragedia como imitación de un acontecimiento. Eso justamente, la imitación se identifica con la tan nombrada profanación de los misterios; y es bien sabido que Esquilo, que introdujo para siempre en la escena ática el traje sacro de los sacerdotes eleusinos, fue acusado por ello [95]. Pues el dr ma propiamente dicho, con su peripecia del quejido al júbilo, no residía en la fábula que se narraba, sino en la acción del culto, acción simbólica que el espectador comprendía y sentía en el sentido más profundo de la palabra. A este elemento de la religión antigua primitiva, que no se halla representada por Homero [96], vino a unirse después el elemento campesino, las escenas burlescas— fálicas, ditirámbicas—de las fiestas primaverales en honor de Demeter y de


Dionysos. En las danzas de animales [97] y el canto de acompañamiento tuvo su origen el coro trágico, que se contrapone al representante, al «respondedor» de Thespis (534).




La tragedia propiamente dicha se desarrolló partiendo de la lamentación mortuoria, del treno (naenia). En cierto momento sucedió que el Juego alegre de las fiestas dionisiacas— que eran también fiestas de las almas—se convirtió en un coro quejumbroso de hombres; y el drama satírico quedó para el final. En 492 representó Phrynichos La toma de Mileto, que no era un drama histórico, sino las lamentaciones de las milesias, y fue severamente castigado por haber rememorado la desgracia de la ciudad. La introducción del segundo representante, por Esquilo, perfeccionó la esencia de la tragedia antigua; la lamentación, como tema dado, se destaca ahora sobre la figura visible de un gran dolor humano, como motivo actual. La fábula (mèyow) no es «acción», sino la ocasión para los cantos del coro, que siguen siendo, ahora como antes, la tragoidia propiamente dicha. El acontecimiento puede ser narrado o representado, no importa; esto no es lo esencial. El espectador, que no ignoraba el significado del momento, sentíase aludido él y su sino en las palabras patéticas. En el espectador se verifica la peripecia, que es el propio fin de las escenas sagradas. La lamentación litúrgica sobre la miseria de la raza humana ha sido siempre más o menos envuelta en referencias y relatos, el centro de todo. Claramente si ve en Prometeo, Agamenón y Edipo Rey. Pero por encima de la lamentación se eleva ahora [98] la grandeza del héroe paciente, su actitud sublime, su ·yow, que se desarrolla en poderosas escenas entre dos entradas del coro. El tema no es el héroe activo, cuya voluntad crece e irrumpe en lucha contra la resistencia de las potencias extrañas o de los demonios en su propio pecho; el tema es el paciente sin voluntad, cuya existencia somática es aniquilada—sin fundamento profundo, puede añadirse—, La trilogía de Prometeo, por Esquilo, comienza justo en el punto en que Goethe la hubiera probablemente terminado. La locura del rey Lear es el resultado de la acción trágica. En cambio el Ayax de Sófocles enloquece por mandato de Athéné, antes de que comience el drama. Tal es la diferencia entre un carácter y una figura en movimiento. En realidad, el terror, la piedad son, como los describe Aristóteles, los efectos necesarios de las tragedias antiguas sobre los espectado-res antiguos y sólo sobre éstos. Bien claro se ve, cuando se consideran las escenas que él señala como las más impresionantes, a saber: las que traen cambios súbitos de fortuna o reconocimientos inesperados. Las primeras son las que producen la impresión del fñbow (terror) y las segundas las de ¥leñw; (conmoción). La catarsis que la tragedia aspira a verificar no puede sentirse sino partiendo del ideal de la ataraxia. El «alma» antigua es puro presente, puro sÇma, realidad inmóvil y punctiforme. Lo más terrible para ella es ver esa realidad puesta en cuestión por la envidia de los dioses, por el azar ciego, que puede caer imprevisto, como un rayo, sobre hombre cualquiera. Esto llega a las raíces mismas de la existencia antigua; y en cambio anima y vivifica al hombre fáustico que lo osa todo y a todo se atreve. Y el ver desvanecerse esa terrible calamidad, cual nube tormentosa en el negro horizonte que el sol de pronto atraviesa; el sentimiento profundo de alegría al contemplar el gran gesto predilecto; el suspiro del alma mítica torturada, el goce de la recobrada armonía, esto es la catarsis. Pero esto supone un sentimiento vital que nos es perfectamente extraño. Casi nos es imposible traducir la palabra a nuestro modo de hablar y de sentir. Ha sido necesaria toda la pesadumbre estética, toda la caprichosidad del barroco y del clasicismo, sobre el fondo de respeto inconmovible que nos inspiran los libros antiguos para ilusionamos y


hacernos creer que también nuestra tragedia se basa en ese fundamento psíquico; siendo así que, en realidad, la tragedia produce sobre nosotros un efecto diametralmente opuesto. La tragedia no es para nosotros la liberación de emociones pasivas y estáticas, sino que provoca, excita y enciende emociones activas y dinámicas, despierta los sentimientos primarios de una humanidad enérgica: la crueldad, la alegría del esfuerzo, del peligro, de la hazaña violenta, de la victoria, del crimen, la emoción beatifica del que supera y aniquila, sentimientos que dormitan en el fondo de las almas nórdicas desde los tiempos de los Wikings, de los Hohenstaufen y de las Cruzadas. Este es el efecto que produce Shakespeare. Un griego no hubiera podido soportar Mácbeth, y sobre todo no hubiera comprendido lo que significa ese poderoso arte biográfico, con su tendencia de dirección. Figuras como la de Ricardo III, Don Juan, Fausto, Miguel Kohlhaus, Golo, que son punto por punto opuestas a los tipos antiguos, producen en nosotros no compasión, sino una profunda y extraña envidia, no terror, sino una misteriosa delectación en los sufrimientos, un devorador anhelo de muy diferente com-pasión.

Y que ello es asi lo demuestran aún hoy—muerta ya la tragedia fáustica incluso en su última forma, la forma alemana—los motivos constantes de la literatura en las grandes urbes de Europa occidental, que puede compararse con la literatura alejandrina correspondiente. Las historias de aventureros y detectives, que tanto excitan los nervios de nuestros contemporáneos, y por último el drama cinematográfico, que representa exactamente lo que el «mimo» de los antiguos, en la época de decadencia, contienen un resto bien sensible de aquel anhelo indomable que empuja el hombre fáustico a los descubrimientos y las superaciones.

A todo lo que llevamos dicho corresponde igualmente la diferencia entre el cuadro escénico del drama apolíneo y el del drama fáustico, cuadro que completa la obra de arte tal como el poeta la pensara. El drama antiguo es una obra plástica, un grupo de escenas patéticas con carácter de relieve, una visión de gigantescas marionetas sobre el fondo liso del muro que cierra el teatro [99]. Es un gesto magnífico y nada más; los escasos acontecimientos de la fábula más bien son referidos solemnemente que representados. En cambio la técnica del drama occidental exige todo lo contrario: ininterrumpida movilidad y radical exclusión de los momentos estáticos o pobres de acción. Las famosas tres unidades de lugar, de tiempo y de acción, que si bien no formuladas fueron elaboradas inconscientemente en Atenas, circunscriben el tipo de la «antigua» estatua marmórea. E insensiblemente definen asi el ideal vital del hombre antiguo, que se atiene a la Polis, al puro presente, al gesto. Las unidades tienen todas el sentido de negaciones: negación del espacio, negación del pasado y del futuro, negación de las relaciones psíquicas en la lejanía.

Podrían compendiarse en la palabra ataraxia. Y estas exigencias no deben contundirse con otras superficialmente semejantes en el drama de los pueblos románicos. El teatro español del siglo XVI se sometió al yugo de las reglas «antiguas»; pero se comprende que la dignidad castellana de la época de Felipe II se sintiese atraída por esta contención sin conocer, sin querer conocer siquiera, el espíritu originarlo de las reglas.

Los grandes españoles, sobre todo Tirso de Molina, crearon las «tres unidades» del barroco, pero no como negaciones metafísicas, sino exclusivamente como expresión de


costumbres distinguidas y cortesanas; y Corneille, dócil discípulo de la grandeza española, las tomó con la misma significación. Aquí comienza la fatalidad. La imitación florentina de la plástica antigua, que todo el mundo admiraba desmedidamente, pero que nadie entendía en sus últimas condiciones, no pudo ser dañosa, porque no había ya entonces plástica occidental que pudiese padecer por ello. Mas existía la posibilidad de una poderosa tragedia, netamente fáustica, con insospechadas formas y audacias. Y esta tragedia no surgió. El drama germánico, por grande que Shakespeare sea, no ha superado nunca por completo el obstáculo de una convención mal entendida. La culpa la tiene la fe ciega en la autoridad de Aristóteles. ¡Qué no hubiera podido ser el drama barroco, bajo la influencia de la epopeya caballeresca, de los misterios y autos góticos, y en inmediato contacto con los oratorios y las pasiones de la Iglesia, si nadie hubiese sabido nada del teatro griego!

¡Una tragedia inspirada en la música contrapuntística, sin las trabas de un ligamen plástico, que para ella no tenia sentido!

¡Una poesía escénica que se habría desarrollado a partir de Orlando Lasso y de Palestrina y junto a Heinrich Schütz, Bach, Händel, Gluck, Beethoven, en plena libertad de formas puras y propias! Todo esto era posible y no se ha realizado.

A la feliz circunstancia de haberse perdido toda la pintura al fresco de los griegos debemos la interior libertad de nuestra pintura al óleo.




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Pero no eran bastantes las tres unidades. El drama ático exigía en lugar del juego del rostro la máscara inmóvil, excluyendo así la caracterización psíquica, como se excluyeron en la plástica las estatuas icónicas. Exigía también el coturno y construía las figuras en tamaño mayor que el natural, forrándolas hasta inmovilizarlas y vistiéndolas de largos paños que arrastraban por el suelo; así quedaba excluida la individualidad del personaje. Por último, una especie de canuto en la boca imprimía a la recitación del actor el son de un canturreo monótono.

El simple texto, tal como lo leemos hoy—no sin infundir en él inadvertidamente el espíritu de Goethe y Shakespeare y toda la fuerza de nuestra visión en perspectiva—, nos descubre harto poco del sentido profundo que tenia aquel drama.

Las obras antiguas están hechas para los ojos antiguos, para los ojos del cuerpo. La forma sensible de la representación es la que desentraña propiamente los secretos últimos. Y si atendemos a la representación, habremos de advertir un detalle que seria insoportable en toda tragedia verdadera de estilo fáustico: la continua presencia del coro. El coro es la tragedia primaría, pues sin él fuera imposible el ·yow.. Todo hombre por sí tiene carácter, pero la actitud se toma con relación a otro que está presente.


Ese coro, esa muchedumbre, oposición ideal al solitario, al hombre interior, al monólogo de la escena occidental; ese coro que siempre está presente, que oye todas las conversaciones del héroe consigo mismo, que excluye también del cuadro escénico el terror a lo ilimitado y vacío, es un rasgo netamente apolíneo. La introspección como una actividad pública; la pomposa lamentación a la faz de todos, en lugar del dolor en la alcoba solitaria («el que no haya pasado las noches tristes, sentado, llorando, en la cama»); los gritos quejumbrosos con abundantes lágrimas, que llenan una serie de dramas como el Filoctetes y Las Traquinianas: la imposibilidad de estar solo, el sentido de la Polis, el elemento femenino de esta cultura, que se revela en el tipo ideal del Apolo del Belvedere, todo esto se manifiesta en el símbolo del coro. Comparado con éste, el drama de Shakespeare es un puro monólogo. Incluso los diálogos y las escenas de grupos dejan sentir la enorme distancia interior entre estos hombres, cada uno de los cuales, en realidad, habla sólo consigo mismo. Nada puede atravesar esta lejanía psíquica que sentimos en Hamlet como en Tasso, en Don Quijote como en Wérther, y que ha tomado forma ya, con toda su infinitud, en el Parzeval de Wolfram von Eschenbach. En esto se diferencia toda la poesía occidental de toda la poesía antigua. Nuestra lírica, (Desde Walter von der Vogelweide hasta Goethe, hasta la lírica de las moribundas urbes actuales, es monológica; la lírica antigua, en cambio, es una lírica coral, lírica ante testigos. Aquélla es recibida en la intimidad personal, en la lectura muda, como música imperceptible; ésta es recitada en público. Aquélla es lírica del espacio silencioso—como libro que dondequiera tiene su puesto—, ésta posee un lugar fijo, el lugar en donde resuenan sus cadencias.

El arte de Thespis—aun cuando los misterios de Eleusis y las fiestas tracias de la Epifanía de Dionysos eran nocturnas—se desenvuelve por necesidad interna en representaciones matutinas, a plena luz del sol. En cambio los juegos populares y las «pasiones» de Occidente, que tuvieron su origen en los sermones predicados en forma de personajes diferentes y que fueron representadas primero por clérigos en la iglesia, luego por legos en la plaza, ante la iglesia, en las mañanas de las grandes fiestas eclesiásticas (Kirmessen), dieron nacimiento poco a poco a un arte de la tarde y de la noche. Ya en tiempos de Shakespeare las representaciones teatrales tenían lugar al atardecer, y este rasgo místico que tiende a colocar la obra de arte en la claridad apropiada había alcanzado su término en la época de Goethe. Todo arte, toda cultura en general tiene su hora significativa. La música del siglo XVIII es un arte de la obscuridad, de la hora en que se abren los ojos del espíritu; la plástica ateniense es el arte de la luminosidad sin nubes.

Lo profundo de estas relaciones se demuestra en la plástica gótica, envuelta en un eterno crepúsculo y en la flauta Jónica, instrumento de la siesta soleada. La bujía afirma, la luz del sol niega el espacio frente a las cosas. De noche, el espacio cósmico vence a la materia; a mediodía, las cosas próximas aniquilan el espacio lejano. Asi se distinguen el fresco ático y la pintura al óleo del Norte. Así son Helios y Pan símbolos antiguos; el cielo estrellado y los crepúsculos rojizos, símbolos fáusticos. También las almas de los muertos salen a media noche, sobre todo en las doce largas noches que siguen a la Navidad. Las almas antiguas en cambio son diurnas. La Iglesia vieja hablaba aún del dvdeka®meron, los doce días sagrados; al despertar la cultura occidental, transformáronse en las «doce noches».

La pintura antigua al fresco y sobre vasos no tiene hora —nadie ha advertido aún esta circunstancia—. No hay en ella sombras que indiquen la altura del sol; no hay cielo que


muestre la posición de las estrellas; no hay mañana ni tarde; no hay primavera ni otoño; reina allí una claridad pura, intemporal [100]. El pardo de taller, usado en la pintura clásica, se convirtió, con idéntica necesidad, en lo contrario, en una obscuridad imaginaria, independiente de la hora, atmósfera característica del espacio psíquico del alma fáustica. Y esto es tanto más significativo, cuanto que los cuadros desde un principio pretendieron reproducir el paisaje a la luz de una estación y de una hora determinada, esto es, con un sentido histórico. Sin embargo, todos esos amaneceres, esas nubes en el rosa de la tarde, esas últimas claridades sobre el perfil de la sierra lejana, esas habitaciones alumbradas por bujías, esos prados en primavera, esos bosques en otoño, esas sombras largas y cortas de los matorrales y de los surcos, todo eso estaba impregnado de una obscuridad tamizada, que no procede del estado atmosférico. En realidad la pintura antigua y la pintura occidental, como la escena antigua y la escena occidental, se distinguen por la constante claridad que en aquéllas reina y la constante luz crepuscular que domina en éstas. Puede decirse más aún: que la geometría de Euclides es una matemática diurna y el análisis una matemática nocturna.

El cambio de escena, que para los griegos hubiera sido seguramente una especie de profanación criminal, es para nosotros casi una necesidad religiosa, una exigencia de nuestro sentimiento cósmico. La unidad escénica del Tasso tiene algo de paganismo. Nosotros sentimos la íntima necesidad de un drama lleno de perspectivas y amplios fondos, una escena que suprima todas las limitaciones sensibles y recoja en si la totalidad del universo. Shakespeare, que nació cuando moría Miguel Ángel y que cesó de escribir cuando Rembrandt vino al mundo, ha llegado al máximum de infinitud, de apasionada superación de todo ligamen estático. Sus bosques, sus mares, sus callejuelas, sus Jardines, sus campos de batalla están situados en la lejanía, en lo ilimitado. Los años transcurren en minutos. El rey Lear, loco, entre el bufón y el pordiosero, en medio de la tormenta, sobre la llanura envuelta en las sombras de la noche, el yo perdido en la profunda soledad del espacio; he aquí un sentimiento vital del alma fáustica. La música veneciana de 1600 conoce ya los paisajes imaginados, que ve, que siente la visión interna, y el antecedente de estos paisajes está en el hecho de que la escena de la época isabelina no tenga decoraciones, sino que indique simplemente todo eso, pudiendo asi componer para los ojos del espíritu, con escasas indicaciones, un cuadro del mundo en el que se suceden escenas que se refieren siempre a acontecimientos lejanos y que un teatro antiguo no hubiera podido representar. La escena griega no es nunca Paisaje; en realidad, no es nada. A lo sumo puede calificarse de base o pedestal de estatuas deambulantes. Las figuras lo son todo, en el teatro como en el fresco. Cuando a los hombres antiguos les negamos todo sentimiento de la naturaleza, habla en nosotros el sentir fáustico, enamorado del espacio y por lo tanto del paisaje, en tanto que es espacio. Mas para los antiguos la naturaleza es el cuerpo, y quien sepa sumergirse en este modo de sentir comprenderá al punto con qué ojos miraría un griego el relieve muscular de un cuerpo desnudo en movimiento. Esta era su naturaleza viva, no las nubes, las estrellas y el horizonte.


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Todo lo próximo y sensible es de fácil y general comprensión. Por eso, de todas las culturas que han existido la antigua es la más popular en todas las manifestaciones de su sentimiento vital, y, en cambio, la occidental es la menos popular. Fácil y generalmente comprensible es el carácter de una creación que se ofrece con todos sus misterios a cualquier espectador a la primera mirada; de una creación cuyo sentido encarnan las partes y superficies externas. En toda cultura es de fácil y general comprensión todo aquello que procede intacto de los estados y formas de la humanidad primitiva, lo que el hombre viene comprendiendo continuamente desde los primeros días de su niñez sin necesidad de conquistar para aprehenderlo un nuevo modo contemplativo, lo que en general se obtiene sin lucha, lo que se entrega por sí mismo, lo que se ofrece inmediatamente en la sensación, lo que no hay que descubrir expresamente tras un esfuerzo que pocos, y a veces sólo algunas personalidades aisladas, pueden llevar a cabo.

Hay opiniones, obras, hombres, paisajes, que son populares.

Toda cultura tiene su grado determinadísimo de esoterismo o popularidad, que encierran sus producciones en cuanto que poseen una significación simbólica. Lo fácil y generalmente comprensible anula la diferencia entre los hombres, tanto por lo que se refiere a la extensión como a la profundidad de sus almas. El esoterismo, en cambio, acentúa y refuerza esa diferencia. Finalmente, si nos referimos a la experiencia íntima primaria de la profundidad, cuando el hombre despierta a la conciencia de sí mismo, esto es, si nos referimos al símbolo primario de su existencia y al estilo de su mundo circundante, diremos que el símbolo primario de lo corpóreo da lugar a una relación popular «ingenua», y el símbolo del espacio infinito a una relación netamente impopular entre las creaciones de una cultura y los hombres correspondientes de esa cultura.

La geometría antigua es la geometría del niño y del lego. Los Elementos de Euclides se usan todavía en Inglaterra como libro de escuela. El entendimiento corriente considerará siempre la geometría euclidiana como la única exacta y verdadera. Todas las demás especies de geometría natural, que son posibles y que—por penosa superación de la apariencia popular— hemos encontrado nosotros, resultan inteligibles sólo para un circulo selecto de matemáticos profesionales. Los famosos cuatro elementos de Empédocles constituyen la «física innata» del hombre ingenuo. La representación de los elementos isótopos, representación elaborada por las investigaciones sobre radiactividad, es casi incomprensible ya para los científicos de las ciencias vecinas.

