LA DECADENCIA DE OCCIDENTE. CAP. 6

CAPÍTULO VI


LA FÍSICA FÁUSTICA Y LA FÍSICA APOLÍNEA


En un discurso, que se ha hecho famoso, decía Helmholtz en 1869: "El fin de la ciencia natural es hallar los movimientos que sirven de base a todos los cambios y descubrir las fuerzas propulsoras de esos movimientos; en suma, convertirse en mecánica.» ¡En mecánica! Esto significa la reducción de todas las impresiones cualitativas a valores cuantitativos fundamentales e inmutables, es decir, a la extensión y sus cambios de lugar; esto significa además, si recordamos la oposición entre el producirse y lo producido, la experiencia intima y el conocimiento, la forma y la ley, la imagen y el concepto, esto significa, digo, la reducción de la imagen que vemos de la naturaleza a la imagen que nos representamos de un ordenamiento uniforme y numérico, con estructura mensurable. La tendencia peculiar de toda la mecánica occidental consista en tomar posesión espiritualmente de las cosas por medio de la medida; por eso se ve obligada a buscar la esencia de todo fenómeno en un sistema de elementos constantes, accesibles a la medida, el más importante de los cuales, según la definición de Helmholtz, es designado con el nombre de movimiento—nombre tomado de la experiencia vital diaria.

Para el físico, esa definición es inequívoca y exhaustiva; Para el escéptico, empero, que inquiere la psicología de la convicción científica, no lo es, ni mucho menos. Para aquél, la mecánica actual es un sistema coherente de conceptos claros e inequívocos y de relaciones tan simples como necesarias; para éste, es una imagen que caracteriza la estructura del espíritu europeo occidental, imagen desde luego muy consecuente en su trama y colmada de fuerza persuasiva. Bien se comprende que los éxitos y descubrimientos prácticos no contribuyen para nada a demostrar la «verdad» de la teoría, de la imagen [145]. Para la mayoría de los hombres, «la» mecánica es sin duda la concepción evidente de las impresiones de la naturaleza. Pero esto es una roerá apariencia. Porque ¿qué es el movimiento? El postulado de que todo lo cualitativo puede reducirse al movimiento de puntos-masas invariables y homogéneos ¿no es ya un postulado puramente fáustico y no universalmente humano? Arquímedes, por ejemplo, no sentía en absoluto la necesidad de traducir las nociones mecánicas en la representación de ciertos movimientos. ¿Es el movimiento, en general, una magnitud puramente mecánica? ¿Es un término que designa una experiencia de los ojos, o un concepto abstraído de tales experiencias? ¿Significa el número que obtenemos midiendo hechos provocados experimentalmente, o la imagen que introducimos bajo ese número para servirle de substrato? Y si realmente consiguiera la física algún día alcanzar el fin que suponemos se propone; si llegara a reducir toda percepción sensible a un sistema perfecto de «movimientos», determinados por leyes y de fuerzas propulsoras de estos movimientos, ¿habría adelantado un paseen el «conocimiento» de lo que sucede? ¿Es por ello menos dogmático el lenguaje de las formas mecánicas? ¿No contiene más bien en su más rigurosa acepción el mito de los términos primarios, de esos términos primarios que dan forma a la experiencia, lejos de derivarse de ella? ¿Qué es la fuerza? ¿Qué la causa? ¿Qué el proceso? Es más; ¿tiene la física, en general, aun fundándose en sus propias definiciones, un problema propio? ¿Persigue a través de todos los siglos un fin único y siempre el mismo? ¿Posee, para expresar sus resultados, mi conjunto de pensamientos inatacables?

Podemos adelantar la respuesta. La física actual, que como ciencia constituye un enorme sistema de signos, en forma de nombres y números, con los cuales nos es dado actuar en la naturaleza como en una máquina [146], podrá tener un fin exactamente determinable. Mas como trozo de historia, con todos los sinos y azares, en la vida de las personas que la han elaborado y en el curso mismo de la investigación, la física, por su problema, su método y su resultado es la expresión y realización de una cultura; es un rasgo de la esencia de una cultura, rasgo que se ha desenvuelto orgánicamente, y cada uno de sus resultados es un símbolo. La física existe solamente en la conciencia vigilante de los hombres cultos, y lo que ella cree descubrir por medio de estos hombres estaba ya implícito en la índole y modo de su investigación. Sus descubrimientos, si prescindimos de las fórmulas y nos fijamos sólo en el contenido representable por imágenes, son todos de naturaleza puramente mítica, aun en cerebros tan cautos como los de J. R. Mayer, Faraday y Hertz. Frente a la exactitud de la física, conviene distinguir en toda ley natural, entre los números innominados y su denominación, entre una simple limitación [147] y su interpretación teorética. Las fórmulas representan valores lógicos universales, números puros, esto es, elementos objetivos de espacio y de límite. Pero las fórmulas son mudas. La expresión s = ½ g t2 no significa nada si bajo las letras no pensamos determinadas palabras con su significación imaginativa. Ahora bien: cuando envuelvo en tales palabras los signos muertos, cuando doy a los signos carne, cuerpo, vida, una significación cósmica sensible, franqueo al punto los linderos de un simple ordenamiento. La voz yevrÛa. significa imagen, visión. Ella es la que convierte una fórmula matemática en una ley real de la naturaleza. Lo exacto carece en si mismo de sentido; toda observación física es de tal naturaleza, que su resultado no demuestra nada si previamente no hemos admitido cierto número de imágenes cuyo poder de convicción se encuentra ahora acrecentado. Si prescindimos de estas imágenes, el resultado consiste sólo en cifras vacías. Mas no podemos prescindir de estas imágenes. Supongamos un investigador que deje a un lado todas las hipótesis de que tenga conciencia como tales hipótesis; sin embargo, al pensar en tal o cual problema no podrá dominar la forma inconsciente de su pensamiento—esa forma le domina a él—porque es hombre de una cultura, de una época, de una escuela, de una tradición. La fe y el «conocimiento» no son sino dos especies de certidumbre íntima; pero la fe es más vieja y domina todas las condiciones del saber, por exacto que éste sea. Y todo conocimiento de la naturaleza se sustenta en las teorías, no en los números puros. El afán inconsciente de toda ciencia auténtica, que existe—repitámoslo—sólo en el espíritu del hombre culto, es comprender, penetrar y abrazar la imagen cósmica de la naturaleza; ese afán, empero, no se dirige a la actividad meditiva en sí, que ha sido siempre un goce de espíritus insignificantes. Los números debieran ser siempre meras claves para descubrir el misterio. A los números mismos nunca hubiera ofrendado sacrificios ningún hombre significativo.

Es cierto que Kant dice en un pasaje conocido: «Sostengo que toda teoría particular de la naturaleza tiene de científico propiamente lo que tenga de matemático.» Aquí se refiere a la limitación pura en la esfera de lo producido, en tanto que aparece como ley, fórmula, numere, sistema. Pero una ley sin palabras, una serie de números, la simple lectura de los datos proporcionados por los instrumentos de medición, es un acto mental que en su perfecta pureza resulta irrealizable. Todo experimento, todo método, toda observación nace de una intuición general que es algo más que matemática. Toda experiencia erudita, sea por lo demás lo que fuere, es el testimonio de ciertos modos simbólicos de representación. Todas las leyes concebidas en palabras son ordenamientos vivientes, animados, llenos de la savia interna que destila una cultura determinada y sólo ésta. Si se quiere hablar de necesidad, ya que la necesidad es exigencia de toda investigación exacta, obsérvese que hay dos clases de necesidad: una necesidad del alma y de la vida, porque del sino depende, en efecto, el que tal o cual investigación particular se verifique y cuándo y cómo; y otra necesidad de la trama de lo conocido, para la cual los europeos empleamos corrientemente el nombre de causalidad. Los números puros de una fórmula física pueden representar una necesidad causal; pero la existencia, el nacimiento, la duración de una teoría pertenece al sino.

Todo hecho, por simple que sea, contiene ya una teoría.

Un hecho es una impresión singular sobre un ser despierto.

Todo depende de que el hombre para quien existe o existió esa impresión sea un antiguo o un occidental, un hombre del gótico o un hombre del barroco. Pensemos en el efecto distinto que un rayo produce en un pájaro y en un físico que está observando. ¡Cuánta mayor riqueza de contenido tiene el «hecho» para éste que para aquél! El físico de hoy olvida con harta facilidad que las palabras magnitud, posición, proceso, cambio de estado, cuerpo, representan imágenes específicamente occidentales, con un sentimiento de la significación que las palabras no alcanzan a fijar y que es por completo extraño al pensar y al sentir antiguo o arábigo. Ese sentimiento domina por completo el carácter de los hechos científicos como tales y la Índole de la cognición; y no hablemos de esos otros conceptos tan complejos como trabajo, tensión, quantum de efecto, cantidad de calor, verosimilitud [148], que son cada uno por si un verdadero mito naturalista. Para nosotros esas formaciones intelectuales son el resultado de una investigación imparcial, sin prejuicios, y en ocasiones nos parecen definitivas. Pero un ingenio fino de la época de Arquímedes que se entregase a un estudio profundo de la física teorética actual afirmaría que no acierta a comprender cómo hay quien pueda llamar ciencia a tan caprichosas, grotescas y confusas representaciones, y encima las considere como consecuencias necesarias de los hechos. Las consecuencias científicas legítimas—diría—son más bien las siguientes.....

Y basándose en los mismos «hechos», esto es, en los hechos vistos por sus ojos y plasmados por su espíritu, aquel griego desarrollaría unas teorías que serian escuchadas por nuestros físicos con una sonrisa de extrañeza y admiración.

Ved las representaciones fundamentales que en el cuadro de la física actual se han desenvuelto con la más intima lógica. Los rayos de luz polarizada, los iones peregrinantes, las partículas en movimiento de la teoría cinética de los gases, los campos magnéticos, las corrientes y ondas eléctricas, ¿no son todas éstas visiones y símbolos fáusticos estrechamente afines a los ornamentos románicos, a los anhelos ascendentes de los edificios góticos, a los viajes de los Wikings por mares incógnitos, a los afanes de Colón y de Copérnico? Este mundo de formas e imágenes ¿no nace en perfecta armonía con las artes, sus contemporáneas, la pintura al óleo y la música instrumental? ¿No se revela aquí nuestra apasionada tendencia a la dirección, el pathos de la tercera dimensión, que así como alcanzó a expresarse en nuestra idea del alma obtiene también su expresión simbólica en nuestra representación de la naturaleza?

De aquí se sigue que todo «saber» acerca de la naturaleza, incluso el más exacto, tiene por base una creencia religiosa.

La física occidental señala como su fin último el reducir la naturaleza a mecánica pura, y a ese propósito se encamina todo su idioma de imágenes. Mas la mecánica pura presupone un dogma, a saber: la imagen religiosa del universo en los siglos góticos; y ese dogma es el que hace de la mecánica una propiedad espiritual de la humanidad culta de Occidente y sólo de ésta. No existe ciencia sin hipótesis inconscientes de esta especie, sobre las cuales el investigador carece de poder; y esas hipótesis se retrotraen hasta los primeros días de la cultura incipiente, No hay ciencia de la naturaleza sin una religión antecedente. En este punto no existe diferencia entre la intuición católica y la intuición materialista de la naturaleza: las dos dicen lo mismo con distintas palabras. La física atea tiene religión; la mecánica moderna es punto por punto una reproducción de las visiones religiosas.

El prejuicio del hombre de la ciudad, que llega con Thales y con Bacon a la cumbre del jónico y del barroco, coloca a la ciencia crítica en orgullosa oposición frente a la religión primitiva del campo sin ciudades. La ciencia se precia entonces de ser una actitud superior, de poseer ella sola los métodos verdaderos del conocimiento; y cree legítimo, por lo tanto, dar de la religión misma explicaciones empíricas y psicológicas, esto es, «superar» la religión. Mas la historia de las culturas superiores demuestra que la «ciencia» es un espectáculo posterior y transitorio [149], que pertenece al otoño y al invierno de esos grandes ciclos vitales, y que en el pensar antiguo, como en el indio, chino, árabe, dura pocos siglos, en los cuales se agotan sus posibilidades. La ciencia antigua se extingue entre las batallas de Cannas y de Actium, dejando el puesto a la imagen cósmica de la «segunda religiosidad» [150]. Es posible predecir, por tanto, el momento en que el pensamiento físico de Occidente habrá alcanzado el límite de su desarrollo.

Nada, pues, Justifica la preeminencia de este mundo de formas espirituales sobre otro cualquiera. Toda ciencia crítica, como todo mito y toda fe religiosa en general, tiene su base en una certidumbre interna; sus formaciones poseen otra estructura, otra tonalidad, pero no son fundamentalmente diferentes. Todas las objeciones que la física dirige a la religión alcanzan a la física misma. Es un gran prejuicio el creer que podemos poner la «verdad» en lugar de las representaciones «antropomórficas». Todas nuestras representaciones son antropomórficas. En toda posible representación se refleja la existencia del sujeto que la produce. «El hombre crea a Dios a su imagen y semejanza.» Y esto es cierto no sólo de las religiones históricas, sino igualmente de toda teoría física, por muy bien fundada que parezca. Los antiguos físicos se representaban la naturaleza de la luz como compuesta de reproducciones corpóreas que emanaban del foco luminoso y venían a herir los ojos. Para el pensamiento árabe, que nos es conocido ya en las grandes escuelas pérsico-judías de Edessa, Resain y Pumbadita y directamente por Porfirio, los colores y formas de las cosas son atribuidos de un modo mágico («espiritual») a la fuerza visual, representada como una substancia que reside en el globo del ojo. Lo mismo enseñaban Ibn al Haitam, Avicena y los «hermanos puros» [151]. Hacia 1300, el circulo de los Occamistas que en París rodeaban a Buridán, a Alberto de Sajonia y al descubridor de la geometría de las coordenadas, Nicolás de Oresme, se representaba ya la luz como una fuerza— ímpetus— [152]. Cada cultura se ha creado un grupo de imágenes para caracterizar los procesos; esas imágenes son para ella las únicas verdaderas, y siguen siéndolo mientras la cultura vive y se halla en trance de realizar sus posibilidades internas. Mas cuando la cultura termina, cuando el elemento creador, la imaginación, el simbolismo se extingue, sólo restan las formas «vacías», cadáveres de sistemas que los hombres de otras culturas extrañas sienten literalmente como absurdos y sin valor y que conservan mecánicamente, cuando no los desprecian y olvidan. Los números, las fórmulas, las leyes no significan nada, no son nada.

Tienen que tener un cuerpo, y ese cuerpo sólo puede dárselo una humanidad viva, que viva en ellos y por ellos, que se exprese por medio de ellos, que tome íntima posesión de ellos. Por eso no existe una física absoluta, sino físicas particulares que aparecen y desaparecen en las culturas particulares.

La «naturaleza» del hombre antiguo halló su más alto símbolo artístico en la estatua desnuda. De ella se deriva consecuentemente una estática de cuerpos, una física de la proximidad. A la cultura árabe pertenecen el arabesco y el abovedado de la mezquita en forma de cueva; de este sentimiento cósmico derívase la alquimia, con la representación de substancias que tienen efectos misteriosos, como el «mercurio de los filósofos», que no es ni una materia ni una propiedad, sino algo que por mágico modo sirve de base a la existencia de los colores en los metales y puede convertir uno en otro [153]. La «naturaleza» del hombre fáustico, por último, ha producido una alquimia del espacio ilimitado, una física de la lejanía. A la física antigua pertenecen las representaciones de materia y forma; a la árabe, las muy spinozistas de substancias y atributos [154] visibles o misteriosos; a la fáustica, las de fuerza y masa. La teoría apolínea es una contemplación tranquila; la mágica, un conocimiento secreto de los «medios» de que dispone la «gracia» de la alquimia—también aquí puede conocerse el origen religioso de la mecánica—; la fáustica, desde un principio, hipótesis metódica [155]. El griego inquiría la esencia de la realidad visible; nosotros inquirimos la posibilidad de adueñarnos de los invisibles propulsores del devenir. Lo que para aquéllos era la inmersión amorosa en los aspectos visibles es para nosotros la violenta interrogación a la naturaleza, el experimento metódico.

Y lo mismo que las posiciones de los problemas y los métodos, también los conceptos fundamentales son símbolos de una cultura y sólo de ella. Los términos primarios de los antiguos; peiron, ?rx®, morf®, ìlh [156], no son traducibles a nuestros idiomas; traducir
?rx® por materia prima es tanto como prescindir del contenido apolíneo y dar al resto, a la mera palabra, un tinte significativo que le es extraño. El hombre antiguo percibía como movimiento lo que él llamaba ?lloÛvsiw, cambio de la posición de un cuerpo. Nosotros, empero, hemos formado el concepto de «proceso» por la manera como vemos y vivimos el movimiento, tomándolo de procedere, que significa caminar de frente; con lo cual se expresa la energía de dirección, sin la que no hay para nosotros reflexión posible acerca de los acontecimientos naturales. La antigua crítica de la naturaleza consideró los estados de agregación visibles, como la diferenciación primaria, los cuatro famosos elementos de Empédocles, lo corpóreo rígido, lo corpóreo fluido y lo no corpóreo [157], Los «elementos» árabes están contenidos en las representaciones de las constituciones y constelaciones ocultas que determinan a la vista la manifestación perceptible de las cosas. Intentemos acercarnos a esta manera de sentir; hallaremos que la oposición entre lo sólido y lo fluido significa cosa bien distinta para un discípulo de Aristóteles que para un sirio. Para aquél, grados de corporeidad; para éste, atributos mágicos. Así surge la imagen del elemento químico, especie de substancias mágicas que por misteriosa causalidad aparecen en las cosas para desaparecer otra vez en ellas y que se hallan sometidas incluso a las influencias astrales. La alquimia implica una profunda duda científica en la realidad plástica de las cosas, de los sómata, que los matemáticos griegos, los físicos y los poetas griegos consideraban como únicos reales; la alquimia deshace, destruye los cuerpos, para descifrar el secreto de su esencia. Es una verdadera destrucción de las imágenes, como la del Islam y la de los bogumilos bizantinos. Aquí se manifiesta una profunda negación de la forma palpable en que aparece la naturaleza, forma que para los griegos era sagrada. La disputa sobre la persona de Cristo, en todos los Concilios primitivos, disputa que dio lugar a la división de nestorianos y monofisitas, es un problema de alquimia [158]. A ningún físico antiguo se le hubiera ocurrido investigar las cosas negando o aniquilando su forma intuitiva. Por eso no hay química en la antigüedad, como no hubo teorías acerca de la substancia de Apolo, sino simplemente una forma aparente de su manifestación.

