LA DECADENCIA DE OCCIDENTE. PRÓLOGO E INTRODUCCIÓN

OSWALD SPENGLER

LA DECADENCIA DE OCCIDENTE

(Tomo 1)

BOSQUEJO DE UNA MORFOLOGÍA DE LA HISTORIA UNIVERSAL


TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN POR

MANUEL G. MORENTE

ESPASA – CALPE, S. A.

MADRID

1966

PROEMIO

En los últimos años se oye por dondequiera un monótono treno sobre la cultura fracasada y concluida. Filisteos de todas las lenguas y todas las observancias se inclinan ficticiamente compungidos sobre el cadáver de esa cultura, que ellos no han engendrado ni nutrido. La guerra mundial, que no ha sido tan mundial como se dice, parece ser el síntoma y, al par, la causa de la defunción.

La verdad es que no se comprende cómo una guerra puede destruir la cultura. Lo mas a que puede aspirar el bélico suceso es a suprimir las personas que la crean o transmiten. Pero la cultura misma queda siempre intacta de la espada y el plomo. Ni se sospecha de qué otro modo pueda sucumbir una cultura que no sea por propia detención, dejando de producir nuevos pensamientos y nuevas normas. Mientras la idea de ayer sea corregida por la idea de hoy, no podrá hablarse de fracaso cultural.

Y, en efecto, lejos de existir éste, acontece que, al menos la ciencia, experimenta en nuestros días un incomparable crecimiento de vitalidad. Desde 1900, coincidiendo peregrinamente con la fecha inicial del nuevo siglo, comienzan a elevarse sobre el horizonte intelectual pensamientos de nueva trayectoria. Esporádicamente, sin percibir su radical parentesco, aparecen en unas y otras ciencias teorías que se caracterizan por disentir de las dominantes en el siglo XIX y lograr su superación. Nadie hasta ahora se había fijado en que todas esas ideas que se hallan en su hora de oriente, a pesar de referirse a los asuntos mas disparejos, poseen una fisonomía común, una rara y sugestiva unidad de estilo.

Desde hace tiempo sostengo en mis escritos que existe ya un organismo de ideas peculiares a este siglo XX que ahora pasa por nosotros. La ideología del siglo XIX, vista desde ese organismo, parece una pobre cosa tosca, maniática, imprecisa, inelegante y sin remedio periclitada.

Esto, que era en mis escritos poco mas que una privada afirmación, podrá recibir ahora una prueba brillante con la Biblioteca de Ideas del siglo XX.

En ella reúno las obras más características del tiempo nuevo, donde principian su vida pensamientos antes no pensados. Desde la matemática a la estética y la historia, procurará esta colección mostrar el nuevo espíritu labrando su miel futura sobre toda la flora intelectual. Claro es que tratándose de una ideología en plena mocedad no podrá pedirse que existan ya tratados clásicos donde aparezca con una perfección sistemática. Es más, algunos de estos libros contienen, junto a las ideas de nuevo perfil, residuos de la antigua manera, y como las naves al ganar la ribera, mientras hincan ya la proa en la arena aun se hunde su timón en la marina.

El libro de Oswald Spengler, la Decadencia de Occidente, es, sin disputa, la peripecia intelectual más estruendosa de los últimos años. El primer tomo se publicó en julio de
1918: en abril de 1922 se habían vendido en Alemania 53.000 ejemplares, y en la misma fecha se imprimían 50.000 del segundo tomo. No hay duda de que influyeron en tal fortuna la ocasión y el título.

Alemania derrotada sentía una transitoria depresión que el título del libro venía a acariciar, dándole una especie de consagración ideológica.

Sin embargo, conforme el tiempo avanzaba se ha ido viendo que la obra de Spengler no necesitaba apoyarse en la anecdótica coincidencia con un estado fugaz de la opinión pública alemana.

Es un libro que nace de profundas necesidades intelectuales y formula pensamientos que latían en el seno de nuestra época.

Hasta tal punto es asi, que una de las graves faltas del estilo de Spengler es presentar como exclusivas y propias suyas ideas que, con más o menos mesura, habían sido expresadas antes por otros. Puede decirse que casi todos los temas fundamentales de Spengler le son ajenos, si bien es preciso reconocer que ha adquirido sobre ellos el derecho de cuño. Spengler es un poderoso acuñador de ideas, y quienquiera penetre en las tupidas páginas de este libro se sentirá sacudido una y otra vez por el eléctrico dramatismo de que las ideas se cargan cuando son fuertemente pensadas.

¿Qué es la obra de Spengler? Ante todo una filosofía de la historia. Los que siguen la publicación de esta biblioteca habrán podido advertir que la física de Einstein y la biología de Uxküll coinciden, por lo pronto, en un rasgo que ahora reaparece en Spengler y más tarde veremos en la nueva estética, en la ética, en la pura matemática. Este rasgo, común a todas las reorganizaciones científicas del siglo XX, consiste en la autonomía de cada disciplina. Einstein quiere hacer una física que no sea matemática abstracta, sino propia y puramente física. Uxküll y Driesch bogan hacia una biología que sea sólo biología y no física aplicada a los organismos. Pues bien; desde hace tiempo se aspira a una interpretación histórica de la historia. Durante el siglo XIX se seguía una propensión inversa: parecía obligatorio deducir lo histórico de lo que no es histórico. Así, Hegel describe el desarrollo de los sucesos humanos como resultado automático de la dialéctica abstracta de los conceptos; Buckle, Taine, Ratzel, derivan la historia de la geografía; Chamberlain, de la antropología; Marx, de la economía. Todos estos ensayos suponen que no hay una realidad última y propiamente histórica.

Por otra parte, los historiadores de profesión, desentendiéndose de aquellas teorías, se limitan a coleccionar los «hechos» históricos. Nos refieren, por ejemplo, el asesinato de César. Pero ¿«hechos» como éste son la realidad histórica? La narración de ese asesinato no nos descubre una realidad, sino, por el contrario, presenta un problema a nuestra comprensión. ¿Qué significa la muerte de César? Apenas nos hacemos esta pregunta caemos en la cuenta de que su muerte es sólo un punto vivo dentro de un enorme volumen de realidad histórica: la vida de Roma. A la punta del puñal de Bruto sigue su mano, y a la mano el brazo movido por centros nerviosos donde actúan las ideas de un romano del siglo I a. de J. Pero el siglo I no es comprensible sin el siglo II, sin toda la existencia romana desde los tiempos primeros. De este modo se advierte que el «hecho» de la muerte de César sólo es históricamente real, es decir, sólo es lo que en verdad es, sólo esta completo cuando aparece como manifestación momentánea de un vasto proceso vital, de un fondo orgánico amplísimo que es la vida toda del pueblo romano. Los «hechos» son sólo datos, indicios, síntomas en que aparece la realidad histórica. Esta no es ninguno de ellos, por lo mismo que es fuente de todos. Más aún: qué «hechos» acontezcan depende, en parte, del azar. Las heridas de César pudieron no ser mortales. Sin embargo, la significación histórica del atentado hubiera sido la misma.

Quiero decir que la realidad histórica latente de que el acto de Bruto surgió, como la fruta en el árbol, permanece idéntica más allá de la zona de los «hechos»—piel de la historia— en que la casualidad interviene. En este sentido es preciso decir que la realidad histórica no sólo es fuente de los «hechos» que efectivamente han acontecido, sino también de otros muchos que con otro coeficiente de azar fueron posibles. ¡De tal modo rebosa la realidad histórica el área superficial de los «hechos»!

No basta, pues, con la historia de los historiadores. Spengler cree descubrir la verdadera substancia, el verdadero «objeto» Histórico en la «cultura». La«cultura», esto es, un cierto modo orgánico de pensar y sentir, sería, según él el sujeto, el protagonista de todo proceso histórico. Hasta ahora han aparecido sobre la tierra varios de estos seres propiamente históricos. Spengler enumera hasta nueve culturas, cuya existencia ha ido sucesivamente llenando el tiempo histórico. Las «culturas» tienen una vida independiente de las razas que las llevan en si. Son individuos biológicos aparte. Las culturas son plantas—dice—. Y, como éstas, tienen su carrera vital predeterminada. Atraviesan la juventud y la madurez para caer inexorablemente en decrepitud.

Estamos hoy alojados en el ultimo estadio—en la vejez, consunción o «decadencia»— Untergang— de una de estas culturas: la occidental. De aquí el titulo del libro.

La riqueza y problematismo de las ideas spenglerianas impide que yo ahora intente ni un resumen ni una crítica. En otro lugar espero ocuparme largamente de esta obra, ya que su presente versión me permitirá darla por conocida de los lectores hispanoamericanos.

Sólo añadiré dos palabras sobre esta traducción: El señor García Morente ha hecho un enorme y cuidadoso esfuerzo para conseguir transvasar al odre castellano la prosa de Spengler. El estilo del autor, su terminología son tan bravamente tudescos, que no era empresa dulce hallar sus equivalencias españolas. Yo mismo he colaborado un poco en la dura faena de esta versión.

Hoy, al ofrecerla al público, me complace, sin embargo, pensar que sin hallarse exenta de defectos, esta adaptación del libro alemán conserva fielmente el sentido y aun el gesto literario del original sin perder nada de su claridad. Cuando ésta falta puede el lector estar seguro de que no sobra en el texto alemán, y si alguna frase es equívoca en español, lo es también, y con idéntica ambigüedad, en tudesco.

La edición Alemana forma dos tomos tan gruesos y compactos que ha parecido mejor repartir cada uno de ellos en dos volúmenes. El presente corresponde, pues, a la primera parte del primer tomo. La obra íntegra contará cuatro volúmenes en esta edición castellana.

José Ortega y Gasset.


Cuando, en lo infinito, lo idéntico
A compás eternamente fluye, La bóveda de mil claves
Encaja con fuerza unas en otras.
Brota a torrentes de todas las cosas la alegría de vivir,
De la estrella más pequeña, como de la más grande,
Y todo afán, toda porfía
Es paz eterna en el seno de Dios, Nuestro Señor.

Goethe.



PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN ALEMANA

Habiendo llegado al término de este libro, que empezó siendo un breve bosquejo y se ha convertido, al cabo de diez años, en una obra de conjunto, cuya extensión ha superado todas mis previsiones, cúmpleme volver la mirada hacia atrás y explicar cuáles han sido mis propósitos, qué es lo que he conseguido, cómo lo he hallado y cuál es la actitud que hoy mantengo.

En la Introducción a la edición de 1918—un fragmento en lo externo como en lo interno— hube de decir que, a mi entender, este libro contenía la fórmula de un pensamiento que, una vez expuesto, no podría ser atacado. Pero hubiera debido decir: una vez comprendido. En efecto, para ello hace falta, según voy viendo—y no sólo en este caso, sino en general en la historia del pensamiento—, una nueva generación, que nazca con las disposiciones necesarias.

Dije también entonces que se trataba de un primer ensayo, con los defectos inherentes a todos los ensayos, incompleto y no exento seguramente de contradicciones internas.

Esta observación no ha sido tomada tan en serio como fue hecha, ni mucho menos. El que haya penetrado hasta las raíces más profundas del pensamiento vivo sabrá que no nos es dado conocer sin contradicción los últimos fundamentos de la vida. Un pensador es un hombre cuyo destino consiste en representar simbólicamente su tiempo por medio de sus intuiciones y conceptos personales. No puede elegir. Piensa como tiene que pensar, y lo verdadero para él es, en último término, lo que con él ha nacido, constituyendo la imagen de su mundo. La verdad no la construye él, sino que la descubre en sí mismo. La verdad es el pensador mismo; es su esencia propia, reducida a palabras, el sentido de su personalidad, vaciado en una doctrina. Y la verdad es inmutable para toda su vida, porque es idéntica a su vida. Lo único necesario es este simbolismo, vaso y expresión de la historia humana. La labor filosófica profesional es superflua y sólo sirve para alargar las listas bibliográficas.

Así, pues, el núcleo de lo que he encontrado, sólo puedo calificarlo de «verdadero», es decir, de verdadero para mí y, según creo, también para los espíritus directores del futuro; pero no de verdadero «en sí», esto es, independientemente de las condiciones impuestas por la sangre y por la historia, pues tales «verdades» no existen. Mas lo que escribí en la tormentosa impetuosidad de aquellos años era sin duda una manifestación muy imperfecta de lo que aparecía claramente ante mis ojos; y en los años siguientes ha consistido mi labor en ordenar los hechos y en dar a la expresión verbal de mis pensamientos la forma más penetrante que me ha sido posible conseguir.

Nada se acaba nunca plenamente; la vida misma no se acaba hasta la muerte. Pero he vuelto sobre las partes más antiguas del libro, y he intentado elevarlas a la misma altitud de exposición intuitiva a que hoy he llegado. Y ahora me despido definitivamente de este trabajo, con sus esperanzas y sus decepciones, sus cualidades y sus defectos.

El resultado ha sido feliz para mi, y también para otros, a juzgar por los efectos que comienzan lentamente a producirse en amplias esferas del saber. Por eso debo acentuar con energía los limites que me he impuesto yo mismo en este libro. No se busque todo en él. Sólo contiene un aspecto de lo que tengo ante mis ojos, una visión nueva de la historia y sólo de ella, una filosofía del sino, la primera de su clase.

Es intuitivo en todas sus partes. Está escrito en un lenguaje que trata de reproducir con imágenes sensibles las cosas y las relaciones, en lugar de substituirlas por series de conceptos.