Lo antiguo se abarca todo de una sola mirada: el templo dórico, la estatua, la Polis, el culto divino. No hay dobles fondos, no hay arcanos. Mas comparad la fachada de una catedral gótica con los Propileos, un aguafuerte con una pintura cerámica, la política del pueblo ateniense con la política de los gobiernos modernos. Ved cómo toda obra moderna que hace época en la poesía, en la política, en la ciencia, va seguida de una abundante literatura de explicaciones y comentos, que además obtienen un éxito muy dudoso. Las esculturas del Partenón están hechas para todos los griegos; la música de Bach y sus contemporáneos es


música para músicos. Tenemos el tipo del entendido en Rembrandt, del entendido en Dante, del entendido en música contrapuntística. Y—con razón—se ha criticado a Wagner por la amplitud que el gremio de los wagnerianos ha podido alcanzar, por lo poco que hay en su música de accesible sólo al músico avezado. Pero ¿se concibe un grupo de entendidos en Fidias, de peritos en Homero? Ahora ya resultan inteligibles una serie de fenómenos que son síntomas del sentimiento vital de nuestra cultura, fenómenos que hasta ahora salían considerarse desde un punto de vista filosófico-moral o, más exactamente, melodramático, como desdichadas flaquezas de la humana prole. El «artista incomprendido», el «poeta hambriento», el «inventor menospreciado», el pensador «que será entendido dentro de siglos», todos éstos son tipos de una cultura esotérica. Estos sinos se fundan en el pathos de la distancia, que oculta en su seno la tendencia a lo infinito y, por tanto, la voluntad de potencia. Son tan necesarios en el circulo de la humanidad fáustica, desde la época gótica hasta el presente, como inconcebibles en la humanidad apolínea.

Los grandes creadores del Occidente, desde el primero hasta el último, no han sido comprendidos en sus verdaderos propósitos mas que por un pequeño círculo de espíritus selectos. Miguel Ángel decía que su estilo era bueno para castigo de los necios. Gauss mantuvo oculto durante treinta años su descubrimiento de la geometría no euclidiana por temor a «la gritería de los beocios». Empezamos ahora a discernir de entre las medianías a los grandes maestros de la plástica gótica. Otro tanto, empero, puede decirse de los pintores, de los políticos, de los filósofos. Comparad pensadores de las dos culturas, Anaximandro, Heráclito, Protágoras, con Giordano Bruno, Leibnitz o Kant. Considerad que no hay un poeta alemán de verdadero mérito que pueda ser comprendido por el término medio de los hombres, y que en los idiomas occidentales no existe una obra del valor y al mismo tiempo de la sencillez de Homero. Los Nibelungos son un poema rudo y misterioso, y entender a Dante es, por lo menos en Alemania, en general, algo así como una vanidosa actitud literaria. Lo que nunca se dio en la antigüedad se da siempre en Occidente: la forma exclusiva.

Hay épocas enteras, como la de la cultura provenzal y la del rococó, que son en máximo grado selectas y distantes. Sus ideas, su lenguaje de formas, existen exclusivamente para un escaso número de altas personalidades. Y si el Renacimiento, esa supuesta resurrección de la antigüedad—la antigüedad no era, en modo alguno, exclusiva y no seleccionaba su público—, no hace excepción a la regla; si el Renacimiento es todo él creación de un círculo de espíritus selectos, un gusto que la muchedumbre desde luego rechazó y que el pueblo de Florencia presenció indiferente, extrañado o molesto, llegando en ocasiones, como en el caso de Savonarola, a destruir y quemar alegremente las obras maestras, ello demuestra cuan profundas raíces tiene entre nosotros ese alejamiento de las almas.

La cultura ática era patrimonio de todos los ciudadanos. Nadie quedaba excluido de ella, y por eso no se conocía allí la distinción entre profundidad y superficialidad, que para nosotros tiene una importancia decisiva. Para nosotros las palabras popular y superficial tienen idéntico sentido en el arte como en la ciencia. Para los antiguos no es así. Nietzsche ha dicho una vez de los griegos que son «superficiales, de puro profundos».

Todas nuestras ciencias, sin excepción, tienen, junto al grupo de los principios elementales, una parte «superior» que permanece ininteligible para el lego. He aquí otro símbolo del


infinito y de la energía dirigida. A lo sumo habrá mil hombres en el mundo capaces de comprender los últimos capítulos de la física teórica. Algunos problemas de la matemática moderna son accesibles a menor número todavía. Todas las ciencias populares son hoy, desde luego, ciencias inválidas, falsas, apócrifas. No sólo tenemos un arte para artistas, sino también una matemática para matemáticos, una política para políticos—de la que no sospecha lo más mínimo el profanum vulgus de los lectores de periódicos [101], mientras que la política antigua no rebasó jamás el horizonte espiritual del ágora—, una religión para
«el genio religioso» y una poesía para filósofos. La ruina incipiente de la ciencia occidental, que claramente se deja sentir hoy, puede medirse sólo por la necesidad que experimenta de actuar en amplios círculos; y si el esoterismo rígido de la época barroca produce hoy la impresión de algo intolerable, ello revela que la fuerza decae y que declina el sentimiento de la distancia, sentimiento que admite y reconoce respetuoso esas limitaciones. Las pocas ciencias que aun conservan toda su finura, profundidad y energía de razonamiento y consecuencias, sin mácula de folletonismo—-pocas son ya: la física teórica, la matemática, la dogmática católica, acaso también la jurisprudencia—, se dirigen a un pequeñísimo circulo de técnicos selectos. Justamente el técnico, con su término opuesto, el lego, es lo que falta en la antigüedad, donde todos lo saben todo.

Esa polaridad de técnico y lego tiene para nosotros el valor de un gran símbolo, y donde empieza a ceder la tensión de esa polaridad es que comienza a extinguirse el sentimiento fáustico de la vida.

Esta conexión nos autoriza a formular la conclusión siguiente respecto a los últimos progresos de la investigación occidental—es decir, para los próximos dos siglos y acaso ni dos siquiera—: Cuanto más crezca la vacuidad y trivialidad urbana de las artes y de las ciencias, transformadas en manifestaciones «prácticas» y públicas, tanto más irá recluyéndose el espíritu póstumo de la cultura en estrechos círculos, actuando sin relación con la publicidad, en pensamientos y formas que sólo tendrán sentido para un escasísimo número de hombres selectos.




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La obra de arte antigua no se pone nunca en relación con el espectador. Ello significaría, en efecto, afirmar con su lenguaje de formas el espacio infinito, incorporar al efecto estético el espacio infinito, en el cual la obra aislada se pierde. La estatua ática es un perfecto cuerpo euclidiano, intemporal, sin relación con nada, encerrado en sí mismo. La estatua ática no habla, no tiene mirada, no sabe nada del espectador que la contempla. Vive por si sola y no se incorpora a un ordenamiento arquitectónico superior—lo cual se opone a las creaciones plásticas de todas las demás culturas—, e igualmente existe por sí sola, independiente, junto al hombre antiguo, como un cuerpo junto a otros cuerpos. El antiguo siente su proximidad y nada más porque de la estatua no dimana fuerza alguna apremiante ningún efecto que trascienda al espacio. Así es como se manifiesta el sentimiento apolíneo de la vida.


El arte mágico, al despertar, hubo de transformar al punto el sentido de estas formas. Los grandes ojos de las estatuas y retratos de estilo constantiniano miran muy abiertos y fijos al espectador, representando la más elevada de las dos substancias psíquicas, el pneuma. Los antiguos habían modelado ojos ciegos. Ahora el taladro abre la pupila; y los ojos, desmesuradamente agrandados, se vuelven hacia el espacio al que el arte ático negara realidad. En las pinturas al fresco de la antigüedad las cabezas estaban vueltas una hacia otras; ahora, en los mosaicos de Rávena y en los relieves de los sarcófagos cristianos primitivos y romanos posteriores, todas se vuelven, hacia el espectador y clavan en él la mirada. Una penetrante y misteriosa lejanía, totalmente extraña al sentir antiguo, viene del mundo en donde vive la obra de arte y entra en la esfera del espectador. Todavía se advierte algo de esa magia en los cuadros florentinos y romanos primitivos, con su fondo dorado.

Mas considerad luego la pintura occidental a partir de Leonardo, esto es, a partir del momento en que llega a la plena conciencia de su misión. Ved cómo logra recoger el espacio único infinito, en el cual la obra y el espectador son dos puntos de la dinámica universal. El sentimiento fáustico de la vida en toda su plenitud, el apasionamiento de la tercera dimensión, hace presa en la forma del cuadro, superficie coloreada, y la transfigura por modo inaudito. La pintura no existe por si misma ni tampoco se dirige al espectador, sino que lo arrebata e incluye en su esfera propia. El recorte encerrado en los limites del marco—la imagen de la cámara obscura, exacto parangón del cuadro escénico—representa el espacio cósmico. El primer plano y el fondo pierden su tendencia a la proximidad material, y en lugar de límites tienen términos. Los horizontes lejanos profundizan el cuadro en el infinito; el colorido de los objetos próximos está tratado de manera que anula y suprime el plano ideal que, a modo de cortina, pudiera separar al espectador del cuadro, y amplifica el espacio de éste, tanto que el espectador se siente incluso en él. No es el espectador quien elige el punto de vista desde el cual la obra produce su mejor efecto; es el cuadro mismo el que impone al espectador el lugar y la distancia necesarios. Los recortes por medio del marco, que a partir de 1500 se hacen cada vez más numerosos y audaces, descalifican asimismo todo límite lateral. El espectador griego de un fresco de Polignotos se hallaba ante el cuadro. Nosotros, en cambio, nos «sumergimos» en el cuadro, es decir, que la fuerza del espacio plástico nos arrebata y nos incluye en el cuadro. Asi queda afirmada la unidad del espacio cósmico. En esa infinitud que el cuadro extiende en todas las direcciones reina la perspectiva occidental [102], de donde arranca el camino que nos conduce a la inteligencia de nuestra visión astronómica, con su apasionada compenetración de lejanías infinitas.

Pero el hombre apolíneo no quiso nunca percibir el amplio espacio cósmico; ninguno de sus sistemas filosóficos habla de él. Los filósofos antiguos conocen exclusivamente los problemas de las cosas reales palpables, y en eso que está «entre las cosas» no ven nada positivo, nada significativo. El globo terráqueo en que viven, y que aun en Hipparco está envuelto por una esfera celeste rígida, es para ellos el mundo entero, absolutamente dado; y nada produce mayor extrañeza en quien logra ver aquí los fundamentos más recónditos y secretos, que los repetidos intentos de coordenar teóricamente esa bóveda celeste con la tierra, de manera que ésta no sufra en su prerrogativa simbólica [103].

Recuérdese, en cambio, la vehemencia conmovedora con que el descubrimiento de
Copérnico—que «corresponde» en la cultura occidental a Pitágoras—penetró en el alma


de Occidente y la profunda veneración con que Keplero formuló las leyes de las trayectorias planetarias, que le parecían una revelación inmediata de Dios; bien sabido es que no se atrevió a dudar de su forma circular, porque otra cualquiera le parecía símbolo de harto inferior dignidad. Manifiéstase aquí el sentimiento nórdico de la vida, el anhelo (a lo Wiking) hacia lo ilimitado. Esto es lo que da un sentido profundo a la invención del telescopio, invención netamente fáustica. Penetrando en espacios que permanecen cerrados a la simple vista y que la voluntad de potencia sobre el espacio cósmico percibe como limites, el telescopio amplifica el universo que «poseemos». El sentimiento verdaderamente religioso que embarga al hombre actual cuando por primera vez consigue lanzar su mirada en esos espacios estelares, ese sentimiento de fuerza, el mismo que provocan las grandes tragedias de Shakespeare, le hubiera parecido a Sófocles el más vesánico de los crímenes.




Sépase, pues, que la negación de la «bóveda celeste» no es una experiencia sensible, sino una decisión. Las ideas modernas sobre la esencia del espacio estelar o—dicho con más precaución—de una extensión indicada por signos luminosos, no descansan sobre un conocimiento cierto proporcionado por la visión en el telescopio. El telescopio sólo nos muestra pequeños discos claros de diferente tamaño. La placa fotográfica nos ofrece por su parte una imagen muy distinta, no mas viva, sino distinta verdaderamente, y hay que someter ambas imágenes a muchas y muy aventuradas hipótesis, esto es, elementos de propia creación, como distancia, magnitud y movimiento, para formar con ellas la representación cósmica unitaria, que para nosotros es una necesidad. El estilo de esta representación corresponde al estilo de nuestra alma. En realidad, no sabemos cuan diferente sea la fuerza luminosa de las estrellas ni si varía en las distintas direcciones; no sabemos si la luz, en los inmensos espacios, cambia, disminuye o se apaga; no sabemos si nuestras ideas terrestres sobre la esencia de la luz con las teorías y leyes que de ellas se derivan, siguen valiendo más allá de las proximidades de la tierra. Lo que «vemos» son meros signos luminosos; lo que «comprendemos» son símbolos de nuestro propio ser.

El pathos de la conciencia cósmica copernicana es propiedad exclusiva de nuestra cultura y—me atrevo a hacer una afirmación que parecerá todavía paradójica—se transformaría, se transformará en un ingente olvido de aquel descubrimiento, tan pronto como aparezca peligroso y amenazador al alma de una cultura venidera. Ese pathos está fundado en la certidumbre de que ahora el elemento estático corpóreo ya ha sido eliminado del cosmos, de que ahora ya ha quedado anulada la preponderancia simbólica del cuerpo plástico terrestre.

Hasta entonces manteníase un equilibrio polar entre la tierra y el cielo, que era concebido, o por lo menos sentido, también como una magnitud substancial. Pero ahora el espacio es el que lo domina todo; «universo» vale tanto como espacio, y los astros son poco más que puntos matemáticos, imperceptibles esferas en lo ilimitado, cuya materialidad no entra para nada en la composición de nuestro sentimiento cósmico. Demócrito, que en nombre de la cultura apolínea quiso establecer y, por necesidad, hubo de establecer un límite de las cosas corpóreas, había imaginado una capa de átomos ganchudos que envolvía el cosmos como una piel. Frente a esta concepción, nuestra insaciable sed de infinito busca siempre nuevas


lejanías cósmicas. El sistema de Copérnico ha recibido en los siglos del barroco una amplificación incalculable por obra de Giordano Bruno, que veía miles de sistemas semejantes flotando en el espacio sin límites. Hoy «sabemos» que la suma de todos los sistemas solares—unos treinta y cinco millones—forma un sistema estelar cerrado, que— según se demuestra—es finito [104] y posee la forma de un elipsoide de rotación, cuyo ecuador coincide aproximadamente con la Vía Láctea. Enjambres de sistemas solares, como bandadas de pájaros migradores, atraviesan ese espacio en la misma dirección y con la misma velocidad.

Un enjambre de esos, cuyo ápice se halla en la constelación de Hércules, está formado por nuestro Sol con las brillantes estrellas Capella, Vega, Altair y Betelgeuse. El eje del enorme sistema, cuyo centro cae en la actualidad no lejos de nuestro Sol se calcula en 470 millones de veces la distancia del Sol a la Tierra. En el cielo estrellado vemos simultáneamente luces cuyo origen en el tiempo está separado por unos tres mil setecientos años: que eso tarda la luz en llegar desde las más remotas estrellas hasta la tierra. En el cuadro de la historia que se despliega ante nuestros ojos, corresponde ese tiempo a toda la cultura mágica y antigua y llega hasta el punto culminante de la egipcia, en la época de la XII dinastía. Esta visión— una imagen, no una experiencia, repito—es sublime [105] para el espíritu fáustico; para el apolíneo hubiera sido un suplicio, la anulación total de las más hondas condiciones de su existencia. El hecho de que se establezca un limite definitivo en lo que para nosotros es producto y realidad presente, límite situado en el borde del cuerpo estelar, le hubiera parecido al espíritu antiguo algo asi como una salvación. Nosotros, empero, proponemos con intima necesidad un nuevo problema indeclinable: ¿hay algo más allá de ese sistema?
¿Hay multitudes de esos sistemas en lejanías tales, que junto a ellas resultan extraordinariamente pequeñas las dimensiones antes dichas? La experiencia sensible parece haber hallado un limite absoluto; por esos espacios vacíos que para nosotros son simplemente una exigencia intelectual, ni la luz ni la gravitación pueden darnos señales de otras existencias. Mas la pasión de nuestra alma, que siente de continuo la necesidad de realizar íntegramente en símbolos nuestra idea de la existencia, sufre por ese limite de nuestras sensaciones.




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Por eso las tribus nórdicas, en cuya alma primitiva comenzaba a alentar el espíritu fáustico, descubrieron en épocas remotísimas, nebulosas, la navegación a la vela que las libertaba de la tierra firme [106]. Los egipcios conocían la vela, pero la empleaban solamente como un medio de ahorrarse trabajo. Navegaban con sus barcos de remo a lo largo de la costa, hacia el Ponto y la Siria; pero no tenían la idea de la navegación en alta mar, no sentían su simbolismo libertador.


En efecto, la navegación a la vela supera el concepto euclidiano de la tierra firme. A principios del siglo XIV, casi simultáneamente—y en el tiempo mismo en que empiezan a desarrollarse la pintura al óleo y el contrapunto—sobreviene el descubrimiento de la pólvora y de la brújula, esto es, de las armas de largo alcance y del tráfico lejano. (Ambas cosas fueron también descubiertas por la cultura china, que obedeció, al hacerlo, a una necesidad profunda.) Manifiéstase en ello el espíritu de los Wikings, del Hansa, el espíritu de aquellos pueblos primitivos que se construían tumbas gigantescas de tierra amontonada, hitos de las almas solitarias en la llanura infinita—en vez de la urna cineraria de los griegos—; que depositaban a sus reyes muertos en barcos ardiendo y los lanzaban a alta mar, signo conmovedor de ese obscuro anhelo de infinito que empujó sus frágiles barcos hasta las costas de América por el año 900, cuando empezaba a anunciarse la cultura occidental. En cambio la circunnavegación del África, hazaña que realizaron los egipcios y los cartagineses, dejó completamente indiferente a la humanidad antigua.

Hay un hecho que revela el carácter escultórico de la existencia antigua también en lo que se refiere a las comunicaciones: la noticia de la primera guerra púnica, uno de ]os más grandes hechos de la historia antigua, llegó a Atenas como un rumor confuso procedente de Sicilia. Las almas de los griegos reuníanse en el Hades, inmóviles, apacibles, como sombras (eàdvla), sin energías, sin deseos, sin sensaciones. Las almas de los hombres nórdicos juntábanse en el «furioso tropel», que sin descanso vaga por los aires.




La gran colonización griega del siglo VIII antes de Jesucristo tuvo lugar en el mismo período de desarrollo cultural que los descubrimientos de los españoles y portugueses. Pero éstos iban poseídos de un aventurero afán de lejanías incalculables, anhelo de tierras incógnitas y de peligros inauditos, mientras que los griegos fueron siguiendo con precaución punto por punto los rastros conocidos de fenicios, cartagineses y etruscos, y su curiosidad no traspasó los limites de las columnas de Hércules o del istmo de Suez, que bien fácilmente hubieran podido franquear. En Atenas se habló seguramente del camino hacia el mar del Norte, hacia el Congo, Zanzíbar y la India; en la época de Heron era conocida la situación de la India meridional y de las islas de la Sonda. Pero a todo esto, como a la ciencia astronómica de Oriente, los antiguos se tapaban los oídos. Cuando Portugal y el actual territorio marroquí fueron convertidos en provincias romanas, no se restablecieron las comunicaciones por el Atlántico y las islas Canarias quedaron sepultadas en el olvido. El anhelo colombino es tan extraño al alma apolínea como el anhelo copernicano. Aquellos mercaderes helenos, tan acuciosos de ganancias, sentían un terror metafísico ante la idea de ensanchar su horizonte geográfico. También en esto los antiguos se mantuvieron en lo próximo e inmediato. La existencia de la Polis extraño ideal de un Estado-estatua, no era otra cosa que el refugio en que los griegos se recluían ante el
«amplio mundo» de aquellos pueblos marítimos. Y es de notar que la cultura antigua es la única de todas las aparecidas hasta hoy, cuya comarca madre no radica en un continente, sino en torno a las costas de un archipiélago; la cultura antigua se desarrolla alrededor de un mar, que es como su centro de gravedad.

Sin embargo, ni siquiera el helenismo, con su afición a los juegos técnicos [107], supo libertarse del uso de los remos, que mantienen a los barcos en la proximidad de las costas.


En Alejandría se construyeron naves gigantescas de 80 metros de largo y se había descubierto en principio el barco de vapor.