El método químico, de estilo árabe, es el signo de una nueva conciencia cósmica. La invención se relaciona con el nombre de aquel enigmático Hermes Trismegisto, que parece haber vivido en Alejandría, al mismo tiempo que Platino y Diofanto, el fundador del álgebra. De un golpe muere la estática mecánica, la física apolínea. Al mismo tiempo que la matemática fáustica se emancipa definitivamente por obra de Newton y Leibnitz, la química [159] occidental se desprende de su forma árabe—por obra de Stahl (1660-1734) y su teoría flogística—. Esta química, como aquella matemática, se convierten en puro análisis. Ya Paracelso (1493-1541) había substituido la tendencia mágica a obtener el oro por una aspiración medicinal y científica. En ello se revela un cambio de sentimiento cósmico. Roberto Boyle (1626-1691) creó después el método analítico y, por tanto, el concepto occidental de elemento. Pero no nos engañemos. Lo que se llama la fundación de la química moderna, cuyas épocas se caracterizan por los nombres de Sthal y Lavoisier, no es en modo alguno una formación de ideas químicas, si por tales se entienden intuiciones alquimísticas de la naturaleza. Es propiamente el término, el fin de la química, su integración en el sistema amplio de la dinámica pura, su coordinación en esa visión mecánica de la naturaleza que la época barroca fundara con Galileo y Newton. Los elementos de Empédocles significan un estado corporal; los elementos de la teoría de la combustión, de Lavoisier (1777), que siguió al descubrimiento del oxígeno (1771), son un sistema de energías accesibles a la voluntad humana.

Solidez y fluidez son ahora términos que designan relaciones de tensión entre moléculas. Nuestros análisis y síntesis no sólo preguntan y persuaden a la naturaleza, sino que la vencen, la violentan. La química moderna es un capitulo de la moderna física de la acción.

Eso que llamamos estática, química, dinámica, esas denominaciones históricas, sin sentido profundo para la actual ciencia de la naturaleza, esos son los tres sistemas físicos del alma apolínea, del alma mágica y del alma fáustica, nacido cada uno en su cultura, limitado cada uno, en su validez, al circulo de su cultura. A estos sistemas físicos corresponden las tres matemáticas de la geometría euclidiana, del álgebra y del análisis superior; correspóndenle también las artes de la estatua, del arabesco y de la fuga. Y si queremos distinguir las tres especies de física—a las cuales otra cultura podría y debería añadir otra especie nueva— según su modo de concebir el problema del movimiento, tendremos que la física apolínea es un ordenamiento mecánico de estados, la física mágica un ordenamiento mecánico de fuerzas secretas y la física fáustica un ordenamiento mecánico de procesos.

El pensamiento humano, siempre orientado hacia la causalidad, tiende a reducir el cuadro de la naturaleza a unidades formales cuantitativas, lo más simples posible, a unidades que nos permitan obtener una concepción causal, una medición, una numeración, en suma, a diferenciaciones mecánicas.

Esta tendencia conduce necesariamente a una teoría atomística en la física antigua, en la física occidental, en toda física posible. La atomística india y china nos es desconocida; sólo sabemos que existió. La árabe es tan complicada que su exposición parece hoy todavía imposible. Entre la apolínea y la fáustica existe, empero, una oposición de profundo sentido simbólico.

Los átomos antiguos son formas en miniatura; los occidentales son quanta minimales de energía. Allá la condición fundamental de la idea es el carácter intuitivo, la proximidad sensible; acá es la abstracción. Las representaciones atomísticas de la física moderna, a las que pertenecen también la teoría electrónica y la teoría de los quanta, en la termodinámica, suponen cada vez más esa intuición interna— puramente fáustica—que se requiere asimismo en varias esferas de la matemática superior, como las geometrías no euclidianas o la teoría de los grupos, y que no está al alcance del lego en estas materias. Un quantum dinámico es una extensión en la que se prescinde de toda propiedad sensible, una extensión que evita toda relación con la vista y el tacto, una extensión para la cual el término forma o figura carece de sentido: algo, pues, que el físico antiguo no podría representarse en modo alguno. Tal es ya la mónada de Leibnitz; tal es, en grado máximo, la imagen que Rutherford ha bosquejado de la estructura de los átomos—un núcleo de electricidad positiva y un sistema planetario de electrones negativos—y que Niels Bohr ha reunido en una nueva representación, añadiéndole el cuanto de acción de Planck [160]. Los átomos de Leucipo y Demócrito eran de diferente forma y magnitud; eran, pues, unidades puramente plásticas, y si eran calificados de «indivisibles» era sólo en este sentido. Los átomos de la física occidental, cuya «indivisibilidad» significa cosa harto distinta, semejan figuras y temas musicales. Su esencia consiste en vibración y radiación; su relación con los procesos naturales es la misma que mantiene el motivo con la frase [161]. El físico antiguo determina el aspecto; el físico moderno, la actuación de esos elementos últimos de lo producido. Tal es el sentido que en la antigüedad tienen los conceptos fundamentales de materia y forma; y entre nosotros, los de capacidad e intensidad.

Hay un estoicismo y un socialismo de los átomos. No otra cosa es la definición de los átomos en su representación estática—plástica y dinámica—contrapuntística, que en cada ley, en cada definición manifiestan su parentesco con las formaciones de la ética correspondiente. La muchedumbre de los átomos confusos, esparcidos, pasivos, empujados—lo mismo que Edipo—por el ciego azar, que Demócrito, como Sófocles, llama ?n?gkh; y enfrente, los sistemas de puntos abstractos de fuerza, actuando como unidades, agresivos, dominando con su energía el espacio (llamado «campo»), venciendo obstáculos—como Mácbeth—: estos dos sentimientos fundamentales son los que dan origen a los dos cuadros mecánicos de la naturaleza. Según Leucipo, los átomos vuelan«por sí mismos» en el vacío. Para Demócrito la forma en que se verifica el cambio de lugares simplemente el choque y el contrachoque.

Aristóteles considera fortuitos los movimientos aislados. En Empédocles se encuentran los términos de amor y odio; en Anaxágoras, los de reunión y separación. Todos éstos son también elementos de la tragedia antigua. Asi se comportan las figuras en la escena del teatro ático. Estas son, pues, también las formas de la política antigua, en la que vemos esos Estados minúsculos, átomos políticos, diseminados en larga serie por las islas y las costas, celosamente reducidos a sí mismos y, sin embargo, eternamente necesitados de apoyo, cerrados y caprichosos hasta la caricatura, empujados acá y allá por los acontecimientos sin orden ni plan de la historia antigua, hoy encumbrados, mañana destruidos. Frente a este espectáculo consideremos, en cambio, los Estados dinásticos del siglo XVII y XVIII, campos de fuerza política, cuyos centros de actuación son los gabinetes y los grandes diplomáticos, con sus perspectivas lejanas, sus orientaciones meditadas y acomodadas a grandes planes. Para comprender el espíritu de la historia antigua y de la historia occidental hay que haber penetrado en esta oposición de las dos almas. Y esta comparación es también la que nos permite comprender la imagen atomística de ambas físicas. Galileo, que creó el concepto de fuerza, y los milesios, que crearon el de ?rx®: Demócrito y Leibnitz, Arquímedes y Helmholtz, son figuras «correspondientes», miembros de las mismas etapas espirituales de dos culturas diferentes.

Pero la afinidad interna entre la teoría atómica y la ética va más lejos aún. Ya hemos expuesto cómo el alma fáustica, cuya esencia es la superación de la apariencia visible, cuyo sentimiento es la soledad, cuyo anhelo es la infinitud, ha impreso estas necesidades de soledad, de lejanía y separación en todas sus realidades, en su mundo de formas públicas, espirituales y artísticas. Este pathos de la distancia, para usar el término de Nietzsche, es extraño a la antigüedad, en la cual todo lo humano necesita proximidad, apoyo, comunidad.

He aquí la diferencia entre el espíritu barroco y el jónico, entre la cultura del anden régime y la Atenas de Perícles. Y este pathos, que separa al héroe activo del héroe pasivo, reaparece igualmente en el cuadro de la física occidental como tensión. Nada de esto existe en la intuición de Demócrito. El principio del choque y contrachoque encierra la negación de una fuerza que domine el espacio, que sea idéntica al espacio.

En la idea del alma antigua falta, pues, el elemento de la voluntad. Entre los hombres antiguos, entre los Estados y las concepciones antiguas no hay interior tensión y oposición, a pesar de las peleas, las envidias y los odios; no hay esa profunda necesidad de separación, de soledad, de superioridad.

Por consiguiente, tampoco existe entre los átomos del cosmos antiguo. El principio de la tensión—desarrollado en la teoría del potencial—es completamente intraducible a los idiomas antiguos y por lo tanto a los pensamientos antiguos. En cambio es fundamental para la física moderna. Representa una consecuencia del concepto de energía, de la voluntad de potencia, en la naturaleza: por eso es tan necesario para nosotros como imposible para los antiguos.

Toda teoría atómica es, por lo tanto, un mito, no una experiencia. En este mito la cultura se revela a sí misma su más recóndita esencia, por medio de la fuerza constructiva teorética que desarrollan sus grandes físicos. Es un prejuicio crítico el creer que existe una extensión en sí, independiente del sentimiento de la forma y del sentimiento cósmico que alienta en el sujeto cognoscente. Se cree poder excluir la vida; pero se olvida que el conocer está con lo conocido en la misma relación que la dirección con la extensión y que es la dirección viviente la que dilata la sensación en lejanía y profundidad, convirtiendo la en espacio. La estructura «conocida» de la extensión es un símbolo del ser que conoce.

Ya en otro lugar [162] hemos expuesto la significación decisiva que tiene la experiencia intima de la profundidad, que se identifica con el despertar de un alma y, por lo tanto, con la creación del mundo exterior correspondiente. En la mera sensación no hay mas que anchura y altura. La profundidad es añadida; la realidad, el mundo, es creado por el acto vivo de la interpretación, que se realiza con la más intima necesidad y que, como todo lo vivo, posee dirección, movilidad, irreversibilidad—la concienciado esto constituye el contenido propio de la palabra tiempo—. La vida misma se introduce en lo vivido, bajo la forma de tercera dimensión. La doble significación de la palabra lejanía, que quiere decir al mismo tiempo futuro y horizonte, delata el sentido profundo de esta dimensión, que es la que produce la extensión como tal. El devenir anquilosado, el devenir que acaba de pasar, es lo producido; la vida anquilosada, la vida que acaba de transcurrir, es la profundidad espacial de lo conocido. Coinciden Descartes y Parménides en creer que el pensamiento y la realidad, es decir, lo representado y lo extenso, son idénticos. Cogito, ergo sum es simplemente una fórmula de la experiencia íntima de la profundidad: yo conozco, luego soy espacio. Pero en el estilo de ese conocer y, por lo tanto, de lo conocido, se revela el símbolo primario de cada cultura. La extensión creada por la conciencia antigua es de presencia sensible y corpórea; la de la conciencia occidental es de trascendencia espacial creciente; de manera que el Occidente ha ido elaborando la polaridad entre capacidad e intensidad, oposición totalmente inaprensible por los sentidos, mientras que la antigüedad construyó la polaridad óptica entre materia y forma.

Pero de aquí se sigue que, dentro de lo conocido, el tiempo vivo no puede manifestarse nunca. El tiempo se ha insinuado ya en lo conocido, en el «ser», bajo la forma de la profundidad, de suerte que la duración (esto es, la intemporalidad) y la ex- tensión son idénticas. Sólo el conocer posee la nota de dirección. El tiempo físico, pensado, mensurable, mera dimensión, es un error. La cuestión es saber si este error puede o no evitarse. Póngase en cualquier ley física la palabra sino en vez de tiempo y se verá cómo dentro de la pura «naturaleza» jamás se trata del tiempo. El mundo de las formas físicas alcanza exactamente adonde alcanzan los mundos afines de las formas numéricas y conceptuales; y ya hemos visto que, a pesar de Kant, no hay la menor relación, de cualquier clase que ésta sea, entre el número matemático y el tiempo. A lo cual. empero, contradice el hecho del movimiento en el cuadro del mundo circundante. Este es el problema de los eleáticos, problema no resuelto e insoluble: el ser o el pensar y el movimiento no se compadecen. El movimiento «no es» («es apariencia»).

Y aquí es donde la física, por segunda vez, se hace dogmática y mitológica. Las palabras tiempo y sino ponen al que instintivamente las emplea en contacto con la vida misma, en sus profundidades más recónditas, con toda la vida, que es inseparable de lo vivido. Pero la física, el intelecto observador, tiene que separar esas dos cosas. Lo vivido «en si», pensado independiente del acto vivo del contemplador; lo vivido transformado en objeto, muerto, inorgánico, rígido—eso es «la naturaleza», algo que la matemática puede agotar—. En este sentido es la física una actividad de medición. Empero vivimos incluso cuando contemplamos, y, por tanto, lo contemplado vive con nosotros. En el cuadro de la naturaleza hay un aspecto por el cual la naturaleza no sólo «es», no sólo existe de momento en momento, sino que «se produce» en un torrente ininterrumpido, alrededor de nosotros y con nosotros. Ese aspecto es el signo de la conexión entre un ser despierto, vigilante, y su mundo. Ese aspecto se llama movimiento y contradice a la naturaleza como imagen. Representa la historia de esta imagen, y de aquí se sigue que, asi como nuestra intelección es abstraída de la sensación por medio del idioma verbal, y asi como el espacio matemático es abstraído de las resistencias luminosas (de las «cosas») [163], asi también el tiempo físico es abstraído de la impresión del movimiento.

«La física» investiga «la naturaleza». Por consiguiente, conoce el tiempo como mera distancia. Pero del» físico vive en la historia de esa naturaleza. Por consiguiente, se ve obligado a concebir el movimiento como una magnitud matemáticamente determinable. como denominación de los números puros adquiridos en el experimento y expresados en fórmulas. «La física es la descripción completa y simple de los movimientos» (Kirchhoff). Tal ha sido siempre su propósito. Pero no se trata de un movimiento en la imagen, sirio de un movimiento de la imagen. El movimiento dentro de la naturaleza, concebida físicamente, no es otra cosa que ese «quid» metafísica que hace surgir la conciencia de una transición. Lo conocido es intemporal y extraño al movimiento. Tal significa «ser producido».

La secuencia orgánica de lo conocido produce la impresión de un movimiento. El contenido de esta palabra toca al físico no como «intelecto», sino como hombre entero cuya función constante no es la «naturaleza», sino el mundo entero. Pero éste es el mundo como historia. «Naturaleza» es una expresión de la cultura correspondiente [164]. Toda física trata el problema del movimiento, en el cual reside el problema de la vida misma; pero no lo trata como si ese problema fuese resoluble algún día, sino aun cuando y porque es insoluble. El misterio del movimiento despierta en el hombre el terror a la muerte [165].

Si suponemos que la física es un modo refinado de autoconocimiento—entendida la naturaleza como imagen, como espejo del hombre—, el ensayo de resolver el problema del movimiento es un esfuerzo en el cual el conocimiento quiere rastrear su propio arcano, su sino.

Pero esto no lo consigue mas que el ritmo fisiognómico cuando se hace creador, cosa que sucede siempre en el arte sobre todo en la poesía trágica. El movimiento ofrece siempre perplejidades para el hombre que piensa; en cambio, es evidente para el que intuye. El sistema perfecto de una visión mecánica de la naturaleza no es fisiognómico, es justamente un sistema, es decir, pura extensión, orden de conceptos y números; no es nada vivo, sino algo producido y muerto. Goethe, que era artista y no calculista, advertía que «la naturaleza no tiene sistema; tiene vida, es vida y fluye de un centro desconocido hacia un limite incognoscible». Pero para quien no vive, sino que conoce la naturaleza, ésta tiene un sistema, ésta es un sistema y nada más, y por consiguiente el movimiento resulta en ella una contradicción. La naturaleza puede ocultar esta contradicción por medio de una fórmula artificiosa; pero esa contradicción sigue palpitando en los conceptos fundamentales. El choque y contrachoque de Demócrito, la entelequia de Aristóteles, los conceptos de fuerza, desde el ímpetus de los Occamistas en 1300 hasta el cuanto de acción de la teoría de la radiación, a partir de 1900, todos encierran esa contradicción. Designad el movimiento dentro de un sistema físico con el nombre de envejecimiento— envejece realmente, considerado como experiencia intima del observador—y sentiréis claramente cuan fatales son la palabra movimiento y todas las representaciones que de ella se derivan, con su contenido orgánico indestructible. La mecánica no debiera ocuparse de edades y, por tanto, de movimiento. Asi, pues —ya que no hay física imaginable sin el problema del movimiento—, no puede haber mecánica cerrada sin lagunas. Existe siempre un punto que es el arranque orgánico de todo el sistema, el punto en que la vida penetra directa e inmediatamente—cordón umbilical que une el hijo espiritual con la madre vida, el concepto pensado con el sujeto pensante.

Aquí se nos aparecen en un aspecto nuevo los fundamentos de la física fáustica y de la física apolínea. No hay una naturaleza pura. En toda naturaleza hay siempre algo de esencia histórica. Si el hombre es ahistórico, como el griego, cuyas impresiones cósmicas quedaban todas absorbidas en un presente puro punctiforme, la imagen de la naturaleza resultará estática, encerrada en cada instante en sí misma, esto es, frente al futuro y al pasado. En la física griega no aparece el tiempo como magnitud, ni tiene parte alguna en el concepto aristotélico de entelequia. Si el hombre posee, en cambio, una disposición histórica, resultará una imagen dinámica. El número, el valor limite de lo producido será en el caso ahistórico la medida y la magnitud; en el histórico, la función. Medimos lo presente; perseguimos el curso de algo que tiene pasado y futuro.

Esta diferencia es la que en la teorización antigua oculta la contradicción interna en el problema del movimiento, y en la occidental la elimina.

La historia es eterno devenir, eterno futuro; la naturaleza es lo- producido, esto es, eterno pretérito [166]. Por consiguiente, se ha verificado aquí una extraña inversión: la prioridad del producirse sobre lo producido parece anulada. El espíritu, desde su esfera, que es lo producido, lanza una mirada retrospectiva e invierte el aspecto de la vida; la idea del sino, que lleva en si término y futuro, engendra el principio mecánico de causa y efecto, cuyo centro de gravedad se halla en el pasado. El espíritu cambia el orden, trueca la vida temporal por lo vivido espacial e introduce el tiempo como distancia en un sistema cósmico espacial. Mientras que de la dirección se sigue la extensión y de la vida el espacio, como experiencia íntima que crea el mundo, el intelecto humano, en cambio, injerta la vida, como proceso, en su espacio rígido, en su espacio representado.

Para la vida, el espacio es algo que pertenece a la vida, como función; para el espíritu, la vida es algo en el espacio. El sino significa la pregunta ¿adonde?; la causalidad significa la pregunta ¿de dónde? Fundamentar científicamente algo equivale a partir de lo producido y realizado para ir en busca de los «fundamentos», siguiendo hacia atrás el camino—el devenir como distancia—, concebido en sentido mecánico. Pero vivir hada atrás no es posible; sólo podemos pensar hacia atrás. El tiempo, el sino, no es reversible; reversible es tan sólo eso que el físico llama tiempo e introduce en sus fórmulas como magnitud divisible y a veces negativa o imaginaria.

Siempre sentimos esta perplejidad en la noción de movimiento, aunque rara vez comprendemos cuál es su origen y cuánta su necesidad. En la investigación antigua de la naturaleza, los eleáticos, frente a la necesidad de pensar la naturaleza en movimiento, opusieron la noción lógica de que el ser es pensamiento y, por lo tanto, que lo conocido y lo extenso son cosas idénticas y que el conocimiento resulta incompatible con el devenir. Sus objeciones no han sido refutadas y son irrefutables; pero no fueron obstáculo para el desarrollo de la física antigua, que, siendo expresión indispensable del alma apolínea, hallábase por encima de las contradicciones lógicas.