Se dirige solamente a aquellos lectores que saben también dar vida a los sonidos verbales y a las imágenes. Esto es difícil, ciertamente, sobre todo cuando la veneración del misterio— la veneración de Goethe—nos impide trocar las intuiciones profundas por los análisis de conceptos.

Se ha clamado sobre el pesimismo de mi libro. Es el clamor de los eternos rezagados, que persiguen cuantos pensamientos se brindan a los que en la vanguardia buscan la senda del futuro. Pero yo no he escrito para los que toman por una hazaña el cavilar sobre la esencia de las hazañas. El que define no sabe lo que es el sino.

Comprender el mundo es, par mí, estar a la altura del mundo. Esencial es la dureza de la vida, no el concepto de la vida, como enseña la filosofía a lo avestruz del idealismo. El que no se deje deslumbrar por los conceptos, no tendrá la sensación de que esto sea pesimismo. Los demás no me preocupan. Para los lectores serios que quieran tener una visión, no una definición, de la vida, he citado en nota algunas obras que no tenían cabida en el texto, dada su forma harto concisa, y que podrán orientarles sobre temas de nuestro conocimiento que se hallan algo apartados.

Para terminar, no puedo por menos de citar de nuevo los nombres de los dos espíritus a quienes debo casi todo: Goethe y Nietzsche. De Goethe es el método; de Nietzsche, los problemas. Y para reducir a una fórmula mi relación con los dos citados, diré que yo he convertido en visión panorámica lo que era en ellos una perspectiva fugaz. Goethe, empero, fue, por su modo de pensar, un discípulo de Leibniz, sin saberlo.

De suerte que este caudal de ideas que, para mi propia sorpresa, se me ha venido a las manos, me aparece como algo que, a pesar de la miseria y el asco de estos últimos años, quiero designar, orgulloso, con el nombre de: una filosofía alemana.

Blankenburgo, en el Harz, diciembre de 1922.

Oswald Spengler.



PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN ALEMANA

Este libro, resultado de tres años de labor, estaba ya terminado en su primera redacción cuando estalló la gran guerra. Hasta la primavera de 1917 seguí corrigiéndolo, añadiendo detalles y aclarando algunas de sus partes. Las coyunturas tan extraordinarias de estos últimos tiempos han ido demorando su publicación.

Aun cuando trata de una filosofía general de la historia, constituye, sin embargo, un comentario, en sentido profundo, a la gran época bajo cuyo signo hanse formado sus ideas directrices.

El título, decidido desde 1912, designa con estricta terminología, y correspondiendo a la decadencia u ocaso de la «antigüedad», una fase de la historia universal que comprende varios siglos y en cuyos comienzos nos encontramos al presente.

Los acontecimientos han confirmado mucho y no han refutado nada de lo que digo. Más bien han revelado que estas ideas tenían que surgir precisamente ahora y en Alemania, y que la guerra misma era uno de los supuestos necesarios para que se llegase a predecir en sus menores rasgos la nueva imagen del mundo.

Trátase, en efecto, según mi convicción, no de una filosofía más, como hay tantas posibles, fundadas y justificadas sólo por la lógica, sino de la filosofía de nuestro tiempo, filosofía en cierta manera espontánea y presentida confusamente por todos. Puedo decir esto sin presunción. Una idea históricamente necesaria, una idea que no cae en una época, sino que hace época, es sólo en sentido limitado propiedad de quien la engendra. Pertenece al tiempo; actúa inconsciente en el pensamiento de todos, y sólo su concepción personal, contingente, sin la cual no sería posible ninguna filosofía, es, con sus flaquezas y sus ventajas, lo que constituye el sino—y la buena fortuna—de un individuo.

Réstame únicamente expresar el deseo de que este libro no desmerezca por completo de los esfuerzos militares de Alemania.Munich, diciembre de 1917. Oswald Spengler



I N T R O D U C C I Ó N

En este libro se acomete por vez primera el intento de predecir la historia. Trátase de vislumbrar el destino de una cultura, la única de la tierra que se halla hoy camino de la plenitud: la cultura de América y de Europa occidental. Trátase, digo, de perseguirla en aquellos estadios de su desarrollo que todavía no han transcurrido.

Nadie hasta ahora ha parado mientes en la posibilidad de resolver problema de tan enorme trascendencia, y si alguna vez fue intentado, no se conocieron bien los medios propios para tratarlo o se usó de ellos en forma deficiente.

¿Hay una lógica de la historia? ¿Hay más allá de los hechos singulares, que son contingentes e imprevisibles, una estructura de la humanidad histórica, por decirlo así, metafísica, que sea en lo esencial independiente de las manifestaciones político-espirituales tan patentes y de todos conocidas? ¿Una estructura que es, en rigor, la generadora de esa otra menos profunda? ¿No ocurre que los grandes monumentos de la historia universal se presentan siempre ante la pupila inteligente con una configuración que permite deducir ciertas conclusiones? Y si esto es así, ¿cuáles son los límites de tales deducciones? ¿Es posible descubrir en la vida misma — porque historia humana no es sino el conjunto de enormes ciclos vitales, cada cual con un yo y una personalidad, que el mismo lenguaje usual concibe indeliberadamente como individuos de orden superior, activos y pensantes y llama «la Antigüedad», «la cultura china» o «la Civilización moderna» —, es posible, digo, descubrir en la vida misma los estadios por que ha de pasar y un orden en ellos que no admite excepción?

Los conceptos fundamentales de todo lo orgánico: nacimiento, muerte, juventud, vejez, duración de la vida, ¿no tendrán también en esta esfera un sentido riguroso que nadie aún ha desentrañado?

¿No habrá, en suma, a la base de todo lo histórico, ciertas protoformas biográficas universales?

La decadencia de Occidente, que, por lo pronto, no es sino un fenómeno limitado en lugar y tiempo, como lo es su correspondiente la decadencia de la «Antigüedad», resulta, pues, un tema filosófico que, considerado en todo su peso, implica todos los grandes problemas de la realidad.

Si queremos saber en qué forma se está verificando la extinción de la cultura occidental, habrá que averiguar primero qué sea cultura, en que relación se halle la cultura con la historia visible, con la vida, con el alma, con la naturaleza, con el espíritu; en qué formas se manifieste, y hasta qué punto sean esas formas — pueblos, idiomas y épocas, batallas e ideas, Estados y dioses, artes y obras, ciencias, derechos, organizaciones económicas y concepciones del universo, grandes hombres y grandes acontecimientos — símbolos y, por lo tanto, cuál deba ser su interpretación legitima.

El medio por el cual concebimos las formas muertas es la ley matemática. El medio por el cual comprendemos las formas vivientes es la analogía. De esta suerte distinguimos en el mundo polaridad y periodicidad.

Siempre se ha tenido conciencia de que el número de las formas en que se manifiesta la historia es limitado; de que las edades, las épocas, las situaciones, las personas, se repiten en forma típica. Al estudiar la aparición de Napoleón, raro es que no se dirija una mirada a César y otra a Alejandro; la primera de estas miradas es, como veremos, morfológicamente inadmisible; la segunda es, en cambio, certera. Napoleón mismo advirtió que su posición tenía ciertas afinidades con la de Carlomagno. La Convención hablaba de Cartago, refiriéndose a Inglaterra; y los jacobinos se llamaban a si mismos romanos. Se ha comparado, con muy diferente legitimidad, a Florencia con Atenas, a Buda con Cristo, al cristianismo primitivo con el socialismo moderno, a los potentados financieros del tiempo de César con los yanquis. Petrarca, que fue el primer arqueólogo apasionado — arqueología misma es una expresión del sentimiento de que la historia se repite — pensaba en Cicerón al pensar en sí mismo; y no hace mucho tiempo, Cecil Rhodes, el organizador del África inglesa del Sur, el que poseía en su biblioteca las antiguas biografías de los césares, traducidas expresamente para él, pensaba en el emperador Adriano, al pensar en sí mismo. La desdicha de Carlos XII de Suecia fue que desde muy joven llevó en el bolsillo la Vida de Alejandro, por Curcio Rufo, y quiso copiar a este conquistador.

Federico el Grande, en sus escritos políticos — como las Considérations, de 1738 —, se mueve con seguridad perfecta entre analogías, para formular su concepto de la situación política del mundo; por ejemplo, cuando compara a los franceses con los macedonios del tiempo de Filipo y a los alemanes con los griegos. «Ya las Termópilas de Alemania, Alsacia y Lorena, hállanse en manos de Filipo». Quedaba perfectamente definida de ese modo la política del cardenal Fleury. En el mismo lugar encontramos la comparación entre la política de las Casas de Habsburgo y de Borbón y las proscripciones de Antonio y Octaviano.

Pero todo esto no pasa de ser fragmentado y caprichoso. Obedece generalmente a un momentáneo afán de expresarse en forma poética e ingeniosa, más que a un profundo sentido de la forma histórica.

Así sucede que los paralelos de Ranke, maestro de la analogía ingeniosa, entre Ciajares y Enrique I, entre las invasiones de los cimbrios y las de los magiares, son insignificantes en sentido morfológico; y no vale mucho más tampoco la tan repetida comparación entre las ciudades-Estados de los griegos y las repúblicas del Renacimiento. En cambio, el paralelo entre Alcibíades y Napoleón es de una exactitud profunda, aunque fortuita. Ranke, como otros muchos, ha seguido en esto cierto gusto plutarquiano, es decir, cierto romanticismo vulgar, que se limita a considerar la semejanza de la escena en el teatro del mundo; pero sin darle el sentido estricto del matemático, que conoce la íntima afinidad de dos grupos de ecuaciones diferenciales, en las cuales el lego no ve sino diferencias.

Adviértese fácilmente que, en el fondo, es el capricho y no una idea, no el sentimiento de una necesidad, el que determina la elección de estos cuadros. Estamos todavía muy lejos de poseer una técnica de la comparación. Precisamente hoy se producen comparaciones al por mayor, pero sin plan y sin nexo; y si alguna vez son certeras en un sentido profundo, que luego fijaremos, débese ello al azar, rara vez al instinto, nunca a un principio. A nadie se le ha Ocurrido todavía instituir un método en esta cuestión. Nadie ha sospechado siquiera que hay aquí un manantial, el único de donde puede surgir una gran solución para el problema de la historia.

Las comparaciones podrían ser la ventura del pensamiento histórico, ya que sirven para manifestar la estructura orgánica del proceso de la historia. Para ello sería preciso afinar su técnica, sometiéndola a una idea comprensiva que la condujese hasta un grado de necesidad exento de vacilaciones, hasta la lógica maestría. Pero las comparaciones no han sido hasta ahora más que una desdicha; pues tenidas por simple cuestión de gustos, han eximido al historiador de la intuición y del esfuerzo necesarios para reconocer en el lenguaje de las formas históricas y su análisis el problema más difícil e inmediato, un problema que se encuentra, no ya sin resolver, pero ni siquiera comprendido todavía. Las comparaciones han sido unas veces superficiales, como cuando se llamado a César el fundador de una Gaceta oficial de Roma, o cuando, lo que es peor, se han puesto nombres de moda, como socialismo, impresionismo, capitalismo, clericalismo, a fenómenos de la existencia antigua, tan lejanos y complicados, tan íntimamente heterogéneos de nuestro modo de ser actual. Otras veces han consistido en extrañas tergiversaciones, como el culto tributado por el Club de los Jacobinos a Bruto, millonario y usurero, que, en nombre de una ideología oligárquica y con aplauso del Senado patricio, había apuñalado al hombre de la democracia.

Nuestra tarea, pues, se amplifica. Al principio abarcaba sólo un problema particular de la civilización moderna, y ahora se convierte en una filosofía enteramente nueva, la filosofía del porvenir, si es que de nuestro suelo, metafísicamente exhausto, puede aún brotar una. Esta filosofía es la única que puede contarse al menos entre las posibilidades que aún quedan al espíritu occidental en sus postreros estadios. Nuestra tarea se agranda hasta convertirse en la idea de una morfología de la historia universal, del universo como historia. En oposición a la morfología de la naturaleza, tema único, hasta hoy, de la filosofía, comprenderá todas las formas y movimientos del mundo, en su significación última y más profunda; pero ordenándolas muy de otra manera, a fin de constituir, no un panorama de las cosas conocidas, sino un cuadro de la vida misma, no de lo que se ha producido, sino del producirse mismo.

¡El universo como historia, comprendido, intuido, elaborado en oposición al universo como naturaleza! Es éste un nuevo aspecto de la existencia humana, cuya aplicación práctica y teórica no ha sido nunca hecha hasta hoy. Y aunque se haya quizá presentido y a veces sospechado, nunca se arriesgó nadie a precisarla con todas sus consecuencias. Manifiéstanse aquí dos maneras posibles, para el hombre, de poseer y vivir su derredor. Yo distingo radicalmente según su forma, no según su substancia, la impresión orgánica de la impresión mecánica que el mundo produce; el conjunto de las formas, del conjunto de las leyes; la imagen y el símbolo, de la fórmula y el sistema; la realidad singular, de la posibilidad general; el fin que persigue la imaginación ordenando las cosas según un plan, y el que establece la experiencia en sus análisis prácticos; o, para declarar desde luego una contraposición muy importante y aun desconocida, el dominio del número cronológico y el del número matemático.