Pero hay descubrimientos que tienen el pathos de un gran símbolo necesario, que manifiestan algo muy íntimo, y otros que son simples juegos del ingenio. El barco de vapor fue esto último para el hombre apolíneo; es aquéllo para el fáustico.

Un invento, y sus aplicaciones, es profundo o superficial según el rango que ocupa en el conjunto del macrocosmos.

Los descubrimientos de Colón y Vasco de Gama dilataron infinitamente el horizonte geográfico. Entre el mundo marino y la tierra firme se estableció la misma relación que entre el espacio cósmico y el globo terráqueo. Y en este momento descargó la tensión política de la conciencia fáustica. Para los griegos, la Hélade fue siempre el trozo esencial de la superficie terrestre; en cambio, con el descubrimiento de América, el Occidente europeo se transforma en provincia de un conjunto gigantesco. A partir de este instante, la historia de la cultura occidental adquiere un carácter planetario.

Cada cultura tiene su propio concepto del país natal y de la patria, concepto difícil de aprehender, casi inefable, lleno de obscuras relaciones metafísicas y, sin embargo, de tendencia inequívoca. El sentimiento antiguo de la patria, que sujetaba al individuo con fuerza corpórea y euclidiana a la Polis a la ciudad [108], se contrapone a la misteriosa nostalgia o morriña del septentrional, que tiene algo de musical, algo de errabundo y supraterrestre. El hombre antiguo siente por patria lo que su vista abarca desde el castillo de la ciudad natal. Allí donde termina el horizonte de Atenas comienza lo extraño, lo hostil, la
«patria» de los otros. El romano, incluso el romano de los últimos tiempos de la República, no entendió por patria nunca Italia, ni siquiera el Lacio, sino la urbs Roma. El mundo antiguo, cuanto más avanza hacia su madurez más se descompone en innumerables patrias punctiformes, entre las cuales existe un sentimiento de odio en que se expresa la necesidad de la separación entre los cuerpos; y tan profundo es ese odio, que nunca frente a los bárbaros se manifiesta con igual energía. En este sentido, no hay nada que revele mejor la definitiva extinción del sentir antiguo y la victoria del sentir mágico que la concesión por Caracalla (en 212) del derecho de ciudadanía romana a todos los habitantes de las provincias [109]. Esta medida anulaba, en efecto, el concepto antiguo, estatuario del ciudadano. Ahora existe un «Imperio» y, por consiguiente, una nueva especie de dependencia. Es también muy característico el concepto correspondiente del ejército entre los romanos. En la época verdaderamente antigua no había un «ejército romano», como hoy decimos, v. g., el ejército prusiano; había ejércitos, es decir, agrupaciones militares («cuerpos de tropa») definidas por el nombre de un legado, como tales cuerpos limitados, visibles y presentes: exercitus Scipionis, Crassi, pero no exercitus romanus. Caracalla, que con su edicto citado anuló en realidad el concepto del civis romanus y deshizo la religión romana equiparando a las deidades de la ciudad las de los demás pueblos, fue también el que creó el concepto—extraño al alma antigua y propio en cambio del alma mágica—del ejército imperial, cuyas son manifestaciones las distintas legiones. Los viejos ejércitos romanos, empero, no significan, no manifiestan, sino que son. A partir de este momento, cambia el tenor de las inscripciones; ya no dicen fides exercituum, sino fides exercitus; en lugar de las deidades aisladas, que eran sentidas como algo corpóreo (la fidelidad, la


fortuna de la legión), y a las cuales sacrificaba el legado, aparece ahora el principio de un espíritu universal. Idéntica transformación semántica se verifica en el sentimiento patriótico de los orientales— no sólo de los cristianos—en la época imperial. La patria, para el hombre apolíneo, mientras sigue alentando en su pecho un resto de su cósmico sentir, es, en sentido propio, corpóreo, el suelo sobre que está edificada su ciudad natal. Recordad la
«unidad de lugar» en las tragedias y las estatuas áticas. Mas para el hombre mágico, para el cristiano, el persa, el judío, el «griego» [110], el maniqueo, el nestoriano, el islamita, la patria no tiene relación alguna con realidades geográficas. Para nosotros la patria es una inaprensible síntesis de la naturaleza, el idioma, el clima, las costumbres, la historia; no es la tierra, sino el país; no es una realidad punctiforme, sino el pasado y el futuro histórico; no es una unidad de hombres, dioses y casas, sino una idea que se compadece perfectamente con una peregrinación sin fin, con la más profunda soledad y con ese anhelo germánico hacia el Sur, que ha sido la ruina de los mejores alemanes, desde los emperadores sajones hasta Hölderlin y Nietzsche.

La cultura fáustica se orienta, pues, en el sentido de la expansión, ya sea política, económica o espiritual. Los occidentales han franqueado todos los límites materiales y geográficos; han aspirado, sin fines prácticos y sólo por el símbolo, a juntar el Sur con el Norte; han convertido al fin la faz de la tierra en una sola colonia, en un solo sistema económico. Lo que todos los pensadores, desde el maestro Eckart hasta Kant, han querido: la sumisión del mundo «como fenómeno» a las pretensiones y exigencias del yo cognoscitivo, eso mismo realizaron todos los grandes conductores de pueblos, desde Otón el Grande hasta Napoleón. El verdadero fin de su ambición fue siempre lo ilimitado, la monarquía universal de los grandes Salios y Staufen, los planes de Gregorio VII y de Inocencio III, aquel imperio de los Habsburgos españoles, «en donde no se ponía el sol» y el imperialismo, aspiración intima de hoy, harto manifiesta en la guerra mundial que no está terminada ni mucho menos. El hombre antiguo, por razones profundas, no podía ser conquistador; la expedición de Alejandro es una excepción romántica y confirma la regla, sobre todo si se piensa en la intima resistencia de sus acompañantes. El alma nórdica ha creado en los enanos, nixos y coboldos unos seres que con inextinguible anhelo quieren verse libres de toda contención, con un afán de lejanía y libertad desconocido por completo de las dríades y oréades griegas. Los griegos fundaron centenares de factorías en las riberas del mar; nunca, empero, hicieron el menor esfuerzo por penetrar en el continente y conquistarlo. Establecerse lejos de la costa hubiera sido para ellos como perder de vista la patria. Acampar solitario, como era el ideal de los tramperos en las praderas americanas, y antes aún de los héroes en las sagas irlandesas, es cosa que yace fuera de las posibilidades del hombre antiguo.

El espectáculo de las emigraciones a América—en donde el hombre se vale por sí mismo y siente la necesidad profunda de estar solo—, los conquistadores españoles, el torrente de los buscadores de oro en California, el indomable afán de libertad, de soledad, de independencia absoluta, la gigantesca negación de todo sentimiento limitado de la patria, he aquí emociones típicamente fáusticas. Ninguna otra cultura las conoce ni siquiera la china.


El emigrante griego es como el niño que camina agarrado a la falda de su madre. Pasar de la ciudad vieja a otra nueva que es la reproducción exacta de aquélla, con sus mismos ciudadanos, sus mismos dioses, sus mismos usos; no perder nunca de vista el mar conocido y surcado por todos; llevar allá la misma vida de zÇon politikñn en el ágora, tal es el máximo cambio de escenario que permite la existencia apolínea. Para nosotros, que consideramos la libertad de movimientos como un derecho humano y un ideal—por lo menos—, este confinamiento significaría la peor de las esclavitudes. Desde este punto de vista es como hay que concebir la expansión romana, que fácilmente se interpreta mal. La expansión romana no significa, ni mucho menos, una amplificación de la patria. Mantúvose estrictamente dentro de los limites que los hombres cultos habían ocupado antes y que ahora saquean como botín de guerra. Nunca se han concebido en Roma planes dinámicos mundiales por el estilo de los que ensayaron los Hohenstaufen o los Habsburgos. El imperialismo romano no puede compararse con el actual. Los romanos no hicieron el menor intento por penetrar en el interior de África. Las guerras posteriores de Roma tuvieron por objetivo exclusivamente la seguridad y conservación de las posesiones romanas; eran guerras sin ambición, sin afán simbólico de expansión.

Roma abandonó la Germania y la Mesopotamia sin manifestar por ello el menor sentimiento.

Si recapitulamos todo lo dicho; si contemplamos el aspecto de los firmamentos que abarca la visión copernicana del universo; si consideramos el dominio de la superficie terrestre por el hombre occidental, siguiendo las huellas de los descubrimientos colombinos; si recordamos la perspectiva de la pintura al óleo y de la escena trágica, juntamente con el sentimiento perespiritualizado de la patria; si a todo esto añadimos la pasión civilizada del tráfico a gran velocidad, el dominio del aire, los viajes al polo, la ascensión a las altas cumbres montañosas, despréndese de todo ello el símbolo primario del alma fáustica, el espacio ilimitado. Como derivaciones de este símbolo supremo debemos comprender las formas puramente occidentales del mito psíquico: la «voluntad», la «fuerza», la «acción».













II




BUDISMO, ESTOICISMO, SOCIALISMO




10




Ahora ya podemos comprender el fenómeno de la moral [111] como una interpretación espiritual de la vida por sí misma.

Desde la altitud a que hemos llegado podemos libremente contemplar esta provincia, la más amplia, la más escabrosa de la reflexión humana. Pero justamente aquí es donde más falta hace cierta especie de objetividad que hasta hoy nadie ha sabido seriamente practicar. Sea la moral, en primer término, lo que fuere, es ilícito convertir su análisis en una parte de la moral misma. Para nuestro problema no es lo importante estatuir lo que debemos hacer, perseguir y valorar, sino comprender que esta posición del problema es ya por si el síntoma de un sentimiento cósmico exclusivamente occidental.

Todos los occidentales, sin excepción, se hallan en esto bajo la influencia de una inmensa ilusión óptica. Todos exigen algo a los demás. Todos pronuncian un imperativo—«tú debes»—en la convicción de que realmente hay algo que puede y debe ser cambiado en sentido uniforme, algo que debe ser formado, ordenado de cierta manera. Inconmovible es la fe en ello y el derecho a ello. Se manda y se demanda obediencia a lo mandado. Tal es para nosotros la moral. En la ética de Occidente todo es dirección, pretensión de fuerza, actuación deliberada en la lejanía. Sobre este punto Lutero y Nietzsche, los Papas y los darwinistas, los socialistas y los jesuitas, están de perfecto acuerdo. Su moral aparece con pretensión de validez universal y perdurable. Ello pertenece a las necesidades de la realidad fáustica. El que se aparta de este pensamiento, de esta enseñanza, de esta voluntad, es un pecador, un infiel, un enemigo, a quien hay que combatir sin cuartel. El hombre debe. El Estado debe. La sociedad debe. Esta forma de la moral es para nosotros evidente y representa para nosotros el sentido propio y único de toda moral. Pero ni en la India, ni en la China, ni en el mundo antiguo ha sido así. Buda ofrecía un libre ejemplo; Epicuro daba


un buen consejo. También éstas son formas de morales elevadas, morales de la voluntad libre.

No hemos advertido lo típico y singular de nuestro dinamismo moral. Supongamos que el socialismo—entendido en sentido ético, no económico—sea el sentimiento cósmico que persigue la opinión propia en nombre de todos; entonces hay que decir que todos, sin excepción, somos socialistas, sepámoslo o no, querámoslo o no. Incluso el apasionado enemigo de toda «moral de rebaño», Nietzsche, es incapaz de limitar su celo a sí mismo, en el sentido «antiguo». Nietzsche piensa en «la humanidad». Ataca a quien opina de otro modo. Mas a Epicuro le era de verdad indiferente lo que opinasen e hiciesen los demás. Epicuro no pierde un solo momento en imaginar una transformación de la humanidad. El y sus amigos se contentaban con ser como eran. El ideal de la vida antigua consistía en la falta de interés (?p?yeia) por el curso del mundo. En cambio el afán de dominar el curso del mundo es justamente lo que constituye el contenido de la vida en la humanidad fáustica. Aquí tiene su lugar el importante concepto de la ( di?fora) [112]. También existe en la Hélade un politeísmo moral; demuéstrase en la pacífica convivencia de epicúreos, cínicos, estoicos. Pero Zaratustra—aunque se precia de estar allende el bien y el mal—padece el dolor de ver a los hombres como no quisiera verlos y siente un profundo afán totalmente extraño al espíritu «antiguo», de emplear su vida en cambiarlos, naturalmente, en el sentido que él considera mejor. Y esto justamente, esta transvaloración universal es monoteísmo ético y —tomando la palabra en un sentido nuevo y más profundo— socialismo. Todos los que aspiran a mejorar el mundo son socialistas. No existió ningún antiguo, pues, que aspirase a mejorar el mundo.

El imperativo moral, como forma de la moral, es fáustico y sólo fáustico. ¿Qué importa que Schopenhauer haya querido ver negada la voluntad de vida y Nietzsche en cambio haya querido verla afirmada? Estas diferencias son superficiales; revelan un gusto personal, un temperamento. Lo esencial es que también Schopenhauer siente el mundo entero como voluntad, como movimiento, fuerza, dirección; por ello es el precursor de toda la modernidad ética. Este sentimiento fundamental constituye toda nuestra ética. Las demás son variedades de esa especie única. Lo que nosotros llamamos hazaña, acción, no sólo actividad [113], es un concepto completamente histórico, repleto de energía directiva. Es la confirmación de la existencia, la consagración de la existencia en un tipo de hombre cuyo
«yo» posee la tendencia hacia lo futuro y siente el presente no como realidad plena, sino como época en la inmensa conexión del devenir; y tanto en la vida personal como en la vida de la historia toda. La fuerza y claridad de esta conciencia determinan el rango de un hombre fáustico; pero hasta el más insignificante tiene algún destello de ella, y esa conciencia distingue sus más mínimos actos vitales, por el modo y contenido, de los actos de cualquier «antiguo». Es la diferencia entre el carácter y la actitud, entre el devenir consciente y la realidad estatuaria aceptada simplemente, entre el querer trágico y el padecer trágico.

A los ojos del hombre fáustico todo es en el mundo movimiento hacia un fin. El hombre mismo vive bajo esa condición, Vivir significa para él luchar, superar, imponerse. La lucha por la existencia, como forma de la existencia, pertenece ya a la época gótica y claramente se expresa en su arquitectura. El siglo XIX le ha dado una forma mecánico utilitaria. En el mundo del hombre apolíneo, en cambio, no «hay movimiento» hacía un fin—el fluir de


Heráclito, que es un juego sin propósito, sin objetivo, ² õdòw nv k?tv [114], no entra en cuenta—, no hay «protestantismo», no hay «afanes tempestuosos», no hay «revoluciones» éticas, espirituales, artísticas, que luchen por aniquilar lo existente. El estilo jónico y el corintio aparecen junto al dórico, sin pretender eliminarlo y dominar solos. En cambio el Renacimiento rechaza el gótico; el clasicismo rechaza el barroco y todas las historias literarias de Occidente están llenas de furiosas luchas sobre los problemas de la forma. El mundo mismo de los monjes—órdenes de Caballería, franciscanos, dominicos—aparece en la forma del movimiento de una orden, en lo cual se opone a la forma cristiana primitiva del ascetismo anacorético.

Es imposible para el hombre fáustico negar esa forma fundamental de su existencia, y mucho menos aún cambiarla. Toda oposición a ella la supone. El que combate «el progreso» considera su actuación como un progreso. El que propaga y defiende una
«reacción» entiende por ello una evolución posterior. «Inmoralismo» es una nueva especie de moral, con la misma pretensión de prevalencia. La voluntad de potencia es intolerante. Todo lo que es fáustico aspira a predominio. Para el sentimiento apolíneo— yuxtaposición de muchas cosas singulares—la tolerancia es algo evidente; pertenece al estilo de la ataraxia, de la falta de voluntad. Para el mundo occidental—espacio psíquico único e ilimitado, espacio como tensión—la tolerancia es o un engaño de si mismo o un signo de decadencia. La época de la ilustración, el siglo XVIII, era tolerante, es decir, indiferente a las distinciones entre las profesiones de fe cristianas; pero por sí misma, en relación con la Iglesia y con las iglesias, dejó de serlo tan pronto como llegó al poderío. El instinto fáustico, activo, de voluntad robusta, enderezado hacia el futuro y la lejanía, con la tendencia vertical de las catedrales góticas y esa significativa conversión del feci en ego habeo factum, exige tolerancia, esto es, espacio para su propia actuación; pero sólo para ésta. Considerad la cantidad de tolerancia que la democracia urbana consiente aplicar a la Iglesia en el empleo que ésta hace de coacciones religiosas, mientras que para sí misma exige una ilimitada aplicación de sus propias coacciones y cuando puede acomoda a ellas la legislación «universal». Todo «movimiento» aspira a vencer; en cambio la «actitud» antigua sólo quiere existir y se interesa muy poco por el ethos de los demás. Luchar en pro o en contra de las corrientes del día; propagar, establecer, desacreditar o destruir reformas o reacciones, he aquí lo que no conocen ni los antiguos ni los indios. Y justamente es ésta la diferencia que separa la tragedia de Sófocles y la tragedia de Shakespeare, la tragedia del hombre que sólo quiere existir y la del hombre que quiere vencer.




Es un error poner «el» cristianismo en relación con el imperativo moral. No es el cristianismo el que ha creado al hombre fáustico; es éste el que ha transformado el cristianismo, no sólo convirtiéndolo en una religión nueva, sino orientándolo en el sentido de una nueva moral. Lo que indica el neutro «elIo», tórnase yo personalísimo, con todo el pathos de un centro cósmico, como el que constituye la base del sacramento de la confesión personal. La voluntad de potencia manifestándose incluso en lo ético; el afán apasionado de elevar cada uno su moral a la categoría de verdad eterna, e imponerla a los hombres todos, transformando, venciendo o destruyendo a los que se muestren disconformes, todo eso es propiedad de nuestra alma occidental. En este sentido fue transformada interiormente la moral de Jesús, en la época primera del gótico—hondo proceso que nadie ha comprendido


aún—; y aquella moral, aquella conducta estático espiritual, recomendada como salvadora por el sentimiento mágico del mundo, aquella doctrina cuyo conocimiento era como una gracia [115] especialmente concedida, convirtióse durante el gótico en una moral imperativa [116].

Todo sistema ético, sea de origen religioso o filosófico, tiene, por lo tanto, su lugar en la proximidad de las artes mayores, sobre todo de la arquitectura. Es un edificio de proposiciones en que está estampada la causalidad mecánica. Toda verdad destinada a tener una aplicación práctica se enuncia con un «porque» o un «pues». Hay en ella una lógica matemática; la hay en las cuatro verdades de Buda, en la Critica de la razón práctica, de Kant, en todo catecismo popular. Nada más extraño a esas teorías, reconocidas por verdaderas, que la lógica de la sangre, lógica no crítica, que en cada costumbre establecida y conocida conscientemente sólo por las infracciones contra ella, nos habla de clases sociales y hombres reales; por ejemplo, la educación del caballero en los tiempos de las Cruzadas. Una moral sistemática es como un ornamento, y se revela no sólo en proposiciones, sino también en el estilo de la tragedia y aun en los motivos artísticos. El meandro por ejemplo, es un motivo estoico; la columna dórica encarna realmente el ideal
«antiguo» de la vida. Por eso es ésta la única forma de las columnas antiguas, que el estilo barroco hubo de excluir en absoluto. En el Renacimiento mismo se nota una tendencia a evitarla por motivos espirituales profundos.

La conversión de la cúpula mágica en cúpula rusa, con el símbolo del tejado plano (véase tomo I, pág. 304); la arquitectura del paisaje chino con sus intrincados senderos; la torre gótica de las catedrales, son otros tantos símbolos de la moral que ha surgido en la conciencia vigilante de una sola cultura.




11




Y ahora encuentran su solución antiquísimos enigmas y perplejidades. Hay tantas morales como culturas, ni más ni menos. Nadie tiene en esto libre elección. Asi como para todo pintor y todo músico existe algo que, por sustentarse en el fundamento de una necesidad interna, no llega a su conciencia; algo que de antemano domina sobre el lenguaje formal de sus obras y lo distingue de las producciones artísticas de todas las demás culturas, asi también cada concepción de la vida de un hombre culto posee de antemano, a priori, en el riguroso sentido de Kant, una propiedad más honda que todo momentáneo juicio y afán, una propiedad en que se manifiesta el estilo de una determinada cultura. El individuo puede obrar moral o inmoralmente, «bien» o «mal» para el sentimiento primario de su cultura; la teoría, empero, de su acción está absolutamente dada. Cada cultura tiene su propio criterio, cuya validez con ella empieza y con ella termina. No existe una moral universal humana.