En la mecánica clásica del barroco, fundada por Galileo y Newton, se ha buscado vanamente una y otra vez una solución satisfactoria, en el sentido dinámico. La historia del concepto de fuerza—cuyas definiciones, continuamente renovadas, caracterizan la pasión del pensamiento puesto en cuestión por esa dificultad misma—es la historia de los intentos hechos para fijar el movimiento matemática y lógicamente, sin dejar residuos. El último intento de importancia se encuentra en la mecánica de Hertz, que hubo de fracasar necesariamente, como todos los ensayos anteriores.

Sin encontrar el origen mismo de toda esta perplejidad —que ningún físico ha podido descubrir aún—, Hertz ha procurado prescindir del concepto de fuerza, comprendiendo bien que el error de todos los sistemas mecánicos debe buscarse en uno de los conceptos fundamentales. Quiso, pues, construir la imagen de la física con sólo las magnitudes de tiempo, espacio y masa. Pero no advirtió que el tiempo mismo, que como factor de dirección ha penetrado en el concepto de fuerza, era el elemento orgánico, sin el cual no puede haber teoría dinámica y con el cual no puede haber una solución pura. Y aparte de esto, los conceptos de fuerza, masa y movimiento forman una unidad dogmática. Se condicionan unos a otros de manera que la aplicación de uno incluye la aplicación inadvertida de los otros dos. En el término primario de los antiguos, en la ?rx®, está contenida toda la concepción apolínea del problema del movimiento; en el concepto de fuerza está contenida la concepción occidental del mismo problema. El concepto de masa es sólo el complemento del de fuerza. Newton, que era una naturaleza profundamente religiosa, expresaba el sentimiento cósmico del alma fáustica cuando, para hacer comprensible el sentido de las palabras fuerza y movimiento, hablaba de masas como puntos de aplicación de la fuerza y sustento del movimiento. Así habían concebido los místicos del siglo XIII a Dios y su relación con el mundo. Newton, con su famoso «hypotheses non fingo», excluía el elemento metafísico; pero su fundación de la mecánica es totalmente metafísica. La fuerza, en la idea mecánica que de la naturaleza construye el hombre occidental, es lo que la voluntad en su idea del alma y la divinidad infinita en su idea del Universo. Los pensamientos fundamentales de esta física estaban ya dados mucho antes de que naciera el primer físico; yacían en la conciencia religiosa primitiva de nuestra cultura.

Asimismo se manifiesta ahora el origen religioso del concepto físico de necesidad. Se trata de la necesidad mecánica, que campea en esa naturaleza poseída por nosotros con posesión espiritual. No olvidemos, empero, que hay otra necesidad, una necesidad orgánica, una necesidad del sino, que reside en la vida misma y sirve de fundamento a aquélla. La necesidad orgánica produce formas; la necesidad mecánica, limitaciones; la necesidad orgánica se deriva de una certidumbre interior; la necesidad mecánica, de pruebas y demostraciones. Tal es la diferencia entre la lógica trágica y la lógica técnica, entre la lógica histórica y la lógica física.

Dentro de la necesidad misma que la física exige y supone, necesidad de causa y efecto,
existen, otras distinciones que hasta ahora han escapado a toda observación. Trátase aquí de


nociones muy difíciles y de importancia incalculable. Toda física es la función de un conocer que se verifica en determinado estilo, sin que importe nada el modo como los filósofos describan esta conexión entre lo conocido y el conocer. Toda necesidad natural tendrá, pues, el estilo del espíritu correspondiente, y aquí comienzan las distinciones históricomorfológicas. Puede contemplarse en la naturaleza una necesidad estricta y, sin embargo, ser imposible expresarla en leyes naturales. La expresión en leyes naturales, que para nosotros es evidente, no lo es, en cambio, para hombres de otras culturas, porque supone una forma muy particular de intelección y, por tanto, de conocimiento físico, forma característica del espíritu fáustico. Es posible, en efecto, que la necesidad mecánica adopte una expresión en la cual cada caso particular subsista morfológicamente por sí, sin repetirse nunca exactamente; entonces los conocimientos no podrán ser envueltos en fórmulas de validez duradera. Aparecerá la naturaleza en una imagen que podríamos acaso representarnos por analogía con las fracciones decimales infinitas, pero no periódicas, a distinción de las puramente periódicas. Asi, sin duda alguna, sintió la «antigüedad». Este sentimiento anima claramente sus conceptos físicos primarios. El movimiento propio de los átomos, en Demócrito, por ejemplo, se presenta de tal forma que resulta imposible un cálculo anticipado de los movimientos.

Las leyes naturales son formas de lo conocido, en las cuales un conjunto de casos particulares se condensa en una unidad superior. Queda aquí excluido el tiempo vivo, es decir, es indiferente que el caso se produzca o no, y cuándo y cuántas veces; no se trata de la sucesión cronológica de los acontecimientos, sino de su explicación matemática [167]. Nuestra voluntad de dominio sobre la naturaleza se expresa, empero, en la conciencia de que no hay fuerza en el mundo capaz de remover ese cálculo matemático. Esto es fáustico. Desde este punto de vista, el milagro aparece como una infracción de las leyes naturales. En cambio, el hombre mágico ve en el milagro la posesión de una fuerza que no todos tienen y que no contradice a la naturaleza. Y en cuanto al hombre antiguo, era, según Protágoras, la medida, no el creador de las cosas. Con lo cual, inconscientemente, renunciaba a violentar la naturaleza con descubrimientos y aplicaciones de leyes.

Vemos, pues, que el principio de causalidad en la forma en que para nosotros es evidente y necesario, en la forma en que es tratado unánimemente por la matemática, la física, la crítica del conocimiento, resulta una manifestación del espíritu occidental y más exactamente del espíritu barroco. No puede ser demostrado, pues toda prueba hecha en un idioma occidental, toda experiencia de un espíritu occidental lo supone ya. Todo planteamiento de un problema implica ya la solución correspondiente. El método de una ciencia es la ciencia misma.

No cabe duda de que en el concepto de ley natural y en la acepción de la física como scientia experimentalis [168], vigente desde Roger Bacon, está ya incluida esa índole especial de necesidad. El modo como los antiguos veían la naturaleza— alter ego del modo de ser de los antiguos—no contiene, empero, esa especie de necesidad y, sin embargo, en sus determinaciones físicas no se manifiesta flaqueza lógica ninguna. Meditemos lo que dicen Demócrito, Anaxágoras y Aristóteles, suma de la física antigua; estudiemos sobre todo el contenido de conceptos tan decisivos como ?lloÛvsiw, ?n?gkh, ¤ntel¡xeia y percibiremos con admiración una imagen cósmica conclusa y, por tanto, verdadera absolutamente para cierta índole humana; en esa imagen cósmica no se halla rastro de causalidad, en el sentido occidental.

El alquimista y filósofo de la cultura arábiga supone también que una necesidad profunda rige en la caverna cósmica; pero es una necesidad completamente distinta de la causalidad dinámica. No hay nexos causales en forma de leyes; existe una sola causa, Dios, que es el fundamento inmediato de todo efecto. Creer en leyes naturales seria tanto como dudar de la omnipotencia divina. Si alguna vez parece existir una regla, es porque Dios lo ha querido asi; pero el que tenga esa regla por necesaria es que ha caído en las redes del malo. Asi exactamente sentían Carneados, Plotino y los neo pitagóricos [169].

Esta es la necesidad de los Evangelios, del Talmud y del Avesta. Ella constituye la base de la técnica alquimista.

El número como función se halla relacionado con el principio dinámico de la causa y el efecto. Ambas cosas son creaciones del mismo espíritu, formas expresivas de la misma alma, fundamentos que plasman la misma naturaleza objetivada. En realidad, la física de Demócrito se distingue de la de Newton en que la una parte de lo dado a la vista y la otra de las relaciones abstractas que se desarrollan desde las cosas.

Los «hechos» de la física apolínea son cosas y residen en la superficie de lo conocido; los«hechos» de la física fáustica son relaciones inaccesibles a la vista del lego, relaciones que quieren ser conquistadas por el espíritu y, por último, que necesitan para su comunicación un idioma secreto, sólo inteligible en su perfección al versado en la física. La antigua necesidad estática aparece inmediatamente en los fenómenos cambiantes; el principio dinámico de la causalidad se cierne allende las cosas, rebajando o anulando su realidad sensible. Preguntémonos qué significación tiene la expresión «un imán», suponiendo conocida toda la teoría actual.

El principio de la conservación de la energía, formulado por J. R. Mayer, ha sido considerado en serio como una mera necesidad del pensamiento, cuando en realidad es una transcripción del principio de la causalidad dinámica, por medio del concepto físico de fuerza. La apelación a la «experiencia» y la disputa sobre si una noción es de necesidad intelectual o es empírica, o en términos kantianos, sobre si es cierta a priori o a posteriori— Kant se engañó grandemente sobre los fluctuantes limites entre ambas nociones—, es característica del pensamiento occidental. Nada nos parece más evidente e inequívoco que la «experiencia» como fuente de la ciencia exacta. El experimento de tipo fáustico, fundado en hipótesis metódicas y haciendo uso de las mediciones, no es mas que la elaboración sistemática y exhaustiva de esa experiencia. Pero nadie ha notado que semejante concepto de la experiencia con su contenido dinámico y agresivo, implica toda una intuición del universo, y que para hombres de otras culturas ni hay ni puede haber experiencia en ese sentido preciso. Cuando nos negamos a reconocer los productos científicos de Anaxágoras o Demócrito como resultados de una experiencia auténtica, esto no significa que esos antiguos no supieran interpretar sus intuiciones y elaboraran meras fantasías; significa tan sólo que nosotros echamos de menos en sus generalizaciones el elemento causal, que para nosotros constituye el sentido de la palabra experiencia. Es manifiesto que nunca se ha reflexionado suficientemente sobre el carácter peculiarísimo de este concepto puramente fáustico. Lo característico de él no es la contraposición a la fe, contraposición que reside en el aspecto superficial. Por el contrario, la experiencia exacta, sensible y espiritual, es por su estructura perfectamente congruente con la experiencia del corazón, con las visiones de los momentos significativos que han enseñado las personalidades profundamente religiosas de Occidente, Pascal, por ejemplo, que era a la par matemático y Jansenista con la misma necesidad interior. La experiencia significa para nosotros una actividad del espíritu, que no se limita a las impresiones momentáneas y presentes, que no las acoge como tales, no las reconoce, no las ordena, sino que las inquiere y provoca para superar su presencia sensible y reducirlas a una unidad ilimitada que descompone su palpable aislamiento. Lo que nosotros llamamos experiencia se orienta desde lo singular hacia el infinito. Por eso mismo contradice al sentimiento antiguo de la naturaleza. El camino por donde nosotros adquirimos la experiencia es para el griego el camino por donde se pierde.

Por eso el griego permanece apartado de los métodos violentos que el experimento emplea. Por eso su física, lejos de ser un poderoso sistema de leyes y fórmulas elaboradas, abstractas, sistema que violenta y somete a su dominio las cosas sensibles dadas—sólo este saber es poder—, es una suma de impresiones bien ordenadas, no deshechas, sino más bien fortalecidas por imágenes sensibles, un conjunto que deja intacta la naturaleza en la plenitud de su existencia. Nuestra física exacta es imperativa; la física antigua es yevrÛa, en su sentido literal, esto es, producto de una contemplación pasiva.

No hay, pues, duda alguna de que el mundo de las formas físicas corresponde perfectamente a los mundos correlativos de la matemática, de la religión y del arte plástico. Un profundo matemático—no un maestro del cálculo, sino uno que sienta el espíritu vivo de los números—comprende que con su ciencia «conoce a Dios». Pitágoras y Platón supieron esto, como Pascal y Leibnitz. Terencio Varrón, en sus investigaciones sobre la vieja religión romana, dedicadas a César, distingue con precisión romana la theologia civilis, suma de la fe públicamente reconocida, de la theologia mythica, mundo de las representaciones poéticas y artísticas, y de la theologia Physica, especulación filosófica. Si aplicamos esta diferenciación a la cultura fáustica, pertenecerán a la primera teología las enseñanzas de Santo Tomás, de Lutero, de Calvino, de San Ignacio de Loyola; a la segunda, Dante y Goethe; a la tercera, la física científica en tanto que bajo sus fórmulas introduce imágenes.

No sólo el hombre primitivo y el niño, sino también los animales superiores, desarrollan por si mismos, partiendo de las pequeñas experiencias consuetudinarias, una imagen de la naturaleza que encierra la suma de los caracteres técnicos que ellos han advertido repetirse siempre. El águila «sabe» en qué momento tiene que precipitarse sobre la presa; el pájaro cantor que está empollando «conoce» la proximidad de una marta; la fiera «descubre» el lugar de su comida. En el hombre, esta experiencia de los sentidos se ha condensado y profundizado en el sentido de experiencia visual. Pero al establecerse la costumbre de hablar con palabras, la intelección se separa de la visión y sigue desenvolviéndose independiente, en forma de pensamiento; a la técnica de la comprensión momentánea sigue la teoría, que representa una reflexión. La técnica se orienta hacía la proximidad visible y la necesidad inmediata. La teoría se orienta hacia la lejanía, hacia los estremecimientos de lo invisible. Junto al breve saber de cada día, viene a colocarse la fe. Y, sin embargo, el hombre desarrolla un nuevo saber y una nueva técnica de orden superior: al mito sigue el culto. El mito conoce los númina; el culto los conjura.

La teoría, en sentido sublime, es completamente religiosa. Sólo mucho después, en épocas muy posteriores, el hombre separa de la teoría religiosa la teoría física, al adquirir conciencia de los métodos. Pero, aparte de esto, poco es lo que cambia. El mundo que la física imagina sigue siendo mitológico; el proceder de la física sigue siendo un culto que conjura los poderes residentes en las cosas, y la índole de las imágenes y de los métodos sigue dependiendo de las de la religión correspondiente [170].

A partir del Renacimiento posterior, la representación de Dios, en el espíritu de todos los hombres significativos, se hace cada día más semejante a la idea del espacio puro, infinito. El Dios de los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola es el mismo Dios del cantar luterano: «Castillo firme...»; es el Dios de los improperios de Palestrina y de las cantatas de Bach. Ya no es el padre de San Francisco de Asís y de las bóvedas catedralicias, tal como lo sentían los pintores del gótico, Giotto y Esteban Lockner, ya no es un Dios personal, presente, providente y dulce; ahora es un principio impersonal irrepresentable, inaprensible, misteriosamente activo en el infinito. Todo resto de personalidad se consume en abstracción inintuible; y para reproducir la idea de este Dios, ya sólo está capacitada la música instrumental de gran estilo, pues la pintura del siglo XVIII flaquea y pasa a segundo término. Este sentimiento de Dios es el que ha dado forma a la imagen física de Occidente a nuestra naturaleza, a nuestra «experiencia» y, por tanto, a nuestras teorías y métodos, en oposición a las del hombre antiguo. La fuerza moviendo la masa: esto es lo que Miguel Ángel ha pintado en los techos de la capilla Sixtina; esto es lo que desde el modelo de II Gesú, ha encumbrado las fachadas de las catedrales hasta la violenta expresión de Della Porta y Maderna, y desde Heinrich Schütz ha elevado la música eclesiástica a los mundos sonoros del siglo XVIII; esto es lo que en las tragedias de Shakespeare llena de acontecer cósmico la escena amplificada hasta el infinito; esto es, por último, lo que Galileo y Newton han conjurado en fórmulas y conceptos.

La palabra Dios tiene un sonido muy distinto pronunciada bajo las bóvedas de las catedrales góticas y en los claustros de Maulbronn y San Gall, que pronunciada en las basílicas de Siria y en los templos de la Roma republicana. Esa impresión de selva que producen las catedrales, con la nave central más alta que las naves de los costados, oponiéndose asi a la basílica de techumbre plana; esa transformación de las columnas, que por su base y su capitel tenían en la antigüedad el valor de cosas aisladas en el espacio y que ahora se han convertido en pilares y haces de pilares, brotando del suelo para repartir y confundir sus ramas y sus líneas en el infinito, por encima de la cúspide; esas vidrieras gigantescas que, anulando el muro, bañan el espacio en una luz incierta, todo eso es la realización arquitectónica de un sentimiento cósmico que había encontrado su más primitivo símbolo en los bosques de las llanuras nórdicas, en las bóvedas de enramadas con su misteriosa confusión, con el susurro de sus hojas, en eterno movimiento, sobre la cabeza del espectador, con las altas copas que aspiran a desprenderse de la tierra. Pensad en la ornamentación románica y su profunda relación con el sentido de los bosques. El bosque infinito, solitario, crepuscular, ha sido siempre el anhelo o culto de todas las formas arquitectónicas de Occidente. Por esto, cuando declina la energía formal del estilo, en el gótico posterior, como en el barroco moribundo, el idioma abstracto de las líneas tiende a deshacerse en naturalismo de hojarasca y enramada.

Los cipreses y los pinos producen la impresión de cuerpos euclidianos; no hubieran podido ser nunca símbolos del espacio infinito. El roble, la haya, el tilo, con sus vacilantes machas de luz en los espacios llenos de sombra, producen una impresión incorpórea, ilimitada, espiritual. El tronco de un ciprés encuentra la perfecta conclusión de su tendencia perpendicular en la columna clara de su copa fusiforme; el tronco de un roble es como un afán insaciado, insaciable, de trascender allende la cima. En el fresno dijérase cumplida la victoria de las ramas ascendentes sobre la corona. El aspecto del fresno tiene algo de cosa disuelta, como una libre propagación en el espacio, y acaso por eso fuera el fresno del mundo un símbolo de la mitología nórdica. Los murmullos de la selva—cuyo encanto no sintió ningún poeta antiguo, por no residir en las posibilidades del sentimiento apolíneo de la naturaleza—parecen preguntar misteriosos: ¿adonde?, ¿de dónde?, y semejan ahogar el momento en eternidad. Por eso tienen una profunda relación con el sino, con el sentimiento de la historia y de la duración, de la dirección fáustica, llena de melancólica solicitud, orientada hacía un futuro infinitamente lejano. Por eso el instrumento de la devoción occidental ha sido el órgano, cuyos bramidos profundos y sonoridades claras llenan nuestras iglesias y cuyos sones, por oposición al tono pastoso y luminoso de la lira y la flauta antiguas, tienen algo de ilimitado e inmenso. La catedral y el órgano forman una unidad simbólica, como el templo y la estatua. La historia de la construcción de los órganos, uno de los capítulos más profundos y conmovedores de nuestra historia musical, es una historia de anhelos hacia el bosque, hacia el lenguaje del bosque, templo propio de la religiosidad occidental. Desde los versos de Wolfram von Eschenbach hasta la música de Tristán, ese anhelo ha permanecido invariablemente fecundo. El afán de la orquesta en el siglo XVIII se orientaba sin cesar a semejarse al órgano. La palabra «flotar», que resulta absurda aplicada a las cosas antiguas, es en cambio por igual importante en la teoría de la música, en la pintura al óleo, la arquitectura, la física dinámica del barroco. Cuando en un espeso bosque de poderosos troncos oímos el rugido de la tormenta, comprendemos al punto lo que significa la idea de la fuerza que mueve la masa.

Asi, del sentimiento primario que anima la existencia, ahora ya reflexiva, surge una representación cada día más determinada de lo divino en el mundo exterior circundante.