En una investigación como ésta no puede tratarse, por consiguiente, de tomar los sucesos político-espirituales tal como se dejan ver a la faz del día, para ordenarlos según causa y efecto y perseguir su tendencia aparente, fácil de captar por medios intelectualistas. Este tratamiento — «pragmático» — de la historia no sería más que un pedazo de física disfrazada, que los partidarios de la concepción materialista de la historia no ocultan, mientras sus adversarios no llegan a percatarse de la identidad de su método con el de aquéllos. No se trata, pues, de determinar qué sean los hechos tangibles de la historia en sí y por sí, en cuanto fenómenos acontecidos en un tiempo; trátase de desentrañar lo que por medio de su apariencia significan. Los historiadores del presente creen que han realizado su cometido con aducir hechos singulares, religiosos, sociales y, a lo sumo, artísticos, para «ilustrar» el sentido político de una época. Pero olvidan lo decisivo; decisivo, efectivamente, cuanto que la historia visible es expresión, signo, alma hecha forma. Todavía no he encontrado a nadie que haya acometido con seriedad el estudio de esas afinidades morfológicas que traban íntimamente las formas todas de una misma cultura; nadie que, saliéndose de la esfera de los hechos políticos, haya conocido a fondo los últimos y más profundos pensamientos matemáticos de los griegos, árabes, indios y europeos; el sentido de sus primeras ornamentaciones, de las formas primarias de su arquitectura, de su metafísica, de su dramática, de su lírica; los principios selectivos y la tendencia de sus artes mayores; las particularidades de su técnica artística y de la elección de materiales. Y mucho menos aún ha penetrado nadie la importancia decisiva de estas cuestiones para el problema de la forma histórica. ¿Quién sabe que existe una profunda conexión formal entre el cálculo diferencial y el principio dinástico del Estado en la época de Luis XIV; o entre la antigua forma politicé de la polis (ciudad) y la geometría euclidiana; o entre la perspectiva del espacio, en la pintura occidental, y la superación del espacio por ferrocarriles, teléfonos y armamentos; o entre la música instrumental contrapuntística y el sistema económico del crédito? Incluso los factores más reales de la política, considerados en esta perspectiva, adquieren un carácter simbólico y hasta metafísico. Y acaso por vez primera sucede ahora que cosas tan varias como el sistema administrativo de Egipto, el sistema monetario antiguo, la geometría analítica, el cheque, el canal de Suez, la imprenta china, el ejército prusiano y la técnica romana de construir vías son parejamente entendidas como símbolos e interpretadas como tales.

En este punto se hace manifiesto que no existe todavía un arte bien definido del conocimiento histórico. Lo que recibe este nombre toma sus métodos casi exclusivamente de una esfera científica, que es la única en donde los métodos del conocimiento han llegado a una rigurosa perfección: la física. Los historiadores creen que llevan a cabo una investigación histórica cuando persiguen e indagan el nexo objetivo de causa y efecto. Y es sobremanera extraño que la filosofía de estilo añejo no haya pensado nunca en que puede haber para la inteligencia vigilante otro modo de enfrentarse con el mundo. Kant, que en su obra capital determinó las reglas formales del conocimiento, no tomó en consideración como objeto de la actividad intelectual más que a la naturaleza. Ni él mismo ni ningún otro pensador cayó en la cuenta de esta limitación. El saber es para Kant saber matemático. Cuando habla de formas innatas de la intuición y de categorías del entendimiento, no piensa nunca en que concebimos los fenómenos históricos con otros medios. Y Schopenhauer que, de modo harto significativo, conserva sólo la causalidad de las categorías kantianas, habla de la historia con desprecio [3]. Todavía no ha penetrado en nuestras fórmulas intelectuales la convicción de que, además de la necesidad que une la causa con el efecto — y que yo llamaría lógica del espacio —, hay en la vida otra necesidad: la necesidad orgánica del sino — lógica del tiempo — que es un hecho de profunda certidumbre interior, un hecho que llena el pensamiento mitológico, religioso y artístico, un hecho que constituye el ser y núcleo de toda historia, en oposición a la naturaleza, pero que es inaccesible para las formas del conocimiento analizadas en la Crítica de la razón pura. La filosofía, como dice Galileo en un pasaje famoso de su Saggiatore, está scritta in lingua matematica en el gran libro de la naturaleza. Aún estamos aguardando al filósofo que conteste a estas preguntas: ¿En qué lengua está escrita la historia? ¿Cómo leerla?

La matemática y el principio de causalidad conducen a una ordenación naturalista de los fenómenos. La cronología y la idea del sino conducen a una ordenación histórica. Ambas ordenaciones abarcan el mundo íntegro. Sólo varían los ojos en los cuales y por los cuales se realiza ese mundo.

Naturaleza es la forma en que el hombre de las culturas elevadas da unidad y significación a las impresiones inmediatas de sus sentidos. Historia es la forma en que su imaginación trata de comprender la existencia viviente del universo con relación a su propia vida, prestándole así una realidad más profunda ¿Es el hombre capaz de constituir esas formas?
¿Cuál de ellas es la que domina en su con ciencia vigilante? He aquí un problema primario
de toda existencia humana.

Hay para el hombre dos posibilidades de formar un mundo. Con esto queda dicho que no son necesariamente realidades. Por lo tanto, si nos preguntamos cuál sea el sentido de toda historia, habrá que resolver previamente una cuestión que hasta ahora no ha sido planteada.
¿Para quién hay historia? ¡Pregunta paradójica, a lo que parece! Sin duda hay historia para todos, por cuanto cada hombre, con la totalidad de su existencia vigilante, es miembro de la historia. Pero hay una gran diferencia entre vivir bajo la impresión continua de que la propia vida es un elemento de un ciclo vital mucho más amplio, que se extiende sobre siglos o milenios, y sentir la vida como algo completo, redondo, bien delimitado. Es seguro que para esta última clase de conciencia no hay historia universal, no existe el universo como historia.

¿Y qué ocurrirá cuando toda una cultura, cuando un alma colectiva se desarrolla según este espíritu ahistórico? ¿Cómo ha de aparecerle la realidad, el mundo, la vida? En la conciencia que los helenos tenían del universo, todo lo vivido, no sólo el propio y personal pasado, sino el pasado universal, convertíase al punto en un segundo plano intemporal, inmóvil, de forma mítica, que servia de fondo al presente momentáneo; de tal suerte, que la historia de Alejandro Magno, aun antes de morir este rey, comenzó a fundirse, para el sentir antiguo, con la leyenda de Dioniso, y que César consideraba su descendencia de Venus como cosa, por lo menos, no absurda. Ante esto habremos de confesar que a nosotros, hombres de Occidente, teniendo como tenemos un fuerte sentimiento de las distancias en el tiempo, nos es casi imposible revivir tales estados de alma. Mas no por eso nos es licito prescindir, sin más ni más, de este hecho, cuando nos situamos frente al problema de la historia.

Lo que para el individuo significan los diarios íntimos, las autobiografías, las confesiones, significa para el alma de culturas enteras la investigación histórica, en aquel sentido amplio que incluye todos los modos del análisis psicológico de pueblos extraños, de épocas y costumbres. Pero la cultura «antigua» no tenía memoria, en este sentido específico; no tenía órgano histórico. La memoria del hombre «antiguo» — y al decir esto que vamos a decir no hay duda que imprimimos en un alma extraña a la nuestra un concepto derivado de nuestros propios hábitos anímicos — es cosa muy distinta de la nuestra, porque en la conciencia del antiguo faltan el pasado como perspectivas creadoras de un cierto orden; y el «presente» puro, que Goethe admiraba tanto en las manifestaciones de la vida antigua, en la plástica sobre todo, llena esa vida con una plenitud que nos es por completo desconocida. Ese presente puro, cuyo símbolo supremo es la columna dórica, representa en realidad una negación del tiempo (de la dirección). Para Herodoto y Sófocles, como para Temístocles y para un cónsul romano, el pasado se desvanece al punto en una impresión inmóvil, intemporal, de estructura polar, no periódica, que tal es el último sentido de toda mitología perespiritualizada. En cambio, para nuestro sentimiento del mundo, para nuestra íntima visión, es el pasado un organismo de siglos o milenios, dividido claramente en períodos y enderezado hacia una meta. Ahora bien: este fondo diverso es el que da a la vida, tanto a la antigua como a la occidental, su especialísimo color. Lo que el griego llamaba cosmos era la imagen de un universo que no va siendo, sino que es. Por consiguiente, era el griego mismo un hombre que nunca fue siendo, sino que siempre fue.

El hombre antiguo conoció muy bien la cronología, el cómputo del calendario y, por lo tanto, aquel fuerte sentimiento de la eternidad y de la nulidad del presente, que se manifiesta en la cultura babilónica y egipcia por la observación grandiosa de los astros y la exacta medición de enormes transcursos del tiempo. Pero lo curioso es advertir que, sin embargo, no pudo apropiarse íntimamente nada de eso. Lo que sus filósofos, en ocasiones, refieren, lo han oído, pero no lo han comprobado. Y los descubrimientos de algunos ingenios brillantes, pero aislados, oriundos de las ciudades griegas de Asia, como Hiparco y Aristarco, fueron rechazados por la corriente estoica y aristotélica, sin que nadie, salvo los científicos profesionales, les concediese la menor atención. Ni Platón ni Aristóteles poseían un observatorio astronómico. En los últimos años de Pendes votó el pueblo de

Atenas una ley en la que se amenazaba con la grave acusación de eisangelia [4] a quien propagase teorías astronómicas. Fue éste un acto de profundo simbolismo, en el que se manifestó la voluntad del alma antigua, decidida a borrar de su conciencia la lejanía en todos los sentidos de ésta.

Por lo que se refiere a la historiografía antigua, fijémonos en Tucídides. Consiste su maestría en la fuerza netamente «antigua» con que viven los acontecimientos del presente, comprendiéndolos por el presente mismo; a lo cual debe añadirse una magnífica visión de los hechos, muy propia de un hombre de Estado que fue también general y funcionario. Esta experiencia práctica, que suele confundirse con el sentido histórico, hace que los historiadores lo consideren con justicia como un modelo que nadie ha podido todavía igualar. Pero hay algo que le falta en absoluto; es esa manera de mirar la historia desde la perspectiva de muchos siglos, que para nosotros constituye un elemento evidentemente esencial en el concepto del historiador. Los buenos trozos de la historiografía antigua se limitan al presente político del autor; en cambio, las obras maestras de la historia en nuestra época tratan, sin excepción, del pasado remoto. Tucídides habría fracasado si hubiese elegido por tema las guerras médicas; no hay que hablar de una historia general de Grecia o de Egipto. Tanto él como Polibio y Tácito, que también fueron políticos prácticos, pierden su certera visión cuando vuelven la cara hacia el pasado, a veces a pocos decenios de distancia, y tropiezan con fuerzas que no conocen por no haberlas hallado en su propia experiencia práctica. Polibio no entiende ya la primera guerra púnica. Para Tácito, Augusto es incomprensible. Y el sentido ahistórico de Tucídides — según el criterio de nuestra investigación histórica, toda llena de amplias perspectivas —, se revela en la afirmación inaudita, estampada en la primera página de su libro, de que antes de su época — hacia 400 — no han ocurrido en el mundo acontecimientos de importancia.

A consecuencia de esto, la historia antigua, hasta las guerras médicas, y aun la estructura de períodos muy posteriores, es el producto de una manera de pensar esencialmente mítica. La historia constitucional de Esparta — Licurgo, cuya biografía se refiere con todo detalle, fue probablemente una insignificante deidad silvestre del Taigeto — es un poema de la época helenística; y la invención de la historia romana anterior a Aníbal no había cesado aún en la época de César. La expulsión de los Tarquinos por Bruto es una invención, para la cual sirvió de modelo un contemporáneo del censor Apio Claudio (310). Los nombres de los reyes de Roma fueron forjados en esa misma época, siguiendo los nombres de las familias plebeyas que se habían enriquecido (K. J. Neumann). Prescindiendo totalmente de la «Constitución serviana», la famosa ley agraria de Licinio, de 376, no existía aún en la época de Aníbal (B. Niese). Cuando Epaminondas hubo libertado a los mesinos y los arcadios, haciendo de estos pueblos un Estado independiente, en seguida se empezó a imaginar una historia de sus tiempos primitivos. Lo extraordinario no es que ello sucediera, sino que ésta fuese la única «historia» que había. Para manifestar la oposición entre el sentido occidental y el sentido antiguo de la historia basta con decir que la historia romana anterior al año 250, tal como la conocían los romanos en tiempos de César, es en lo esencial una falsificación; y que lo poco que nosotros hemos podido averiguar lo ignoraban por completo los romanos. Caracteriza el sentido antiguo de la palabra «historia» el hecho de que la literatura novelesca alejandrina haya ejercido, por su materia misma, el más poderoso influjo sobre los que escribieron en serio la historia política y religiosa. A nadie se le ocurrió distinguir con el rigor de un principio esas novelas de los datos documentales. Cuando Varrón, hacia el final de la República, se ocupó en fijar la religión romana, que iba desvaneciéndose rápidamente de la conciencia del pueblo, dividió las deidades, cuyo servicio celebraba el Estado con meticuloso cuidado, en di certi y di incerti, dioses de los cuales se sabia algo todavía y dioses de los cuales, a pesar del persistente culto público, sólo quedaba el nombre. En realidad, la religión de la sociedad romana de su tiempo — tal como no sólo Goethe, sino el mismo Nietzsche, la aceptaron de los poetas romanos sin vacilación ni sospecha — era en su mayor parte un producto de la literatura helenizante y casi no la unía nexo alguno al antiguo culto, que ya nadie comprendía.

Mommsen ha formulado claramente el punto de vista europeo occidental, cuando llama a los historiadores romanos — aludiendo principalmente a Tácito — «unos hombres que dicen lo que merecía callarse y callan lo que era necesario decir».