Tampoco, pues, existe en el más hondo sentido una verdadera conversión, ni puede existir. Toda conducta consciente basada en convicciones es un protofenómeno, es la dirección fundamental de una existencia, transformada en «verdad intemporal». Poco importan los


términos e imágenes en que se exprese: mandamientos de una deidad, resultados de la reflexión filosófica, proposiciones, símbolos, anunciación de una verdad nueva o refutación de una idea extraña: basta con que exista. Es posible despertarla y envolverla en una teoría; es posible asimismo modificar y aclarar su expresión espiritual. Pero es imposible crearla. Ni podemos cambiar nuestro sentimiento cósmico—como que el ensayo mismo de alterarlo se produce en el estilo suyo característico y más lo confirma que lo supera—ni tenemos poder sobre la forma ética fundamental de nuestra conciencia vigilante. Se ha introducido cierta distinción en las palabras, considerando la ética como una ciencia y la moral como un problema; pero no hay, en este sentido, problema alguno. Asi como el Renacimiento fue en realidad incapaz de resucitar la antigüedad y en cada motivo antiguo expresó justamente lo contrario del sentimiento cósmico apolíneo, creando así un gótico meridionalizado, un
«gótico antigótico», del mismo modo es imposible que un hombre se convierta a una moral extraña a su esencia. Hoy se habla de transvalorar los valores; los modernos habitantes de las grandes urbes piensan en «retornos» al budismo, al paganismo o a un catolicismo romántico; el anarquista aspira a una ética individual; el socialista sueña con una ética social. En última instancia, todos hacen, quieren y sienten lo mismo. Las conversiones a la teosofía o al libre pensamiento, que son los tránsitos actuales de un supuesto cristianismo a un supuesto ateísmo o viceversa, constituyen una simple mutación de palabras y conceptos, un cambio de la superficie religiosa o intelectual, y nada más. Ninguno de nuestros
«movimientos» ha modificado al hombre.

Una rigurosa morfología de todas las morales es problema reservado para el futuro. Nietzsche ha dicho sobre esto también lo esencial, y ha dado el primer paso decisivo que conduce a la nueva visión. Pero no ha sabido cumplir él mismo con la exigencia que impone al pensador de situarse por encima del bien y del mal. Ha querido ser a la vez escéptico y profeta, crítico de la moral y heraldo de una moral. Son cosas incompatibles. No se puede ser psicólogo de primer orden cuando se sigue enredado en las mallas del romanticismo. Por eso Nietzsche en esto, como en todos sus decisivos atisbos, llega hasta el umbral, pero no lo franquea. Mas nadie hasta ahora lo ha hecho mejor. Hasta ahora hemos sido ciegos para la inmensa riqueza que ostentan los idiomas de las formas morales.

No hemos sabido verla ni comprenderla. El mismo escéptico no ha entendido su problema; ha elevado a norma definitiva en último término su propia concepción moral, determinada por disposiciones personales, por el gusto privado, y por ella ha medido todas las demás. Los más modernos revolucionarios, Stirner, Ibsen, Strindberg, Shaw, no han hecho tampoco otra cosa. Sólo han sabido ocultarse este hecho bajo nuevas fórmulas y tópicos.

Pero una moral es—como una plástica, una música o una pintura—un mundo cerrado de formas, la expresión de un sentimiento vital que está absolutamente dado, que es inmutable en lo profundo y que se afirma con intima necesidad.

Toda moral es siempre verdadera dentro de su circulo histórico; es siempre falsa fuera de este círculo histórico. Ya hemos dicho [117] que asi como para cada poeta, cada pintor, cada músico hay obras que hacen época en su vida y desempeñan el papel de grandes símbolos de su existencia, asi también para esos ingentes individuos, que llamamos culturas, las especies artísticas, unidades orgánicas, como la pintura al óleo en su conjunto, la plástica del desnudo en su conjunto, la música contrapuntística, la lírica rimada. En los


dos casos, en la historia de una cultura como en la vida individual, trátase de la realización de posibilidades. El espíritu interior se convierte en el estilo de un mundo. Junto a esas grandes unidades de forma cuyo transcurso, cuya plenitud y cuyo término abarcan una serie prefijada de generaciones humanas y que tras, pocos siglos de duración irrevocablemente fenecen, hállase el grupo de las morales fáusticas, la suma de las morales apolíneas, constituyendo igualmente una unidad de orden superior. Su presencia es un sino que es necesario aceptar; sólo su concepción consciente es el resultado de una revelación o de una noción científica.

Hay un elemento, difícilmente expresable, que reúne en un haz todas las doctrinas
«antiguas», desde Hesíodo y Sófocles hasta Platón y los estoicos, para contraponerlas a cuanto se ha profesado en Occidente, desde San Francisco de Asís y Abelardo hasta Ibsen y Nietzsche. Y la moral de Jesús es sólo la más noble expresión de una moral general cuyas distintas concepciones se hallan en Marción y Mani, Filón y Plotino, Epicteto, San Agustín y Proclo. Toda ética antigua es siempre una ética de la actitud; toda ética occidental es una ética de la acción. Y, por último, la suma de todos los sistemas indios, como la de todos los sistemas chinos, forma también un mundo en sí.




12




Todas las éticas antiguas imaginables se refieren al individuo estático, considerándolo como un cuerpo entre cuerpos.

Todas las valoraciones de Occidente se refieren al hombre, en tanto que es centro dinámico
de una infinita universalidad.

Socialismo ético: he aquí la disposición moral activa, que actúa por el espacio en la lejanía; he aquí el pathos moral de la tercera dimensión, cuyo signo, el sentimiento primario de la solicitud, tanto hacia los convivientes como hacia los venideros, se cierne sobre toda. nuestra cultura. Por eso al considerar la cultura egipcia advertimos en ella algo de socialismo. Por otra parte, la tendencia a la actitud inmóvil, a la apatía, a la cerrazón estática del individuo en si, recuerda la ética india y el hombre formado por ella. A las estatuas sedentes de Buda, «contemplándose el ombligo», no les es del todo extraña la ataraxia de Zenón. El ideal ético del hombre antiguo es ese que la tragedia tiene a la vista. La catharsis, la expulsión fuera del alma apolínea de todo lo que no sea apolíneo, de todo lo que no esté libre de «lejanía» y dirección, revela aquí su más profundo sentido, que se comprende bien cuando se ha reconocido el estoicismo como su forma madura. Lo que el drama llevaba a cabo en una hora solemne, eso mismo querían los estoicos extender sobre toda la vida: una paz estatuaria, un ethos sin voluntad. Por otra parte, el ideal budista del Nirvana, fórmula muy posterior, pero completamente india y latente ya en los tiempos védicos, ¿no es muy afín a la catharsis griega?. Ante este concepto, ¿no se juntan estrechamente el hombre antiguo ideal y el hombre indio ideal, cuando los comparamos con el hombre fáustico, cuya ética se comprende con no menor claridad por la tragedia de


Shakespeare y su dinámica evolución y catástrofe? En realidad, podríamos muy bien representarnos a Sócrates, a Epicuro y sobre todo a Diógenes a orillas del Ganges. En una de nuestras ciudades de Europa Diógenes seria un loco insignificante. Por otra parte, Federico Guillermo I, modelo de socialistas en sentido elevado, es representable muy bien en el Estado egipcio; no empero en la Atenas de Perícles.

Si Nietzsche hubiera observado su tiempo con mas libertad, menos influido por un entusiasmo romántico a favor de ciertas creaciones éticas, habría advertido que no existe en la Europa occidental esa supuesta moral cristiana especifica de la compasión, en el sentido en que él la combate. El texto literal de ciertas fórmulas humanas no debe ilusionarnos sobre su significado real. Entre la moral que se tiene y la que se cree tener hay una relación difícil de encontrar y muy vacilante. Aquí precisamente estaría en su punto una psicología sincera y profunda. Compasión es palabra peligrosa. A pesar de la maestría de Nietzsche no tenemos todavía una investigación sobre lo que por compasión se ha entendido y vivida en las diferentes épocas. La moral cristiana en tiempos de Orígenes es algo completamente distinto de la moral cristiana en la época de San Francisco de Asís. No es éste lugar para inquirir lo que sea la compasión fáustica, entendida como sacrificio o entrega y también como sentimiento racial de una sociedad caballeresca [118], a diferencia de la compasión mágico-cristiana, fatalista; ni tampoco para investigar hasta qué punto debe concebirse como acción en la lejanía, como dinamismo practico y, por otra parte, como dominio de si, practicado por un alma orgullosa o también como manifestación de un sentimiento de la distancia en que se afirma la superioridad. El tesoro inmutable de matices éticos que guarda el Occidente a partir del Renacimiento ha de encubrir una inmensa riqueza de sentimientos distintos, de muy vario contenido. El sentido superficial, al que la fe se adhiere, el mero conocimiento de los ideales es, en hombres de tan históricas y retrospectivas disposiciones como nosotros, la expresión del respeto a lo pretérito, y en este caso a la tradición religiosa.

Pero las palabras textuales de las convicciones no son nunca criterio de una verdadera convicción. Raro es que un hombre sepa lo que cree. Las teorías y los lemas son siempre algo popular; la realidad espiritual reside en capas mucho más profundas. La devoción teórica por los preceptos del Nuevo Testamento está a la misma altura que la admiración teórica del arte antiguo en el Renacimiento y el clasicismo. Ni aquélla ha transformado al hombre, ni ésta el espíritu de las obras.

Los repetidos ejemplos de las órdenes mendicantes, de los hermanos Moravos y del Ejército de Salvación demuestran por su escaso número y más aún por su escasa importancia que representan una excepción de algo muy diferente, a saber: la moral propiamente fáustico-cristiana. En vano buscaremos su fórmula en Lutero y en el Tridentino; pero todos los grandes cristianos, Inocencio III y Calvino, Loyola y Savonarola, Pascal y Santa Teresa, la llevaban en sí, contradiciendo sus opiniones doctrinales, sin darse cuenta de ello.

Basta tomar el concepto puramente occidental de esa virtud viril, que se expresa en la virtú
«sin moral» de Nietzsche, la grandeza, del barroco español y francés, y compararlo con la tan femenina ?ret® [119] del ideal helénico, cuya práctica siempre se manifiesta en la capacidad de goce (²don®), en la paz del espíritu (gal®nh, ?p?yeia), en la falta de necesidades, y sobre todo en la ?trajaÛa. Eso que Nietzsche llamó «la bestia rubia» y que


veía encarnado en el tipo del hombre del Renacimiento, supervalorándolo (porque éste no es mas que un epígono felino de los grandes teutones de la época de los Staufen), es el extremo opuesto del tipo que, sin excepción, todas las éticas antiguas han querido y todos los hombres significativos de la antigüedad han encarnado. A aquel tipo pertenecen los hombres de granito, que la cultura fáustica ofrece en abundante serie y que faltan por completo en la antigua. Perícles y Temístocles eran naturalezas blandas, en el sentido de la kalokagayÛa ática; Alejandro, un soñador que nunca despertó de sus ensueños; César, un prudente calculador; Aníbal, el extranjero, fue el único «hombre» entre ellos. Los hombres de las épocas primitivas, según podemos conjeturar por Homero, aquel UIìses y aquel Ayax hubieran representado entre los caballeros de las Cruzadas un papel bien extraño. En las naturalezas femeninas hay también reacciones de rara brutalidad; tal es la crueldad de los griegos. En el Norte, en cambio, en el umbral mismo de los primeros tiempos, aparecen los grandes emperadores sajones, franconios y Staufen rodeados de un ejército de hombres gigantescos como Enrique el León y Gregorio VII. Vienen luego los hombres del Renacimiento, de las luchas entre la rosa blanca y la rosa roja, de las guerras religiosas; vienen los conquistadores españoles, los príncipes y reyes prusianos, Napoleón, Bismarck, Cecil Rhodes. ¿Dónde está otra cultura que pueda ostentar nada semejante? ¿Dónde, en toda la historia de Grecia, una escena tan grande como aquella de Legnano, cuando irrumpe la lucha entre los Güelfos y los Staufen? Los héroes de las migraciones, los caballeros españoles, la disciplina prusiana, la energía napoleónica, todo esto es harto contrario al espíritu antiguo. ¿Dónde—si ascendemos a las alturas de la humanidad fáustica y la consideramos desde las Cruzadas hasta la guerra mundial—, dónde está esa «moral de esclavos», esa blanda renuncia, esas caritas en el sentido de las viejas devotas? En las palabras, ante las cuales nos inclinamos; no en otra parte. Pensemos en los tipos del sacerdocio fáustico, aquellos magníficos obispos del imperio germánico, que erguidos en sus cabalgaduras llevaban sus gentes a la pelea; aquellos Papas que sometieron a Enrique IV y a Federico II; aquellos caballeros de las Ordenes germánicas en las marcas del Este; aquel orgullo de Lutero, paganismo nórdico frente a paganismo romano; aquellos grandes cardenales, Richelieu, Mazarino, Fleury, que edificaron la Francia. Esta es la moral fáustica. Ciego hay que estar para no ver en el cuadro de la historia europea, por doquiera, esa misma fuerza vital indomable. Y partiendo de estos grandes casos de pasión profana, en que se manifiesta la conciencia de una misión, es como se comprenden los casos de pasión divina, de caridad sublime, a la que nada resiste y que en su dinamismo presentan cariz harto distinto de la «antigua» mesura y de la precristiana dulzura. Dura es la Índole propia de esa com-pasión que los místicos alemanes, los caballeros de las Ordenes alemanas y españolas, los calvinistas franceses e ingleses han cultivado. La compasión rusa de un Raskolnikow es la fusión de un espíritu en la masa de los hermanos. La compasión fáustica, empero, destaca a un espíritu de la masa.

Ego habeo factum: he aquí la fórmula de esta caridad personal que justifica al individuo
ante Dios.

Este es el motivo por el cual la «moral de la compasión», en su sentido consuetudinario, atacada por algunos pensadores y deseada por otros, no ha sido nunca realizada y puesta en práctica entre nosotros. Kant la rechazó resueltamente; en realidad se halla en contradicción interna con el imperativo categórico que encuentra el sentido de la vida en la acción, no en el abandono a las emociones tiernas. La «moral de esclavos» a que Nietzsche se refiere es


un fantasma. Su «moral de señores» es la realidad. No necesitaba Nietzsche descubrírnosla, pues existe entre nosotros desde hace mucho tiempo. Arranquémosle a Nietzsche la máscara romántica de Borgia; prescindamos de sus nebulosas visiones de superhombría y quedará el hombre fáustico solo, tal como hoy existe, tal como ya existía en tiempos de las sagas irlandesas esto es, como tipo de una cultura enérgica, imperativa, dinámica. Haya sucedido en la antigüedad lo que quiera que sea, para nosotros los grandes bienhechores son los grandes adores, los grandes activos, cuya previsión y solicitud abarca a millones de seres; los grandes estadistas y organizadores. «Una especie de hombres superiores que, merced a su predominio en voluntad, saber, riqueza e influencia, se sirvan de la Europa democrática como de un instrumento dócil y manejable, para tener en sus manos los destinos de la tierra, para labrar el hombre como «artistas». Basta; llega un tiempo en que habrá que aprender una nueva política.» Así dice Nietzsche en una de sus notas póstumas, mucho más concretas que las obras terminadas. «O cultivamos las capacidades políticas o nos destruye la democracia que nos han impuesto las viejas y desgraciadas alternativas», dice Shaw en Hombre y superhombre. Shaw, que tiene sobre Nietzsche la superioridad de una educación práctica y de una menor ideología, aunque parezca limitado su horizonte filosófico, ha vertido el ideal del superhombre—expuesto en su obra Major Barbara bajo la figura del millonario Undershaft—en el idioma arromántico del tiempo moderno, que es de donde realmente Nietzsche lo ha tomado también, dando un rodeo por Malthus y Darwin. Esos hombres de la acción superior son los que hoy representan la voluntad de potencia sobre el destino de los demás, esto es, la ética fáustica. Los hombres de esta clase derraman sus millones no para satisfacción de una caridad sin limites, no para los soñadores, los «artistas», los débiles y los maltrechos, sino para aquellos que constituyen la materia del futuro. Con éstos de consuno persiguen un fin. Crean para la existencia de las generaciones un centro de fuerza que rebasa los límites de la existencia personal. También el dinero puede desenvolver ideas y hacer historia. Asi Rhodes, en quien se anuncia un tipo muy significativo del siglo XXI, dispuso su testamento. Mezquino e incapaz de concebir la historia es el que no sabe distinguir entre la gritería literaria de los éticos sociales populares, apóstoles humanitarios, y los profundos instintos morales que laten en la civilización europea.

El socialismo—en su sentido superior, no en el sentido de la plaza pública—es, como todo lo fáustico, un ideal exclusivo.

Y si ha adquirido popularidad es sólo por un completo error incluso de sus directores, que se creen que socialismo es un conjunto de derechos y no de deberes, una negación y no una agudización del imperativo kantiano, un aflojamiento y no una tensión mayor de la energía directiva. Esa trivial y superficial tendencia a la bienandanza, la «libertad», la humanidad, la «felicidad del mayor número» representa sólo la parte negativa de la ética fáustica; muy en oposición al epicureismo antiguo, para quien el estado de ventura era núcleo verdadero y suma de todo lo ético. Justamente aquí vemos dos emociones muy afines en lo externo, que en un caso no significan nada y en el otro todo. Desde este punto de vista podemos dar al contenido de la ética antigua también el nombre de filantropía, una filantropía que el individuo dirige a sí mismo, a su propio soma. Y en este caso tenemos a nuestro lado la autoridad de


Aristóteles, que emplea en este sentido exactamente la palabra fil?nyrvpow, palabra que intentaron descifrar en vano los mejores ingenios de la época clasicista, sobre todo Lessing.

Aristóteles dice que el efecto que la tragedia ática produce sobre el espectador ático es filantrópico. Su peripecia le libra de la compasión consigo mismo. En el alto helenismo, en CaIlicles, por ejemplo, hubo también una especie de teoría sobre la moral de señores y la moral de esclavos; se comprende que en sentido rigurosamente euclidiano y corpóreo. El ideal de aquélla es Alcibíades, que hizo exactamente lo que en cada momento le parecía más conveniente para su persona. Alcibíades fue sentido y admirado como tipo de la antigua kalok gayÛa. Más claro es aún Protágoras en su famoso dicho, de sentido totalmente ético, que el hombre—cada cual por sí—es la medida de todas las cosas. Esta es la moral de señores, propia de un alma estatuaria.




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Cuando Nietzsche escribió por vez primera las palabras «transvaloración de todos los valores», el movimiento espiritual de estos siglos en cuyo centro vivimos había encontrado al fin su fórmula. «Transvaloración de todos los valores»; he aquí el más intimo carácter de toda civilización. La civilización comienza invirtiendo todas las formas de la cultura antecedente, alterando su inteligencia y su manejo. Ya no crea nada; se limita a cambiar la interpretación. He aquí la parte negativa de todas estas épocas. Presuponen el acto propiamente creador. Entran en posesión de una herencia de grandes realidades. Si consideramos la antigüedad posterior y buscamos dónde reside en ella el acontecimiento correspondiente, hallaremos que se ha verificado dentro del estoicismo helenístico-romano, durante la lenta agonía del alma apolínea. Entre Epicteto y Marco Aurelio por una parte, y por la otra Sócrates, padre espiritual de los estoicos y primero en manifestar el empobrecimiento interno de la vida antigua, ahora ya urbanizada e intelectualizada, entre esos dos limites se sitúa la transvaloración de los ideales antiguos. Veamos en la India. En vida del rey Asoka, hacia 250 años antes de J. C., estaba ya realizada la transvaloración de la vida bramánica; compárense las partes del Vedanta anteriores y posteriores a Buda.