El que conoce, recibe la impresión de un movimiento en la naturaleza exterior; siente en torno suyo una vida ajena, difícil de describir, una vida de potencias incógnitas. Atribuye el origen de esos efectos a unos númina, a lo «otro», en tanto que este otro posee también vida. La admiración ante el movimiento ajeno es el origen de la religión, como de la física. La religión y la física son la interpretación de la naturaleza o imagen del mundo circundante; aquélla por medio del alma, ésta por medio del intelecto. Las «potencias» son a un tiempo mismo el primer objeto de la veneración temerosa o amorosa y de la investigación crítica. Existe una experiencia religiosa y una experiencia científica.

Adviértase bien ahora de qué manera la conciencia de las culturas particulares condensa espiritualmente los númina originarios. Los designa con palabras significativas, con nombres, y de ese modo los conjura—concibe, limita—. Asi caen los númina bajo el poderío espiritual del hombre que posee sus nombres. Y ya hemos dicho que toda la filosofía, toda la física, todo lo que se encuentra en alguna relación con el «conocer», no es en última instancia mas que un modo infinitamente refinado de aplicar a lo «extraño» el encantamiento del nombre que usan los hombres primitivos. Pronunciar el nombre exacto—en la física, el concepto exacto—es un conjuro. Asi, las deidades y los conceptos científicos nacen primero como nombres que evocamos y a los que se une una representación sensible cada vez más determinada. El numen se convierte en deus; el concepto, en representación. ¡Qué encanto libertador no tienen para la mayoría de los sabios la simple enunciación de ciertas palabras como «cosa en sí», «átomo», «energía», «gravedad», «causa», «evolución»¡ Es el mismo encanto que sentían los labradores latinos en los nombres de Céres, Consus, Janus, Vesta [171].

Para el sentimiento cósmico de los antiguos, en correspondencia con la experiencia apolínea de la profundidad y su simbolismo, la realidad era el cuerpo aislado. Por consiguiente, su figura aparente a la luz era para los antiguos lo esencial, el sentido propio de la palabra «realidad». Lo que no tiene forma, lo que no es forma, no es, no existe. Partiendo de este sentimiento fundamental, que nunca podremos imaginar bastante fuerte y enérgico, el espíritu antiguo creó como contraconcepto [172] de la forma el concepto de «lo otro», lo que no es forma, la materia, la ?rx® o ìlh, lo que en sí mismo no tiene realidad y, como simple complemento de la realidad verdadera, representa una necesidad secundaria, adjetiva. Se comprende, pues, cómo había de estar formado el mundo de las antiguas deidades. Era una humanidad superior, junto a los hombres. Los dioses son figuras perfectas, las más sublimes posibilidades de la forma corporal presente; en lo inesencial, en la materia, no se distinguen de los hombres, y por tanto se hallan sometidos a la misma necesidad cósmica y trágica que éstos.

En cambio el sentimiento cósmico del alma fáustica vive la profundidad de muy distinto modo. Para él el conjunto de la realidad verdadera es el espacio puro activo. El espacio es la realidad absoluta. Por eso lo que perciben los sentidos, lo que, con fórmula característica y típicamente estimativa, decimos que llena el espacio, produce en nosotros la impresión de un hecho de segundo orden, de algo problemático, en el acto de conocer la naturaleza, de una apariencia y resistencia, que es preciso vencer, si se quiere, como filósofo o físico, descubrir el contenido propio de la realidad. El escepticismo occidental no ha combatido nunca al espacio; siempre a las cosas palpables. El concepto superior es el espacio—la fuerza es tan sólo una expresión menos abstracta de ello—; y como contraconcepto del espacio aparece la masa, lo que está en el espacio. La masa depende del espacio no sólo lógica, sino también físicamente. La hipótesis de un movimiento ondulatorio de la luz, que es la base de la concepción de la luz como forma de la energía, tiene por necesaria consecuencia la de una masa correspondiente: el éter lumínico. Una definición de la masa se deriva, con todas sus propiedades, de la definición de una fuerza; pero no ésta de aquélla. Y ello sucede con la necesidad de un símbolo. Todos tos conceptos antiguos de la substancia, por muy distinta que su acepción sea, ya en el sentido idealista, ya en el realista, designan siempre lo que recibe la forma, esto es, una negación, que ha de tomar en cada caso sus determinaciones más inmediatas del concepto fundamental de forma. Todos los conceptos occidentales de la substancia designan lo que se mueve, esto es, una negación también, pero negación de otra unidad. La forma y lo informe, la fuerza y lo sin fuerza: en estos términos se expresa clarísimamente la polaridad que sirve de base a la impresión cósmica de las dos culturas y que agota todas sus formas. La filosofía comparativa ha reproducido hasta ahora inexacta y confusamente con la misma palabra: materia, dos cosas distintas: el substrato de la forma en la antigüedad y el substrato de la fuerza en la cultura occidental. Nada más diferente, empero, que estos dos substratos. Habla aquí el sentimiento de Dios, un sentimiento de valor. La deidad antigua es forma suprema; la deidad fáustica es fuerza suma. Y «lo otro» es lo no divino, algo a que el espíritu no concede la dignidad del ser real. Lo no divino es para el sentimiento cósmico apolíneo la substancia sin forma; para el fáustico, la substancia sin fuerza.

Es un prejuicio científico el creer que los mitos y las representaciones de las deidades sean una creación del hombre primitivo y que «con el progreso de la cultura» se extinga la fuerza mito-plástica. Sucede Justamente lo contrario. Si no fuera porque la morfología de la historia ha sido hasta hoy un mundo casi desconocido de problemas, se hubiera visto que esa potencia mito-plástica que se supone repartida universalmente está en realidad limitada a ciertas edades; y se hubiera comprendido al fin que esa capacidad que tiene un alma de llenar su mundo de figuras, rasgos y símbolos de carácter uniforme no pertenece justamente a la edad primitiva, sino sólo a la Juventud de las grandes culturas [173].Todo gran mito aparece al despertar un alma colectiva. Es la primer hazaña plástica del alma. Se encuentra, pues, aquí y no en otra parte; y aquí se encuentra con necesidad.

Supongo desde luego que las representaciones religiosas de los pueblos primitivos—como los egipcios de la época de los Tinitas, los judíos y persas antes de Ciro [174], los héroes de los castillos micenianos y los germanos de las invasiones [175]—no son mitos superiores; son, si, una suma de rasgos dispersos y cambiantes, cultos adheridos a ciertos nombres, leyendas fragmentariamente desarrolladas, pero no un orden divino, no un organismo mítico, no un cuadro universal cerrado, de fisonomía uniforme. Asimismo no puedo llamar arte a la ornamentación que en este periodo se practica. Por otra parte, los símbolos y leyendas, que son corrientes hoy o que eran corrientes hace siglos en pueblos aparentemente primitivos, deben ser objeto de las mayores dudas y criticas, porque desde hace miles de años no hay comarca en la tierra que haya permanecido intacta de todo influjo procedente de las grandes culturas extranjeras.

Asi, pues, hay tantos mundos mitológicos como hay culturas, como hay arquitecturas. Precédeles en el tiempo el caos de las figuras incompletas, en que la moderna investigación mitológica se pierde, por carecer de un principio director; este período caótico no entra en consideración, por lo que ya hemos dicho. En cambio atribuimos importancia a otras formaciones que hasta ahora nadie ha vislumbrado. En la época homérica (1100-800) y en la época correspondiente germano-caballeresca (900-1200) [176], en la edad épica, no antes ni después, es cuando se produce el gran cuadro cósmico de una nueva religión. A esas fechas corresponde en la India la época védica y en Egipto la de las pirámides. Algún día se descubrirá que la mitología egipcia llega realmente a su mayor profundidad con la III y IV dinastía.

Sólo asi se comprende la inmensa riqueza de creaciones religioso-intuitivas que llena tos tres siglos de la época imperial germánica. Se está formando la mitología fáustica. Hasta ahora no se veía la extensión y unidad de este mundo de formas míticas, porque los prejuicios religiosos y eruditos invitaban a estudios fragmentarios de las partes católicas o de las partes pagano septentrionales. Pero no existe diferencia alguna. El profundo cambio de significación que se produce en el circulo de las representaciones cristianas es, como acto creador, idéntico a la composición en un todo de los cultos paganos de la época de las migraciones. A este movimiento pertenecen todas las leyendas populares de la Europa occidental, que recibieron entonces su forma simbólica, aunque su substancia sea a veces de origen muy anterior o se relacione después con otros sucesos muy posteriores y se enriquezca con la adición consciente de ciertos rasgos o episodios. A este movimiento pertenecen las grandes leyendas divinas de los Edda y gran número de motivos tomados de los poemas evangélicos escritos por frailes eruditos. Hay que añadir la leyenda heroica alemana de Sigfredo, Gudrun, Dietrich, Wieland, que culmina en los Nibelungos, y junto a ella la leyenda caballeresca, enormemente rica, derivada de los viejos cuentos célticos y perfeccionada entonces por los franceses: el rey Artús y la Tabla redonda, el Santo Grial, Tristán, Parsifal y Roland.

Deben agregarse, por último, las interpretaciones, tanto más profundas cuanto más inadvertidas, que alteran los rasgos todos de la Pasión de Cristo, la riqueza extraordinaria de las leyendas de los santos, cuyo florecimiento llena los siglos décimo y undécimo. En esta época se produjeron las vidas de Santa María, las historias de San Roque, de San Sebaldo, de San Severino, de San Franco, de San Bernardo y de Santa Odilia. En 1250 se compuso la Leyenda áurea; era el tiempo en que florecía la épica cortesana y la poesía de los escaldas irlandeses. A los grandes dioses del Walhalla septentrional corresponden los «catorce apotrópeos» que la Alemania del Sur reunió en grupo mítico. Junto a la descripción del Ragnarök [177] (Ocaso de los dioses), que hace el Voluspa, hay una concepción cristiana del mismo en el Muspilli [178] de la Alemania meridional. Esta gran mitología, como la poesía heroica, se forma en las capas superiores de la humanidad juvenil. Pertenece a las dos clases sociales de la nobleza y el sacerdocio. Su hogar es el castillo y la iglesia, no la aldea. Por el pueblo pasa una sencilla corriente de leyendas que atraviesa los siglos en forma de cuentos, creencias y supersticiones, corriente que no puede separarse, sin embargo, de esos mundos de superior contemplación [179].

Para comprender el sentido último de estas creaciones religiosas hay un hecho muy característico: el Walhalla no es de origen germánico primitivo y las tribus de las migraciones no lo conocían. El Walhalla se forma de pronto, por una profunda necesidad, en la conciencia de los pueblos nuevos nacidos en el suelo de Occidente. Esta creación del Walhalla «se corresponde», pues, con la del Olimpo, que conocemos por la épica de Homero y que tampoco es de origen miceniano. Y el Walhalla se desarrolló en el cuadro cósmico de las dos clases sociales superiores, como derivación del Hel; en la creencia popular el Hel siguió siendo el reino de los muertos [180].

Hasta ahora no se ha tenido en cuenta la profunda unidad interior y el perfecto simbolismo uniforme de este mundo de los mitos y leyendas fáusticas. Mas Sigfredo, Baldur, Rolando, Heliand, son distintos nombres de una y la misma figura. El Walhalla y los campos del bienaventurado Avalun; la Tabla redonda del rey Artús y la comida de los Einherier; María, Frigga y Frau Holle, significan lo mismo. Frente a esta identidad de sentido, la procedencia exterior de los elementos y motivos materiales—tema a que la investigación mitológica ha dedicado un exceso de celosa labor—aparece como un rasgo de la superficie histórica, sin profunda significación. El origen de un mito no demuestra nada acerca de su sentido. El numen mismo, la forma primaría del sentimiento cósmico, es pura e indeliberada creación, y es intraducible. Cuando un pueblo se convierte a otra creencia o por admiración imita a otro pueblo, lo que recibe de éste son meros nombres, vestiduras, máscaras que él incorpora a su peculiar sentimiento, sin tomar nunca, empero, el sentimiento ajeno. Los viejos motivos célticos y germánicos, lo mismo que el tesoro de las formas antiguas, conservado por monjes eruditos, y el tesoro de la fe cristiano-oriental, recogido por la Iglesia occidental, deben considerarse como la materia con que el alma fáustica, en esos siglos, se construyó una propia arquitectura mítica. En este estadio de un alma recién despierta, ¿qué importa que los espíritus y los labios en los cuales toma vida el mito sean los de «individuos»—escaldas, misioneros, sacerdotes—o los del «pueblo»?. Y asimismo es de poca importancia, para la interior independencia de lo que nace aquí, el hecho de que las representaciones cristianas hayan sido las predominantes en la formación.

En las culturas antigua, árabe y occidental—siempre en su primavera—encontramos un mito de estilo estático, mágico y dinámico respectivamente. Si examinamos los detalles de la forma, encontraremos allá una actitud, acá una acción; allá una realidad, acá la voluntad; en la antigüedad, el cuerpo palpable, la plenitud visible que, por lo que se refiere a la forma de adoración, tiene su centro de gravedad en un culto lleno de impresiones sensibles; en el Norte, en cambio, el espacio, la fuerza y, por lo tanto, una religiosidad de colorido principalmente dogmático. En estas primeras creaciones del alma joven es donde mejor se manifiesta la afinidad entre las figuras del Olimpo, las estatuas áticas y el templo dórico; entre la basílica cupular, el «espíritu de Dios» y el arabesco; y finalmente, entre el Walhalla y el mito de María, la nave central ascendente de las catedrales y la música instrumental.

El alma arábiga, en los siglos que van de César a Constantino, construyó su mito, aquella masa fantástica de cultos, visiones y leyendas, que aun hoy es casi inabarcable por la erudición [181]; aquellos cultos sincretísticos como los del Baal sirio, los de Isis y Mittra, que fueron transformados por completo en el suelo sirio; aquellos evangelios, aquellas historias de apóstoles, aquellas apocalipsis innumerables, las leyendas cristianas, persas, judías, neoplatónicas, maniqueas, las jerarquías celestes y angélicas de los padres de la Iglesia y de los gnósticos. La Pasión de los Evangelios, epopeya propia de la nación cristiana, entre la historia de la niñez y los hechos de los apóstoles; la leyenda de Zaratustra, formada al mismo tiempo; he aquí, a nuestro parecer, las figuras heroicas de la epopeya arábiga, figuras parejas a las de Aquiles, Sigfredo y Parsifal. Las escenas de Getsemaní y del Gólgota no le ceden a los más sublimes cuadros de la leyenda helénica y germánica. Estas visiones mágicas se desarrollaron, casi sin excepción, bajo la impresión de la antigüedad moribunda que les prestó, según los casos, nunca el contenido, pero sí muchas veces la forma. No tenemos idea de la cantidad de elementos apolíneos que hubieron de sufrir una reinterpretación para que el mito cristiano primitivo llegase a adquirir la forma firme que tenía ya en tiempos de San Agustín.

El politeísmo antiguo posee, pues, un estilo propio, que le distingue de cualquier otra manera de concebir el sentimiento cósmico, por muy afín que parezca exteriormente. Sólo una vez ha existido este modo, que consiste en tener no una deidad, sino dioses; y ha existido en la única cultura que condensó en la estatua del hombre desnudo la cifra y compendio de todo arte.

La naturaleza, tal como el hombre antiguo la percibía y conocía en su derredor; la suma de las cosas corpóreas de cumplidas formas, no podía ser divinizada de distinto modo. La pretensión de Jahwé, que quiere ser reconocido como Dios único, le parecía al romano ateísmo. Un solo dios, para él, es como ningún dios. De aquí la fuerte aversión de la conciencia popular grecorromana contra los filósofos, en tanto que éstos eran panteístas, es decir, ateos. Los dioses son cuerpos, somata de especie perfecta; y el soma, en el sentido matemático como en el físico, en el jurídico como en el poético, implica pluralidad. El concepto de zÒon politikñn [182] es aplicable también a los dioses; nada tan extraño a los dioses como la soledad, el existir aislados y por si. Por eso, a su existencia conviene la nota de una constante proximidad. Tiene una importancia grandísima el hecho de que en la Hélade falten los dioses astrales, los numina de la lejanía. Helios no tenía culto mas que en Rhodos, ciudad semioriental. Selene carecía en absoluto de culto. Y en la poesía cortesana de Homero son estos dioses simples medios de expresión artística, o, según la terminología romana, elementos del genus mythicum, no del genus civile. La vieja religión romana, que manifiesta con singular pureza el sentimiento cósmico de los antiguos, no reconoce como deidades ni el sol, ni la luna, ni la tormenta, ni las nubes. Los murmullos de la selva, la soledad del bosque, las tormentas y temporales marinos, que llenan el sentimiento de la naturaleza en el hombre fáustico y dan un carácter peculiar a sus creaciones míticas, dejan intacto al hombre antiguo. Sólo las cosas concretas, el rebaño, la puerta, este bosque, aquel campo, este río, aquella montaña, se convierten para él en seres. Todo lo que tiene lejanía, todo lo que produce impresiones ilimitadas e incorpóreas, todo lo que pueda incluir el espacio como realidad divina en la naturaleza, todo aso, el mito antiguo lo aparta de sí, del mismo modo que la pintura al fresco de los antiguos, pintura sin fondos, excluye las nubes y el horizonte que son en cambio los que dan alma y sentido a los paisajes del barroco.

La multitud ilimitada de los dioses antiguos—cada árbol, cada fuente, cada casa, cada parte de la casa son un dios—significa que cada cosa palpable es un ser que existe por sí y que ninguna está en función de otra.

El cuadro de la naturaleza apolínea y el de la naturaleza fáustica se sustentan siempre en símbolos opuestos: la cosa singular y el espacio único. El Olimpo y los Infiernos son lugares definidos con toda precisión de los sentidos. En cambio el imperio de los enanos, elfos y coboldos y el Walhalla andan perdidos por el espacio, no se sabe dónde. En la religión romana, la tellus mater no es la «madre tierra», sino el campo precisamente limitado. Faunus es el bosque; Volturnus, el río; la semilla se llama Ceres, la cosecha se llama Consus. Sub Jove frígido significa en Horacio— en expresión típicamente romana— bajo el cielo frío. Ni siquiera se intenta reproducir en imágenes el lugar de la veneración, pues ello significaría duplicar el dios. No sólo el instinto romano, sino también el griego, se rebelaron durante mucho tiempo contra las imágenes de los dioses; como lo demuestran la plástica, que se hace cada vez más profana, contraría a la fe popular, y la filosofía piadosa [183]. En la casa, Janus es la puerta, considerada como un dios; Vesta es el hogar, considerado como diosa. Las dos funciones de la casa han transformado sus objetos en seres, en dioses. Las divinidades fluviales de Grecia, como Acheloos, que aparece en forma de toro, no son habitantes del río, sino el río mismo. Los Pan y los sátiros son los campos y los caminos, al mediodía, considerados como seres. Las dríadas y hamadriadas son los árboles. En muchos sitios se adoraban árboles especialmente bellos, sin darles un nombre, adornándolos con cintas y ofrendas. En cambio las hadas, los endriagos, los enanos, las brujas, las Walkirias y demás de esta especie, tropeles errantes de las almas por la noche, no tienen nada de esa materialidad localizada. Las náyades son las fuentes. En cambio las nixas y mandragoras, los espíritus ligneos y los elfos son almas que moran en fuentes, árboles y casas por un conjuro, del que aspiran a librarse para seguir errando en libertad. Esto contradice exactamente la impresión plástica de la naturaleza.