La cultura india, cuya idea del nirvana (brahmánico) es la expresión más decisiva que puede haber de un alma perfectamente ahistórica, no ha poseído nunca el menor sentimiento del «cuando» en ningún sentido. No hay astronomía india; no hay calendario indio; no hay, pues, historia india, en cuanto por historia se entiende la conciencia de una evolución vital. Del transcurso visible de esta cultura, cuya parte orgánica estaba ya conclusa antes del advenimiento del budismo, sabemos mucho menos aún que de la historia «antigua», no obstante haber sido, de seguro, muy rica en grandes acontecimientos entre los siglos XII y VIII antes de Jesucristo. Ambas se han conservado exclusivamente en la forma de un ensueño mítico. Un milenio después de Buda, hacia el año 500 de Jesucristo, fue cuando en Ceilán, en el Mahavamsa, se produjo algo que recuerda de lejos la narración histórica.

La conciencia del hombre indio era de tal modo ahistórico que ni siquiera conoció el fenómeno de un libro escrito por un autor, como acontecimiento determinado en el tiempo. En lugar de una serie orgánica de obras literarias, delimitadas por sus autores personales, fue formándose poco a poco una masa vaga de textos, en los que cada cual escribía lo que quería, sin que nadie tuviese para nada en cuenta las nociones de propiedad intelectual del individuo, o evolución de un pensamiento, o época espiritual. En esta misma forma anónima — la de toda la historia india — preséntase la filosofía india. Considérese, en cambio, la historia filosófica del Occidente, elaborada con la máxima precisión fisiognómica, en libros y personas.

El hombre indio lo olvidaba todo; en cambio, el egipcio no podía olvidar nada. No ha habido nunca un arte indio del retrato, de la biografía in nuce. La plástica egipcia, en cambio, no conoció apenas otro tema.

El alma egipcia, dotada excelentemente para la historia e impulsada hacia el infinito con primigenia pasión, sintió el pasado y el futuro como la totalidad de su universo; en cuanto al presente, que se identifica con la conciencia vigilante, aparecióle como el límite estricto entre dos inconmensurables lejanías. La cultura egipcia es la preocupación encarnada — correlato anímico de la lejanía —; preocupación por lo futuro, que se manifiesta en la elección del granito y el basalto para materiales plásticos, en los documentos tallados sobre piedra, en la organización de un magistral sistema administrativo, en la red de canales de irrigación [8]. Iba unida necesariamente a la preocupación por el pasado. La momia egipcia es un símbolo de orden máximo; eternizábase en ella el cuerpo de los muertos, del mismo modo que la personalidad, el ka, adquiría duración eterna por medio de las estatuas, repetidas a veces en numerosos ejemplares y labradas con una semejanza o parecido a que los egipcios daban un sentido muy elevado.

Existe una profunda relación entre la manera de interpretar el pasado histórico y la concepción de la muerte, que se manifiesta en las formas funerarias. El egipcio niega la corrupción; el antiguo la afirma mediante todo el lenguaje de formas de su cultura. Los egipcios conservan la momia de su historia; fechas y números cronológicos. De la historia griega anterior a Solón no nos queda nada, ni un año fechado, ni un nombre. cierto, ni un suceso tangible — lo cual da al resto conocido un acento exagerado —; y en cambio sabemos casi todos los nombres y números de los reyes egipcios del milenio tercero, y los egipcios posteriores conocíanlos, naturalmente, sin excepción alguna. Como terrible símbolo de esa voluntad de durar yacen hoy en nuestros museos los cuerpos de los grandes faraones, con sus rasgos personales perfectamente reconocibles. Sobre la refulgente cúspide de granito pulimentado, en la pirámide de Amenemeht III, léense aún hoy estas palabras: «Amenemeht contempla la belleza del Sol.» Y del otro lado: «Más alta es el alma de Amenemeht que la altura de Orión, y se reúne con el universo subterráneo». Esto significa la superación de todo lo transitorio y actual, y es lo menos «antiguo» que cabe imaginar.

Frente a este poderoso grupo que forman los símbolos vitales egipcios, aparece en el umbral de la cultura antigua la costumbre de quemar los muertos, como respondiendo al olvido que deja extenderse sobre toda porción de su pasado interno y externo. La época miceniana desconoció por completo esta preferente consagración de la ceremonia entre las demás formas de sepelio, que los pueblos primitivos suelen usar indiferentemente. Las tumbas regias de Micenas revelan más bien cierta preferencia por la inhumación. Pero en la época homérica, como en la védica, se pasa súbitamente, por ciertos motivos espirituales, del enterramiento a la cremación, la cual, como nos muestra la Ilíada, se celebraba con todo el pathos de un acto que era al mismo tiempo imagen simbólica de un solemne aniquilamiento y negación de la permanencia histórica.

Desde este momento queda suprimida toda representación plástica de la evolución del alma individual. El drama «antiguo» no tolera motivos verdaderamente históricos ni admite el tema de la evolución interna, y es sabido que el instinto helénico se oponía resueltamente al retrato en el arte plástico. Hasta la época imperial no conoció el arte «antiguo» más que una materia que le fuese en cierto modo natural: el mito. Los retratos ideales de la plástica helenística son también míticos, como lo son las biografías típicas, a la manera de Plutarco. Ninguno de los grandes griegos escribió memorias que fijasen ante la mirada de su espíritu una época ya superada. Ni siquiera Sócrates ha dicho sobre su vida interior nada que nosotros podamos juzgar importante. Cabe preguntarse si en un alma «antigua» hubiera sido posible algo parejo a lo que supone la concepción de Parsifal, Hamlet, Werther. En Platón echamos de menos la conciencia de una evolución en su propia doctrina. Sus escritos, individualmente considerados, no hacen sino formular los muy diferentes puntos de vista que adoptó en diferentes épocas. El nexo genético que los une no fue objeto de su reflexión. En cambio, ya en los comienzos de la historia del espíritu occidental encontramos un trozo donde se hace la más profunda investigación de la propia intimidad: la Vita nuova de Dante. Esto bastaría para colegir cuán poco de la Antigüedad, es decir, del presente puro, tenía realmente Goethe, quien no olvidó nunca que sus obras — son sus propias palabras — eran «fragmentos» de una gran confesión.

Destruida Atenas por los persas, fueron las viejas obras de arte arrojadas a la basura —de donde ahora las estamos sacando —, y nunca se vio a nadie, en la Hélade, que se preocupase de las ruinas de Micenas o de Festos, con el objeto de descubrir hechos históricos. Leían los antiguos a Homero; pero a ninguno se le ocurrió, como a Schliemann, excavar la colina de Troya. Los griegos querían mitos, no historia. Ya en la época helenística habíase perdido parte de las obras de Esquilo y de los filósofos presocráticos. En cambio, Petrarca coleccionaba antigüedades, monedas, manuscritos, con una piedad, con una contemplativa devoción, que son propias sólo de esta cultura. Petrarca sentía lo histórico, volvía la mirada hacia los mundos lejanos, anhelaba toda lontananza — fue el primero que emprendió la ascensión a una montaña alpina —; en rigor, fue un extranjero en su tiempo. En esta conexión con el problema del tiempo inicia su desarrollo la psicología del coleccionista. Más apasionada todavía, aunque de distinto matiz, es quizá la afición de los chinos a las colecciones. El viajero que viaja por China va en busca de los «viejos rastros», Ku-tsi. Para interpretar el concepto fundamental del alma china, el tao, intraducible a nuestros idiomas, hace falta referirlo a un profundo sentimiento histórico. En la época helenística se coleccionaba también y se viajaba; pero el interés recaía sobre curiosidades mitológicas, como las que describe Pausanias, sin tener en cuenta para nada el valor estrictamente histórico, el cuándo y el porqué. En cambio, la tierra egipcia, ya en tiempos del gran Tutmosis, habíase convertido en un ingente museo de tradición y arquitectura.

En los pueblos occidentales fueron los alemanes los inventores del reloj mecánico, símbolo terrible del tiempo raudo, cuyos latidos, resonando noche y día en las innumerables torres de Europa, son acaso la expresión más formidable que ha podido hallar el sentido histórico del universo. Nada de esto vemos en los campos y las ciudades antiguas, que no tenían tiempo. Hasta Pendes, la hora del día se estimaba por la longitud de la sombra; y sólo desde Aristóteles tiene la palabra la significación — babilónica — de ahora. Antes de esta época no había una división exacta del tiempo diurno. Los relojes de agua y de sol fueron descubiertos en Babilonia y Egipto. El primero que introdujo en Atenas la clepsidra fue Platón; más tarde adoptáronse también los relojes de sol, pero como simples herramientas para fines habituales, sin que variase en lo más mínimo el sentimiento antiguo de la vida.

Hay que mencionar aquí la diferencia, paralela a ésta, que existe entre la matemática antigua y la matemática occidental. Esta diferencia es muy profunda y no ha sido nunca justamente valorada. El antiguo pensar numérico concibe las cosas como son, como magnitudes, ajenas al tiempo, en puro presente. Esto conduce a la geometría euclidiana, a la estática matemática y a rematar todo el sistema con la teoría de las secciones cónicas. Nosotros, en cambio, concebimos las cosas según devienen y se comportan, es decir, como funciones. Esto nos ha conducido a la dinámica, a la geometría analítica, y de aquí al cálculo diferencial. La teoría moderna de las funciones es la ordenación gigantesca de toda esa masa de pensamientos. Es un hecho extraño, pero sólidamente fundado en determinada predisposición espiritual, que la física helénica — como estática y no dinámica— desconoce el uso del reloj y no lo echa de menos. Mientras nosotros contamos fracciones mínimas de segundo, ellos prescinden enteramente de medir el tiempo. La entelequia aristotélica es su único concepto evolutivo, y es un concepto intemporal, totalmente ahistórico.

De esta manera queda delimitado nuestro problema. Nosotros, hombres de la cultura europea occidental, con nuestro sentido histórico, somos la excepción y no la regla. La historia universal es nuestra imagen del mundo, no la imagen de la «humanidad». El indio y el antiguo no se representaban el mundo en su devenir. Y cuando se extinga la civilización del Occidente, acaso no vuelva a existir otra cultura y, por lo tanto, otro tipo humano, para quien la «historia universal» sea una forma tan enérgica de la conciencia vigilante.

Pero... ¿qué es historia universal? Una representación ordenada del pasado, un postulado interior, la expresión de un sentimiento de la forma. Sin duda. Pero un sentimiento, por muy concreto que sea, no es una forma acabada, y si es cierto que todos creemos sentir la historia universal y creemos vivirla y abarcar con plena seguridad su configuración, también lo es que hasta hoy sólo conocemos formas y no la forma de ella.

Sin duda alguna, todo el que sea preguntado afirmará que percibe clara y distintamente la estructura periódica de la historia. Esta ilusión obedece a que nadie ha reflexionado seriamente sobre ella, a que nadie pone en duda lo que ya sabe, porque nadie sospecha de las dudas a que este punto da lugar. En realidad, la configuración de la historia universal es una adquisición espiritual que no está garantida ni demostrada. Perpetúase intacta de generación en generación, aun entre los historiadores profesionales. Pero le vendría muy bien una pequeña parte de ese escepticismo que desde Galileo ha servido para analizar y hacer más honda la imagen espontánea que tenemos de la naturaleza.

Edad Antigua-Edad Media-Edad Moderna: tal es el esquema, increíblemente mezquino y falto de sentido, cuyo absoluto dominio sobre nuestra mentalidad histórica nos ha impedido una y otra vez comprender exactamente la posición verdadera de este breve trozo de universo que desde la época de los emperadores alemanes se ha desarrollado sobre el suelo de la Europa occidental. A él, más que a nada, debemos el no haber conseguido aún concebir nuestra historia en su relación con la historia universal — es decir, con toda la historia de la humanidad íntegra —, descubriendo su rango, su forma y la duración de su vida. Las culturas venideras tendrán por casi creíble que ese esquema, sin embargo, no haya sido puesto nunca en duda, a pesar de su simple curso rectilíneo y sus absurdas proporciones, a pesar de que de siglo en siglo se va haciendo más insensato y de que se opone a una incorporación natural de los nuevos territorios traídos a la luz de nuestra conciencia histórica. Nada importa, en efecto, que los historiadores hayan tomado la costumbre de criticar el citado esquema. Con eso lo que consiguen es hacer más borrosa la única pauta de que disponemos, en lugar de substituirla por otra. Por mucho que se hable de Edad Media griega y de Antigüedad germánica, no se llegará a establecer un cuadro claro y preciso de la historia, en el que China y Méjico, el imperio de Axum y el de los sasánidas encuentren su lugar orgánico. Trasladar el comienzo de la Edad Moderna desde las Cruzadas al Renacimiento y de aquí al principio del siglo XIX, es un recurso que demuestra tan sólo que el esquema mismo se ha considerado inconmovible.