¿Y nosotros? El socialismo ético, en el sentido que aquí le damos, como emoción fundamental del alma fáustica, enclaustrada entre las masas pétreas de las grandes urbes, es el que ahora está realizando esa transvaloración. Rousseau es el progenitor de ese socialismo. Rousseau se sitúa junto a Sócrates y Buda, los dos portavoces de dos grandes civilizaciones. Su negación de las grandes formas cultas, de las convenciones significativas, su famoso «retorno a la naturaleza», su racionalismo práctico, no permiten duda alguna sobre este punto. Cada uno de esos hombres ha enterrado una intimidad de mil años. Predican el evangelio de la humanidad; pero es la humanidad del hombre inteligente de la urbe, del hombre que está ya harto de la ciudad postrimera y de la cultura, y cuyo intelecto
«puro», es decir, inánime, aspira a libertarse de ella y de su forma imperativa, de su dureza,


de su simbolismo, que ya no es vivido, y que, por lo tanto, es ahora odiado. La dialéctica destruye la cultura. Repasemos los grandes nombres del siglo XIX, que son los nudos para nosotros de ese gran espectáculo: Schopenhauer, Hebbel, Wagner, Nietzsche, Ibsen, Strindberg, y veremos eso que Nietzsche, en el prólogo fragmentario de su obra fundamental, inacabada, llamó por su nombre: la invasión del nihilismo. A ninguna de las grandes culturas le es extraña. Por íntima necesidad pertenece a la agonía de esos poderosos organismos. Sócrates fue un nihilista; Buda también. Hay en la cultura egipcia, en la árabe, en la china, lo mismo que en la nuestra occidental, un momento en que lo humano pierde su alma. No se trata de transformaciones políticas y económicas; ni siquiera de mutaciones religiosas o artísticas. No se trata de nada palpable, no son hechos; es la esencia de un alma que ya ha realizado Íntegras todas sus posibilidades. Y no cabe oponer a esto las grandes producciones del helenismo y de la modernidad europea. La economía de los esclavos y la industria de la maquinaria, el «progreso» y la ataraxia, el alejandrinismo y la ciencia moderna, Pérgamo y Bayreuth, los estados sociales que presuponen la Política de Aristóteles y el Capital de Marx, son meros síntomas en el cuadro superficial de la historia. No se trata de la vida externa, de la conducta, de las instituciones, de las costumbres, sino de lo más hondo y último; es el agotamiento interior del cosmopolita y del provinciano [120]. En la «antigüedad» sucede esto hacia la época romana; para nosotros, en la que sigue al año 2000.

¡Cultura y civilización, esto es, el cuerpo vivo y la momia de un ser animado! Así se distinguen las dos fases de la existencia occidental, antes y después de 1800. Antes es la vida en toda su plenitud y evidencia, vida cuya forma brota de dentro, en un único y poderoso trazo, desde los días infantiles del goticismo hasta Goethe y Napoleón. Después es la vida rezagada, artificial, desarraigada de nuestras grandes urbes, cuyas formas dibuja el intelecto. ¡Cultura y civilización, esto es, un organismo nacido del paisaje y un mecanismo producto del anquilosamiento! El hombre culto vive hacia dentro; el civilizado, hacia fuera, en el espacio, entre cuerpos y «hechos». Lo que aquél siente como un sino, compréndelo éste como una conexión de causas y efectos. Ahora son los hombres materialistas en un sentido que sólo vale para los períodos de civilización. Lo son quiéranlo o no y preséntense o no en formas religiosas las doctrinas budistas, estoicas, socialistas.

Para el hombre gótico y dórico, para el hombre del jónico y del barroco, el mundo inmenso de las formas, en arte, religión, costumbres, política, ciencia, sociedad, es fácil y espontáneo. Lo lleva todo en si; lo realiza sin «conocerlo». Frente al simbolismo de la cultura muestra la misma maestría, sin esfuerzo, que Mozart en su arte. La cultura es lo evidente. Aparecen, empero, los primeros síntomas de un alma declinante cuando despunta un sentimiento de extrañeza ante esas formas, el sentimiento de un peso que anula la libertad creadora, la obligación de examinar y criticar con el intelecto la realidad actual, para aplicarla conscientemente, la tiranía de una reflexión fatal para todo elemento misteriosamente creador. El que siente sus miembros es porque está enfermo. Construir una religión ametafísica y rebelarse contra los cultos y los dogmas; oponer un derecho natural a los derechos históricos; «inventar» estilos artísticos por no poder ya soportar y dominar el estilo; concebir el Estado como «orden social» que puede cambiarse, que debe cambiarse— y Junto al Contrato social, de Rousseau, hay producciones de idéntico sentido en la época de Aristóteles—, todo esto demuestra que algo se ha deshecho para siempre. La urbe


mundial, colmo de lo inorgánico, se extiende en medio del paisaje culto, desarraigando a sus hombres, aspirándolos, agotándolos.

Los mundos científicos son mundos superficiales, mundos prácticos, inánimes, puramente extensivos. Estos mundos sirven de base a las intuiciones del budismo, del estoicismo, del socialismo [121]. Vivir la vida no con evidencia indeliberada y apenas consciente, cual un sino providencial, sino considerándola como problemática, poniéndola en escena sobre una base de nociones intelectuales, haciéndola «finalista» «intelectualista», he aquí el fondo común a los tres casos. Rige el cerebro, porque el alma se ha despedido. Los hombres cultos viven inconscientes; los civilizados, conscientemente. El aldeano, arraigado en la tierra, ante las puertas de las grandes ciudades, que ahora—escépticas, prácticas, artificiales—representan solas la civilización, no cuenta ya para nada. El «pueblo» es ahora el pueblo de las urbes, masa inorgánica y fluctuante. El aldeano no es demócrata—también este concepto pertenece a la existencia mecánica y ciudadana [122] —; por lo tanto es desatendido, ridiculizado, menospreciado, odiado.

Es el único hombre orgánico que queda, desaparecidas las viejas clases nobiliarias y sacerdotales; es un residuo de la anterior cultura. No encuentra lugar ni en el pensamiento estoico ni el socialista.

Asi, al Fausto de la primera parte de la tragedia, al investigador apasionado en las noches solitarias, sigue consecuentemente el Fausto de la segunda parte, el Fausto del nuevo siglo, el tipo de una actividad puramente práctica, de amplio horizonte y orientada hacia fuera. Goethe, psicólogo, ha previsto el futuro de Europa occidental. He aquí la civilización ocupando el puesto de la cultura, el mecanismo externo en lugar del organismo interno, el intelecto, petrificación del alma, substituyendo al alma extinta. Como Fausto al principio y al final del poema, así se oponen en la antigüedad el heleno de la época de Perícles y el romano de la época de César.




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Mientras el hombre vive simplemente, naturalmente, evidentemente, una cultura en plenitud, su vida tiene una actitud indeliberada. Su moral es instintiva; podrá revestir mil formas discutibles, pero en si misma no es discutida, porque es hondamente poseída. Pero cuando la vida declina; cuando—sobre el suelo de las grandes urbes, que son ahora por sí mismas mundos espirituales—se hace necesaria una teoría para poner la vida en escena y ordenarla; cuando la vida se torna objeto de la contemplación, entonces la moral se convierte en problema. La moral culta es la moral que se posee; la moral civilizada es la moral que se busca. Aquélla es demasiado profunda para poderse extraer con los instrumentos de la lógica; ésta en cambio es función de la lógica. Todavía en Kant y en Platón la ética es simple dialéctica, juego de conceptos, redondeamiento de un sistema metafísico. En último término, hubiérase podido prescindir de ella. El imperativo categórico no es mas que la concepción abstracta de algo que para Kant no era problema.


Ya esto no puede decirse a partir de Zenón y de Schopenhauer. Ahora hay que buscar, hay que inventar, hay que extraer, para servir de regla a la realidad, algo que el instinto ya no garantiza. Ahora comienza la ética civilizada, que no es el reflejo de la vida sobre el conocimiento, sino el reflejo del conocimiento sobre la vida. En todos estos sistemas inventados, que llenan los primeros siglos de todas las civilizaciones, se siente no sé qué de artificioso, inánime y verdadero a medias. No son ya aquellas creaciones íntimas, casi supra terrestres, que pueden codearse con las artes mayores.

Ahora desaparece toda metafísica de estilo grandioso, toda intuición pura, ante la urgencia actual de establecer una moral práctica que sirva de regla para la vida, porque la vida no puede ya regularse por si misma. La filosofía hasta Kant, Aristóteles y las doctrinas Yoga y Vedanta, ha sido una serie de poderosos sistemas cósmicos en que la ética formal ocupaba un lugar modesto. Pero ahora la filosofía se convierte en filosofía moral, con un fondo de metafísica. La pasión gnoseológica abandona la hegemonía a la necesidad práctica; el socialismo, el estoicismo, el budismo, son filosofías de este estilo.

Contemplar el mundo no desde la altitud de un Esquilo, de un Platón, de un Dante, de un Goethe, sino desde el punto de vista de la necesidad diaria y la realidad apremiante, es lo que yo llamo cambiar en orden a la vida la perspectiva del pájaro por la perspectiva de la rana. Justamente éste es el descenso de una cultura a una civilización. Toda ética formula la visión que el alma tiene de su sino: heroica o práctica, grande o vulgar, viril o senil. Y por eso distingo yo una moral trágica y una moral plebeya. La moral trágica de una cultura conoce y comprende el peso de la realidad; pero de este conocimiento extrae el sentimiento del orgullo, para sobrellevarla.

Así sentían Esquilo, Shakespeare y los pensadores de la filosofía bramánica; asi también
Dante y el catolicismo germánico.

Ello se expresa en el rudo coral bélico del luteranismo: «Firme castillo es nuestro Dios»; y aun en la Marsellesa resuena algo de ese sentimiento. La moral plebeya, en cambio, la moral de Epicuro y de los estoicos, la moral de las sectas en tiempos de Buda, la moral del siglo XIX, combina un plan de batalla para eludir el sino. Lo que Esquilo hacia grande, los estoicos lo hacían pequeño. No es ya la abundancia, es la pobreza, la frialdad y el vacío de la vida; los romanos han llevado hasta un punto grandioso esa frialdad y vacío intelectuales. Y la misma relación existe entre el pathos ético de los grandes maestros del barroco, Shakespeare, Bach, Kant, Goethe—que tenían la voluntad viril de dominar interiormente las cosas naturales porque se sabían superiores a ellas—, y los afanes de la modernidad europea, que aspira a quitarlas de en medio—bajo la forma de solicitud, humanidad, paz universal, felicidad del mayor número—porque se siente en el mismo plano que ellas.

También es esto una manifestación de la voluntad de potencia opuesta, por tanto, a la sumisión «antigua» ante lo inevitable; también se manifiesta aquí la pasión y propensión al infinito; pero hay una diferencia entre la grandeza metafísica y la grandeza material de la superación. Falta la profundidad; falta lo que nuestros antepasados llamaban Dios. El sentimiento cósmico de la acción, que actuó en todo gran hombre, desde los güelfos y gibelinos hasta Federico el Grande, Goethe y Napoleón, ha decaído hasta convertirse en una filosofía del trabajo; y es indiferente para el rango interior de la persona que ésta


condene o defienda dicha filosofía. El concepto culto de la acción es al concepto civilizado del trabajo como la actitud del Prometeo de Esquito a la de Diógenes. Aquél es un hombre padeciendo y aguantando; éste es un holgazán. Galileo, Keplero, Newton llevaron a cabo hazañas científicas; el físico moderno produce trabajo erudito. Y a pesar de las grandes palabras que se pronuncian desde Schopenhauer hasta Shaw, es moral plebeya, moral de la existencia consuetudinaria y de la «sana razón» la que sirve de base a toda reflexión sobre la vida.




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Cada cultura tiene, pues, su propia manera de extinguirse espiritualmente: y esa manera de extinguirse no puede ser más que una: la que necesariamente se derive de toda su vida anterior. Por eso el budismo, el estoicismo, el socialismo son manifestaciones finales que se equivalen morfológicamente.

El último sentido del budismo ha sido siempre hasta hoy mal interpretado. El budismo no es un movimiento puritano, como el Islam o el jansenismo; no es una reforma, como la corriente dionisíaca que se opuso al apolinismo; no es una nueva religión, como la de los Vedas y del apóstol San Pablo [123]; es una emoción final, puramente práctica, emoción de los hombres urbanos, cansados, que tiene detrás de sí una cultura completa y carecen de futuro interior; es el sentimiento fundamental de la civilización india, y por eso
«corresponde» y equivale al estoicismo y al socialismo. La quintaesencia de este pensar profano, nada metafísico, se encuentra en el famoso sermón de Benares, en las

«cuatro verdades sagradas del padecimiento», por medio de las cuales el príncipe filósofo ganó sus primeros partidarios. Las raíces de esta concepción se hallan en la filosofía racionalista y atea de Sankhya, cuya intuición del mundo es tácitamente presupuesta; no de otro modo que la ética social del siglo XIX se origina en el sensualismo y materialismo del siglo XVIII y la doctrina estoica procede de Protágoras y los sofistas, a pesar de su superficial apología de Heráclito. En todos estos casos, el punto de partida de la reflexión moral es la omnipotencia de la razón. No se menciona para nada la religión, en tanto que por religión se entiende la fe en ciertas proposiciones de carácter metafísico.

No hay nada más extraño a la religión que estos sistemas, en su forma originaria. Aquí no nos referimos a las transformaciones que hayan sufrido en los estadios posteriores de la civilización.

El budismo rechaza toda reflexión sobre Dios y los problemas cósmicos. Para él lo único importante es el yo, el arreglo de la vida real. Tampoco reconoce el alma. Así como el psicólogo europeo actual—y con éste el «socialista»—resuelve el hombre interior en un haz de sensaciones, en un conjunto de energías químico-eléctricas, asi también el indio de la época de Buda. El maestro Nagasena demuestra al rey Milinda que las partes del coche en que viaja no son el coche mismo y que «coche» es una mera palabra; otro tanto, empero,


sucede con el alma. Los elementos psíquicos son llamados skandhas, montones, que tienen el carácter de efímeros. Esto corresponde perfectamente a las representaciones de la psicología asociacionista. Hay mucho materialismo en la teoría de Buda [124].

Así como el estoico recoge en Heráclito el concepto del logos, para descalificarlo en el sentido material; así como el socialismo, en sus fundamentos darwinistas, toma en sentido externo el profundo concepto goethiano de evolución (a través de Hegel), así también el budismo se apropiad concepto bramánico del carman— representación casi incomprensible para nosotros de una realidad que en la actividad se perfecciona—, tratándolo muchas veces en sentido materialista, como una materia cósmica en constante transformación.

He aquí, pues, tres formas de nihilismo, usando el término en el sentido de Nietzsche. Los ideales de ayer, las formas religiosas, artísticas, políticas, fruto de los siglos, han terminado; pero este último acto de la cultura, su autonegación, manifiesta una vez más el símbolo primario de su existencia toda. El nihilista fáustico—Ibsen como Nietzsche, Marx como Wagner— destruye los ideales; el nihilista apolíneo—Epicuro como Antístenes y Zenón— los contempla caer; el nihilista indio, ante ellos, se recoge en sí mismo. El estoicismo endereza su afán hacia la conducta del individuo, hacia una realidad estatuaria puramente actual, sin referencia al futuro ni al pasado ni a los demás. El socialismo es la elaboración del mismo tema, solo que en sentido dinámico: la misma defensa, referida, no a la actitud, sino a la actuación de la vida, pero con un poderoso rasgo de alcance lejano, apuntando al futuro todo y a la masa integra de los hombres, que deben someterse a un método único. El budismo—que sólo un diletante de la investigación religiosa puede comparar con el cristianismo [125]—casi es indefinible con las palabras de los idiomas occidentales. Pero puede hablarse de un nirvana estoico y recordar la figura de Diógenes; y también seria justificado el término de nirvana socialista, refiriéndonos a esa huida ante la lucha por la vida que el cansancio europeo encubre con los lemas de paz universal, humanidad y fraternidad de todos los hombres. Pero nada de esto llega al concepto budista del nirvana, cuya profundidad desazona. Dijérase que el alma de las viejas culturas, al morir y pulir sus postreros refinamientos, defiende celosamente su propiedad más propia, su contenido formal más íntimo, el símbolo primario que con ella nació. No hay nada en el budismo que pueda ser «cristiano»; no hay nada en el estoicismo que reaparezca en el Islam del año 1000 de J. C.; no tiene Confucio nada de común con el socialismo. La frase si duo faciunt idem, non est idem—esta, frase debiera servir de divisa a toda consideración histórica, que se refiere al devenir viviente, nunca repetido, y no a los productos muertos reductibles a lógica, causalidad y número—vale muy especialmente para estas manifestaciones que rematan el movimiento de una cultura. En todas las civilizaciones una realidad impregnada de alma es aniquilada por otra realidad impregnada de espíritu; pero este espíritu es en cada caso de estructura diferente y se halla sometido en cada caso a un lenguaje formal de diferente simbolismo. Justamente, a pesar de ser única la realidad que actuando en lo inconsciente crea cada una de esas formas de la superficie histórica, tiene decisiva significación el parentesco de todas ellas, situadas en un mismo período histórico. Distinto es lo que cada una manifiesta; pero el hecho de manifestarlo así las caracteriza a todas como «correspondientes». La renuncia de Buda produce una sensación de estoicismo; la renuncia estoica a la vida plena y resuelta, una sensación de budismo. Ya anteriormente hemos hecho notar la relación entre la catharsis del drama ático y la idea del nirvana. El socialismo ético—aunque un siglo entero ha estado elaborándolo— da la impresión de no


poseer aún la forma clara, dura y resignada que ha de ser su concepción definitiva. Quizá los próximos decenios le impriman una fórmula perfecta, corno Crisipo a las teorías de los estoicos. Sin embargo, esa su tendencia a la disciplina personal y a la renuncia, arraigada en la conciencia de un gran destino; sus elementos romanoprusianos e impopulares producen ya hoy en los círculos más elevados y selectos una impresión de estoicismo; y su menosprecio del momentáneo placer, del «carpe diem», recuerdan el budismo. El ideal popular, a quien el socialismo exclusivamente debe su eficacia hacia abajo y su extensión; el culto de la ²don® [126], no del individuo por si, sino de los individuos en nombre de la totalidad, aparecen seguramente con un marcado acento epicúreo.

Toda alma tiene religión. Religión no es mas que otra palabra para expresar la existencia de un alma. Todas las formas vivas en que el alma se manifiesta, todas las artes, las doctrinas, los usos, todos los mundos de formas metafísicas y matemáticas, todo ornamento, toda columna, todo verso, toda idea es, en lo profundo, religioso y tiene que serlo. Pero desde ahora ya no puede serlo. La esencia de toda cultura es religión; por consiguiente, la esencia de toda civilización es irreligión. También estas dos palabras designan una y la misma cosa. El que no sienta la irreligión en las creaciones de Manet, comparadas con las de Velázquez; en las de Wagner, comparadas con las de Haydn; en las de Lisipo, comparadas con las de Fidias; en las de Teócrito, comparadas con las de Píndaro, es que no sabe discernir las excelencias del arte. Religiosa es todavía la arquitectura del rococó, incluso en sus creaciones más profanas. Irreligiosos son los edificios romanos, incluso los templos de los dioses. El único trozo de arquitectura realmente religioso que hay en Roma es el Panteón, la mezquita primitiva, cuyo espacio interior está lleno de un sentimiento mágico de la divinidad. Las urbes cosmopolitas, si se comparan con las viejas ciudades cultas— Alejandría comparada con Atenas, París con Brujas, Berlín con Nuremberg—, son todas irreligiosas—lo cual no debe confundirse con antirreligiosas—en todos sus detalles; en el panorama callejero, en la lengua, en la expresión seca e inteligente de los rostros [127]. Irreligiosas, inánimes, son, pues, también esas emociones éticas universales, que pertenecen integras al idioma de formas de las grandes urbes. El socialismo es el sentimiento vital fáustico, pero sin religiosidad; otro tanto puede decirse de ese supuesto («verdadero») cristianismo que el socialista inglés tanto gusta de exhibir, concibiéndolo como una especie de «moral sin dogmas». Irreligiosos son el estoicismo y el budismo si los comparamos con la religión órfica y védica; y nada significa el hecho de que el estoico romano acepte y practique el culto imperial, o de que el budista posterior niegue, convencido, su ateísmo, o de que el socialista se declare adherido a un pensamiento religioso libre y diga que «cree en Dios».