Las cosas son aquí vividas como espacios de otra índole. Una ninfa, es decir, una fuente, adopta la figura humana cuando quiere visitar a un hermoso pastor; pero una nixa es una princesa desaparecida, con rosas en los cabellos, que a media noche sale del lago en cuyas aguas vive. El emperador Barbarroja reside en Kyffhäuser y dama Venus en Hörselberg. Dijérase que en el universo fáustico no hay nada material, nada impenetrable. Las cosas sugieren vislumbres de otro mundo; su rigidez, su dureza es aparente y hay mortales favorecidos por el don de traspasar con la mirada las rocas y las montanas —rasgo que no podría presentarse en el mito antiguo, rasgo que anularía el mito antiguo—, ¿No es ésa, empero, la opinión secreta de nuestra teoría física? ¿No es cada nueva hipótesis una especie de misteriosa clave? Ninguna otra cultura conoce tantas leyendas de tesoros ocultos en montañas y lagos, de imperios, palacios y jardines misteriosos, subterráneos, en donde viven otros seres. El sentimiento fáustico de la naturaleza niega la substancia del mundo visible. Ya no hay nada terrestre; sólo el espacio es real. El cuento disuelve la materia de la naturaleza, como el estilo gótico la masa pétrea de sus catedrales, que se enreda en una muchedumbre de formas y líneas espirituales, sin peso, sin limite.

Para comprender el politeísmo antiguo, orientado insistentemente en el sentido del atomismo somático, quizá sea lo mejor estudiar su actitud frente a los «dioses extranjeros».

Para el antiguo, los dioses de los egipcios, fenicios, germanos, eran también dioses reales, en cuanto que se podía unir a sus nombres una representación, una imagen. La frase «no existen» carece de sentido dentro de este sentimiento cósmico. El griego adora a los dioses extraños cuando entra en contacto con el país de estos dioses. Como una estatua, como una

Polis, son los dioses cuerpos euclidianos, sitos en un lugar. Son seres de la proximidad y no del espacio universal. Cuando se está en Babilonia, Zeus y Apolo quedan lejos; por eso hay que reverenciar especialmente a los dioses indígenas. Esto es lo que significaban aquellos altares con la inscripción: «Al dios ignoto», que San Pablo, en la historia de los apóstoles, interpretó característicamente en un sentido erróneo mágico-monoteísta.

Son los dioses que el griego no conoce de nombre, pero que los extranjeros, en los grandes puertos, en el Pireo o en Corinto, adoran, y que por lo tanto son acreedores al respeto. El derecho sacro de los romanos manifiesta este sentido con una claridad clásica en las fórmulas de invocación; por ejemplo: la generalis invocatio, estrictamente pronunciada [184]. El universo es la suma de las cosas, y los dioses son cosas. Por eso el romano admite todos los dioses, aun aquellos con quienes no ha tenido todavía relaciones prácticas, históricas. Quizá no los conozca directamente; acaso son los dioses de sus enemigos; pero son dioses, porque lo contrario es inimaginable. Tal es el sentido de aquellos términos sacros en Livio (VIII, 9, 6): di quibus est potestas nostrorum hostiumque. El pueblo romano confiesa que el circulo de sus dioses está momentáneamente circunscrito, y con esa fórmula añadida al término de la oración, después de haber nombrado por sus nombres los dioses propios, manifiesta su voluntad de no agraviar el derecho de los demás. Según el derecho sacro, cuando la ciudad de Roma toma posesión de un país extraño adquiere también todas las obligaciones religiosas de la comarca y de sus dioses. Esta es una consecuencia lógica del sentimiento cósmico antiguo, que tenia un sentido aditivo. Pero el reconocimiento de una deidad no equivalía, ni mucho menos, a la adopción de las formas en que se practicaba su culto, como lo demuestra el caso de la Magna mater de Pessino, que fue recibida en Roma durante la segunda guerra púnica, a consecuencia de una profecía de la sibila, pero cuyo culto, impregnado de un sentimiento altamente contrario a la antigüedad, era practicado por sacerdotes del propio país y estaba sometido a una estricta vigilancia policíaca, quedando prohibido el ingreso en este sacerdocio, bajo pena de multa, no sólo a los ciudadanos romanos, sino hasta a los esclavos. El sentimiento antiguo se contentaba con recibir a la diosa; en cambio hubiera sentido una grave ofensa en la práctica personal de un culto que el romano menospreciaba. En estos casos la conducta del Senado es decisiva. Pero el pueblo, por sus continuas mezclas con los orientales, empezó a encontrar cierto gusto en estos cultos, y el ejército romano de la época imperial, de abigarrada composición, fue incluso uno de los más importantes propagadores del sentimiento mágico.

Desde este punto de vista se comprende que el culto de hombres divinizados haya sido un elemento necesario en el mundo de estas formas religiosas. Pero hay que distinguir exactamente entre las manifestaciones antiguas y las orientales, que guardan con aquéllas una superficial semejanza. El culto del emperador romano, esto es, la adoración del genius del principe vivo y de sus predecesores muertos, los divi, se ha confundido hasta ahora con la adoración ceremonial del soberano en los reinos del Asia menor, sobre todo en Persia [185]; se ha confundido, sobretodo, con la divinización posterior de los califas— divinización que tenía un sentido harto distinto—, que ya aparece plenamente formada en Diocleciano y Constantino. Pero en realidad son cosas muy diferentes. Es posible que en Oriente la confusión de esas formas simbólicas de tres culturas haya alcanzado un alto grado de síntesis; Roma, en cambio, realizó el puro tipo antiguo sin equívoco alguno. Ya ciertos griegos, como Sófocles y Lisandro, y sobre todo Alejandro, fueron llamados dioses, no sólo por los aduladores, sino por el pueblo mismo, que sentía su divinidad en un sentido muy preciso. Entre la divinidad de una cosa, de un bosquecillo, de un manantial, o de una estatua que representa al dios, y la divinidad de un hombre sobresaliente que primero es héroe y luego dios, no hay mas que un paso. En uno como en otro adorábase la forma perfecta con que se había realizado la substancia cósmica, lo que en si no es divino.

El cónsul en el día de su triunfo significa una etapa en este proceso de divinización. Llevaba el armamento de Júpiter Capitolino, y en los tiempos más remotos se tenia de rojo el rostro y los brazos para aumentar la semejanza con la estatua del dios—que era de terracota—, cuyo numen en aquel instante se incorporaba a él.

En las primeras generaciones del Imperio, el antiguo politeísmo empezó a convertirse en monoteísmo mágico, sin que muchas veces cambiase nada en la forma exterior del culto o del mito [186]. Había surgido un alma nueva, que vivía las formas viejas de otra alma. Seguían los mismos nombres, pero cubriendo nuevos númina.

Todos los cultos de la antigüedad posterior, el de Isis y Cibeles, los de Mithra, Sol, Serapis, no son ya tributados a seres localizados fijamente y representados plásticamente. En el Acrópolis se adoraba antaño a Hermes Propileos a la entrada.

Pocos pasos más allá se encontraba el santuario de Hermes, el marido de Aglauros; y sobre este lugar se alzó más tarde el Erecteión. En el extremo sur del Capitolio, junto al santuario de Júpiter Feretrius, que en vez de estatua tenía una piedra sagrada (sílex), estaba el de Júpiter Optimus Maximus; y cuando Augusto construyó para éste un templo gigantesco hubo de dejar intacto, respetuosamente, el lugar en donde el numen moraba primero. Pero en la época cristiana primitiva ya Júpiter Dolichenus y Sol invictus eran adorados dondequiera «hubiese dos o tres reunidos en su nombre». Todas esas deidades fueron poco a poco sintiéndose como un numen único; sólo que cada creyente de un determinado culto estaba convencido de que la verdadera forma era la que él conocía. En este sentido hablábase de «Isis, la del millón de nombres». Hasta entonces los nombres habían sido denominaciones de otros tantos dioses, de otros tantos seres distintos por el cuerpo y por la morada. Ahora son títulos de uno solo, al que cada cual se refiere.

Este monoteísmo mágico se revela en todas las creaciones religiosas que desde el Oriente llenan el Imperio: la Isis alejandrina; el dios del Sol (el Baal de Palmira), preferido de Aureliano; Mithra, protegida por Diocleciano y cuya forma pérsica fue totalmente transformada en Siria; la Baalath de Cartago (Tanith, Dea caelestis), adorada por Séptimo Severo. Estas deidades no aumentan el número de los dioses concretos a la manera antigua, sino que, por el contrario, los absorben, en un modo que cada vez se aparta más de la representación plástica. Esto es alquimia en lugar de estática. A este nuevo sentir corresponde la aparición de ciertos símbolos—el toro, el cordero, el pez, el triángulo, la cruz—en lugar de las imágenes. La frase «in hoc signo vinces» no suena ya a «antigua». Va preparándose la aversión a las representaciones de la figura humana, aversión que llevó más tarde a la prohibición de las imágenes en el Islam y en Bizancio.

Hasta Trajano, es decir, cuando ya en la tierra griega había desaparecido hacia tiempo el último soplo del sentimiento apolíneo, el culto público de Roma tuvo aún fuerza bastante para mantener viva la tendencia euclidiana de un continuo aumento de las divinidades. Los dioses de las comarcas sometidas y de los pueblos sojuzgados reciben en Roma un santuario reconocido, un sacerdocio, un ritual, y vienen a formar, como individuos bien delimitados, en las filas de los dioses del pasado.

Pero a partir de Trajano, y a pesar de la oposición respetable de un corto número de familias patricias [187], vence en Roma el espíritu mágico; las figuras de los dioses desaparecen como figuras, como cuerpos, de la conciencia religiosa y dejan el puesto a un sentimiento trascendente de la divinidad, no basado ya en el testimonio inmediato de los sentidos; los usos, las fiestas y leyendas empiezan a confundirse. Cuando en 217 Caracalla anuló la diferencia sacramental entre deidades romanas y deidades extranjeras, fue realmente Isis, la primera diosa de Roma, la que asumió todos los anteriores númina femeninos [188] y, por lo tanto, la más peligrosa enemiga del cristianismo, objeto del odio mortal de los padres de la Iglesia. En este momento Roma se había convertido en un pedazo de Oriente, en una provincia religiosa de Siria. Los Baales de Dolique, Petra, Palmira, Emesa, comienzan a fundirse en el monoteísmo del Sol que, como dios del Imperio, fue vencido más tarde por Constantino, en la persona de su representante Licinio. Ya no se trata de una lucha entre el sentir antiguo y el sentir mágico—el cristianismo pudo incluso manifestar una especie de innocua simpatía por los dioses helénicos—, se trata de ver cuál de las religiones mágicas ha de dar el tono al mundo del Imperio antiguo. Esa disminución del sentimiento plástico se percibe claramente en la evolución del culto de los emperadores. El emperador fallecido era al principio recibido como divus en el círculo de los dioses públicos, por un decreto del Senado—el primero, divus Julius en 42 antes de J. C.—, y obtenía un sacerdote especial, de manera que su imagen en las fiestas de familia no figuraba ya entre las imágenes de los antepasados. Pero a partir de Marco Aurelio ya no se instituyen nuevos sacerdotes para el servicio de los emperadores divinizados; poco después ya no se construyen nuevos templos, porque al sentimiento religioso le parece suficiente un templum divorum general. Por último, la denominación de divus se convierte en un título que llevan todos los miembros de la familia imperial. Este final caracteriza la victoria del sentimiento mágico.

La serie de nombres en las inscripciones religiosas (como Isis- Magna mater-Juno-Astarte- Bellona, o Mithra-Sol invictus-Helios) tienen ya hace tiempo la significación de títulos diferentes de una única deidad [189].

Ni el psicólogo ni el investigador de la religión han considerado hasta ahora el ateísmo como digno de un estudio cuidadoso. Se ha escrito y se ha razonado mucho sobre el ateísmo en general, unas veces en el estilo del mártir librepensador, otras veces en el del sectario. Pero nunca se ha dicho nada de las distintas especies de ateísmo; nunca se han analizado sus formas manifestativas particulares, determinadas, en su riqueza y necesidad, en su fuerte simbolismo, en su limitación temporal.

«El» ateísmo ¿es la estructura apriorística de cierta conciencia cósmica o una convicción libremente adoptad ? ¿Nace o se hace uno ateo? El sentimiento inconsciente de un cosmos sin dioses, ¿lleva consigo el conocimiento de que «ha muerto el Gran Pan»? ¿Hay ateos en las épocas primeras, por ejemplo, en la época dórica o gótica? ¿No hay quien se llama a si mismo ateo con tanta pasión como error? ¿Puede haber hombres civilizados que no lo sean, al menos en parte?

Es patente que la esencia del ateísmo, como su nombre lo indica en todos los idiomas, consiste en negación, renuncia a una construcción espiritual anterior; no es, pues, un acto creador de una fuerza plástica ininterrumpida. Pero ¿qué es lo que el ateísmo niega? ¿En qué forma? Y ¿por quién? Sin duda, el ateísmo, rectamente comprendido, es la expresión necesaria de un alma terminada, exhausta ya de posibilidades religiosas, caída en lo inorgánico. El ateísmo se compagina muy bien con un afán vivo y anhelante de religiosidad auténtica [190]—en esto se parece al romanticismo, que también aspira a evocar algo irrevocablemente perdido: la cultura—y puede muy bien ser forma inconsciente del sentimiento, que no entra nunca en las convenciones del pensar y que incluso contradice las convicciones. Comprenderá esto bien quien penetre los motivos por los cuales el piadoso Haydn, habiendo oído música de Beethoven, declaraba ateo a su autor. El ateísmo es cosa de hombres que, si bien no han llegado aún al periodo de la «ilustración», se hallan ya en el de la civilización incipiente. El ateísmo pertenece a la gran ciudad, a los «educados» de las grandes ciudades, que se asimilan mecánicamente lo que sus antecesores, los creadores de la cultura, vivían orgánicamente. Aristóteles es un ateo sin saberlo, es ateo para el sentimiento antiguo de la divinidad.

Ateo es el estoicismo helenístico y romano, como el socialismo y el budismo de las modernidades occidental e india—a pesar, muchas veces, del más sincero empleo de la palabra Dios.

Esta forma posterior del sentimiento y de la imagen cósmica, que es el tránsito hacia la«segunda religiosidad», significa, empero, la negación de lo religioso en nosotros. Por eso en cada civilización ofrece una estructura diferente. No existe religiosidad alguna sin su correspondiente negación atea, negación que le pertenece a ella sola, que se dirige contra ella sola. El ateo vive el mundo exterior que se extiende en su derredor, en el mismo estilo de la cultura a que pertenece, como cosmos de cuerpos bien ordenados, como cueva del mundo o como espacio infinito activo; pero ya no vive la causalidad sagrada de ese mundo, y cuando considera su imagen, conoce tan sólo una causalidad profana, agotada en mecanismo—o al menos desea y cree que es asi [191] —. Hay un ateísmo antiguo, otro árabe y otro occidental, ateísmos completamente distintos por su sentido y contenido. Nietzsche ha formulado el ateísmo dinámico diciendo que «Dios ha muertos. Un filósofo antiguo hubiera revelado el elemento estático euclidiano diciendo: «Los dioses que moran en los lugares sagrados han muerto.» Lo primero significa la laicisación del espacio infinito; lo segundo, la de las incontables cosas. Mas el espacio muerto y las cosas muertas son los «hechos» de la física. El ateo no puede sentir diferencia alguna entre la imagen de la naturaleza que dibuja la física y la que dibuja la religión. El lenguaje distingue, con recto sentimiento, entre sabiduría e inteligencia, dos estados del espíritu: aquél, anterior; éste, posterior; aquél, campesino; éste, ciudadano. Nadie llamaría a Heráclito o al maestro Eckart inteligencias; en cambio Sócrates y Rousseau eran inteligentes, no «sabios». Hay en la palabra algo de desarraigado. La falta de inteligencia sólo es despreciable para el estoico y socialista, hombres típicamente irreligiosos.

El alma de toda cultura viva es religiosa, tiene religión, con o sin conciencia de ello. Su religión es el sentimiento de su propia existencia, de su devenir, de su evolución, de su cumplimiento. No tiene libertad para optar por la irreligión. Sólo puede, como ocurrió en la Florencia de los Mediéis, jugar con la idea de irreligión. En cambio el hombre de las metrópolis es irreligioso; lo es por esencia; la irreligión caracteriza su forma histórica. Podrá sentir el dolor del vacío y de la penuria interiores y querer ser religioso; mas no podrá serlo. Toda religiosidad urbana es ilusión. El grado de piedad que puede alcanzar una época se manifiesta en su relación con la tolerancia. La tolerancia obedece a una de estas dos causas: o que en el lenguaje de las formas divinas se oye algo semejante a lo que uno mismo vive, o que ya no se vive nada de eso.

La tolerancia de los antiguos—como decimos hoy [192] — expresa lo contrarío justamente del ateísmo. La pluralidad de númina y cultos pertenece al concepto mismo de la religión antigua. Dejar que todos conviviesen no era, pues, tolerancia, sino la expresión evidente de la piedad antigua; y el que exigiese excepciones se revelaba por lo mismo ateo. Los cristianos y los judíos pasaban por ateos, y tenían que serlo, en efecto, para todo el que considerase la imagen del mundo como una suma de cuerpos singulares. Y cuando en la época imperial se dejó de pensar asi fue porque el sentimiento antiguo de la divinidad se había extinguido. Sin duda, se exigía respeto para las formas del culto local, para las imágenes de los dioses, los misterios, los sacrificios y las fiestas, y el que las ridiculizaba o profanaba conocía los límites de la paciencia antigua. Recuérdese el crimen de los Hermakópidas en Atenas y los procesos por profanación de los misterios eleusinos, esto es, por imitación profana del elemento sensible. Para el alma fáustica, empero, lo esencial es el dogma, no el culto visible. Aquí se manifiesta la oposición entre espacio y cuerpo, entre la superación de la apariencia y la adhesión a la apariencia. Ateo es para nosotros el que rechaza una teoría. Aquí comienza el concepto espacial y espiritual de herejía. Una religión fáustica, por su naturaleza, no puede admitir la libertad de conciencia—que contradice a su dinamismo del espacio—- En esto, el librepensamiento no constituye una excepción. A la hoguera sigue la guillotina; a la quema de los libros, la conjura del silencio sobre ellos; a la tuerza de la predicación, el poder de la Prensa. No existe entre nosotros ninguna creencia que no propenda a la Inquisición, en una u otra forma. Expresando esto en una imagen correspondiente de la electrodinámica, diremos: el campo de fuerza de una convicción incorpora a su tensión todos los espíritus que en ese campo se encuentren. El que no lo quiera es porque ya no tiene ninguna convicción. Dicho en términos eclesiásticos, es ateo. Ateísmo para la antigüedad era el desprecio del culto—?s¡beia en su sentido literal—, y en esto la religión apolínea no admitía libertad de conducta. Asi, en ambos casos, quedaba trazado el limite entre la tolerancia que el sentimiento divino exigía y la que prohibía.