No sólo reduce la extensión de la historia, sino, lo que es peor aún, empequeñece la escena histórica. El territorio de la Europa occidental constituye así como un polo inmóvil o, hablando en términos matemáticos, un punto particular de una superficie esférica; no se sabe por qué, a no ser porque nosotros, los constructores de esa imagen histórica, nos sentimos aquí en nuestra propia casa. Alrededor de ese polo giran, con singular modestia, milenios de potentísima historia y enormes culturas acampadas en remotas lontananzas. Es éste un sistema planetario de invención muy particular. Elígese un paraje único como punto central de un sistema histórico; he aquí el Sol, de donde los acontecimientos históricos reciben la mejor luz; desde este lugar se formará la perspectiva que va a servir para evaluar la significación e importancia de cada suceso. Pero quien aquí habla es, en rigor, la vanidad, por ningún escepticismo contenida, del occidental, en cuyo espíritu se va desenvolviendo ese fantasma de «la historia universal». A ella se debe la enorme ilusión óptica, desde hace tiempo ya transformada en costumbre, que reduce la materia histórica de los milenios lejanos — por ejemplo, el antiguo Egipto y la China — al tamaño de una miniatura, mientras que los decenios más próximos, desde Lutero y principalmente desde Napoleón, se agrandan como gigantescos fantasmas. Sabemos muy bien que si una nube que va muy alta camina más despacio que una baja, es esto mera apariencia, y que si vemos al tren arrastrarse lentamente por la lejanía, es esto también un engañó de la visión, y sin embargo, creemos que el ritmo de la remota historia india, babilónica, egipcia, era realmente más lento que el de nuestro pasado próximo, y encontramos más tenue su substancia, más borrosas y más estiradas sus formas, porque no hemos aprendido a calcular la distancia exterior e interior.

Para la cultura de Occidente se comprende que la existencia de Atenas, Florencia, París, sea más importante que la de Lo-yang y Pataliputra. Pero ¿es lícito fundar sobre tales valoraciones un esquema de la historia universal? Sería dar la razón al historiador chino que, por su parte, construyese una historia universal en donde las Cruzadas y el Renacimiento, César y Federico el Grande quedaran, por insignificantes, sepultados en el silencio. ¿Por qué ha de ser el siglo XVIII, morfológicamente considerado, más importante que uno cualquiera de los que preceden al XVI? ¿No es ridículo oponer la «Edad Moderna», con sus escasos siglos de extensión, localizada además esencialmente en la Europa occidental, a la «Edad Antigua», que comprende otros tantos milenios, y en la cual la masa de las culturas prehelénicas, sin intentar de ellas una profunda división, se aprecia como un simple apéndice? Para salvar el caduco esquema, ¿no se ha despachado a Egipto y a Babilonia — cuyas historias forman cada una un todo concluso, cualquiera de los cuales pesa tanto por sí solo como la supuesta historia universal desde Carlomagno hasta la guerra mundial, y aun más allá — calificándolas de preludios de la Antigüedad? ¿No se han recluido a las estrecheces de una nota, con una mueca de perplejidad, los poderosos complejos de las culturas india y china? y en cuanto a las grandes culturas americanas, han sido, sin más ni más, ignoradas, so pretexto de que les falta «toda conexión»; ¿con qué?

Este esquema, tan corriente en la Europa occidental, hace girar las grandes culturas en torno nuestro, como si fuéramos nosotros el centro de todo el proceso universal. Yo le llamo sistema tolemaico de la historia. Y considero como el descubrimiento copernicano, en el terreno de la historia, el nuevo sistema que este libro propone, sistema en el cual la Antigüedad y el Occidente aparecen junto a la India, Babilonia, China, Egipto, la cultura árabe y la cultura mejicana, sin adoptar en modo alguno una posición privilegiada. Todas estas culturas son manifestaciones y expresiones cambiantes de una vida que reposa en el centro; todas son orbes distintos en el devenir universal, que pesan tanto como Grecia en la imagen total de la historia y la superan con mucho en grandeza de concepciones y en potencia ascensional.

El esquema Edad Antigua-Edad Media-Edad Moderna es, en su forma primitiva, una creación del sentimiento semítico, que se manifiesta primero en la religión pérsica y judía, desde Ciro, que recibe luego una acepción apocalíptica en la doctrina del libro de Daniel sobre las cuatro edades del mundo, y que adopta, en fin, la forma de una historia universal en las religiones postcristianas de Oriente, sobre todo en los sistemas gnósticos.

Dentro de los estrechísimos límites que constituyen las premisas intelectuales de esta importante concepción, no le falta fundamento legítimo. Ni la historia india, ni aun la egipcia, entran aquí en el círculo de la consideración, pues la expresión «historia universal» significa, en boca de aquellos pensadores gnósticos, una acción única, sobremanera dramática, cuyo teatro fue el territorio entre la Hélade y Persia. En esa acción logra expresarse el sentimiento estrictamente dualista del universo, que es propio del oriental, y lo logra, no en sentido popular, como en la metafísica de ese mismo tiempo, por la oposición de alma y espíritu, sino en sentido periódico, vista como una catástrofe, como un bisel que separa dos edades, entre la creación del mundo y el fin del mismo, prescindiendo de todos los elementos que no habían sido fijados, de una parte, por la literatura antigua, y, de otra, por la Biblia o por el libro sacro que hace las veces de la Biblia en el sistema de que se trate. En esta imagen del mundo aparecen la «Edad Antigua» y la «Edad Moderna» como la oposición entonces tan obvia entre pagano y cristiano, antiguo y oriental, estatua y dogma, naturaleza y espíritu; y esta oposición se alarga y se transforma en una concepción temporal, en un proceso de superación del uno por el otro. La transición histórica adquiere los caracteres religiosos de una salvación. Hállase esta concepción, sin duda, fundada en nociones harto estrechas y provincianas; pero era lógica y perfecta en sí, bien que adscrita a aquel territorio y a aquellos hombres, e incapaz de toda natural amplificación.

Sólo por acoplamiento adicional de una tercera época — nuestra «Edad Moderna» —, en el territorio de Occidente, hase introducido en la imagen una tendencia de movimiento. La imagen oriental, con sus dos épocas contrapuestas, era inmóvil, era una antítesis cerrada, permanentemente equilibrada, con una acción divina singular en el centro. Pero este fragmento de historia esterilizado así, fue recogido y sustentado por una nueva especie de hombres, y recibió de pronto — sin que se diera cuenta nadie de lo extraño de tal mutación— una prolongación en forma de una línea que, partiendo de Homero o de Adán (las posibilidades se han aumentado hoy grandemente con los indogermanos, la edad de piedra y el hombre mono), pasaba luego por Jerusalén, Roma, Florencia y Paris, subiendo o bajando, según el gusto personal del historiador, pensador o artista, que interpretaba la imagen tripartita con ilimitada libertad.

Así, pues, a los conceptos complementarios de «paganismo» y «cristianismo» —concebidos como sucesivas edades del mundo— añadióse luego el concepto finalizador de «Edad Moderna», la cual, por su parte, tiene la gracia de no permitir una prosecución del mismo método, pues habiéndose «alargado» repetidas veces desde las Cruzadas, no parece ya capaz de nuevos estirones. Sin declararlo, se pensaba que, pasadas la Edad Antigua y la Edad Media, empezaba algo definitivo, un tercer reino, en que algo había de cumplirse, un punto supremo, un fin, cuyo reconocimiento ha ido atribuyéndose cada cual a sí mismo, desde los escolásticos hasta los socialistas de nuestros días. Y esta intuición del curso de las cosas resultaba comodísima y siempre muy halagüeña para su descubridor. Sencillamente consistía en identificar el espíritu de Occidente con el sentido del universo. De una necesidad espiritual hicieron luego algunos grandes pensadores una virtud metafísica, convirtiendo, sin seria crítica previa, el esquema consagrado por el consensus omnium en base de una filosofía, y cargando a Dios la paternidad de su propio «plan universal». El tres, número místico de las viejas edades, tenía algo de seductor para el gusto metafísico. Herder llamó a la historia una educación del género humano; Kant, una evolución del concepto de libertad; Hegel, un desenvolvimiento del espíritu universal; otros emplearon otros términos. Pero todo el que supo introducir un sentido abstracto en los tres trozos absolutamente dados, creyó que ya había meditado bastante sobre la forma fundamental de la historia.

En el umbral mismo de la cultura occidental aparece la gran figura de Joaquín de Floris (fallecido en 1202), primer pensador del calibre de Hegel, que deshace la imagen dualista de San Agustín y, lleno de un sentimiento verdaderamente gótico, opone el nuevo cristianismo de su tiempo, como tercer momento, a la religión del Viejo y del Nuevo Testamento: la edad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Joaquín de Floris conmovió a los mejores de entre los franciscanos y dominicos, a Dante y a Santo Tomás, y provocó una visión del mundo que poco a poco fue invadiendo todo el pensamiento histórico de nuestra cultura. Lessing, que muchas veces designa su propia época, oponiéndola a la Antigüedad, con el nombre de «postmundo» [19], tomó la idea en los místicos del siglo XVI y la aplicó a su Educación del género humano, con las etapas de niñez juventud, virilidad. Ibsen, que trató a fondo ese tema en su drama Emperador y Galileo — en donde la idea gnóstica del mundo surge encarnada en la figura del mago Máximo —, no ha dado un paso más allá en su conocido discurso de Estocolmo de 1887. Por lo visto, la soberbia de los europeos occidentales exige que se considere su propia aparición como una especie de final.

Pero la creación del abad de Floris era una visión mística que penetraba en los misterios del orden dado por Dios al universo. Al ser interpretada en sentido intelectualista y considerada como una premisa del pensamiento científico, hubo, pues, de perder toda significación. Y, en efecto, eso es lo que ha ocurrido desde el siglo XVII. Es completamente inaceptable el modo de interpretar la historia universal que consiste en dar rienda suelta a las propias convicciones políticas, religiosas y sociales, y en las tres fases que nadie se atreve a tocar, discernir una dirección que conduce justamente al punto en que el interpretador se encuentra. Unas veces será la madurez del intelecto, otras la humanidad, o la felicidad del mayor número, o la evolución económica, o la ilustración, o la libertad de los pueblos, o la victoria sobre la naturaleza, o la concepción científica del universo, o cualquiera otra noción por el estilo la que sirva de unidad absoluta para medir los milenios y demostrar que los antepasados, o no supieron concebir la verdad, o no pudieron alcanzarla. Pero lo que realmente sucede es que esas épocas pretéritas no quisieron lo mismo que queremos nosotros. «Lo que importa en la vida es la vida, y no un resultado de la vida.» Esta frase de Goethe debiera oponerse a todos los que intentan neciamente desentrañar el secreto de la forma histórica, suponiendo en ella implícito un programa.

Igual cuadro histórico pergeñan los historiadores de las artes o de las ciencias particulares, sin olvidar la economía nacional o la filosofía. Preséntannos “la” pintura desde los egipcios — o desde el hombre cavernario — hasta el impresionismo; “la” música, desde el cantor ciego Homero hasta Bayreuth; “el” orden social, desde las ciudades lacustres hasta el socialismo, y todo ello progresa en línea recta y sigue una tendencia que el propio historiador insinúa en el curso de ese progreso. Nadie concibe la posibilidad de que las artes tengan una vida circunscrita, adherida a un territorio y a una determinada especie de hombres, cuya expresión ellas sean; nadie comprende que todas esas historias de conjunto no son, en realidad, sino una adición extrínseca de múltiples fenómenos aislados, de artes peculiares que nada tienen entre sí de común sino el nombre y algo de la técnica manual.

Es bien sabido que todo organismo tiene su ritmo, su figura, su duración determinada, e igual sucede a todas las manifestaciones de su vida. Nadie supondrá que un roble centenario se halle ahora a punto de comenzar su evolución. Nadie creerá que un gusano, al que se ve crecer todos los días, vaya a seguir creciendo así un par de años más. Todo el mundo, en tales casos, posee con absoluta certeza el sentimiento de un límite, que es idéntico al sentimiento de las formas orgánicas. Pero cuando se trata de la historia de las grandes formas humanas, domina un optimismo ilimitadamente trivial respecto al futuro. Entonces enmudece toda experiencia histórica y orgánica y cada cual acierta a descubrir en el presente, cualquiera que sea, los síntomas o iniciaciones de un magnífico «progreso» lineal, no porque lo demuestre la ciencia, sino porque así lo desea él. Entonces se cuenta con posibilidades ilimitadas — nunca con un término natural —, y partiendo de la situación del momento, se bosqueja una ingenua construcción de lo que ha de seguir.

Pero «la humanidad» no tiene un fin, una idea, un plan; como no tiene fin ni plan la especie de las mariposas o de las orquídeas. «Humanidad» es un concepto zoológico o una palabra vana [20]. Que desaparezca este fantasma del círculo de problemas referentes a la forma histórica, y se verán surgir con sorprendente abundancia las verdaderas formas. Hay aquí una insondable riqueza, profundidad y movilidad de lo viviente, que hasta ahora ha permanecido oculta bajo una frase vacía, un esquema seco, o unos «ideales» personales.

En lugar de la monótona imagen de una historia universal en línea recta, que sólo se mantiene porque cerramos los ojos ante el número abrumador de los hechos, veo yo el fenómeno de múltiples culturas poderosas, que florecen con vigor cósmico en el seno de una tierra madre, a la que cada una de ellas está unida por todo el curso de su existencia. Cada una de esas culturas imprime a su materia, que es el hombre, su forma propia; cada una tiene su propia idea, sus propias pasiones, su propia vida, su querer, su sentir, su morir propios. Hay aquí colores, luces, movimientos, que ninguna contemplación intelectual ha descubierto aún. Hay culturas, pueblos, idiomas verdades, dioses, paisajes, que son jóvenes y florecientes; otros que son ya viejos y decadentes; como hay robles, tallos, ramas, hojas, flores, que son viejos y otros que son, jóvenes. Pero no hay «humanidad» vieja. Cada cultura posee sus propias posibilidades de expresión, que germinan, maduran, se marchitan y no reviven jamás. Hay muchas plásticas muy diferentes, muchas pinturas, muchas matemáticas, muchas físicas; cada una de ellas es, en su profunda esencia, totalmente distinta de las demás; cada una tiene su duración limitada; cada una está encerrada en sí misma, como cada especie vegetal tiene sus propias flores y sus propios frutos, su tipo de crecimiento y de decadencia. Esas culturas, seres vivos de orden superior, crecen en una sublime ausencia de todo fin y propósito, como flores en el campo. Pertenecen, cual plantas y animales, a la naturaleza viviente de Goethe, no a la naturaleza muerta de Newton. Yo veo en la historia universal la imagen de una eterna formación y deformación, de un maravilloso advenimiento y perecimiento de formas orgánicas. El historiador de oficio, en cambio, concibe la historia a la manera de una tenia que, incansablemente, va añadiendo época tras época.