Esta extinción de la religiosidad interior viviente, que va cundiendo poco a poco por todas las partes de la realidad, aun las más insignificantes, es lo que en el panorama histórico caracteriza el tránsito de la cultura a la civilización, el climacterium [128] de la cultura, como en otro lugar lo he llamado, el recodo en que se agota para siempre la productividad anímica de un tipo humano y en que la construcción substituye a la creación. Si se toma la palabra improductividad en su pleno sentido primitivo, es éste Justamente el término que designa el sino integro del hombre occidental, todo cerebro; y entre los símbolos más significativos de la historia hay que poner el hecho de que este cambio se manifiesta no sólo en la extinción de las artes mayores, de las formas sociales, de los grandes sistemas intelectuales y, en general, del gran estilo, sino también en sentido corporal, en la


disminución de los nacimientos, en la muerte de las razas civilizadas, separadas del campo; fenómeno que en el Imperio romano y en el chino fue advertido y lamentado, pero que no pudo remediarse, como se comprende fácilmente [129].




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Ante estas formas nuevas, puramente espirituales, no caben dudas sobre el sujeto viviente que las sustenta. Es el «hombre moderno», el hombre que todas las épocas de decadencia han concebido como un compendio de ricas esperanzas; es la plebe informe que se desparrama por las grandes ciudades, substituyendo al pueblo; es la masa humana desarraigada, oß polloÛ [130]. como decían en Atenas, que substituye a la humanidad de los paisajes cultos, humanidad que crece con la naturaleza misma y sigue siendo aldeana sobre el suelo de las ciudades; es el ocioso del ágora alejandrina y romana y su
«correspondiente», el moderno lector de periódicos; es el «hombre educado», que practica el culto de la medianía espiritual en el tabernáculo de la publicidad, antaño como hoy; es el hombre de teatros y de placer, de deportes y de modas literarias, tanto en la antigüedad como en Occidente. El objeto de la propaganda estoica y socialista es esa masa que se manifiesta tardíamente, y no «la humanidad». Iguales fenómenos podrían indicarse en el Imperio nuevo de Egipto, en la India budista, en la China de Confucio.




A este tipo de hombre corresponde una forma característica de la actuación pública: la diatriba [131], Observada primeramente como fenómeno del helenismo, la diatriba pertenece, en realidad, a las formas de actuación que aparecen en toda época civilizada. Es dialéctica, práctica, plebeya; substituye las figuras significativas, ampliamente influyentes, de los grandes hombres por la agitación ilimitada de los pequeños, pero sagaces; convierte las ideas en fines, los símbolos en programas.

La diatriba contiene también el elemento expansivo de toda civilización, sucedáneo imperialista de las riquezas interiores del alma, substituidas ahora por el espacio externo. La cantidad suplanta a la calidad, la propagación a la hondura. Esta actividad superficial y precipitada no debe confundirse con la voluntad fáustica de potencia. Revela simplemente que ha terminado la vida interior creadora y que ahora sólo se conserva una existencia espiritual externa, material, en el espacio de las grandes urbes. La diatriba pertenece por necesidad a la «religión de los irreligiosos»; es su cura de almas. Aparece en la forma del sermón indio, de la retórica antigua, del periodismo occidental. Se dirige a los más, no a los mejores. Valora sus medios según el número de los éxitos. En lugar del grupo grave de pensadores que florecen en los tiempos pasados, se nos presenta ahora una prostitución intelectual en los escritos y los discursos, en las salas y plazas de las grandes urbes. Toda la filosofía del helenismo es retórica; y el sistema social-ético, como la novela de Zola y el drama de Ibsen, es periodismo. No debe confundirse esta prostitución espiritual con la primitiva aparición del cristianismo. La misión cristiana ha sido casi siempre mal entendida


en su núcleo esencial [132]. Pero el cristianismo primitivo, la religión mágica del fundador, cuya alma era incapaz de tan brutales actividades, sin ritmo ni hondura, fue inducida por la práctica helenística de San Pablo [133]—quien, como es sabido, hubo de vencer una oposición terminante de la primitiva comunidad—a actuar en la ruidosa publicidad urbana y demagógica del Imperio romano. Por leve que haya sido la educación helenística de San Pablo, ella bastó para hacer del apóstol un miembro de la civilización antigua. Jesús hablaba a pescadores y aldeanos; San Pablo sale a la plaza pública, al ágora de las grandes urbes, y emplea, por lo tanto, la forma urbana de la propaganda. La palabra pagano revela quiénes fueron los últimos a quienes alcanzó esa propaganda.

¡Qué diferencia entre San Pablo y San Bonifacio! Este, con su pasión fáustica, en bosques y valles solitarios, significa exactamente lo contrario que San Pablo. Y lo mismo los alegres cistercienses con su agricultura, y los caballeros de las Ordenes alemanas en el Oriente eslavo. Aquí otra vez se respira la juventud, el florecimiento, el anhelo, en medio de un paisaje aldeano. Hasta el siglo XIX no aparece en este suele, ya envejecido, la diatriba con todos sus elementos esenciales: la gran urbe como base y la masa como público. El aldeano auténtico queda excluido de la consideración socialista, como de la estoica y de la budista. El tipo de San Pablo no encuentra parejo hasta que llegamos al estadio de las grandes urbes occidentales, ya se trate de corrientes cristianas o antieclesiásticas, de intereses sociales o teosóficos, de librepensamiento o de fundaciones del arte industrial religioso.

Para esta decisiva conversión hacia la vida externa (único resto que hoy queda), hacia el hecho biológico que frente al sino aparece en la forma de relaciones causales, nada es tan característico como el pathos ético con que se proclama una filosofía de la digestión, de la nutrición, de la higiene. Los temas del vegetarianismo y del alcoholismo son tratados con seriedad religiosa. Estos son, a ojos vistas, los más importantes problemas a que la
«humanidad moderna» puede encumbrarse.

Tal es la perspectiva batracia de estas generaciones. En cambio, las religiones que nacen en el umbral de las grandes culturas, la religión órfica, védica, el cristianismo de Jesús y el cristianismo fáustico de los germanos caballeros, hubieran considerado indigno el descender, siquiera momentáneamente, a cuestiones de esa índole. Ahora el estudiarlas es una elevación. El budismo es inimaginable sin una dieta corpórea unida a la dieta psíquica. En el circulo de los sofistas, de Antístenes, de los estoicos y escépticos, estos temas adquieren cada día más importancia. Aristóteles ha escrito sobre el alcohol; hay toda una serie de filósofos que se han ocupado del vegetarianismo; y entre el método fáustico y el apolíneo sólo existe esta diferencia: que el cínico se interesa por su propia digestión y Shaw se interesa por la digestión «de todos los hombres». Aquél, renuncia; éste, prohíbe. Es sabido que el mismo Nietzsche, en su Ecce homo, ha tocado con complacencia a esta clase de temas.


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Consideremos una vez más el socialismo, independientemente del movimiento económico que lleva el mismo nombre.

El socialismo es el ejemplo fáustico de una ética civilizada. Lo que dicen de él sus amigos y sus enemigos, a saber: que es la forma del futuro o que es un signo de decadencia, es por igual exacto. Todos somos socialistas, sepámoslo o no, querámoslo o no. Aun la oposición al socialismo es socialista.

Todos los antiguos de la época postrimera fueron estoicos con la misma forzosidad interna, sin saberlo. El pueblo romano, como cuerpo, tiene un alma estoica. El remano auténtico, justamente el que lo hubiera negado con mayor decisión, es estoico en grado más eminente que ningún griego hubiera podido serlo. El idioma latino de los últimos siglos precristianos es la creación más poderosa del estoicismo.

El socialismo ético representa el máximum posible de un sentimiento vital desde el punto de vista de los fines [134]. Pues la dirección dinámica de la existencia, que se revela en las palabras tiempo y sino, transfórmase en el mecanismo espiritual de los medios y los fines tan pronto como se torna rígida, consciente y conocida. La dirección es lo viviente; el fin es lo muerto. La pasión del avance es en general fáustica; el residuo mecánico, el «progreso», es socialista. Son una a otro como el cuerpo al esqueleto. Y aquí se expresa al mismo tiempo la diferencia del socialismo con el budismo y el estoicismo, cuyos ideales de nirvana y ataraxia son también mecánicos, pero ignoran la pasión dinámica del espacio, la voluntad de infinito el pathos de la tercera dimensión.

El socialismo ético—a pesar de sus ilusiones superficiales—no es un sistema de la compasión, de la humanidad, de la paz y de la solicitud, sino un sistema de la voluntad de potencia. Lo demás es ilusión engañosa. El propósito es por completo imperialista: bienandanza, sí, pero en sentido expansivo, no de los enfermos, sino de los fuertes, a quienes se quiere dar la libertad de acción, aunque sea por la violencia, una libertad no estorbada por los obstáculos de la propiedad, del nacimiento y de la tradición. Entre nosotros la moral sentimental, la moral orientada hacia la «felicidad» y el provecho no es nunca el último instinto, por mucho que se ilusionen los sujetos de esos instintos. En la cúspide de la modernidad moral habrá que poner siempre a Kant, que es en este caso el discípulo de Rousseau. La ética de Kant rechaza el motivo de la compasión y acuna la fórmula siguiente: «Obra de manera que...» Toda ética de este estilo quiere ser la expresión de la voluntad de infinito; esta voluntad, empero, exige la superación del instante, de la actualidad, de los planos primeros de la vida. En lugar de la fórmula socrática «Virtud es saber», puso ya Bacon el aforismo «Saber es poder». El estoico toma el mundo como es. El socialista quiere reorganizarlo, cambiar su forma y su contenido, henchirlo de su propio espíritu. El estoico se adapta. El socialista manda. El mundo entero debe llevar la forma de su intuición; asi puede traducirse a lo ético la idea de la Critica de la razón pura. Este es el sentido último del imperativo categórico aplicado a lo político, a lo social, a lo económico: obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse en ley universal por medio de tu


voluntad. Esta tendencia tiránica reaparece incluso en las más mezquinas manifestaciones del tiempo.

No la actitud y los ademanes, sino la actividad es lo que hay que plasmar. Entre nosotros, como en China y en Egipto, la vida cuenta sólo en tanto que es acción. Y así resulta que, habiéndose el cuadro orgánico de la acción transformado en un mecanismo, surge el trabajo, en el sentido actual, como forma civilizada de la actuación fáustica. Esta moral, el afán de dar a la vida la forma más activa imaginable, es más fuerte que la razón, cuyos programas morales, por muy santa, muy fervorosa que sea la fe en ellos y muy apasionada su defensa, son sólo eficaces cuando están orientados en la dirección de ese afán o cuando son traducidos en el sentido de esa tendencia.

Todo lo demás son palabras vanas. Hay que distinguir en todo lo moderno, por una parte, el aspecto popular, el dolce far niente, el cuidado de la salud, de la felicidad, la despreocupación, la paz universal, en suma, el aspecto llamado cristiano; y por otra parte, el ethos superior, que sólo estima la acción y que para las masas—como todo lo fáustico—no es ni inteligible ni deseable, la idealización grandiosa del fin y -por lo tanto del trabajo. SÍ frente al «panem et circenses», postrer símbolo vital epicúreo-estoico y, en última instancia, indio también, queremos contraponer el símbolo correspondiente del Septentrión e igualmente de la vieja China y de Egipto, habrá de ser éste el derecho al trabajo, que sirve ya de fundamento al socialismo de Estado, concebido por Fichte en sentido enteramente prusiano, hoy europeo, y que en los próximos y fecundos estadios de esta evolución habrá de encumbrarse hasta el deber del trabajo.

Por último, el rasgo napoleónico, el aere perennius, la voluntad de duración. El hombre apolíneo volvía la mirada hacia una edad de ore; esto le dispensaba de tener que pensar en lo futuro. El socialista—Fausto moribundo en la segunda parte- es el hombre de la solicitud histórica, de lo venidero, el hombre que siente el futuro como un problema y un propósito frente al cual la felicidad del momento resulta despreciable. El espíritu antiguo, con sus oráculos y sus augures quería saber el futuro; el espíritu occidental quiere crear el futuro. El tercer reino es el ideal germánico, un eterno amanecer al cual han sacrificado su vida todos los grandes hombres desde Joaquín de Floris hasta Nietzsche e Ibsen—saetas del anhele lanzadas la otra orilla, como dice en Zaratustra—. La vida de Alejandro fue una maravillosa borrachera, un ensueño que evoca la edad de Homero. La vida de Napoleón fue un trabajo ingente, no para sí, no para Francia, sino para el futuro.

En este punto es preciso retroceder y recordar cuan distintas representaciones de la historia universal han forjado las diferentes culturas. El hombre antiguo sólo veía su propia existencia, su historia, como inmóvil proximidad, sin preguntar nunca: ¿de dónde?, ¿a dónde?. La historia universal era para él un concepto imposible. Su concepción de la historia era estática. El hombre mágico percibe en la historia el gran drama cósmico entre la creación y la destrucción, la lucha entre el alma y el espíritu, el bien y el mal, Dios y el diablo, un suceso rigurosamente circunscrito con una -peripecia singular a modo de cumbre: la aparición del Salvador. El hombre fáustico ve en la historia una evolución tensa, orientada hacia un fin. La serie: Antigüedad, Edad Media, Edad Moderna es para él una imagen dinámica. No puede representarse la historia de otro modo. Sin duda, ésta no es la historia universal en sí misma y en su generalidad, sino simplemente la imagen de una


historia universal de estilo fáustico, que comienza a ser verdadera y real cuando despierta la conciencia fáustica y que cesará de serlo cuando se extinga. Pero el socialismo, en su elevado sentido, es remate lógico y práctico de esta representación. En el socialismo recibe la imagen la conclusión que venía preparándose desde la época gótica.

Y aquí surge la tragedia del socialismo, tragedia que no conocieron ni el estoicismo ni el budismo. Nietzsche es perfectamente claro y certero—¡qué profunda significación tiene este hecho!—cuando trata de lo que debe ser destruido, transvalorado; en cambio, se pierde en nebulosas generalidades en cuanto se ocupa de la orientación futura, del fin. Su crítica de la decadencia es irrefutable; su teoría del Superhombre es una nube inconsistente. Y lo mismo puede decirse de Visen -Brand y Rosmersholm, Juliano el Apóstata y el arquitecto Solness—, de Hebbel, de Wagner, de todos. En esto se manifiesta una profunda necesidad, pues a partir de Rousseau no le queda esperanza al hombre fáustico, por lo que se refiere al gran estilo de la vida. Algo se acaba. El alma nórdica ha agotado sus posibilidades internas; no le queda ya mas que el tormentoso afán de dinamismo, tal como se manifiesta en las visiones histórico-universales del futuro, que se tienden sobre milenios; no le queda ya mas que el mero impulso, la pasión añorando la creación, una forma sin contenido. El alma fáustica fue voluntad y nada más; necesitaba un propósito al que orientar sus anhelos colombinos; tenia que fingir, al menos, un sentido y fin de su actividad, y asi el observador fino encuentra un rasgo de Hialmar Ekdal en toda modernidad, aun en sus más elevadas manifestaciones. Ibsen lo ha llamado la mentira de la vida. Ahora bien: algo de esta mentira vital hay en toda la espiritualidad de la civilización europea, en tanto que se orienta hacia un futuro religioso, artístico, filosófico, hacia un fin ético-social, hacia un tercer reino; pero en el fondo de todo hay un obscuro sentimiento que no quiere enmudecer, el sentimiento de que todo ese celo infatigable es simplemente la ilusión desesperada de un alma que ni puede ni debe inmovilizarse. De esta situación trágica—inversión del motivo de Hamlet— ha nacido la poderosa concepción nietzscheana del eterno retorno, concepción en la que Nietzsche no ha creído nunca con la conciencia tranquila, pero que hubo de mantener para salvar en su pecho el sentimiento de una misión. Esa mentira vital es también la base en que se sostiene Bayreuth, que quiso ser algo, por oposición a Pérgamo, que fué algo. Y un rastro de esa mentira lleva en si también todo socialismo, el político, el económico, el ético, que guarda un silencio violento sobre la gravedad aniquiladora de sus últimas nociones, para salvar la ilusión de la necesidad histórica de su existencia.




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Dos palabras aún sobre la morfología de la historia de la filosofía.

No hay filosofía en general. Cada cultura tiene su propia filosofía, que es una parte de su expresión simbólica. La filosofía, con sus problemas y sus métodos intelectuales, constituye una ornamentación espiritual que guarda estrecho parentesco con la de la arquitectura y la del arte plástico. Consideradas desde la altura y la lejanía, resultan accidentales y de poca importancia las «verdades» expresadas en palabras por tal o cual pensador en el seno de su


escuela—pues escuela, convención y tesoro de formas son aquí, como en las artes mayores, el elemento fundamental—. Las preguntas son infinitamente más importantes que las respuestas, y lo son por el sentido con que se verifica su selección y se plasma su forma interna; pues la especial manera como un macrocosmos se ofrece a la pupila inteligente del hombre de determinada cultura es la que de antemano informa la necesidad y la índole de toda pregunta.

La cultura antigua y la cultura fáustica, y no menos la india y la china, tienen su propia manera de plantear sus grandes cuestiones y las plantean todas al principio de su vida.

No hay problema moderno que el gótico no haya visto y reducido a forma. No hay problema helenístico que no haya surgido ya antes en las doctrinas de la religión órfíca.

Y lo mismo da que esta costumbre de cavilar nociones intelectuales se manifieste por tradición oral o en libros; lo mismo da que los escritos sean creaciones personales de un yo, como sucede en nuestra literatura, o formen una masa anónima de textos, continuamente vacilante, como en la India; lo mismo da que surja una serie de sistemas conceptuales o que las últimas nociones se expresen en las formas del arte y de la religión, como en Egipto. El curso de esos ciclos de Pensamientos es por doquiera el mismo. Al principio, en toda época primitiva, la filosofía se da la mano con la gran arquitectura y la religión; la filosofía, entonces, es el eco espiritual de una experiencia íntima, profundamente metafísica, y su fin es confirmar por manera crítica la sagrada causalidad del cuadro cósmico, tal como lo contemplan los ojos de los fieles [135]. Las distinciones fundamentales, no sólo de la ciencia natural, sino aun de la filosófica, dependen de los elementos religiosos; se han desprendido de la religión correspondiente. En este período primitivo los pensadores son sacerdotes, no sólo por el espíritu, sino por la clase y profesión misma a que pertenecen. Así sucede en la escolástica y la mística de los siglos góticos y védicos, como de los homéricos [136] y arábigos primeros [137]. Al irrumpir el período posterior, la filosofía se hace ciudadana y profana. Se liberta de la servidumbre religiosa y se atreve a convertir la religión misma en objeto de los métodos gnoseológicos. El gran tema de la filosofía brahmánica, jónica y barroca es el problema del conocimiento. El espíritu ciudadano se vuelve hacia su propia imagen para dejar bien sentado que él es la última instancia del saber. Por eso el pensar aparece ahora en la proximidad de la alta matemática, y en vez de sacerdotes encontramos ahora hombres de mundo, estadistas, comerciantes, descubridores, hombres probados en los altos cargos y las grandes empresas. Y estos hombres fundan sobre una profunda experiencia vital su «pensamiento del pensamiento». Es ésta la serie de las grandes figuras, desde Thales hasta Protágoras, desde Bacon hasta Hume, la serie de los pensadores preconfucianos y prebudistas, de los cuales no sabemos apenas otra cosa sino que han existido.

Al término de esa serie hállanse Kant y Aristóteles [138].

Lo que comienza después de ellos es filosofía de época civilizada. En toda gran cultura hay un pensar ascendente que plantea los problemas primarios y los va agotando con la potencia creciente de su expresión espiritual, en respuestas siempre nuevas—respuestas que, como hemos dicho, tienen un sentido ornamental—; y hay otro pensar descendente, para el cual los problemas del conocimiento están ya resueltos, pasados, y se han tornado


insignificantes. Existe un período metafísico, de acepción primero religiosa y luego racionalista, en que el pensamiento y la vida son aún caóticos y de su propia exuberancia extraen formas cósmicas. Sigue a éste un periodo eticista, en que la vida de las grandes urbes se aparece a si misma como problemática y aplica a su mantenimiento y conservación el último resto de potencia creadora filosófica.

En el período metafísico se manifiesta la vida; el período eticista toma la vida como objeto. Aquél es teorético, contemplativo en el sentido más elevado de esta palabra; éste, por necesidad, es práctico. Todavía el sistema de Kant es intuitivo en sus grandes líneas y solo posteriormente recibe una ordenación y fórmula de carácter lógico, sistemático.