En este punto, la filosofía antigua posterior, la teoría sofístico-estoica (no la emoción estoica del mundo) estaba en oposición al sentimiento religioso; y el pueblo de Atenas—la misma Atenas que levantaba altares «a los dioses ignotos»— se mostraba en esto tan inflexible como la Inquisición española. No hay más que ver la serie de pensadores y de personalidades históricas que perecieron víctimas de la santidad del culto. Sócrates y Diágoras fueron ejecutados por su ?s¡beia; Anaxágoras, Protágoras, Aristóteles, Alcibíades hallaron la salvación en la fuga. El número de los ejecutados por crímenes contra el culto llegó a centenares en Atenas solamente, durante los decenios de la guerra del Peloponeso. Después de la condena de Protágoras fueron sus libros confiscados en las casas particulares y quemados. En Roma, los hechos de esta clase conocidos históricamente comienzan en
181 con un decreto del Senado mandando quemar los pitagóricos Libros de Numa. Desde este momento siguen sin interrupción las expulsiones de filósofos y de escuelas enteras, y más tarde las ejecuciones y quemas solemnes de libros que podían ser peligrosos para la religión. En tiempos de César los santuarios de Isis fueron hasta cinco veces destruidos por los cónsules, y Tiberio mandó tirar al río la imagen de la diosa. El que se negaba a sacrificar ante la imagen del emperador tenia pena de multa. En todos estos casos se trata de «ateísmo», del ateísmo que el sentimiento religioso antiguo suponía y que se manifestaba en desprecio teorético o práctico del culto visible. El que al estudiar estas cosas no sepa prescindir de su propio sentimiento occidental no logrará penetrar nunca en la creencia de la imagen cósmica que sirve de base a todo esto. Los poetas y los filósofos podían inventar a su sabor mitos y transformar deidades. Cada cual a su capricho podía interpretar dogmáticamente la realidad dada. Incluso era permitido burlarse en comedias y piezas satíricas de las historias de los dioses, que esto no menoscababa su existencia euclidiana.

Pero que nadie atentase a la imagen del dios, al culto, a la forma plástica de servir al dios. Y no es hipocresía la conducta de aquellos finos espíritus de la primera época imperial que, sin creer en los mitos, practicaban todos los deberes del culto público, sobre todo del culto al emperador, que por todos era profundamente sentido. En cambio, el poeta y pensador de la cultura fáustica en su madurez es libre de «no ir a la iglesia», de no practicar la confesión, de no asistir a las procesiones, de vivir en los círculos protestantes sin la menor relación con los usos de la Iglesia. Pero que no toque a los puntos dogmáticos, que esto es peligroso en toda confesión o secta (incluso el librepensamiento). El ejemplo del romano estoico que, sin creer en la mitología, observa piadosamente las formas sacramentales, encuentra su pareja en el hombre de la «época de la ilustración», en Lessing y Goethe, que sin cumplir con los usos de la Iglesia nunca pone en duda las «verdades de la fe».

Ya hemos visto cómo el sentimiento de la naturaleza se expresa en formas y figuras. Volvamos ahora al conocimiento de la naturaleza en sistemas, y reconoceremos en Dios o los dioses el origen de las formas con que el espíritu de las culturas ya maduras intenta apoderarse por conceptos del mundo circundante. Goethe, en carta a Riemer, observa: «El intelecto es tan viejo como el mundo. El niño tiene también su intelecto; pero no se aplica del mismo modo y a los mismos objetos en todas las épocas. Los siglos primeros expresaron sus ideas en intuiciones de la fantasía; nuestro siglo las reduce a conceptos. Las grandes visiones de la vida eran entonces vertidas en figuras, en dioses; hoy, en conceptos. Entonces era mayor la fuerza productiva; hoy predomina la destructiva, el análisis.»

La profunda religiosidad de la mecánica de Newton [193] y la fórmula casi completamente atea de la dinámica moderna tienen la misma tonalidad, son la posición y negación del mismo sentimiento. Un sistema físico ostenta necesariamente todos los rasgos del alma a cuyo mundo de formas pertenece.

A la dinámica y a la geometría analítica corresponde el deísmo de la época barroca, cuyos tres principios fundamentales: Dios, libertad e inmortalidad, son en el lenguaje de la mecánica el principio de la inercia (Galileo), el principio de la mínima acción (d'Alembert) y el principio de la conservación de la energía (J. R. Mayer).

Lo que hoy llamamos física, en general, es en realidad una obra del arte barroco. Nadie ya considerará como paradoja el que yo, para referirme a esa especie de representaciones que se fundan en la hipótesis de fuerzas distantes y efectos a distancia, de atracción y repulsión de masas, tan extrañas a la intuición ingenua de los antiguos, la llame el estilo jesuíta de la física, por comparación con el estilo jesuíta de la arquitectura fundado por Vignola; de igual modo que el cálculo infinitesimal, producto de Occidente y de esa época, y que sólo en Occidente y en esa época podía producirse, me parece representar el estilo jesuíta en la matemática. «Exacta» es, en este estilo, toda hipótesis metódica que profundiza la técnica de la experimentación. Para Loyola, como para Newton, no se trata sólo de describir la naturaleza, sino de un método.

La física occidental, por su forma interior, es un dogma, no un culto. Su contenido es el dogma de la fuerza, que es idéntica al espacio, a la distancia; la teoría de la acción mecánica, no de la actitud mecánica en el universo. Su tendencia es, pues, la superación creciente de la apariencia. Partiendo de una división muy «antigua», la división en física de los ojos —óptica—, de los oídos—acústica—, del tacto— térmica—, ha ido poco a poco excluyendo las sensaciones para substituirlas por sistemas de relaciones, de suerte que, por ejemplo, el calor radiante a consecuencia de las representaciones sobre los movimientos dinámicos del éter, se estudia hoy en la óptica, y la óptica ya no tiene nada que ver con los ojos.

La «fuerza» es una magnitud mítica, que no procede de la experiencia científica, sino que, por el contrario, determina de antemano la estructura de la experiencia. La concepción física del hombre fáustico es la única que, en lugar de imán, habla de un magnetismo, en cuyo campo de fuerza reside un pedazo de hierro; o en lugar de cuerpos luminosos, habla de una energía radiante, y se refiere a otras personificaciones como «la» electricidad, «la» temperatura, «la» radiactividad [194].

Esta fuerza o energía es, en realidad, un numen convertido en concepto y no el resultado de la experiencia científica.

Confírmalo el hecho, inadvertido muchas veces, de que el principio fundamental de la dinámica, el conocido primer principio de la teoría mecánica del calor, no dice absolutamente nada sobre la esencia de la energía. En él se afirma la «conservación de la energía»; esta expresión, empero, es propiamente falsa, aunque psicológicamente resulta muy característica. La medición experimental, por su naturaleza, sólo puede determinar un número que, con expresión también característica, se ha llamado trabajo. Pero el estilo dinámico de nuestro pensamiento exige que se conciba como diferencia de energía, aun cuando la cantidad absoluta de energía sea sólo una imagen y nunca pueda ser indicada por un número determinado. Queda, pues, siempre indeterminada la llamada constante aditiva, es decir, que se intenta fijar la imagen de una energía, percibida por la mirada interior, aunque la práctica científica no tiene nada que ver con ella.

Por eso el concepto de fuerza es imposible de definir; como indefinibles son igualmente los términos primarios de voluntad y espacio, que no existen en los idiomas antiguos. Queda siempre un residuo que sólo es accesible a la intuición y al sentimiento y que transforma toda definición personal en una casi religiosa profesión de fe, hecha por su autor. Los físicos de la época barroca no hacen mas que expresar con palabras una experiencia íntima. Recordemos a Goethe, que sin poder definir su concepto de la fuerza cósmica, estaba seguro de ella. Kant llamaba fuerza al fenómeno de una realidad en sí: «La substancia en el espacio, el cuerpo, es conocida sólo por fuerzas.» Laplace la llama una incógnita, cuyos efectos conocemos; Newton había pensado en fuerzas lejanas inmateriales. Leibnitz hablaba de la vis viva como de un quantum que, junto con la materia, constituye la unidad de la mónada.

Descartes no se sentía dispuesto a separar esencialmente el movimiento de la cosa movida, en lo cual coinciden con él ciertos pensadores del siglo XVIII (Lagrange). En la época gótica, junto a potentia, ímpetus, virtus, se encuentran circunloquios que se sirven de términos como conatus y nisus, en los cuales es claro que la fuerza no se separa de la causa. Es muy posible distinguir conceptos católicos, conceptos protestantes y conceptos ateos de la fuerza. Spinoza, judío, y por lo tanto miembro de la cultura mágica por su alma, no pudo asimilarse el concepto fáustico de la fuerza, que falta en su sistema [195], Y véase el enorme poder de los conceptos primarios; H. Hertz, que es el único judío de entre los físicos del reciente pasado, ha sido también el único que ha intentado resolver el dilema de la mecánica, prescindiendo del concepto de fuerza.

El dogma de la fuerza es el tema único de la física fáustica. Eso que, bajo el nombre de estática, ha recorrido los sistemas y los siglos, como una parte de la física, es una ficción.

La «estática moderna» es algo asi como «la aritmética» y «la geometría», teorías de las cuentas y las medidas, que si se conciben las palabras en su sentido primitivo resultan para el análisis actual nombres vacíos, restos literarios de las ciencias antiguas que no hemos suprimido o por lo menos reconocido como fantasmas por el respeto que todo lo antiguo nos inspira. No hay una estática occidental, es decir, que el espíritu occidental no encuentra un modo natural y propio de interpretar los hechos mecánicos, fundándose en los conceptos de forma y substancia, o en todo caso, de espacio y masa, en vez de fundarse en los de espacio, tiempo, masa y fuerza.

Esto puede comprobarse fácilmente en cualquier teoría particular. La «temperatura» misma, que es lo que más produce la impresión «antigua» y estática de una magnitud pasiva, no se acomoda al sistema físico sino cuando ha quedado reducida a la imagen de una fuerza: la cantidad de calor, considerada como conjunto de los movimientos rápidos, sutiles e irregulares que verifican los átomos de un cuerpo; y su temperatura, considerada como la fuerza viva media de esos átomos.

El Renacimiento posterior creyó resucitar la estática de Arquímedes, como creyó continuar la plástica griega. Pero en ambos casos lo que hizo fue preparar las decisivas expresiones del barroco, desarrollando el espíritu gótico. Mantenga mantiene la estática de los motivos plásticos, y lo mismo Signorelli, cuyos dibujos y actitudes parecieron más tarde rígidos y fríos. Con Leonardo comienza el dinamismo, y ya Rubens representa un máximum de movilidad en los cuerpos flotantes.

En 1629 el jesuíta Nicolás Cabeo, siguiendo la orientación de la física renacentista, desenvolvió una teoría del magnetismo en el estilo de la concepción cósmica de Aristóteles.

Pero esta teoría, como la obra de Palladión sobre Arquitectura (1578), no podía tener consecuencias; no porque fuese «falsa», sino porque era contradictoria con el sentimiento fáustico de la naturaleza, que los pensadores e investigadores del siglo XIV habían logrado emancipar de la tutela arábigo-mágica y que exigía propias formas expresivas de su conocimiento cósmico. Cabeo renuncia a los conceptos de fuerza y masa, limitándose a los clásicos de forma y materia; es decir, que, apartándose del espíritu que anima la arquitectura de Miguel Ángel viejo y de Vignola, retorna al sentir de Michelozzo y Rafael, y construye asi un sistema perfectamente cerrado, pero sin trascendencia para el futuro. La concepción del magnetismo como un estado de los cuerpos, no como una fuerza en el espacio infinito, no podía ser un símbolo satisfactorio para la visión interior del hombre fáustico. Nosotros necesitamos teorías de la lejanía, no de la proximidad. Otro Jesuíta, el P. Boscovich, fue el primero que transformó los principios matemáticos mecánicos de Newton en una dinámica propia y comprensiva (1758).

El mismo Galileo sentía aún la fuerte influencia de ciertas reminiscencias, producto del sentimiento renacentista, para el cual resultaba extraña e incómoda la oposición de fuerza y masa que es, en el estilo arquitectónico, pictórico y musical, el origen del movimiento grande. Galileo limita la representación de la fuerza a las fuerzas del contacto (choque) y formula únicamente la conservación de la cantidad de movimiento.

Asi es como se mantiene en el mero moverse, excluyendo el pathos del espacio. Leibnitz, en polémica contra él, desenvolvió la idea de las fuerzas propiamente dichas, fuerzas activas en el espacio infinito, fuerzas libres, dirigidas (fuerza viva, activum thema), que puso desde luego en perfecta conexión con sus descubrimientos matemáticos. En lugar de la cantidad de movimiento, consérvanse ahora las fuerzas vivas; lo cual corresponde a la substitución del número como magnitud por el número como función.

El concepto de masa se formó claramente después. Galileo y Keplero usan en lugar de la masa el volumen, y Newton fue el primero en considerarlo resueltamente en el sentido funcional: el mundo como función de Dios. Contradice el sentimiento renacentista el hecho de que la masa—definida hoy como relación constante de fuerza y aceleración con respecto a un sistema de puntos materiales—no sea proporcional al volumen, de lo cual los planetas nos dan un ejemplo importante.

Pero Galileo tenia que inquirir las causas del movimiento.

Esta investigación, empero, carece de sentido en la estática propiamente dicha, que se limita a los conceptos de forma y materia. Para Arquímedes el cambio de lugar era poco importante en comparación con la figura, que pertenecía a la esencia misma de toda existencia corpórea. ¿Qué podría actuar sobre los cuerpos, desde fuera, Si el espacio «no existe»? Las cosas se mueven; no son funciones de un movimiento. Newton fue quien, en total independencia del sentir renacentista, creó el concepto de la fuerza a distancia, atracción y repulsión de masas a través del espacio. La distancia es para él una fuerza.

En esta idea ya no hay nada palpable para los sentidos; y el mismo Newton, ante ella, sintió cierta desazón. La idea se había apoderado de él, no él de ella. Es el espíritu mismo del barroco, inclinado hacia el espacio infinito, el que evocó esa concepción contrapuntística y completamente implástica, y la evocó con una contradicción interna. Nadie ha podido nunca definir satisfactoriamente esas fuerzas a distancia. Nadie ha comprendido nunca lo que es propiamente la fuerza centrífuga. ¿Es la fuerza de la Tierra en rotación alrededor de su eje la causa de ese movimiento, o viceversa? ¿O son las dos idénticas? Esa causa, pensada en sí, ¿es una fuerza u otro movimiento? ¿Cómo se distinguen la fuerza y el movimiento?

Los cambios en el sistema planetario son, se dice, efectos de una fuerza centrifuga. Pero entonces los cuerpos deberían salirse de sus trayectorias; mas como esto no sucede, se admite la existencia de una fuerza centrípeta. Pero ¿qué significan estas palabras? La imposibilidad de poner orden y claridad en todo esto hubo de impeler a Enrique Hertz a renunciar totalmente al concepto de fuerza y reducir su sistema de la mecánica al principio del contacto (choque) mediante la hipótesis artificial de unos acoplamientos fijos entre las posiciones y las velocidades. Con esto, empero, quedaban disimuladas las perplejidades, pero no resueltas. Estas perplejidades son de naturaleza específicamente fáustica y arraigan en la esencia profunda de la dinámica, «¿Podemos hablar de fuerzas que nacen de movimientos?» Seguramente que no. Pero ¿podemos renunciar a los conceptos primarios innatos en el espíritu occidental, aunque sean indefinibles? El mismo Hertz no ha intentado dar a su sistema una aplicación práctica.

La teoría del potencial, fundada por Faraday—cuando el centro de gravedad del pensamiento físico pasó de la dinámica de la materia a la electrodinámica del éter—, no elimina tampoco esa perplejidad simbólica de la mecánica moderna.

El famoso experimentador, el visionario, el único no matemático de todos los maestros de la física moderna, observaba en 1846: «En una parte cualquiera del espacio, ya esté vacío en el sentido corriente de la palabra, ya lleno de materia, no veo más que fuerzas y las líneas según las cuales aquéllas se ejercen.» En esta descripción se manifiesta claramente la tendencia directiva, que por su contenido es profundamente orgánica, histórica, característica de la experiencia intima del sujeto cognoscente; por eso Faraday se enlaza metafísicamente con Newton, cuyas fuerzas a distancia aluden a un fondo mítico que el piadoso físico se abstuvo expresamente de criticar. El otro camino posible para llegar a un concepto inequívoco de la fuerza—partiendo del «mundo», no de «Dios»; del objeto, no del sujeto en que el movimiento se manifiesta— llevó justamente entonces al concepto de energía, que, a diferencia de la fuerza, no representa una dirección, sino una cantidad dirigida, y en este sentido se relaciona con Leibnitz y su idea de la fuerza viva, con cantidad invariable; bien se ve cómo aquí se han recogido algunos caracteres esenciales del concepto de masa, de suerte que incluso se ha llegado a pensar en la idea extraña de una estructura atomística de la energía.

Sin embargo, este nuevo ordenamiento de los términos fundamentales no altera para nada el sentimiento de que existe una fuerza cósmica con un substrato; por lo tanto, no remedia la insolubilidad del problema del movimiento. Lo único que ha ocurrido en el tránsito de Newton a Faraday—o de Berkeley a Mill—ha sido la substitución del concepto religioso de acción por el concepto irreligioso de trabajo [196]. En la imagen de la naturaleza que veían Bruno, Newton, Goethe, hay cierto elemento divino, que se manifiesta en acciones; en la imagen de la naturaleza que bosqueja la física moderna, la naturaleza produce trabajo. En efecto, esto es lo que significa la concepción de que todo «proceso» puede medirse, en el sentido del primer principio de la termodinámica, por el gasto de energía, al cual corresponde un quantum de trabajo verificado, en forma de energía almacenada.

Por eso el descubrimiento decisivo de J. R. Mayer coincide con el nacimiento de la teoría socialista. Los sistemas económicos operan también con los mismos conceptos; desde Adam Smith el problema del valor está en relación con la cantidad de trabajo [197]; frente a Quesnay y Turgot, esto representa el paso de una estructura orgánica a una estructura mecánica del cuadro económico. Ese «trabajo», que sirve de base a la teoría, está tomado en sentido puramente dinámico; y junto a los principios físicos de la conservación de la energía, de la entropía, de la acción mínima, podríamos muy bien colocar el principio correspondiente de la economía nacional.

Si consideramos ahora las etapas que ha recorrido el concepto central de la fuerza, desde que nace en el alto barroco, siguiendo siempre un curso de íntima afinidad con los mundos de las formas artísticas y matemáticas, hallaremos que son tres: en el siglo XVII (Galileo, Newton, Leibnitz) la fuerza aparece en forma imaginativa junto a la gran pintura, que se extinguió hacia 1680; en el siglo XVIII, siglo de la mecánica clásica (Laplace, Lagrange), se sitúa al lado de la música de Bach y recibe el carácter abstracto del estilo fugado; en el siglo XIX, en que el arte termina y la inteligencia civilizada supera al alma culta, aparece el concepto de fuerza en la esfera del análisis puro, sobre todo en las teorías de las funciones de varias variables complejas, sin las cuales, en su sentido más moderno, es casi incomprensible.