Pero la combinación Edad Antigua-Edad Media-Edad Moderna ha agotado, finalmente, su eficacia. Era estrecha y mísera; sin embargo, fue la única concepción no enteramente desprovista de filosofía que poseímos, y lo que literariamente se ha coordinado en forma de historia universal debe a esa concepción el resto que aún le queda de contenido filosófico. Pero el número de siglos que podían a lo sumo contenerse bajo tal esquema ha sido ya alcanzado hace tiempo. Con el rápido aumento del material histórico, sobre todo del que cae fuera de ese esquema, comienza la imagen tradicional a deshacerse en un caos que la vista no puede abarcar. Todo historiador que no esté completamente ciego sabe y siente esto; y para no naufragar por completo, mantiene vigente con gran esfuerzo el único esquema que conoce. La expresión «Edad Media», acuñada en 1667 por el profesor Horn, en Leyden, cubre hoy una masa informe de historia, que se halla en continuo aumento, y que se limita de modo puramente negativo, por aquello que no cabe, bajo ningún pretexto, en los otros dos conjuntos, ordenados tolerablemente al menos. Ejemplos de lo que digo son el tratamiento inseguro y la vacilante estimación de las historias de Persia, Arabia y Rusia. Pero sobre todo hay una circunstancia que no puede desconocerse por mas tiempo, y es que esa supuesta historia del mundo se limita de hecho, en un principio, a la región del Mediterráneo oriental, y luego, a partir de las irrupciones germánicas, con un súbito traslado de la escena a la Europa occidental, queda reducida a unos sucesos importantes sólo para nosotros y, en consecuencia, sobremanera aumentados de tamaño, siendo así que, en realidad, se trata de acontecimientos meramente locales, indiferentes por ejemplo, a la cultura árabe, que es la mas próxima. Hegel había declarado, con toda ingenuidad, que los pueblos que no tuvieran acomodo en su sistema de la historia los ignoraría. Ésta fue simplemente la honrada declaración de sus premisas metódicas, sin las cuales ningún historiador llega nunca a su fin. Basándose en ellas cabe estimar y apreciar la disposición de todas las obras de historia. Hoy, en realidad, es pura cuestión de tacto científico el decidir cuál de los fenómenos históricos se toma seriamente en cuenta y cuál no. Ranke es un buen ejemplo de ello.

Pensamos hoy por partes del mundo. Los únicos que aún no han aprendido a hacerlo son nuestros filósofos e historiadores. ¿Qué pueden significar para nosotros esas ideas y perspectivas que se presentan con la pretensión de una validez universal y cuyo horizonte no excede en realidad los límites de la atmósfera ideológica del europeo occidental?

Véanse sobre este punto nuestros mejores libros. Cuando Platón habla de la humanidad, se refiere a los helenos, en oposición a los bárbaros. Corresponde ello perfectamente al estilo ahistórico del «antiguo» vivir y pensar, y dentro de esta suposición limitativa conduce a resultados que son exactos y significativos para los griegos. Pero cuando Kant filosofa sobre ideales éticos, por ejemplo, afirma la validez de sus proposiciones para los hombres de todas clases y tiempos. Y si no lo declara explícitamente es porque para él y sus lectores la cosa es harto evidente. En su estética no formula el principio del arte de Fidias o de Rembrandt, sino el de todo arte en general. Y, sin embargo, de pensar que él determina como necesarias son las formas necesarias del pensar occidental exclusivamente. Con sólo referirse a Aristóteles y considerar a cuán distintos resultados llega este filósofo, hubiera debido comprenderse que el pensador griego, al reflexionar acerca de sí mismo, es un espíritu no menos claro que el pensador alemán, aunque de diferente temple y disposición. Las categorías del pensamiento occidental son tan inaccesibles al pensamiento ruso como las del griego al nuestro. Una inteligencia verdadera, integral, de los términos antiguos, es para nosotros tan imposible como de los términos rusos e indios; y. para el chino o el árabe moderno, cuyos intelectos son muy diferentes del nuestro, la filosofía de Bacon o de Kant tiene el valor de una simple curiosidad.

He aquí lo que le falta al pensador occidental y lo que no debiera faltarle precisamente a él: la comprensión de que sus conclusiones tienen un carácter histórico-relativo, de que no son sino la expresión de un modo de ser singular y sólo de él. El pensador occidental ignora los necesarios limites en que se encierra la validez de sus asertos; no sabe que sus «verdades inconmovibles», sus «verdades eternas», son verdaderas sólo para él y son eternas sólo para su propia visión del mundo; no cree que sea su deber salir de ellas para considerar las otras que el hombre de otras culturas ha extraído de sí y afirmado con idéntica certeza. Pero esto justamente tendrá que hacerlo la filosofía del futuro si quiere preciarse de integral. Eso es lo que significa comprender el lenguaje de las formas históricas, del mundo viviente. Nada es aquí perdurable, nada universal. No se hable más de formas del pensamiento, del principio de lo trágico, del problema del Estado. La validez universal es siempre una conclusión falsa que verificamos extendiendo a los demás lo que sólo para nosotros vale.

Y esta imagen nos aparecerá todavía más vacilante y sospechosa si volvemos la mirada hacia los pensadores modernos occidentales posteriores a Schopenhauer. En éstos el centro de gravedad de los filosofemas se desplaza y se aleja de la abstracción sistemática para acercarse a la práctica ética; en el lugar del problema del conocimiento viene a situarse ahora el problema de la vida: voluntad de vida, de potencia, de acción. La consideración se dirige aquí, no ya a la abstracción ideal «hombre», como en Kant, sino al hombre real, al hombre tal como, en tiempos históricos y agrupado en pueblos primitivos o en núcleos de cultura, habita la superficie de la tierra. Y resulta altamente ridículo que en este punto siga determinándose la forma de los conceptos supremos por el esquema Edad Antigua-Edad Media-Edad Moderna y la limitación local con siguiente a este esquema. Tal es, sin embargo, el caso.

Contemplemos el horizonte histórico de Nietzsche. Sus conceptos de decadencia, de nihilismo, de transmutación de los valores, están fundados en la entraña de la civilización occidental y poseen un valor decisivo para el análisis de esta civilización. Mas ¿cuál fue la base sobre la que Nietzsche se apoyó para formularlos? Los romanos y los griegos, el Renacimiento y la actualidad europea, una mirada rauda, de soslayo, sobre la filosofía india — mal interpretada —; en suma: la Edad Antigua, la Edad Media, la Edad Moderna. Nietzsche, en puridad, no se ha salido de este marco. Y otro tanto les sucede a los demás pensadores de su época.

¿En qué relación se encuentra su concepto de lo dionisíaco... con la vida interna del civilizadísimo chino, en la época de Confucio, o del americano moderno? ¿Qué significa el tipo del superhombre... para el mundo del Islam? Los conceptos de naturaleza y espíritu, paganismo y cristianismo, antigüedad y modernidad, concebidos como antítesis de las formas, ¿qué sentido pueden tener en el alma del indio y del ruso? ¿Qué tiene que ver Tolstoi — quien en lo más profundo de su humanidad rechazó todo el universo ideológico de Occidente como cosa extraña y lejana — con la «Edad Media», con Dante, con Lutero? ¿Qué tiene que ver un japonés con Parsifal y Zaratustra? ¿Qué un indio con Sófocles? Y el mundo de los pensamientos de Schopenhauer, de Comte, de Feuerbach, de Hebbel, de Strindberg, ¿es acaso más extenso? ¿No es su psicología, pese a todas sus aspiraciones cósmicas, de pura cepa y significación dental? Los problemas de la mujer, planteados por Ibsen con la pretensión asimismo de fijar sobre ellos el interés de la «humanidad» entera, ¡qué efectos tan cómicos no nos producirían si en lugar de la famosa Nora — que vive en una gran ciudad de la Europa occidental, que se mueve en el limitado horizonte de una casa de 2.000 a 6.000 marcos anuales, y que ha recibido una educación burguesa y protestante — pusiéramos, por ejemplo, la mujer de César, madame de Sevigné, una japonesa o una aldeana del Tirol! Y es que el mismo Ibsen ve las cosas con la perspectiva de la clase media de ayer y de hoy en las grandes urbes europeas. Sus conflictos, cuyas premisas psicológicas proceden poco más o menos de 1850 y acaso no valgan ya en 1950, no son los del gran mundo, ni los de la masa inferior, y no hay que decir los de las ciudades habitadas por no europeos.

Todos esos valores son episódicos y locales, limitados casi siempre a la inteligencia momentánea de las grandes urbes de tipo occidental; no son, ni mucho menos, histórico- universales, eternos. Y si todavía aparecen esencialísimos a las generaciones de Ibsen y de Nietzsche, es porque, en realidad, estas generaciones desconocen el sentido de la expresión
«historia universal» — que no es una selección, sino una totalidad —, puesto que subordinan los factores ajenos al interés propio, moderno, rebajándolos o desconociéndolos. Y así ha acontecido, efectivamente, en grado sumo. Todo lo que el Occidente ha dicho y pensado hasta ahora sobre los problemas del tiempo, del espacio, del movimiento, del número, de la voluntad, del matrimonio, de la propiedad, de la tragedia, de la ciencia, tiene un indeleble matiz de estrechez e inseguridad, que procede de que se ha procurado ante todo encontrar la solución de los problemas, sin comprender que a múltiples interrogadores corresponden contestaciones múltiples, que una pregunta filosófica no es más que el deseo encubierto de recibir determinada respuesta, ya inclusa en la pregunta misma, que nunca pueden concebirse como bastante efímeros los grandes problemas de una época y que, por lo tanto, es preciso elegir un grupo de soluciones históricamente condicionadas, cuya visión panorámica —prescindiendo de todas las convicciones propias — será quien nos descubra los últimos secretos. Para el pensador — el legítimo pensador — ningún punto de vista es absolutamente verdadero o falso. Frente a problemas tan difíciles como el del tiempo o el del matrimonio, no basta consultar la experiencia personal, la voz íntima, la razón, la opinión de los antecesores o de los contemporáneos. Por este camino se llegará, sin duda, a conocer lo que es verdadero para uno mismo o para la época en que uno vive. Pero esto no es todo. Las manifestaciones de otras culturas hablan otra lengua. A distintos hombres, distintas verdades. Y para el pensador todas son válidas o no lo es ninguna.

¿Compréndese ahora de qué amplificaciones y ahondamientos es capaz la crítica del universo usada hasta ahora en Occidente, y cuántas cosas pueden incluirse, en el círculo de la investigación, rebasando el mísero relativismo de Nietzsche y su generación? ¡Cuánta finura en el sentimiento de la forma, qué grado de psicología, qué renuncia e independencia de los intereses prácticos, qué ilimitación del horizonte habrá de conseguirse antes de poder decir que se ha entendido lo que es la historia universal, el universo como historia!

Frente a todo eso, frente a las formas caprichosas, estrechas, externas, dictadas por el propio interés e impuestas a la historia, coloco yo la figura natural, «copernicana», del suceder universal, la que está profundamente impresa en lo más hondo, y no se manifiesta sino a los que miran la historia libres de todo prejuicio.

Recuérdese a Goethe. Lo que Goethe llamó la naturaleza viviente, eso es lo que yo aquí llamo la historia universal, en el más amplio sentido: el universo como historia. Goethe, que, como artista, dio formas a la a la evolución de sus figuras, al devenir y no a lo ya hecho, y así lo demuestra Wilhelm Meister y Poesía y realidad, odiaba la matemáticas

Percibía la oposición entre el mundo como mecanismo y el mundo como organismo, entre la naturaleza muerta y la naturaleza viva, entre la ley y la forma. Cada línea de las que escribió como naturalista iba encaminada a ponernos ante los ojos la figura de lo que deviene, «forma esencial que viviendo se desenvuelve». Sentimientos, intuiciones, comparaciones, inmediata certeza interior, exacta fantasía sensible, tales eran los medios con que se acercaba al misterio de las inquietas apariencias. Tales son precisamente los medios de la investigación histórica en general. No hay otros. Esa divina mirada es la que le empuja a decir la noche de la batalla de Valmy, en el campamento: «A partir de hoy comienza una nueva época de la historia universal; podéis decir que lo habéis presenciado». Ningún general, ningún diplomático y, por supuesto, ningún filósofo, ha sentido tan inmediatamente el hacerse mismo de la historia. Éste es el juicio más profundo que se ha pronunciado nunca sobre un gran hecho histórico, en el momento mismo de verificarse.

Y así como Goethe perseguía la evolución de la forma vegetal partiendo de la hoja, buscaba el origen y nacimiento del tipo vertebrado, inquiría la génesis de las capas geológicas — el sino de la naturaleza, no su causalidad —, así también hemos de desenvolver nosotros aquí el lenguaje de las formas que nos habla la historia humana, su estructura periódica, el hálito de la historia, partiendo de la muchedumbre de particularidades perceptibles.