Una prueba de esto es la relación de Kant con las matemáticas. El que no haya penetrado en el mundo de las formas numéricas, el que no haya vivido los números como símbolos no puede ser un auténtico metafísico. En realidad, los grandes pensadores del barroco fueron los que crearon el análisis; y otro tanto— mutatis mutandis— puede decirse de los presocráticos y Platón. Descartes y Leibnitz, con Newton y Gauss; Pitágoras y Platón, con Archytas y Arquímedes, son las cumbres del pensamiento matemático. Pero ya Kant es, como matemático, insignificante. Ni penetró en las últimas finezas del cálculo infinitesimal de entonces, ni se apropió la axiomática leibnitziana. En esto se parece a su
«correspondiente», a Aristóteles. A partir de ahora ningún filósofo cuenta ya en la ciencia matemática. Fichte, Hegel, Schelling y los románticos son completamente amatemáticos; lo mismo que Zenón y Epicuro. Schopenhauer, en este terreno, es tan insuficiente que llega a la incapacidad; y de Nietzsche no hablemos. Con el mundo de las formas numéricas piérdese una gran convención. Desde entonces no sólo no hay ya tectonismo en los sistemas, sino que falta eso que pudiéramos llamar el gran estilo del pensamiento. Schopenhauer se ha calificado a sí mismo de pensador de ocasión.

La ética se ha desarrollado, rompiendo los límites de su esfera, que consistía en ser parte de una teoría abstracta. Ahora ya la ética constituye la filosofía; ella es la que incorpora a su sistema los demás territorios; la vida práctica se sitúa en el centro de la consideración. Declina la pasión del pensamiento puro. La metafísica, señora ayer, es hoy esclava. Su misión se reduce a proporcionar el fundamento de un sentir práctico. Y ese fundamento mismo se hace cada día más superfluo. Se olvida, se ridiculiza lo metafísico, lo impráctico, las «piedras en vez del pan». En Schopenhauer, los tres primeros libros sirven como de introducción al cuarto. Kant creía que lo mismo sucedía en su sistema. Pero en realidad para Kant la razón pura, no la práctica, es todavía el centro de la creación filosófica. De la misma manera se divide la filosofía antigua antes y después de Aristóteles. Antes es una grandiosa concepción del cosmos, apenas enriquecida por una ética formal; después es la ética misma, tomada en el sentido de un programa, de una necesidad, y asentada sobre la base de una metafísica vacilante e insegura. Y cuando vemos la falta de conciencia lógica con que Nietzsche, por ejemplo, construye rápido tales teorías, sentimos la impresión de que ello no es motivo suficiente para rebajar el valor de su filosofía propiamente dicha.

Es sabido que Schopenhauer [139] no pasó de la metafísica al pesimismo, sino que fue el pesimismo—que le acometió a los diez y siete años—el que le llevó al desarrollo de su sistema. Shaw—extraño testimonio—hace notar en su Breviario de Ibsen que leyendo a Schopenhauer se puede muy bien —como él dice—admitir su filosofía, aun rechazando su


metafísica. Esta expresión separa muy exactamente el elemento que hace de Schopenhauer el primer pensador del tiempo nuevo y el otro elemento que, según una tradición anticuada, debía haber en toda filosofía completa. Nadie en Kant percibiría tal distinción. Nadie podría consumarla. En Nietzsche, en cambio, es fácil demostrar que su «filosofía» fue enteramente una experiencia íntima, muy pronto sentida, mientras que para satisfacer sus necesidades metafísicas se sirvió de rápidas lecturas, defectuosas a veces, y ni siquiera consiguió exponer con exactitud su teoría ética. En Epicuro y en los estoicos es también fácil distinguir dos capas superpuestas de pensamientos: una viva, ética, adecuada a la época, y otra impuesta por la costumbre, innecesaria, metafísica. Este fenómeno no deja duda alguna sobre la esencia de toda filosofía civilizada.

La metafísica rigurosa ha agotado sus posibilidades. La urbe mundial ha vencido definitivamente al campo; y su espíritu se construye ahora una teoría propia, orientada necesariamente hacia fuera, una teoría mecanicista, inánime.

Con cierto derecho cabe hablar ahora de cerebro en vez de alma. Y como en el «cerebro» occidental la voluntad de potencia, la orientación tiránica hacia el futuro, hacia la organización de la totalidad, exige una expresión práctica, por eso la ética, cuanto más va perdiendo de vista su pasado metafísico más adquiere un carácter éticosocial y económico. La filosofía del presente, nacida de Hegel y Schopenhauer, es crítica social cuando representa bien el espíritu del tiempo; en cambio Lotze y Herbart, por ejemplo, permanecen fuera de esa caracterización.

La misma atención que el estoico concede a su cuerpo, concede el pensador occidental al cuerpo social. No es fortuito el hecho de que la escuela, hegeliana haya producido el socialismo—Marx, Engels—, el anarquismo— Stirner— y el problematismo del drama social—Hebbel—. El socialismo es la economía nacional disfrazada de ética, de ética imperativa.

Mientras hubo metafísica de gran estilo, es decir, hasta Kant, la economía nacional fue sólo una ciencia; pero tan pronto como la «filosofía» significó ética práctica, la economía vino a ocupar el puesto de la matemática y a ser la base del pensamiento cósmico. Esta es la significación de Cousin, Bentham, Comte, Mill y Spencer.

No es libre el filósofo de elegir su materia, ni la filosofía tiene siempre y dondequiera la misma materia. No existen problemas eternos; los problemas son sentidos y planteados por un determinado tipo de existencia. «Todo lo transitorio es un mero símbolo»; esto mismo puede decirse de toda filosofía auténtica, que es la expresión espiritual de una existencia, la realización de posibilidades psíquicas en un mundo de formas conceptuales, de juicios, de razones, unidas en la viva realidad de un autor. Cada una de ellas, desde la primera hasta la última palabra, desde el tema más abstracto hasta el rasgo de carácter más personal, es un producto, un reflejo del alma en el mundo, del reino de la libertad en el reino de la necesidad, de la vida inmediata en la lógica espacial; y por lo tanto es algo transitorio, con un ritmo y duración determinados. Por eso hay en la elección de tema una rigurosa necesidad.


Cada época tiene el suyo, que es significativo para ella y no para otra alguna. No equivocarse en esto es lo que caracteriza al filósofo nativo. Lo demás de la producción filosófica es insignificante, mera ciencia especializada, tedioso montón de sutilezas sistemáticas y conceptuales.

Por eso la filosofía característica del siglo XIX: es sólo ética, sólo crítica social en el sentido productivo, y nada más. Por eso sus representantes más eminentes, si prescindimos de los prácticos, son los dramaturgos—-y esto concuerda con la actividad fáustica—, junto a los cuales ningún filósofo de cátedra significa nada con su lógica, su psicología o su sistemática.

Estos insignificantes, estos simples sabios son, empero, los que han escrito una y otra vez la historia de la filosofía—y ¡que historia! ¡Mera colección de datos y «resultados»!—; a ello justamente se debe el que nadie sepa hoy lo que es historia de la filosofía y lo que debiera ser.

La profunda unidad orgánica en el pensamiento de esta época no ha sido vislumbrada por nadie todavía. Su núcleo filosófico puede, sin embargo, reducirse a una fórmula. Preguntémonos hasta qué punto es Shaw el discípulo que continúa y perfecciona a Nietzsche. Y advierto que esta relación no tiene en mi pensamiento la menor ironía. Shaw es el único pensador de altura que ha proseguido consecuente en la dirección del verdadero Nietzsche, esto es, como critico productivo de la moral occidental; y, por otra parte, ha sacado como poeta las últimas consecuencias de Ibsen. En sus obras de teatro ha prescindido del resto que aun quedaba de forma artística, convirtiéndolas en discusiones prácticas.

Nietzsche ha sido en todo—cuando el romántico rezagado que había en él no determina el estilo, el tono y la actitud de su filosofía—un discípulo de los decenios materialistas.

Lo que tan apasionadamente le atraía en Schopenhauer, sin darse él cuenta y sin que nadie se haya dado cuenta, era aquel elemento de la doctrina schopenhauerniana que destruye la metafísica de gran estilo y parodia involuntariamente al maestro Kant; me refiero a la conversión de los profundos conceptos barrocos en nociones palpables y mecánicas. Kant habla, en términos insuficientes—tras los cuales se oculta una intuición poderosa, difícilmente accesible—, del mundo como apariencia; Schopenhauer dice en cambio; el mundo como fenómeno cerebral. Aquí se verifica la transformación de la filosofía trágica en plebeyismo filosófico. Bastará citar un pasaje. En El mundo como voluntad, y representación (II, cap. 19), dice: «La voluntad, como cosa en sí, constituye la esencia interior, verdadera, indestructible del hombre; pero en sí misma es, sin embargo, inconsciente. Porque la consciencia está condicionada por el intelecto y éste es un mero accidente de nuestro ser, porque es una función del cerebro, el cual, con los nervios adyacentes y la medula espinal, es un simple fruto, un producto y hasta un parásito del organismo restante, por cuanto no actúa directamente en los engranajes interiores, sino que sirve a los fines de la conservación, regulando las relaciones del organismo con el mundo exterior.» Esta es exactamente la concepción fundamental del materialismo más mezquino. No en vano Schopenhauer, como antes Rousseau, habla aprendido la teoría en los sensualistas ingleses. En ellos se acostumbró a mal interpretar a Kant, en el espíritu de la


modernidad urbana, enderezada al finalismo. El intelecto como instrumento de la voluntad de vivir [140], como arma en la lucha por la existencia; eso que Shaw ha llevado a la escena en forma grotesca [141], ese aspecto de Schopenhauer es el que, al aparecer la obra capital de Darwin (1859), hizo de él al punto el filósofo de moda. Al contrario de Schelling, Hegel, Fichte, fue Schopenhauer el único, cuyas fórmulas metafísicas penetraron sin dificultad en la clase media espiritual. Su claridad, que tanto le enorgullecía, linda en cada instante con la trivialidad. Le fue posible entonces, sin renunciar a esas fórmulas envueltas en una atmósfera de profundidad y exclusivismo, apropiarse toda la concepción civilizada del mundo. Su sistema es un darwinismo anticipado, que se disfraza con el idioma kantiano y los conceptos indios. En su libro La voluntad en la naturaleza (1835) encontramos ya la lucha por prevalecer en la naturaleza, vemos ya al intelecto humano considerado como el arma más eficaz en esa lucha, hallamos ya el amor sexual concebido como selección inconsciente [142], por intereses biológicos.

Esta es la opinión que Darwin, pasando por Malthus, ha introducido con éxito irresistible en su interpretación del mundo animal. Hay un hecho que demuestra el origen económico del darwinismo, y es que este sistema, ideado en vista de la semejanza entre los animales superiores y el hombre, no se acomoda al mundo vegetal y degenera en verdaderas tonterías cuando, con su tendencia voluntarista (selección, mimicry), se aplica seriamente a las formas orgánicas primitivas [143]. El darwinista entiende por demostración un ordenamiento de los hechos, una explicación metafórica de los hechos, que corresponde a su sentimiento fundamental histórico- dinámico de «evolución». El «darwinismo», es decir, ese conjunto de opiniones tan diferentes y a veces contradictorias, que sólo tienen de común la aplicación del principio causal a lo viviente, esto es, un método y no un resultado, era ya conocido con todo detalle en el siglo XVIII. Rousseau defiende en 1754 la teoría del hombre mono. Lo que Darwin ha hecho es solamente construir el sistema manchesteriano, cuya popularidad se explica por su contenido político latente.

Y aquí se revela la unidad espiritual del siglo. Desde Schopenhauer hasta Shaw, todos, sin sospecharlo, han dado forma al mismo principio. Todos van guiados por ideas evolucionistas, incluso los que, como Hebbel, ignoran a Darwin. Pero esas ideas evolucionistas no las toman en su profunda acepción goethiana, sino en su mezquina acepción civilizada, unas veces con el cuño biológico, otras con el económico. La conversión de la cultura en civilización hubo también de verificarse en la idea evolucionista, que es íntegramente fáustica.

Y que, en oposición a la entelequia aristotélica, concepto intemporal, revela un afán apasionado de futuro infinito, una voluntad, un fin que representa a priori la forma de nuestra intuición naturalista y no necesita ser antes descubierta como principio, porque es inmanente al espíritu fáustico y sólo a este. En Goethe la idea de evolución es sublime; en Darwin, mezquina. En Goethe es orgánica; en Darwin, mecánica. En Goethe es una experiencia íntima, un símbolo; en Darwin es conocimiento y ley. En Goethe se llama realización interna; en Darwin, «progreso». La lucha por la existencia, que Darwin no percibió, sino que introdujo en la naturaleza, es la acepción plebeya de ese sentimiento primario que en las tragedias de Shakespeare mueve unas junto a otras las grandes realidades. Lo que en Shakespeare es intuido íntimamente, sentido como el sino y realizado en figuras, eso mismo es por Darwin concebido como nexo casual y reducido a un sistema


superficial de finalidades. Y este sistema, no aquel sentimiento primario, es el que sirve de base a los discursos de Zaratustra, a la tragedia de Los aparecidos, al problematismo del Anillo del Nibelungo. Sólo que Schopenhauer, al que Wagner se mantuvo fiel, fue el primero de la serie y percibió espantado su propio conocimiento—he aquí la raíz de su pesimismo, cuya suprema expresión es la música del Tristán—, mientras que los siguientes, Nietzsche sobre todo, se entusiasmaron con él, a veces no sin violencia.

La ruptura de Nietzsche con Wagner—último acontecimiento grandioso del espíritu alemán—significa su cambio de maestro, su tránsito inconsciente de Schopenhauer a Darwin; de la fórmula metafísica a la fórmula fisiológica para uno y el mismo sentimiento cósmico; de la negación a la afirmación. Ambos reconocen un mismo aspecto, a saber: la voluntad de vivir, que es idéntica a la lucha por la existencia. Pero Schopenhauer la niega y Nietzsche la afirma. En «Schopenhauer como educador» la evolución significa todavía una madurez interna; pero el superhombre es ya producto de una evolución mecánica. Zaratustra nace éticamente por oposición inconsciente a Parsifal; pero su origen artístico está determinado por Parsifal y se debe a la rivalidad de los dos Mesías.

Mas Nietzsche fue también socialista sin saberlo. No sus fórmulas, pero si sus instintos eran socialistas, prácticos; iban dirigidos a la «salud fisiológica de la humanidad», en la que Goethe y Kant nunca pensaron. El materialismo, el socialismo, el darwinismo son inseparables; sólo en la superficie y artificialmente pueden distinguirse. Por eso Shaw, para obtener en el tercer acto de Hombre y superhombre—una, de las obras más importantes y significativas al término de la época— la fórmula propia de su socialismo, sólo necesita introducir una pequeña modificación, bien consecuente por cierto, en las tendencias de la moral de los señores y de la selección del superhombre. Shaw, en esta obra, ha expresado— sin rodeos, claramente, con la plena conciencia de una trivialidad—lo que las partes no desarrolladas de Zaratustra debieron haber dicho primitivamente con el teatralismo de Wagner y la nebulosidad romántica. Basta con discernir las necesarias condiciones y consecuencias practicas del pensamiento nietzscheano, implícitas en la estructura de la vida pública actual. Nietzsche se mueve entre fórmulas indeterminadas como «nuevos valores»,
«superhombre», «sentido de la tierra», y evita o teme apretar y precisar la concepción. Shaw, en cambio, lo hace. Nietzsche advierte que la idea darwinista del superhombre evoca el concepto de crianza; pero se queda en palabras sonoras. Shaw sigue preguntando—pues no tiene sentido el hablar de ello, si no se quiere llevar a cabo—cómo ha de hacerse esta crianza y llega a la conclusión de que hay que convertir la humanidad en una yeguada. Esta, empero, es la consecuencia de Zaratustra; sólo que Nietzsche no tuvo el valor de sacarla, aunque fuera el valor del mal gusto. Cuando se habla de una crianza intencionada— concepto perfectamente materialista y utilitario—hay que contestar a estas preguntas:
¿Quién cría? ¿A quién cría? ¿Dónde y cómo se cría? Pero la aversión romántica de Nietzsche a sacar las consecuencias sociales prosaicas; su miedo a exponer los pensamientos poéticos a una comprobación violenta de los hechos fríos, le indujeron a no decir que toda su teoría, oriunda del darwinismo, supone también la coacción socialista como medio; que a toda crianza o educación sistemática de una clase de hombres superiores debe preceder un orden social rigurosamente socialista; y que esta idea
«dionisíaca»-— puesto que se trata de una acción común y no de un asunto privado, ajeno a los pensadores vivos—es una idea democrática, sea cual fuere la forma en que se exprese.


Con esto llega a su cúspide la ética dinámica del «tu debes». Para imponer al mundo la forma de su voluntad, el hombre fáustico se sacrifica a sí mismo.

La crianza o educación del superhombre es la consecuencia del concepto de selección. Desde que Nietzsche escribió los Aforismos, fue discípulo inconsciente de Darwin. Pero Darwin mismo había transformado la idea evolutiva del siglo XVIII fundiéndola con las tendencias económicas que tomó de su maestro Malthus y que proyectó en el mundo de los animales superiores. Malthus había estudiado la industria fabril de Lancaster. Todo este sistema, aplicado a los hombres en vez de a los animales, se encuentra ya en la Historia de
¡a civilización inglesa, por Buckle (1857).

Y asi resulta que la «moral de los señores», la moral de ese último romántico, viene por extrañas vías, muy características, empero, para el sentido de la época y nace en el manantial de toda la modernidad espiritual, en la atmósfera de la industria inglesa. El maquiavelismo, que Nietzsche preciaba como manifestación del Renacimiento y cuyo parentesco con el concepto darwinista de la mimicry no se debe olvidar, es de hecho el tema del Capital de Marx—otro discípulo famoso de Malthus—. La primera forma de esta obra fundamental del socialismo político (no del ético), empezada a publicarse en 1867, está en la Crítica de la economía política, que aparece al mismo tiempo que el libro de Darwin. Tal es la genealogía de la «moral de los señores». La «voluntad de potencial», vertida al idioma de la realidad, de la política y de la economía, encuentra su expresión más fuerte en Major Barbara, de Shaw.

Sin duda Nietzsche es como personalidad la cumbre de esta serie de éticos; pero como pensador le alcanza Shaw, el político de partido. La voluntad de potencia está hoy representada por los dos polos de la vida pública, la clase obrera y las grandes personalidades financieras y cerebrales, mucho mejor que lo fuera antaño por un Borgia. El millonario Underschaft, en esa excelente comedia de Shaw, es el superhombre.

Pero Nietzsche, romántico, no hubiera reconocido en él su ideal. Nietzsche habla sin cesar de una transvaloración de todos los valores, de una filosofía del futuro, es decir, ante todo del futuro europeo, no del futuro chino o africano; pero cuando alguna vez sus pensamientos, perdidos en lejanías dionisíacas, se condensan en formas palpables, la voluntad de potencia se le presenta en la imagen del puñal y del veneno, no en la de una huelga o en la de la energía del dinero. Sin embargo, ha dicho una vez que la idea se le ocurrió en la guerra de 1870, viendo pasar los regimientos prusianos que marchaban al combate.

El drama de esta época ya no es poesía, en el viejo sentido, en el sentido de la cultura. Ahora es una forma de la propaganda, un debate y una demostración; la escena se considera como «un instituto moral». Nietzsche mismo propende a dar a sus pensamientos una forma dramática. Ricardo Wagner ha expuesto sus ideas sociales revolucionarias en su poema de los Nibelungos, sobre todo en la primera concepción de 1850. Sigfredo, pasando por numerosas influencias artísticas y extra-artísticas, es todavía en la redacción definitiva del Anillo un símbolo de la cuarta clase; el tesoro de Fafner simboliza el capitalismo; Brunilda, la «mujer libre». La música de la selección sexual, cuya teoría, el Origen de las especies, apareció en 1859, se encuentra justamente en el tercer acto de Sigfredo y en Tristán. Y no


es fortuito el hecho de que Wagner, Hebbel e Ibsen hayan emprendido casi al mismo tiempo la tarea de dramatizar el tema de los Nibelungos. Hebbel, al conocer en París los escritos de F. Engels, expresa su admiración (carta del 2 de abril de 1844) por haber concebido el principio social de la época—que quería exponer entonces en un drama intitulado En un tiempo cualquiera—del mismo modo que el autor del manifiesto comunista; y cuando conoce por primera vez a Schopenhauer (carta de 29 de marzo de
1857) le sorprende el parentesco de El mundo como voluntad y representación con algunas
tendencias importantes que él había expresado en su Holofernes y en Herodes y Mariene. El Diario de Hebbel, cuya parte capital fue escrita entre 1835 y 1845, es una de las mas profundas producciones filosóficas del siglo, sin que su autor se haya dado cuenta de ello. A nadie le extrañaría encontrar frases enteras suyas, textualmente, en Nietzsche, que no lo conoció nunca y no lo alcanzó siempre.