Con todo esto, empero, resulta que la física del Occidente europeo—nadie se engañe y se ilusione sobre este punto—ha llegado casi a los limites de sus posibilidades internas. El sentido postrero de su manifestación histórica era convertir el sentimiento fáustico de la naturaleza en conocimiento conceptual; las figuras de una fe primitiva, en formas mecánicas de una ciencia exacta. No hay que decir que ni la obtención de resultados prácticos cada vez más poderosos, ni tampoco la de resultados eruditos tienen nada que ver con la rápida disolución de la esencia, del núcleo esencial de nuestra física tanto los resultados prácticos como los eruditos pertenecen a la historia superficial de una ciencia, pues la historia profunda es siempre la de un simbolismo y su estilo. Hasta los comienzos del siglo XIX, los progresos de la física concurren todos a la perfección interior, a la pureza, a la precisión y riqueza de la imagen dinámica de la naturaleza; pero a partir de este momento, cumbre de la claridad teorética, comienzan los progresos de la física a producir efectos de disolución. Y ello no sucede deliberadamente; las altas inteligencias de la física moderna no se dan siquiera cuenta de esto. Todo ello es el resultado de una necesidad histórica ineludible. La física antigua llegó a su plenitud en el mismo estadio—hacía 200 antes de J. C.—. El análisis llegó a su término con Gauss, Cauchy y Riemann; y hoy se dedica a tapar las rendijas de su edificio.

De pronto se suscitan dudas destructoras sobre cosas que ayer aún constituían el fundamento inatacable de la teoría física; por ejemplo: sobre el sentido del principio de la energía, sobre el concepto de masa, de espacio, de tiempo absoluto, de ley natural causal. Y ya no se trata de aquellas dudas fecundas del alto barroco, que se enderezaban a un fin de conocimiento, no; estas dudas de ahora tocan a la posibilidad misma de la física. El empleo cada día más frecuente de los métodos enumerativos y estadísticos, que aspiran a obtener una simple verosimilitud en los resultados y que renuncian a la exactitud absoluta de las leyes naturales—como se entendía antes, en la época de la esperanza—, es la prueba de un profundo escepticismo que los creadores de esos métodos no aprecian en toda su hondura.

Vamos acercándonos a un momento en que se renunciará a la posibilidad de una mecánica cerrada y coherente. Ya he demostrado que la física tiene que fracasar siempre ante el problema del movimiento, en el cual la persona viva del que conoce se insinúa metódicamente en el mundo inorgánico de las formas conocidas. Todas las hipótesis recientes presentan esa misma perplejidad, tras una labor intelectual de trescientos años, en tan aguda forma, que no deja margen a ilusión alguna. La teoría de la gravitación, que desde Newton era una verdad inconmovible, ha sido reconocida como una hipótesis de tiempo limitado y de vacilante validez. El principio de la conservación de la energía no tiene sentido, si la energía es infinita en un espacio infinito. La aceptación del principio es inconciliable con la estructura tridimensional del espacio cósmico, no sólo la infinita euclidiana, sino la esférica (de entre las geometrías no euclidianas) con su volumen ilimitado pero finito. La validez de aquel principio quedaría, pues, reducida a «un sistema de cuerpos que esté cerrado hacía fuera»; limitación artificiosa que no existe en realidad ni puede existir. Pero el sentimiento cósmico del hombre fáustico, que es el origen de aquella representación fundamental—la inmortalidad del alma cósmica, traducida en pensamientos mecánicos y extensivos—, había querido expresar precisamente la infinidad simbólica. Tal era el sentimiento; pero el conocimiento no pudo transformarlo en un sistema puro. Otro postulado ideal de la dinámica moderna ha sido el éter lumínico, porque la dinámica exige que a cada movimiento corresponda la representación de algo que se mueve. Todas las hipótesis imaginables sobre la constitución del éter quedan refutadas por contradicción interna. Lord Kelvin ha demostrado matemáticamente que no puede haber una estructura del éter que esté libre de objeciones. La interpretación de los experimentos de Fresnel exige que las ondas luminosas sean transversales y, por lo tanto, que el éter sea un cuerpo sólido —con propiedades verdaderamente grotescas—; pero entonces las leyes de la elasticidad habrían de serle aplicadas y las ondas luminosas habrían de ser longitudinales. Las ecuaciones de MaxweIl-Hertz en la teoría electromagnética de la luz, ecuaciones que son en realidad números puros, innominados, de indudable validez, excluyen toda interpretación basada en una mecánica del éter. El éter, entonces, ha sido definido como puro vacío, sobre todo bajo la impresión de deducciones sacadas de la teoría de la relatividad. Pero tal definición no significa otra cosa que la destrucción misma de la imagen dinámica.

Desde Newton, la hipótesis de una masa constante—en correspondencia con la fuerza constante—gozaba de validez incuestionable. Pero esa hipótesis ha sido anulada por la teoría de los cuantos de PIanck y las conclusiones que de ella ha derivado Niels Bohr sobre la estructura de los átomos, que habían resultado necesarios a consecuencia de ciertos experimentos. Todo sistema cerrado posee, además de la energía cinética, la energía del calor radiante, que no es separable de éste y que, por lo tanto, no es representable en su pureza, por el concepto de masa. Pues si definimos la masa por la energía viva, ya no resulta constante con respecto al estado termo dinámico. Empero la incorporación del cuanto de acción en el conjunto de las hipótesis de la dinámica barroca, de la dinámica clásica, no obtiene éxito satisfactorio y amenaza destruir el principio de la constancia de todos los nexos causales y al mismo tiempo el fundamento—echado por Newton y Leibnitz—del cálculo infinitesimal [198]. Pero la teoría de la relatividad supera en dudas a estas teorías. La teoría de la relatividad, hipótesis metódica que revela una cínica despreocupación, ataca al núcleo mismo de la dinámica. Apoyándose en los experimentos de Michelson, según los cuales la velocidad de la luz es independiente del movimiento de los cuerpos en que se propaga; preparada por los trabajos matemáticos de Lorentz y Minkowski, aspira, en su tendencia característica, a anular el concepto del tiempo absoluto. Los resultados de las observaciones astronómicas no pueden ni confirmarla ni refutarla—en esto existe hoy una ilusión peligrosa—. Sobre hipótesis como ésta no caben los juicios de exacta o falsa; se trata de ver si, en el caos de las representaciones complicadísimas y artificiosas que se han formado a consecuencia de las innumerables hipótesis de la investigación sobre radiactividad y termo dinamismo, la relatividad se mostrará o no utilizable. Pero tal como es, esta teoría ha anulado la constancia de todas las cantidades físicas en cuya definición entra el tiempo; ahora bien: la dinámica occidental, por oposición a la antigua estática, sólo posee esas cantidades impregnadas de tiempo. Ya no hay medidas absolutas de longitud, ni cuerpos rígidos. Con lo cual se suprime también la posibilidad de determinaciones cuantitativas y, por lo tanto, el concepto clásico de la masa como relación constante de la fuerza y la aceleración—en el momento mismo en que el cuanto de acción, producto de la energía y del tiempo, es establecido como una nueva constante.

Podemos advertir claramente que las representaciones de los átomos construidas por Rutherford y Bohr [199] no significan más sino que el resultado numérico de las observaciones queda súbitamente asentado en una imagen que representa un mundo planetario en el interior del átomo, mientras que hasta ahora se prefería la representación de enjambres de átomos; podemos advertir asimismo que los físicos actuales propenden a construir series enteras de hipótesis, verdaderos castillos de naipes, tapando cada contradicción con una nueva hipótesis rápidamente elaborada; y si a esto añadimos cuan poco les preocupa el hecho de que todas esas imágenes sean entre sí contradictorias e incompatibles con la imagen rigurosa de la dinámica barroca, habremos llegado a la convicción de que el gran estilo de las representaciones físicas ha terminado, dejando el puesto, como la arquitectura y las artes plásticas, a una especie de producción industrial de hipótesis; y si no se percibe con entera claridad el derrumbamiento de este simbolismo, es porque lo oculta la superior maestría de la técnica experimental en nuestro tiempo.

Entre los símbolos de la decadencia es el primero y principal la entropía, que, como es sabido, constituye el tema del segundo principio de la termodinámica. El primer principio, el de la conservación de la energía, se limita a formular la esencia de la dinámica, por no decir la estructura del espíritu europeo occidental, que es el único para quien la naturaleza, necesariamente, aparece en la forma de una causalidad dinámica y contrapuntística, en oposición a la estática y plástica de Aristóteles. El elemento fundamental de la imagen del mundo fáustico no es la actitud, sino la acción, o, dicho mecánicamente, el proceso; y aquel principio fija exclusivamente el carácter matemático de los procesos en forma de variables y constantes. Pero el segundo principio llega más hondo y determina una tendencia uniforme del acontecer físico, que no está de ninguna manera definida a priori en los conceptos fundamentales de la dinámica.

La entropía es representada matemáticamente por una cantidad que está determinada por el estado momentáneo de un sistema cerrado de cuerpos y que, a pesar de todos los cambios posibles de índole física o química, sólo puede aumentar, nunca disminuir. En el mejor caso, permanece invariable. A la entropía le sucede lo mismo que a la fuerza y a la voluntad, que es perfectamente clara y distinta para todo aquel que consiga penetrar en la esencia de esas formas, pero que recibe de cada cual fórmulas distintas y manifiestamente insuficientes. También aquí el espíritu resulta inferior a la necesidad expresiva del sentimiento cósmico.

El conjunto de los procesos se divide en irreversibles o reversibles, según que la entropía aumenta o no. En los de la primera clase, la energía libre se convierte en energía almacenada; para que esta energía muerta vuelva a convertirse en energía viva hace falta que al mismo tiempo se verifique un segundo proceso que almacene otro cuanto de energía viva.

El ejemplo más conocido es la combustión del carbón, esto es, la conversión de la energía viva almacenada en calor, recogido por la forma gaseosa del ácido carbónico, cuando se quiere convertir la energía latente del agua en tensión gaseosa y en movimiento. De aquí se sigue que la entropía disminuye continuamente en el conjunto del universo, de manera que el sistema dinámico camina a un estado final. Entre los procesos irreversibles están los de conducción del calor, difusión, frotamiento, emisión luminosa, reacciones químicas; entre los procesos reversibles, la gravitación, las vibraciones eléctricas, las ondas electromagnéticas y sonoras.

Lo que hasta ahora nadie ha sentido, lo que me inclina a considerar el principio de la entropía (1850) como el comienzo de la destrucción de esa obra maestra de la inteligencia europea, la física de estilo dinámico, es la profunda oposición entre la teoría y la realidad, oposición que por vez primera se manifiesta explícitamente en la teoría misma. Habiendo el primer principio dibujado el cuadro riguroso de un acontecer de la naturaleza en series de causas y efectos, viene luego el segundo principio, e introduciendo la irreversibilidad, pone de manifiesto una tendencia de la vida inmediata, que contradice fundamentalmente la esencia de la mecánica y de la lógica.

Si perseguimos las consecuencias de la teoría de la entropía, resultará en primer lugar que, teóricamente, todos los procesos han de ser reversibles. Es ésta una de las exigencias fundamentales de la dinámica. Con toda rigurosidad lo reclama asi el primer principio. Pero resulta, en segundo lugar, que en la realidad todos los procesos naturales son irreversibles. Ni siquiera en las condiciones artificiales de la experimentación puede revertirse exactamente el proceso más sencillo, es decir, restablecerse un estado en su situación anterior. Nada es tan característico del estado actual del sistema como la introducción de la hipótesis del «desorden elemental», para desvanecer la contradicción entre las exigencias del espíritu y las experiencias reales: las mínimas partículas de los cuerpos—una imagen, no más—verifican todas procesos reversibles; pero en las cosas reales esas partículas están desordenadas y se estorban unas a otras y, por consiguiente, hay una probabilidad media de que el proceso natural, el proceso percibido por el observador, el proceso irreversible, vaya unido a un aumento de la entropía. Asi, la teoría se convierte en un capitulo del cálculo de probabilidades, y en lugar de los métodos exactos aparecen los estadísticos.

Es evidente que nadie ha advertido lo que esto significa.

La estadística, como la cronología, pertenece a lo orgánico, a la vida que se mueve en direcciones varias, al sino y al azar, no al mundo de las leyes y de la causalidad intemporal.

Es bien sabido que la estadística sirve principalmente para caracterizar evoluciones políticas y económicas, esto es, históricas. En la mecánica clásica de Galileo y Newton no hubiera habido sitio para ella. Lo que ahora, de pronto, resulta sometido y sometible a métodos estadísticos, con probabilidades en lugar de aquella exactitud apriorística que unánimes exigían todos los pensadores barrocos, es el hombre que vive esa naturaleza, conociéndola, que se vive a sí mismo en ella; lo que la teoría abandona con necesidad interna—esos procesos reversibles que no existen en la realidad—representa el residuo de una forma rigurosa espiritual, el resto de la gran tradición barroca, que era hermana del estilo contrapuntístico. Ese refugio en la estadística revela el agotamiento de la fuerza ordenativa que actuara en aquella tradición. El producirse y lo producido, el sino y la causalidad, los elementos históricos y los naturales comienzan a mezclarse. Los elementos formales de la vida: crecimiento, envejecimiento, duración, dirección, muerte, acuden a los primeros planos.

Esto es lo que, desde este punto de vista, ha de significar la irreversibilidad de los procesos cósmicos. En oposición al signo físico t, es la irreversibilidad la expresión del tiempo auténtico, del tiempo histórico que vivimos íntimamente, y que es idéntico al sino.

La física del barroco era un sistema estricto; no podían conmover su edificio teorías como ésta; en su cuadro no podía hallarse nada que expresara el azar y la simple probabilidad. Pero con la entropía la física se convierte en fisiognómica. Persigue el «curso del mundo». La idea del fin del mundo aparece en el ropaje de ciertas fórmulas que en el fondo de su esencia no son ya fórmulas. Entra en la física cierto elemento goethiano; y se apreciará bien la gravedad de este hecho si se ve claramente lo que en último término significaba la polémica apasionada de Goethe contra Newton en la teoría de los colores. Argumentaba en ella la intuición contra la intelección, la vida contra la muerte, la forma creadora contra la ley ordenativa. El mundo de las formas críticas, en el conocimiento de la naturaleza, nació del sentimiento de la naturaleza, del sentimiento de Dios, por contradicción contra éste. Pero ahora, al término de la época posterior, ha llegado a la extrema reparación y torna a su punto de partida.

Y asi la imaginación, que actúa en la dinámica, evoca una vez más los grandes símbolos de la pasión histórica del hombre fáustico, la eterna preocupación, la propensión a las lejanías remotísimas del pretérito y futuro, la investigación histórica retrospectiva, el Estado previsor, las confesiones y autoanálisis, las campanadas de los relojes que, por doquiera resonantes, recuerdan a los pueblos el compás de la vida. El ethos de la palabra tiempo, tal como nosotros solos lo sentimos, tal como la música instrumental lo refleja en oposición a la plástica estatuaria, se dirige hacia un fin. Ese fin ha sido representado en todas las imágenes vitales de Occidente como un tercer reino, una nueva edad, un problema de la humanidad, el término de una evolución. Esto es lo que significa la entropía, para la existencia total y el sino del mundo fáustico como naturaleza.

Ya en el concepto mítico de la fuerza, fundamento de todo este mundo de formas dogmáticas, reside tácito el sentimiento de una dirección, la referencia al pasado y al futuro; y aun se ve más claramente esto en el nombre de procesos, que se aplica a los acontecimientos naturales. Puede decirse que la entropía, forma espiritual que reúne la suma infinita de todos los sucesos naturales en una unidad histórica y fisiognómica, estaba ya implícita desde el principio en todas las conceptuaciones físicas, y que había de obtenerse un día como un «descubrimiento» por el camino de la inducción científica, para ser luego «confirmada» por los demás elementos teóricos del sistema. Cuanto más se acerca la dinámica a su fin, por agotamiento de sus posibilidades internas, más claros aparecen en el cuadro los rasgos históricos, más enérgica se manifiesta, junto a la necesidad inorgánica de la causa, la necesidad orgánica del sino, y junto a los factores de la extensión pura— capacidad e intensidad—, los factores de la dirección. Esto sucede por medio de una serie de audaces hipótesis, de estructura similar, que sólo en apariencia se derivan de exigencias experimentales, pero que en realidad estaban ya implícitas en el sentimiento cósmico y la mitología de la época gótica.

Entre esas hipótesis se encuentra la extraña hipótesis de la destrucción atómica, inventada para interpretar los fenómenos radiactivos. Según esta hipótesis algunos átomos de uranio, que han conservado intacta su esencia durante millones de años, a pesar de las influencias exteriores, estallan de pronto, sin causa conocida, y lanzan al espacio sus partículas, con una velocidad que llega a miles de kilómetros por segundo. Este sino alcanza sólo a algunos de los numerosísimos átomos radiactivos, dejando intactos a los vecinos. He aquí una imagen que es también histórica, no natural; y si aquí se muestra necesaria la aplicación de la estadística, sería cosa de hablar de una substitución del número matemático por el número cronológico [200].

Estas representaciones retrotraen la fuerza mitoplástica del alma fáustica a su punto de partida. Al comienzo del gótico, justamente cuando se empezaron a construir los relojes mecánicos, símbolos de un sentimiento histórico, apareció el mito de Ragnarök, del fin del mundo, del ocaso de los dioses. Es posible que esta representación tal como la encontramos en el Völuspa y en forma cristiana en el Muspilli, tenga su origen, como todos los supuestos mitos germánicos primitivos, en modelos de motivos antiguos, y sobre todo cristianos apocalípticos; pero en su forma germánica es la expresión y símbolo del alma fáustica y no de otra alguna.

El mundo de los dioses olímpicos no tiene historia. No conoce devenir, ni épocas, ni fin. Pero el disparo apasionado hacia la lejanía es típicamente fáustico. La fuerza, la voluntad tiene un fin, y donde hay un fin hay también un término para la mirada inquisitiva. Aquí se manifiesta en forma de concepto eso mismo que la perspectiva de la gran pintura al óleo expresa por medio del punto de convergencia, el parque barroco por medio del «point de vue», el análisis por medio del miembro restante de las series infinitas. El Fausto de la segunda parte de la tragedia muere porque ha alcanzado su fin. El fin del mundo como cumplimiento de una evolución interna, necesaria: he aquí el ocaso de los dioses. Tal significa la teoría de la entropía, concepción última, concepción irreligiosa del mito.

Aun nos queda diseñar el ocaso de la ciencia occidental.

El camino que sigue hoy empieza ya a inclinarse hacia el descenso. Por eso puede preverse con seguridad su decadencia.

Esto mismo, a saber: la previsión del indefectible sino, es patrimonio exclusivo de la visión histórica, que sólo el espíritu fáustico posee. La antigüedad murió, sin saber que moría, creyendo en una realidad eterna. Vivió sus últimos días con una felicidad sin reservas, gustando cada hora como un don de los dioses. Nosotros, empero, conocemos nuestra historia.

Una última crisis espiritual nos aguarda, una crisis que conmoverá al mundo europeo y americano. El helenismo posterior nos dice cuál ha de ser su curso. La tiranía del intelecto, que nosotros no sentimos porque representamos la cumbre del ejercicio intelectual, constituye en cada cultura una época entre la virilidad y la senectud; no más. Su expresión más clara se halla en el culto de las ciencias exactas, de la dialéctica, de la demostración, de la experiencia, de la causalidad.