Con razón se ha contado al hombre entre los organismos de la superficie terrestre. Su estructura corporal, sus funciones naturales, todo su aspecto sensible, pertenecen a una unidad más amplia. Sólo aquí se hace una excepción, a pesar de la afinidad profundamente sentida entre el sino de las plantas y el sino del hombre, tema eterno de toda lírica, y a pesar de la semejanza de la historia humana con la de cualquier otro grupo de seres vivos de orden superior, tema de innumerables cuentos, leyendas y fábulas. Compárense, pues, unos y otros organismos, dejando que el mundo de las culturas humanas actúe puro y hondo sobre la imaginación, sin forzarlo a acomodarse en un esquema prefijado; considérense las palabras «juventud», «crecimiento», «florecimiento», «decadencia», que han sido hasta ahora, y hoy más que nunca, la expresión de estimaciones subjetivas e intereses personalísimos de índole social, moral y estética; considérense, digo, esas palabras como designaciones objetivas de estados orgánicos; colóquese la cultura «antigua», como fenómeno cerrado en sí mismo, como cuerpo y expresión del alma «antigua» junto a la cultura egipcia, a la cultura india, a la babilónica, a la china, a la occidental, y búsquese lo típico en los mudables destinos de estos grandes individuos, lo necesario en el indomable tropel de las contingencias, y a la postre se verá abrirse ante nosotros mismos el cuadro de la historia universal; cuadro natural para nosotros, pero sólo para nosotros.

Pero, volviendo a nuestro tema estricto, intentemos desde este punto de vista determinar morfológicamente la estructura de la época actual, ante todo entre los años 1800 y 2000. Tenemos que fijar el momento de esta época en el conjunto de la cultura occidental; tenemos que definir su sentido como periodo biográfico, que debe hallarse necesariamente, bajo una u otra forma, en toda cultura, y desentrañar la significación orgánica y simbólica de los complejos morfológicos de carácter político, artístico, espiritual, social, que le son propios.

Desde luego resalta la identidad entre este período y el helenismo; particularmente la identidad entre el actual momento culminante de este período. — señalado por la guerra mundial — y el tránsito de la época helenística a la romana. El romanismo, con su estricto sentido de los hechos, desprovisto de genio, bárbaro, disciplinado, práctico, protestante, prusiano, nos dará siempre la clave — ya que estamos atenidos a las comparaciones — para comprender nuestro propio futuro. ¡Griegos y romanos! Así, efectivamente, diferénciase el sino que ya se ha cumplido para nosotros y el sino que va a cumplirse ahora. En la «Antigüedad» hubiera podido, hubiera debido hallarse ya hace tiempo una evolución enteramente pareja a la de nuestra propia cultura occidental; esa evolución es diferente en los detalles superficiales, pero idéntica por el impulso íntimo, que conduce el gran organismo a su acabamiento. Habríamos entonces encontrado en la Antigüedad un constante álter ego comparable, rasgo por rasgo, con nuestra propia realidad, desde la guerra de Troya y las Cruzadas, desde Homero y los Nibelungos, pasando por el dórico gótico, el movimiento dionisíaco y el Renacimiento, Policleto y Sebastián Bach, Atenas y París, Aristóteles y Kant, Alejandro y Napoleón, hasta el predominio de la gran ciudad moderna y el imperialismo de ambas culturas.

Mas para esto era condición previa la justa interpretación de la historia antigua. ¡Y con qué parcialidad, con qué superficialidad, con qué ligereza y estrechez de miras se ha hecho siempre esa interpretación! Porque nos sentíamos demasiado emparentados con los «antiguos» hemos arreglado el problema a nuestra comodidad. La semejanza superficial es el escollo en que naufraga la ciencia de la Antigüedad cuando cesa de ordenar y determinar sus hallazgos — tarea en la que es maestra — y pasa a interpretar el espíritu que los anima. El eterno prejuicio, que debiéramos al cabo desechar, consiste en creer que la Antigüedad nos es íntimamente próxima porque hemos sido o pretendemos ser sus discípulos y sucesores, cuando en realidad sólo somos sus adoradores. La labor toda que el siglo XIX ha realizado en la filosofía de la religión, en la historia del arte, en la crítica social, era muy necesaria, y ha servido de mucho, no para enseñarnos a comprender los dramas de Esquilo, las teorías de Platón, Apolo y Dioniso, el Estado ateniense, el cesarismo — que estamos muy lejos de comprender —, sino para hacernos sentir, por fin, lo extraño y lejano que nos es todo eso, más extraño quizá que los dioses mejicanos y la arquitectura india.

Nuestras opiniones sobre la cultura grecorromana han oscilado siempre entre dos extremos, y siempre, por supuesto, bajo una perspectiva dominada, cualquiera que fuese el «punto de vista», por el esquema Edad Antigua-Media-Moderna. Los unos, hombres de vida pública, economistas, políticos, juristas, encuentran que la «humanidad actual» se halla en lucido progreso; la valoran altamente y con ella miden todo lo anterior. No hay ningún partido moderno cuyas doctrinas no hayan servido de criterio para «valorar» a Cleón, a Mario, a Temístocles, a Catilina y a los Gracos. Los otros, en cambio, artistas, poetas, filólogos y filósofos, no se sienten a gusto en el presente; buscan en el pasado un punto de referencia absoluto, desde el cual condenan el hoy con igual dogmatismo. Aquéllos consideran a los griegos como un «todavía no»; éstos consideran a los modernos como un «ya no»; ambos, empero, están sugestionados por una misma imagen histórica que enlaza las dos edades en una línea recta.

Encárnanse en esta oposición las dos almas de Fausto. El peligro de la una es la superficialidad inteligente. De todo lo que fue la cultura antigua, del brillante fulgor del alma antigua, no quedan, a la postre, entre sus manos, sino «hechos» sociales, económicos, jurídicos, políticos, filológicos. Todo lo demás adquiere el carácter de «consecuencias secundarias», «reflejos», «fenómenos concomitantes». En sus libros no se percibe el menor rastro de aquella mítica gravedad que acompaña a los coros de Esquilo, de aquella colosal fuerza telúrica que anima a la plástica arcaica, a la columna dórica; de aquel fuego que arde en el culto apolíneo; de aquella profundidad que aún manifiesta el mismo culto romano de los césares. Los otros, en cambio, románticos rezagados, como los tres profesores de Basilea, Bachofen, Burckhardt y Nietzsche, sucumben al peligro de toda ideología. Piérdense en las regiones nebulosas de una Antigüedad que no es sino la imagen de su propia sensibilidad regulada por la filología. Se entregan a los restos de la literatura antigua, único testimonio que les parece suficientemente prócer, aunque no ha habido cultura más imperfectamente representada por sus grandes escritores que la cultura de los antiguos [23].

Aquéllos se apoyan principalmente en el material prosaico; documentos jurídicos, inscripciones y monedas, que Burckhardt y Nietzsche habían despreciado, exponiéndose por ello a graves errores; subordinan a estos materiales la literatura, manifestando así su sentido muchas veces mínimo de la verdad y de la realidad. Sucedió, pues, que no se tomaron en serio unos a otros, a causa del fundamento mismo sobre que se asentaba su crítica. Que yo sepa, no han sentido Nietzsche y Mommsen la menor estimación mutua.

Pero ninguno de los dos grupos llegó a la altura desde la cual — esta oposición se disipa. Y, sin embargo, hubiera sido posible llegar a ella. Es ésta la venganza que toma el principio de causalidad, por haber sido trasladado ilícitamente de la física a la historia. Establecióse un pragmatismo superficial, copia de la concepción física del mundo, que lejos de esclarecer, encubre y confunde el lenguaje de las formas históricas, distinto totalmente del de la naturaleza. Para someter la masa de los materiales históricos a una concepción ordenada y profunda, no se encontró nada mejor que destacar como lo primario, como la causa, cierto conjunto de fenómenos, y tratar luego como lo secundario, como consecuencias o efectos, los demás fenómenos. No sólo los prácticos, sino también los románticos han acudido a este medio, porque la historia seguía ocultando su lógica propia a las miradas miopes, y además porque apremiaba harto la exigencia de fijar una necesidad inmanente, cuya presencia se sentía sin poderla definir. Era, pues, inevitable aquel recurso, so pena de volver, como Schopenhauer, la espalda a la historia, haciendo una mueca de mal humor.

Podemos decir sin más que hay dos modos de ver la Antigüedad: uno materialista y otro ideológico. El materialista explica el descenso de un platillo de la balanza por la subida del otro. Demuestra que siempre acaece así, sin excepción alguna, y la prueba, a no dudarlo, es decisiva. He aquí, pues, causas y efectos, y las causas están representadas evidentemente por los fenómenos sociales y sexuales o, a lo sumo, los puramente políticos; los efectos son los hechos religiosos, espirituales, artísticos, si es que para éstos admite el materialista la denominación de hechos. Los ideólogos demuestran, en cambio, que la subida de uno de los platillos es consecuencia del descenso del otro, y lo demuestran con igual exactitud. Penetran en los cultos, misterios y usos; escudriñan el secreto de los versos y de las líneas. La vida diaria, con su trivialidad, considéranla como una consecuencia dolorosa de la imperfección terrestre, y no le conceden sino escasamente una mirada de soslayo. Cada una de las partes, pues, señalando insistentemente al nexo causal, demuestra que la contraria no percibe, o no quiere percibir, la verdadera relación entre las cosas, y terminan todos tachándose mutuamente de ciegos, ligeros, tontos, absurdos, frívolos, extravagantes y filisteos. El ideólogo se indigna cuando ve que alguien toma en serio los problemas económicos de Grecia, y que habla, por ejemplo, no de las sentencias profundas del oráculo délfico sino de las amplias operaciones financieras que los sacerdotes de Delfos realizaban con las sumas que tenían en depósito. El político, a su vez, sonríese suavemente del infeliz que despilfarra su entusiasmo en el estudio de las fórmulas sagradas y el ornamento de los áticos efebos, en vez de escribir acerca de la lucha de clases en la Antigüedad un libro bien repleto de copiosas fórmulas modernas.

Uno de estos tipos está ya preformado en Petrarca. Petrarca ha creado Florencia, y Weimar el concepto del Renacimiento y el clasicismo occidental. El otro tipo aparece a mediados del siglo XVII, al iniciarse una política «civilizada» [24], una política económica de gran ciudad; por lo tanto, antes que en otra parte, en Inglaterra (Grote). En el fondo se enfrentan aquí la concepción del hombre culto y la del hombre civilizado; oposición demasiado profunda, demasiado humana para que deje advertir la inferioridad de ambos puntos de vista y mucho menos la posibilidad de superarlos.

También el materialismo procede en este punto con sesgo idealista. También él, sin saberlo ni quererlo, ha subordinado sus concepciones a sus íntimos deseos. En realidad, nuestros mejores ingenios, sin excepción, se han inclinado llenos de respeto ante la imagen de la Antigüedad, y en este único caso han renunciado al uso habitual de una crítica sin límites. El análisis de la Antigüedad ha sido siempre obscurecido por cierta tímida contención. No hay en toda la historia otro ejemplo de culto tan entusiasta, tributado por una cultura a la memoria de otra cultura. Cuando enlazamos idealmente la Antigüedad y la Edad Moderna por medio de una «Edad Media», que ocupa un milenio de mal apreciada, casi despreciada historia, no hacemos sino expresar esa involuntaria devoción. Nosotros, europeos occidentales, hemos sacrificado a los «antiguos» la pureza e independencia de nuestro arte, no atreviéndonos a crear nada sin antes alzar la vista hacia el augusto «modelo». En nuestra imagen de los griegos y de los romanos hemos proyectado siempre lo que en lo más profundo de nuestra alma anhelábamos o esperábamos alcanzar. Llegará un día en que algún agudo psicólogo nos refiera la historia de nuestra más fatal ilusión, la historia de lo que en cada momento íbamos reverenciando como «antiguo». Pocos problemas habrá más instructivos para el conocimiento íntimo del alma occidental, desde el emperador Otón III hasta Nietzsche, primera y última víctimas del Sur.

En su Viaje a Italia habla Goethe con entusiasmo de las construcciones de Paladio, cuyo helado academismo nos deja hoy bastante escépticos. Ve luego a Pompeya, y habla con franco descontento de la impresión «extraña, casi desagradable», que allí recibió. Lo que dice de los templos de Poestum y Segesta, obras maestras del arte helénico, es vacilante y de poca substancia. Se advierte bien que no ha reconocido la Antigüedad, al verla ahora corporalmente, en toda su fuerza. Y otro tanto les ha sucedido a los demás. No han querido ver muchos de los aspectos antiguos, y así han conseguido salvar la imagen íntima que se habían formado de la Antigüedad. Su «Antigüedad» ha sido, pues, el horizonte de un ideal vital que ellos mismos han creado y alimentado con su sangre, un vaso donde han vertido su propio sentimiento del mundo, un fantasma, un ídolo. En las celdas de los pensadores, en las tertulias de los poetas, entusiasman las crudas descripciones que hace Aristófanes de la vida en las grandes ciudades antiguas; producen admiración Juvenal y Petronio, la suciedad y la plebe del Sur, el ruido y la violencia, los mancebos y las Frinés, el culto del falo y las orgías de los césares. Sin embargo, ante esos mismos aspectos de la realidad, en nuestras urbes actuales pasamos de largo profiriendo lamentos y tapándonos las narices.