Doy seguidamente un cuadro de la filosofía real del siglo XIX, cuyo tema único y más característico es la voluntad de potencia en forma civilizada, intelectual, ética o social, como voluntad de vida, como fuerza vital, como principio dinámico práctico, como concepto o en forma dramática. Este periodo, que cierra Shaw, corresponde al «antiguo» de
350 a 250. Lo demás es, como dice Schopenhauer, filosofía de profesores por profesores de filosofía:




1819.— Schopenhauer: «El mundo como voluntad y representación». La voluntad de vivir puesta por primera vez en el centro de todo, como realidad única («fuerza primaria»); pero todavía, bajo la impresión del idealismo precedente, se recomienda su negación.

1836.— Schopenhauer: «Sobre la voluntad en la naturaleza». Anticipación del darwinismo, pero en lenguaje metafísico,
1840.— Proudhon: «¿Qué es la propiedad?» Fundamento del anarquismo.

A. Comte: «Curso de filosofía positiva». La fórmula de orden y progreso.

1841.— Hebbel: «Judith». Primera concepción dramática de la «mujer moderna» y del superhombre (Holofernes).

Feuerbach: «La esencia del cristianismo».

1844.— Engels: «Bosquejo de una crítica de la economía nacional». Base de la concepción materialista de la historia.

Hebbel: «María Magdalena». Primer drama social.


1847.— Marx: «Miseria de la filosofía». (Síntesis de Hegel y Malthus.) Estos años constituyen la época decisiva, en la cual comienzan a predominar la economía, la ética social y la biología.

1848.— Wagner: «La muerte de Sigfredo». Sigfredo como revolucionario éticosocial; el tesoro de Fafner, símbolo de capitalismo.

1850.— Wagner: «Arte y clima». El problema sexual.

1850-1858.— Wagner, Hebbel e Ibsen componen sus «Nibelungos».

1859.— Una coincidencia simbólica. Darwin publica su «Origen de las especies por selección natural» (aplicación de la economía a la biología), y Wagner,
«Tristán e Isolda».

Marx: «Critica de la economía política».

1863.— J. St. Mill: «Utilitarismo».

1865.— Dühring: «El valor de la vida». Rara vez citado, pero de gran influjo sobre la generación inmediata.

1867.— Ibsen: «Brand».

Marx: «El capital».

1878.— Wagner: «Parsifal». Primera conversión del materialismo en misticismo.

1879.— Ibsen: «Nora».

1881.— Nietzsche: «Aurora». Tránsito de Schopenhauer a

Darwin.

La moral como fenómeno biológico.

1883.— Nietzsche: «Asi habló Zaratustra». La voluntad de potencia, pero en traje romántico.

1886.— Ibsen; «Rosmersholm». (Los hombres nobles.)

Nietzsche: «Más allá del bien y del mal».

1887-1888.— Strindberg: «Padre» y «Señorita Julia».

1890.— Se acerca la conclusión de la época. Obras religiosas


de Strindberg; obras simbolistas de Ibsen.

1896.— Ibsen: «Juan Gabriel Borkmann». El superhombre.

1898.— Strindberg: «Hacia Damasco».




A partir de 1900, las últimas producciones.




1903.— Weininger: «Sexo y carácter». El único ensayo serio de resucitar a Kant, dentro de esta época, poniéndolo en relación con Wagner e Ibsen.

1903— Shaw: «Hombre y superhombre». Ultima síntesis de Darwin y Nietzsche.

1905.— Shaw: «Major Barbara». El tipo del superhombre retrotraído a su origen económicopolitico.




Asi, tras el período metafísico, queda agotado igualmente el periodo ético. El socialismo ético, preparado por Fichte, Hegel, Humboldt, llegó a su grandeza pasional hacia la mitad del siglo XIX. Al término de este siglo había pasado ya el estadio de las repeticiones. El siglo XX conserva la palabra socialismo; pero en lugar de una filosofía ética que sólo a los epígonos les parece incompleta, pone una práctica de problemas económicos actuales. La emoción ética del Occidente seguirá siendo «socialista»; pero su teoría ha dejado de ser problema. Resta la posibilidad de un tercero y último periodo en la filosofía occidental: el de un escepticismo fisiognómico.

El secreto del universo aparece sucesivamente como problema de conocimiento, problema de valor, problema de forma. Kant veía la ética como objeto de conocimiento; el siglo XIX veía el conocimiento como objeto de valoración; el escéptico considera ambas cosas simplemente como expresión histórica de una cultura.




[60] Véase parte I, tomo I, págs. 151 y siguiente. [61] Véase parte I, tomo I, pág. 195.
[62] Los idiomas primitivos no constituyen una base para los procesos abstractos del pensamiento. Al comienzo de cada cultura verifícase una transformación interna del cuerpo lingüístico vigente, que le capacita para los más elevados problemas simbólicos del desarrollo cultural. Así, al mismo tiempo que el estilo románico nacen en Europa el alemán


y el inglés, derivados de los idiomas germánicos y el francés, el italiano, el español, derivados de la lingua rustica que se hablaba en las provincias romanas; y estos idiomas, a pesar de tener tan diferente origen, encierran todos un mismo contenido metafísico.

[63] Véase pág. 70.

[64] Véase parte I, tomo I, pág. 261.

[65] Pensamiento, coraje, apetito.— N. del T.

[66] El entendimiento, el apetito, el coraje. N. del T.

[67] La razón. N. del T.

[68] Véase parte II, cap. III, núm. 8. [69] Véase parte II, cap. III, núm. 10. [70] Soplo, espíritu. N. del T.
[71] Cuerpo psíquico y cuerpo neumático.— N. del T.

[72] Véase De Boer: Geschichte der Philosophie im Islam [Historia de la filosofía en el
Islam], 1901, págs. 93 y 108.

[73] Windelband: Geschichte der neueren Philosophie [Historia de la filosofía moderna],
1910,1, pág. 208, y en el libro Kultur der Gegenwart [Cultura del presente], editado por
Hinneberg, I, V (1914), pág. 484.

[74] Véase parte II, cap. III, núm. 10.

[75] Si, pues, en este litro, el tiempo, la dirección y el sino afirman su primacía sobre el espacio y la causalidad, no es porque haya pruebas lógicas que lo demuestren, sino porque las tendencias—inconscientes—del sentimiento vital se procuran pruebas en su favor. El origen de los pensamientos filosóficos no es nunca otro.

[76] Véase parte I, tomo I, pág. 304. [77] Véase parte II, cap. III, num. 18.
[78] «Hijo del hombre» es una traducción falsa y engañosa de barnasha. Lo que se quiere expresar aquí no es la relación filial, sino la compenetración con la planicie humana.

[79] ¤y¡lv y boælomai significan tener el propósito de, el deseo de, estar inclinado a; boæl® significa consejo, plan; no hay substantivo derivado de ¤y¡lv. Voluntas no es un concepto psicológico; tiene el sentido práctico romano de la potestas y la virtus; es una


denominación que indica una disposición práctica, externa y visible, la gravedad de una realidad humana. Nosotros empleamos en tales casos la palabra energía. La voluntad de Napoleón y la energía de Napoleón son cosas muy diferentes—como, por ejemplo, la fuerza ascensional y el peso—. No debe confundirse la inteligencia dirigida hacia afuera— que distingue a los romanos, hombres civilizados, de los griegos, hombres cultos—con lo que aquí llamamos voluntad. César no es un hombre de voluntad, en el sentido de Napoleón. Característico es el lenguaje del derecho romano, que mejor que la poesía revela con espontaneidad el sentimiento fundamental del alma romana. El propósito se dice animus (animus occidendi), el deseo que se endereza a lo punible, dolus, por oposición a la involuntaria lesión del derecho (culpa). Voluntas no aparece como expresión técnica.

[80] El alma china «peregrina por el mundo»: tal es el sentido de la perspectiva pictórica en el Asia oriental; su punto de convergencia es el centro del cuadro, no el fondo. La perspectiva somete las cosas al yo, que las concibe ordenándolas. La negación del fondo en perspectiva por los antiguos significa la falta de «voluntad», de pretensión de dominio sobre el mundo. A la perspectiva china, como también a la técnica china, le falta la energía de dirección (parte II, cap. V, núm. 6). Por eso, a la poderosa tendencia a la profundidad, que caracteriza nuestra pintura de paisaje, opongo yo la perspectiva asiática del tao, que expresa claramente en el cuadro un cierto sentimiento cósmico.

[81] Es claro que el ateísmo no constituye una excepción. Cuando el materialista o darwinista habla de «la naturaleza», que ordena las cosas con finalidad, que selecciona, que produce o aniquila algo, no hace mas que seguir el deísmo del siglo XVIII, cambiando de palabra, pero conservando intacto el mismo sentimiento cósmico.

[82] La considerable participación que han tenido los sabios jesuitas en el desarrollo de la física teórica no debe olvidarse. El P. Boscovich fue el primero que, superando a Newton, creó un sistema de las fuerzas centrales (1759). En el jesuitismo, la identificación de Dios con el espacio puro es más sensible aún que en el jansenismo de Port-Royal, con el que estuvieron en estrecha relación los matemáticos Pascal y Descartes.

[83] Lutero colocó en el centro de la moral la actividad práctica—lo que Goethe llamaba las «exigencias de cada día»—, Y ésta es la razón fundamental que explica por qué el protestantismo impresiona tan fuertemente las naturalezas profundas. Las «obras piadosas», a las que falta esta energía de dirección, que aquí hemos definido, pasan necesariamente al segundo término. Su valoración preeminente revela, como el Renacimiento, un resto de sentimiento meridional. He aquí la razón moral profunda que explica el creciente menosprecio de la vida monástica. En la época gótica, la entrada en el claustro, la renuncia a toda solicitud, a toda actividad, a toda voluntad era un acto de máxima valía moral, era el sacrificio más grande que podía imaginarse, el sacrificio de la vida. Pero en la época barroca los mismos católicos ya no sienten así. Lugar no de renuncias, sino de inactivo goce, el claustro ha caído, víctima del espíritu que se manifiesta en la época de la ilustración.

[84] Prñsvpon; significa, en el griego antiguo, rostro, y más tarde, en Atenas, careta. Aristóteles no conoce aun la significación de «persona», que acaba por tener esta palabra. La expresión jurídica de «persona», que primitivamente designa la máscara teatral, es la


que en la época imperial transmite al prñsvpon griego el sentido preciso romano. Véase R. Hirzel: Die person 1914. págs. 40 y siguiente.

[85] Templanza armoniosa, bondad y belleza, ecuanimidad.—Nota del traductor.
[86] Animal político.—N. del T.

[87] Véase parte I, tomo I, pág. 199.

[88] Véase W. Creizenach: Geschichte des neueren Dramas [Historia del drama moderno]
11(1918), págs. 346 y siguientes.

[89] Remedo no de los hombres, sino de la práctica y de la vida. N. del T. [90] Véase págs. 73, 74 y 80, 81.
[91] Véase parte I, volumen I, págs. 219 y siguientes. [92] Fatalidad.—N. del T.
[93] Véase parte I, tomo I, pág. 198.

[94] Corresponde esto al cambio de significación sufrido por los términos «antiguos» pathos y passio. Este último se formó en la época imperial, según el modelo del primero, y ha conservado su sentido original en la Pasión de Cristo. En la época primitiva del gótico es cuando se verifica el cambio en el sentimiento de la significación; ello acontece en la orden franciscana y en los discípulos de Joaquín de Floris. Finalmente, la voz passio, como expresión de conmociones profundas que tienden a descargar, designa el dinamismo psíquico en general, con el sentido de energía de la voluntad y de la dirección, la palabra passio fue vertida al alemán («Leidenschaft») en 1647, por Zesen.

[95] Los misterios de Eleusis no eran un secreto. Todo el mundo sabía lo que pasaba en ellos. Pero producían en los fieles una misteriosa emoción y se consideraba que el reproducir fuera del templo sus formas sagradas era profanarlas, «delatarlas». Véase sobre esto y lo que sigue A Dieterich, Kleine Schriften [Pequeños tratados], 1911, págs. 414 y siguientes.

[96] Véase parte II, cap. III, núm. 17.

[97] Los sátiros eran machos cabrios; Sileno, el primer bailarín, llevaba una cola de caballo. Pero los pájaros, las avispas, las ranas de Aristófanes, aluden quizá a otros disfraces.

[98] Esto sucede en la misma época en que Policleto da a la plástica la victoria sobre la pintura al fresco. Véase pág. 101.


[99] El cuadro escénico imaginado por los tres grandes trágicos podría quizá compararse con la evolución estilística de los frontones de Egina, Olimpia y el Partenón.

[100] Repetimos una vez más que la «pintura de sombras» entre los griegos— Zeuxis, Apolodoro—sirve para modelar los cuerpos de manera que produzcan a la vista un efecto plástico. De ningún modo se propone con las sombras reproducir un espacio iluminado. El cuerpo está «sombreado», pero no lanza sombra, ninguna.

[101] La gran masa de los socialistas cesaría inmediatamente de serlo si pudiera comprender, aunque fuese de lejos, el socialismo de los nueve o diez hombres que lo conciben hoy en sus últimas consecuencias históricas.

[102] Véase págs. 38 y siguientes.

[103] Véase volumen I, pág, 110 y siguientes.

[104] El número de las estrellas que aparecen en el telescopio, cuando se aumenta progresivamente la fuerza de éste, disminuye rápidamente en los bordes.

[105] La embriaguez de las grandes cifras es una emoción característica que sólo conoce el hombre de Occidente. En la civilización actual desempeña una función preeminente ese símbolo, la pasión por sumas gigantescas, por medidas infinitamente pequeñas e infinitamente grandes, por record y estadísticas de todo género.

[106] En el segundo milenio antes de Jesucristo navegaban desde Islandia y el mar del Norte por el cabo Finisterre hasta Canarias y el África occidental. Las leyendas griegas acerca de la Atlántida conservan un recuerdo de estas comarcas. El imperio de Tartessos, en la desembocadura del Guadalquivir, parece haber sido el centro de estos tráficos. Véase L. Frobenius: -Das unbekannte África [El África desconocida], pág. 139. Alguna relación con estos pueblos debieron sin duda mantener los «pueblos del mar», enjambres de Wikings que, tras larga peregrinación por tierra, en dirección hacia el Sur, se construyeron naves en el mar Egeo y en el Negro y desde la época de Ramsés II (1292-1225) aparecieron frente a Egipto. La forma de sus barcos, que conocemos por los relieves egipcios, es totalmente diferente de los egipcios y fenicios; acaso se parecía a las naves que César vio usar a los Venetas de Bretaña. Un ejemplo posterior de estos avances nos los dan los Waregos en Rusia y Constantinopla. Es de esperar que pronto obtengamos un conocimiento más preciso de estas corrientes migratorias.

[107] Véase parte II, cap. V, núm. 6.

[108] Véase parte II, cap. II, núm. 18, y cap. IV, núm. 6. [109] Véase parte II, cap. I, núm. 16.
[110] «Griego» significa aquí el adicto a los cultos sincretísticos.


[111] Nos referimos aquí exclusivamente a la mora! consciente, religioso-filosófica, a la moral conocida, enseñada, practicada, no al ritmo racial de la vida, la, «costumbre», que es inconsciente. Aquélla se mueve entre los conceptos espirituales de virtud y pecado, bueno y malo; ésta entre los ideales de la sangre, honor, fidelidad, valentía y las decisiones del sentimiento rítmico de lo distinguido y lo ordinario. Véase sobre Esto parte II, cap. IV, núm. 3.

[112] Indiferencia.-N. del T.

[113] Después de lo que hemos dicho sobre la falta de palabras bien significativas para traducir a los idiomas antiguos «voluntad» y «espacio» y sobre la significación de tal laguna, no será de extrañar que ni en griego ni en latín pueda reproducirse con exactitud la distancia entre acto y actividad.

[114] El camino hacía arriba y hacia abajo.— N. del T.

[115] Véase parte II, cap. II, núm. 9.

[116] «El que tenga oídos, que oiga.» Este no es un imperativo. No es asi como ha comprendido su misión la Iglesia de Occidente. La «buena nueva» de Jesús, de Zaratustra, de Mani, de Mahoma, de los neoplatónicos y de todas las religiones mágicas vecinas, son beneficios misteriosos que se conceden, pero no se imponen. El cristianismo primitivo, habiendo ingresado en el mundo antiguo, se limitó a imitar la misión de los estoicos posteriores que hacía tiempo se habían transformado en el sentido mágico. Es posible que San Pablo dé la impresión de importuno e insistente, como la daban a veces los predicadores estoicos, a juzgar por la literatura de la época; pero nunca se produce en forma imperativa. A esto puede añadirse un ejemplo algo heterogéneo, pero pertinente; los médicos de estilo mágico ponderan sus arcanos misteriosos; en cambio los médicos occidentales confieren a su ciencia vigor de ley (ley de vacunación, inspección de carnes, etc.).

[117] Véase tomo I, pág. 310. Y en este tomo, pág. 11 y siguientes. [118] Véase parte II, cap. III, núm. 15.
[119] Virtud.-N. del T.

[120] Véase parte II, cap. II, núm. 4.

[121] El primero se funda en el sistema ateísta de Sankhya; el segundo, en la sofística, por intermedio de Sócrates; el tercero, en el sensualismo inglés.

[122] Véase parte II, cap, IV, núm. 5.


[123] sólo algunos siglos después produjo la concepción budista de la vida—que no reconoce ni Dios ni metafísica—una religión de FeIlahs, volviendo a la teología bramánica, fosilizada, y a los viejos cultos populares. Véase parte II, cap. III, núms. 19 y 20.

[124] Claro está que cada cultura tiene su propia especie de materialismo, condicionada en todas sus partes por su sentimiento cósmico.

[125] Habría que decir, además, con qué cristianismo, si con el de los Padres de la Iglesia o con el de las Cruzadas, pues son dos religiones diferentes bajo el mismo manto dogmático- cultural. Igual incapacidad para la fina psicología revela la comparación, hoy tan frecuente, entre el socialismo actual y el cristianismo primitivo.

[126] Placer.-N. del T.

[127] Adviértase la notable semejanza de muchos bustos romanos con las caras de los americanos actuales, hombres de acción, o también —aunque no tan claramente—con algunos retratos egipcios del imperio nuevo. Véase parte II, cap. II, núm. 5.

[128] Edad u hora crítica.—N. del T. [129] Véase parte II, cap. II, núm. 5. [130] Los muchos.—N. del T.
[131] P. Wendland: Die hellenistische-römische Kultur [La cultura helenístico-romana],
1912, pág. 75.

[132] Véase parte II, cap. III, núm. 14. [133] Véase parte II, cap. III, núm. 7.
[134] Sobre todo lo que sigue véase mi obra Preussentum und Socialismus [Prusianismo y socialismo], pág. 23.

[135] Véase parte II, cap. III, núms. 15 y 19.

[136] Quizá el estilo extraño de Heráclito— oriundo de una familia sacerdotal del templo de Efeso—sea un ejemplo de la forma en que se transmitía oralmente la vieja sabiduría órfica.

[137] Véase parte II, cap. III, núm. 12.

[138] Este es el aspecto escolástico del período posterior. El aspecto místico, que no está muy lejos de Pitágoras y de Leibnitz, llega a su cumbre con Platón y Goethe, y desde Goethe se vierte sobre los románticos, Hegel y Nietzsche. El aspecto escolástico, que había


agotado sus problemas, decae después de Kant- y de Aristóteles—en una filosofía de cátedra, elaborada en el sentido de una ciencia especializada.

[139] Nuevos Paralipomena, § 656.

[140] También se encuentra en él el moderno pensamiento de que los actos vitales inconscientes, instintivos, cumplen sus fines a la perfección, mientras que el intelecto vacila, tantea, y sólo por casualidad acierta. Tomo II, cap. XXX.

[141] En Hombre y superhombre.

[143] En el capitulo «Sobre la metafísica del amor sexual» (II, 44) se anticipa en toda su amplitud la idea de la selección como medio para conservar la especie.

[144] Véase parte II, cap. I, núm. 8.