El jónico y el barroco representan el vuelo del intelecto. El problema consiste en saber cuál será la forma de su terminación.

He aquí lo que yo predigo: En este siglo, siglo del alejandrinismo científicocrítico, siglo de las grandes cosechas, de las concepciones definitivas, arderá un nuevo fuego interior, capaz de superar la voluntad que aspira a la derrota de la ciencia. La ciencia exacta camina al suicidio, por el refinamiento de sus problemas y métodos. Primero se pusieron a prueba sus medios—en el siglo XVIII—; luego, su poder—en el XIX—; finalmente se contempla su función histórica. Pero el camino del escepticismo conduce a la «segunda religiosidad» [201], que no viene antes, sino después de una cultura.

Se renuncia entonces a toda demostración; los hombres quieren creer, no analizar. La investigación crítica deja de ser un ideal del espíritu.

El individuo renuncia, abandonando los libros. La cultura, renuncia, cesando de manifestarse en inteligencias científicas.

La ciencia, empero, no existe mas que en el pensamiento vivo de las grandes generaciones de sabios; y los libros no son nada si no viven y actúan en hombres que estén a su altura. Los resultados científicos no son sino los elementos de una gran tradición. La muerte de una ciencia consiste en que no haya nadie ya capaz de vivirla. Pero doscientos años de orgías científicas acaban por hartar. No es el individuo, es el alma de la cultura la que se harta. Y lo manifiesta enviando al mundo histórico del día unos investigadores cada vez más pequeños, mezquinos, estrechos, infecundos.

El gran siglo de la ciencia antigua fue el tercero, el que sigue a la muerte de Aristóteles. Cuando llegaron los romanos, cuando Arquímedes murió, casi se había terminado ya. Nuestro gran siglo ha sido el XIX. Ya en 1900 no hay sabios por el estilo de Gauss, Humboldt, Helmholtz. Han muerto los grandes maestros de la física, de la química, de la biología, de la matemática. Hoy vivimos el decrescendo de los brillantes epígonos que saben ordenar, reunir y concluir, como los alejandrinos en la época romana. Es éste un síntoma general que aparece en todo lo que no sea la vida práctica, la política, la técnica, la economía. Después de Lisipo no viene ningún gran escultor cuya presencia haya sido un sino; después de los impresionistas, ningún pintor; después de Wagner ningún músico. La época del cesarismo no necesita arte ni filosofía. A Eratóstenes y Arquímedes, los creadores propiamente dichos, siguen Poseidonio y Plinio, que coleccionan con buen gusto; y por último vienen Ptolomeo y Galeno, que no hacen sino copiar. Asi como la pintura al óleo y la música contrapuntística agotaron sus posibilidades en un corto número de siglos de evolución orgánica, asi también la dinámica, cuyo mundo de formas florece hacia 1600, es un con-junto que se encuentra hoy en disolución.

Pero antes, el espíritu fáustico, eminentemente histórico, ha de proponerse un problema nunca planteado, ni siquiera vislumbrado como posible hasta ahora. Habrá de ser escrita una morfología, de las ciencias exactas, que investigue cómo todas las leyes, los conceptos, las teorías son formas íntimamente conexionadas, y qué es lo que, como tales, significan en el ciclo vital de la cultura fáustica. La física teorética, la química, la matemática, consideradas como conjuntos de símbolos: he aquí la superación definitiva del aspecto mecánico por una visión cósmica que vuelve a ser religiosa. Es la última obra maestra de una fisiognómica en la cual se deshace la sistemática, como expresión y símbolo. En el futuro no preguntaremos ya cuáles son las leyes universalmente válidas de la afinidad química o del diamagnetísmo—modo de pensar dogmático exclusivo del siglo XIX—; y hasta nos admiraremos de que tales problemas hayan podido antaño llenar espíritus de tanta valía. Investigaremos de dónde vienen esas formas prefijadas al espíritu fáustico; por qué hubieron de recaer en nosotros, hombres de determinada cultura, a diferencia de cualesquiera otros; qué sentido profundo encierra el hecho de que las cifras obtenidas se manifiesten justamente en tal o cual vestidura de imágenes. Y hoy apenas si podemos vislumbrar cuántos supuestos valores objetivos, cuántas supuestas experiencias no son sino vestiduras, imágenes y expresiones.

Las ciencias particulares, teoría del conocimiento, física, química, matemática, astronomía, se acercan unas a otras con rapidez cada día mayor. Vamos a una perpetua identidad de los resultados y, por lo tanto, a una mezcla de los mundos de formas. Esta síntesis representa por una parte un sistema reducido a escasas fórmulas fundamentales compuestas de números funcionales; por otra, un pequeño grupo de teorías quedan nombres a esos números. Por último, estas teorías serán reconocidas como mitos encubiertos, nacidos en la época primera de la cultura; y a su vez podrán y deberán reducirse a algunos rasgos esenciales de carácter imaginativo, pero de significación fisiognómica. Nadie ha notado esta convergencia, porque desde Kant, y propiamente ya desde Leibnitz, ningún sabio ha dominado el conjunto de los problemas de todas las ciencias exactas.

Hace cien años eran la física y la química extrañas una a otra; hoy son inseparables. Recordad los problemas del análisis espectral, de la radiactividad y de la radiación calórica. Hace cincuenta años las partes esenciales de la química podían ser expuestas casi sin matemáticas; hoy los elementos químicos están ya a punto de convertirse en constantes matemáticas de relaciones complejas de variables. Los elementos eran, empero, en su acepción sensible, las últimas magnitudes de la ciencia natural que recordaban la plasticidad antigua. La fisiología está a punto de convertirse en un capítulo de la química orgánica y empieza a emplear los medios del cálculo infinitesimal. Las partes de la vieja física, que se distinguían por los órganos de percepción sensible—acústica, óptica, termología—, se han deshecho para integrarse en una dinámica del éter, cuyos límites puramente matemáticos no se mantienen fijos. Las últimas consideraciones de la teoría del conocimiento se reúnen hoy con las del análisis superior y con la física teorética en un conjunto de muy difícil acceso, al que pertenece o debiera de pertenecer, por ejemplo, la teoría de la relatividad. La teoría emanativa de las especies radiantes, en radiactividad, se expresa en un lenguaje de signos, que no contiene nada intuíble.

La química está a punto de eliminar los rasgos sensibles que aun quedan en la determinación intuitiva de las cualidades de los elementos (valencia, peso, afinidad, reactividad). Los elementos se caracterizan de diferente manera, según los enlaces de que «procedan»; representan complejos de unidades heterogéneas que actúan experimentalmente («realmente») como unidades de orden superior, y por lo tanto no son prácticamente separables, aunque relativamente a su radiactividad presenten hondas diferencias; la emanación de energía radiante implica una estructura y, por lo tanto, cabe hablar de una duración vital de los elementos, lo cual es una evidente contradicción al concepto primitivo del elemento y, por tanto, al espíritu de la química moderna, creada por Lavoisier. Todo esto acerca estas representaciones a la teoría de la entropía, con su escabrosa oposición entre causalidad y sino, naturaleza e historia; todo esto indica que nuestra ciencia tiende a identificar sus asertos lógicos o numéricos con la estructura del intelecto mismo y va acercándose a la noción de que toda la teoría que envuelve a esos números representa simplemente la expresión simbólica de la vida fáustica.

En este punto, hemos de citar, por último, como uno de los fermentos más importantes que actúan en el mundo de las formas, la teoría de los conjuntos, teoría típicamente fáustica que, en rigurosa oposición a la vieja matemática, no concibe ya magnitudes singulares, sino la reunión de magnitudes morfológicamente homogéneas por algún carácter; por ejemplo: la totalidad de los números cuadrados o la de las ecuaciones diferenciales de cierto tipo. La teoría de los conjuntos concibe esos conjuntos como nuevas unidades, como nuevos números de orden superior y los somete a reflexiones, antes completamente desconocidas, que versan sobre su potencia, ordenación, equivalencia, numerabilidad [202]. Los conjuntos finitos (numerables, limitados) se caracterizan, por su potencia, como «números cardinales» y, por su orden, como «números ordinales», y se establecen sus leyes y especies numéricas. Se está, pues, realizando una última amplificación de la teoría de las funciones, que poco a poco había ido incorporando la matemática entera al lenguaje de sus formas; y según esto, atendiendo al carácter de las funciones, se procede por principios de la teoría de los grupos, y atendiendo al valor de las variables, por principios de la teoría de los conjuntos. La matemática en este punto tiene plena conciencia de que estas consideraciones últimas sobre la esencia del número confluyen con las de la lógica pura, y ya se habla de un álgebra de la lógica. La axiomática de la moderna geometría es ya totalmente un capitulo de la teoría del conocimiento.

El fin inadvertido a que todo esto se encamina, y que el verdadero físico siente en si como un instinto, es la construcción de una trascendencia pura, numérica, la superación perfecta e integral de la apariencia sensible, substituida ahora por un idioma de imágenes, incomprensible e impronunciable para el lego, idioma al que confiere necesidad interna el gran símbolo fáustico del espacio infinito. Ciérrase el ciclo de la física occidental. Con el profundo escepticismo de estas nociones postreras, se retrotrae el espíritu a las formas de la religiosidad gótica. El contorno cósmico inorgánico, conocido, analizado, el mundo como naturaleza, se ha convertido en una pura esfera de números funcionales. Hemos visto que el número es uno de los símbolos más primitivos de las culturas, y de aquí se sigue que la ascensión hacia el número puro es el retorno de la conciencia vigilante a su propio misterio, la revelación de su propia necesidad formal. Llegada a su término, descúbrese al fin la trama inmensa—cada vez más impalpable, cada vez más transparente—que teje sin cesar la ciencia de la naturaleza: no es otra cosa que la estructura interna de la intelección verbal, que se figura haber superado la apariencia y haber aislado «la verdad». Pero debajo reaparece lo primario y más profundo, el mito, el devenir inmediato, la vida misma. Cuanto menos antropomórfica cree ser la física, más lo es en realidad. Va eliminando uno por uno los rasgos humanos del cuadro natural, para obtener una naturaleza que parece pura, pero que no es a la postre sino la humanidad misma. Del alma gótica surgió el espíritu ciudadano, alter ego de la física irreligiosa, ocultando con su sombra la imagen religiosa del universo. Hoy, en el ocaso de la época científica, en el estadio del escepticismo victorioso disípanse las nubes y reaparece con perfecta claridad el paisaje matutino.

La última conclusión de la sabiduría fáustica es—si bien sólo en sus momentos supremos— la disolución de la ciencia toda en un ingente sistema de afinidades morfológicas. La dinámica y el análisis son por su sentido, sus formas y su substancia idénticos a la ornamentación románica, a las catedrales góticas, al dogma cristianogermánico y al Estado dinástico. Todos hablan de un mismo sentimiento cósmico. Todos han nacido y envejecido con el alma fáustica. Todos representan su cultura, como espectáculo histórico, en el mundo del día y del espacio. La reunión de todos los aspectos científicos en un solo conjunto presentará todos los rasgos del gran arte contrapuntístico. Una música infinitesimal del espacio cósmico ilimitado: éste ha sido el anhelo profundo de este alma, en oposición a la antigua con su cosmos plástico euclidiano. Tal es, reducido a la fórmula de una causalidad dinámicoimperativa, necesidad lógica de la inteligencia fáustica; tal es, desarrollado en una física dictatorial, trabajadora, que circunda la tierra; tal es, digo, su gran testamento para el espíritu de las culturas venideras—legado de formas colmadas de trascendencia, que quizá nunca será abierto por nadie. Asi, un día la ciencia occidental, cansada de su esfuerzo, tornará al hogar primero de su alma.


F I N D E L P R I M E R T O M O Y D E L A P R I M E R A P A R T E


Notas

[145] Véase parte II, cap. V, núm. 6. Véase también Lenard, Relativtätsprincip, Éter, Gravitatión (1920), págs. 20 y siguientes.

[146] Véase parte II, cap. III, núm. 19, y cap. V, núm. 6. [147] Véase tomo I, pág. 93.
[148] Por ejemplo, en la segunda ley de la termodinámica, fórmula de Boltzmann: «El logaritmo de la verosimilitud de un estado es proporcional a la entropía de ese estado.» Aquí cada palabra contiene toda una intuición de la naturaleza, intuición que sólo podemos sentir, no describir.

[149] Véase parte II, cap. III, núm. 19. [150] Véase parte II, cap. III, núm. 20.
[151] E. Wiedemann: Uber die Naturwissenschaft bei den Arabern [Sobre la física de los árabes], 1890. F. Strunz; Geschichte der Naturwissenschaft im Mittelalter [Historia de la física en la Edad Media], 1910, págs. 58 y siguientes.

[152] F. Duhem: Eludes sur Léonard de Vinci, tercera serie, 1913.

[153] M. Berthelot La Química en la antigüedad y la Edad Media, 1909, pág. 64.

[154] Para los metales, es el «mercurio» el principio del carácter substancial—brillo, ductilidad, fusibilidad—, y el «sulfuro», el de las producciones atributivas, como combustión, transformación. Véase Strunz: Geschichte der Naturwissenschaft im Mittelalter [Historia de la física en la Edad Media], 1910, pág. 73.

[155] Véase parte II, cap. III, núm. 19, y cap. V, núm. 6. [156] Indefinido, principio, forma, materia.—N. del T.
[157] Tierra, agua, aire. El fuego, para fa visión antigua, debe añadirse también; es la impresión óptica más fuerte que hay, y por eso el espíritu antiguo no dudó de su corporeidad.

[158] Véase parte II, cap. III, núm. 13.

[159] A pesar del dominico español Arnaldo de Villanova (+ 1311), la química durante los siglos góticos no tuvo importancia creadora, si se compara con la investigación matemático-física.

[160] Véase M. Born: Der Aufbau der Materie [La estructura de la materia], 1920, pág. 27. [161] Véase pág. 30
[162] Tomo I, págs. 261 y siguiente.

[163] Véase tomo I, pág. 187, y parte II, cap. I, núm. 2.

[164] Véase tomo I, págs. 256 y 257.

[165] Véase tomo I, pág. 253, y parte II, cap. I, núm. [166] Véase tomo I, págs. 232 y siguientes.
[167] Véase tomo I, págs. 184, 330 y siguiente. [168] Véase parte II, cap. III, núm. 19.
[169] Véase J. Goldziher: Die islamische und jüdische Philosophie (Kultur der Gegenwart, I, V, 1913). [La filosofía islámica y judía.-En el tomo I, V, de la Cultura del presente], págs. 306 y siguientes.

[170] Véase parte II, cap. I, núm. 6, y cap. IV, núm. 4.

[171] Puede afirmarse que la fe firmísima de Haeckel, por ejemplo, en las palabras átomo, materia, energía, no se diferencia esencialmente del fetichismo del hombre de Neanderthal.

[172] Véase primera parte, volumen I, pág. 195.

[173] Sobre las edades de las culturas primitivas y superiores, véase parte II, cap. I, núm. 9. [174] Véase parte II, cap. III, núm. 12.
[175] Véase parte II, cap. III, núm. 16. [176] Véase parte II, cap. III, núm. 17.
[177] Esta palabra nórdica, que significa crepúsculo de los dioses, designa la leyenda del fin del mundo, ardiendo la tierra toda.—N. del T.

[178] Poema suralemán sobre el juicio final. La forma Muspil en nórdico significa incendio del mundo.— N. del T.

[179] Véase parte II, cap. III, núm. 17.

[180] Véase E. Mogk; Germanische Mythologie, en Grundriss der germanischen
Philologie, III (1900), pág. 340.

[181] Véase parte II, cap. III, núm. 4 y núm. 12. [182] Animal político.— N. del T.
[183] Véase pág. 83.

[184] Véase Wissowa; Religión und Kultur der Römer (1912), pág. 38.

[185] En Egipto fue Ptolomeo Filadelfo el que introdujo el culto al soberano. La adoración de los Faraones tenia un sentido muy diferente.

[186] Véase parte II, cap. III, núm. 4.

[187] Véase Wissowa: Kult und Religion der Römer, 1912, pág, 98. [188] Véase Wissowa: Kult und Religion der Römer, 1912, pág, 355.
[189] No podemos exponer aquí la significación simbólica del título y su relación con el concepto y la idea de la persona. Sólo diremos que la cultura antigua es la única que no conoce títulos. Los títulos contradicen el sentido severamente somático de las designaciones,. Aparte de los nombres propios y los sobrenombres, sólo había los nombres técnicos de los empleos efectivos. «Augustus» se convierte en seguida en nombre propio y César en seguida en nombre de una función. La penetración del sentimiento mágico en el Imperio puede seguirse viendo cómo entre los funcionarios de la Roma posterior las fórmulas de cortesía como vir clarissimus se convierten en títulos fijos que pueden concederse y anularse. Del mismo modo los nombres de dioses anteriores y extranjeros se convierten ahora en títulos de la divinidad reconocida.

Salvador (Asklepios) y Buen Pastor (Orfeo) son títulos de Cristo. En cambio, en los buenos tiempos de la antigüedad los sobrenombres de las deidades romanas se convirtieron poco a poco en dioses independientes.

[190] Diágoras, que fue condenado a muerte en Atenas por sus escritos ateos, ha dejado ditirambos de una profunda piedad. Léanse el diario de Hebbel y sus cartas a Elisa. Hebbel no creía en Dios»; pero rezaba.

[191] Véase parte II, cap. III, núm. 19. [192] Véase parte II, cap. III, núm. 4.

[193] En la conclusión famosa de su Óptica (1706), que produjo una impresión poderosísima y fue el punto de partida para nuevos problemas teológicos, Newton separa el terreno de las causas mecánicas del de la causa primera, divina, cuyo órgano de percepción habría de ser el espacio infinito mismo.

[194] La estructura dinámica de nuestro pensamiento aparece primeramente, como ya hemos visto, en las lenguas occidentales con su ego habeo factum, en lugar de feci. Desde entonces todo cuanto sucede lo vamos expresando en términos siempre dinámicos. Decimos que «la» industria se abre mercados y que «el racionalismo» llega a predominar.

No hay lengua antigua que permita expresiones de este tipo. Ningún griego hubiese dicho
«el estoicismo» en lugar de «los estoicos». Aquí se manifiesta una diferencia esencial entre las imágenes de la poesía antigua y las de la poesía occidental.

[195] Véase pág. 139. [196] Véase pág. 209.
[197] Véase parte II, cap. V, núm. 4.

[198] M. Planck: Die Entstehung und bisherige Entwicklung der Quantentheorie [Origen y evolución actual de la teoría de los cuantos] 1920, págs. 17 y 25.

[199] Que han sido causa de que muchos se figuren que ha quedado demostrada «la existencia real» de loa átomos, extraña recaída en el materialismo del siglo anterior.

[200] De hecho, la idea de que los elementos tienen una duración vital ha dado ocasión a su estimación media en 3,85 días (véase K. Fajans, Radioctivität, 1919, pág. 12).

[201] Véase parte II, cap. III, núm. 20.

[202] El «conjunto» de los números racionales es numerable; el de los reales, no. El conjunto de los números complejos es de dos dimensiones; de donde se infiere el concepto de conjunto de n dimensiones, que introduce las formas geométricas en la esfera de la teoría de los conjuntos.