«En las ciudades es malo vivir: hay demasiados rijosos.» Así habló Zaratustra. Enaltecen la ciudadanía de los romanos y desprecian a quienes hoy no evitan todo contacto con los negocios públicos. Hay una clase de hombres, versados en estas cosas, para quienes la diferencia entre la toga y la levita, el circo bizantino y la pista inglesa de deportes, las antiguas vías de los Alpes y el ferrocarril transcontinental, las trieras y los vapores, las lanzas romanas y las bayonetas prusianas, el canal de Suez, hecho por un faraón, y el mismo canal hecho por un ingeniero moderno, posee tal fuerza de magia, que les nubla la vista y les impide sin remisión mirar libremente las cosas. No admitirían la máquina de vapor como símbolo de pasión humana y expresión de energía vital, a menos que la hubiese inventado Hierón de Alejandría. Consideran que es una blasfemia hablar de calefacción central y teneduría de libros en Roma, en vez de hablar del culto de la Gran Madre en el monte Pessino.

Los otros, en cambio, no ven más que eso. Se figuran que agotan la esencia de esa cultura, tan extraña para nosotros, tratando a los griegos, sin más ni más, como si fueran sus iguales. Muévense, al sacar conclusiones psicológicas, en un sistema de identidades que no tiene el menor contacto con el alma antigua. No sospechan que las palabras «república», «libertad», «propiedad», designan allá y acá cosas que no poseen el más leve parentesco entre sí. Búrlanse de los historiadores de la época de Goethe porque manifiestan sus ideales políticos al escribir la historia de la Antigüedad, expresando en los nombres de Licurgo, Bruto, Catón, Cicerón, Augusto, y en la condenación o absolución de estos personajes, su propio programa o su personal misticismo; mas los mismos que así se burlan no son capaces de escribir un capítulo sin que se conozca en seguida a qué partido pertenece el periódico que leen por las mañanas.

Pero lo mismo da contemplar el pasado con los ojos de don Quijote que con los de Sancho. Ninguno de los dos caminos conduce a buena meta. A la postre, cada cual se ha permitido poner en el primer plano aquel trocito de Antigüedad que casualmente concuerda mejor con las intenciones propias; Nietzsche, la Atenas presocrática; los economistas, el período helenístico; los políticos, la Roma republicana; los poetas, el imperio.

Ni los fenómenos religiosos o artísticos son más originales y primarios que los sociales y económicos, ni viceversa. Para quien haya logrado conquistar en este punto la absoluta libertad de la contemplación; para quien se sitúe más allá de todo interés personal, sea cual fuere, no hay, entre los distintos fenómenos, subordinación, ni prioridad, ni causa, ni efecto, ni diferencia de valor o de importancia. Lo que al fenómeno particular le confiere rango es simplemente la mayor o menor pureza y energía del lenguaje formal que nos habla, la mayor o menor potencia de su simbolismo, sin que debamos tener en cuenta para nada bondad y maldad, superioridad o vileza, utilidad o idealidad.

La decadencia de Occidente, considerada así, significa nada menos que el problema de la civilización. Nos hallamos frente a una de las cuestiones fundamentales de toda historia. ¿Qué es «civilización», concebida como secuencia lógica, como plenitud y término de una «cultura»?

Porque cada «cultura» tiene su «civilización» propia. Por primera vez tómanse aquí estas dos palabras — que hasta ahora designaban una vaga distinción ética de índole personal — en un sentido periódico, como expresiones de una orgánica sucesión estricta y necesaria. La «civilización» es el inevitable sino de toda «cultura». Hemos subido a la cima desde donde se hacen solubles los últimos y más difíciles problemas de la morfología histórica.

«Civilización» es el extremo y más artificioso estado a que puede llegar una especie superior de hombres. Es un remate; subsigue a la acción creadora como lo ya creado, lo ya hecho, a la vida como la muerte, a la evolución como el anquilosamiento, al campo y a la infancia de las almas — que se manifiesta, por ejemplo, en el dórico y en el gótico — como la decrepitud espiritual y la urbe mundial petrificada y petrificante. Es un final irrevocable, al que se llega siempre de nuevo, con íntima necesidad.

Sólo así puede comprenderse a los romanos en cuanto sucesores de los griegos. Sólo así se coloca la última etapa de la Antigüedad bajo uña luz que revela sus más hondos secretos. Pues ¿qué significa — lo que sólo con palabras vanas cabría negar — que los romanos hayan sido bárbaros, bárbaros que no preceden a una época de gran crecimiento, sino que, al contrario, la terminan? Sin alma, sin filosofía, sin arte, animales hasta la brutalidad, sin escrúpulos, pendientes del éxito material, hállanse situados los romanos entre la cultura helénica y la nada. Su imaginación, enderezada exclusivamente a lo práctico — poseían un derecho sacro que regulaba las relaciones entre dioses y hombres como si fueran personas privadas y no tuvieron nunca mitos —, es una facultad que en Atenas no se encuentra. Los griegos tienen alma; los romanos, intelecto. Así se diferencian la «cultura» y la «civilización». Y esto no vale sólo para la «Antigüedad». Una y otra vez, en la historia, preséntase ese mismo tipo de hombres de espíritu fuerte, completamente ametafísico. En sus manos está el destino espiritual y material de toda época postrimera. Ellos son los que han llevado a cabo el imperialismo babilónico, egipcio, indio, chino, romano. En tales períodos desarróllanse el budismo, el estoicismo, el socialismo, emociones definitivas que pueden, por última vez, captar y transformar en toda su substancia una humanidad mortecina y decadente. La civilización pura, como proceso histórico, consiste en una gradual disolución de formas ya muertas, de formas que se han tornado inorgánicas.

El tránsito de la «cultura» a la «civilización» se lleva a cabo, en la Antigüedad, hacia el siglo IV; en el Occidente, hacia el XIX. A partir de estos momentos, las grandes decisiones espirituales no se toman ya «en el mundo entero», como sucedía en tiempos del movimiento órfico y de la Reforma, en que no había una sola aldea que no tuviese su importancia. Ahora tómanse esas decisiones en tres o cuatro grandes urbes que han absorbido el jugo todo de la historia, y frente a las cuales el territorio restante de la cultura queda rebajado al rango de «provincia»; la cual, por su parte, no tiene ya otra misión que alimentar a las grandes urbes con sus restos de humanidad superior. ¡Ciudad mundial y provincia!. Estos dos conceptos fundamentales de toda civilización plantean ahora para la historia un nuevo problema de forma. Estamos viviéndolo justamente los hombres de hoy, sin haberlo comprendido, ni siquiera de lejos, en todo su alcance. En lugar de un mundo tenemos una ciudad, un punto, en donde se compendia la vida de extensos países, que mientras tanto se marchitan. En lugar de un pueblo lleno de formas, creciendo con la tierra misma, tenemos un nuevo nómada, un parásito, el habitante de la gran urbe, hombre puramente atenido a los hechos, hombre sin tradición, que se presenta en masas informes y fluctuantes; hombre sin religión, inteligente, improductivo, imbuido de una profunda aversión a la vida agrícola — y su forma superior, la nobleza rural —, hombre que representa un paso gigantesco hacia lo inorgánico, hacia el fin. ¿Qué significa esto? Francia e Inglaterra han franqueado ya ese paso; Alemania está franqueándolo. A Siracusa, Atenas, Alejandría, siguió Roma. A Madrid, París, Londres, sigue Berlín. Transformarse en provincia, tal es el sino de los territorios que no radican en el círculo irradiante de esas ciudades: «antiguamente» fueron Creta y Macedonia, y hoy el norte de Escandinavia.

Antaño desarrollóse la lucha por la concepción ideal de la época, en una esfera de problemas universales, impregnados de temas metafísicos, litúrgicos o dogmáticos, y esa lucha fue entre el espíritu telúrico de los aldeanos — nobleza y clase sacerdotal — y el espíritu «mundano» y patricio de las viejas, pequeñas y famosas ciudades de la primitiva época dórica y gótica. Tales fueron las luchas por la religión de Dioniso — por ejemplo, bajo el tirano Clístenes, de Sicione — y por la Reforma en las ciudades imperiales alemanas y en las guerras de los hugonotes. Pero así como esas ciudades por fin dominaron al campo — ya Parménides y Descartes representan una conciencia puramente ciudadana —, de igual manera la urbe las domina a ellas. Tal es el proceso espiritual de todas las postrimerías, la jónica y la barroca. Hoy, como en la época del helenismo, en cuyo umbral se halla la fundación de Alejandría, gran urbe artificial, es decir, ajena al campo, hanse transformado esas ciudades de cultura — Florencia, Nuremberg, Salamanca, Brujas, Praga — en ciudades provincianas que actúan en una desesperada oposición intelectual frente al espíritu de la gran urbe. La urbe mundial significa el cosmopolitismo ocupando el puesto del «terruño», el sentido frío de los hechos substituyendo a la veneración de lo tradicional; significa la irreligión científica como petrificación de la anterior religión del alma, «sociedad» en lugar del Estado, los derechos naturales en lugar de los adquiridos. El dinero como factor abstracto inorgánico, desprovisto de toda relación con el sentido del campo fructífero y con los valores de una originaria economía de la vida, esto es lo que ya los romanos tienen antes que los griegos y sobre los griegos. A partir de este momento, una concepción distinguida y elegante del mundo es también cuestión de dinero. No el estoicismo griego de Crisipo, pero si el romano de Catón y Séneca presupone como fundamento una fortuna; no los sentimientos ético-sociales del siglo XVIII, pero si los del siglo XX son, sin duda alguna — si han de traducirse en hechos que excedan los límites de una agitación profesional y lucrativa —, cosas de millonarios. En la urbe mundial no vive un pueblo, sino una masa. La incomprensión de toda tradición que, al ser atacada, arrastra en su ruina a la cultura misma — nobleza, iglesia, privilegios, dinastía, convenciones artísticas, límites científicos de la posibilidad del conocimiento —, la inteligencia aguda y fría, muy superior a la prudencia aldeana, el naturalismo de sentido novísimo que saltando por encima de Sócrates y Rousseau va a enlazarse, en lo que toca a lo sexual y social, con los instintos y estados más primitivos, el panem et circenses que se manifiesta de nuevo hoy en los concursos de boxeo y en la pista de deportes, todo eso caracteriza bien, frente a la cultura definitivamente conclusa, frente a la provincia, una forma nueva, postrera y sin porvenir, pero inevitable, de la existencia humana.

Esto es lo que hay que ver — no con los ojos del partidista, del ideólogo, del moralista que se acomoda a su tiempo; no desde el ángulo de un «punto de vista» particular, sino desde la altura intemporal en donde la mirada domina el mundo de las formas históricas repartido por miles de años— si se quiere comprender realmente la gran crisis de la época actual.

Símbolo de primer orden es para mi el hecho de que en Roma, donde por el año 60 antes de Jesucristo fue el triunviro Craso el primer especulador en solares, aquel pueblo romano, que ostentaba sus iniciales ilustres en todas las inscripciones; aquel pueblo romano ante el cual temblaban en lejanas tierras los galos, los griegos, los partos, los sirios; aquel pueblo romano vivía en una miseria espantosa, hacinado en edificios enormes, de muchos pisos, construidos en barrios lóbregos y escuchaba con indiferencia o con una especie de interés deportivo las noticias de los éxitos militares y de las conquistas.

Al mismo rango simbólico pertenece el hecho de que muchas grandes familias de la nobleza primitiva, descendientes de los que vencieron a los celtas, a los samnitas, a Aníbal, no habiendo tomado parte en la orgía de las especulaciones, hubieron de vender sus casas solariegas y trasladarse a míseros cuartos de alquiler. Mientras a lo largo de la vía Apia se alzaban los mausoleos, aún hoy admirados, de los grandes financieros romanos, los cadáveres del pueblo, juntos con cuerpos de animales y basura de la ciudad, iban amontonándose en horribles escombreras, hasta que durante el reinado de Augusto, para evitar las epidemias, se limpió y aplanó el lugar, donde luego Mecenas construyó sus famosos jardines. En la despoblada Atenas, que vivía de los turistas y de las fundaciones de extranjeros opulentos — como el rey Herodes de Judea —, se enseñaba a la plebe viajera de los nuevos ricos romanos las obras del siglo de Pendes, de las cuales entendía el ricachón romano tan poco como los americanos que visitan hoy la capilla Sixtina entienden de Miguel Ángel. Ya entonces todas las obras de arte habían sido substraídas o compradas a precios fabulosos, a precios de moda, levantándose, en cambio, colosales y presuntuosos edificios romanos, junto a las profundas y humildes obras del tiempo pasado. En tales cosas, que el historiador no debe ni aplaudir ni censurar, sino estudiar morfológicamente, exprésase clarísima una idea para quien ha aprendido a mirar y a ver.

En efecto, habrá de evidenciarse que, a partir de este momento, todos los grandes conflictos de la filosofía, de la política, del arte, del saber, del sentimiento, se hallan dominados por la mencionada oposición. ¿Qué es la política civilizada de mañana en oposición a la culta de ayer? En la Antigüedad, retórica; en el Occidente, periodismo; ambos al servicio de esa abstracción que representa el poder de la civilización: el dinero. Su espíritu es el que penetra, sin ser notado, en las formas históricas de la existencia popular, muchas veces sin alterarlas ni descomponerlas en lo más mínimo. El mecanismo del Estado romano, desde Escipión el Africano hasta Augusto, permaneció mucho más estacionario de lo que generalmente se cree. Pero los grandes partidos son sólo en apariencia el centro de las acciones decisivas. Decídelo todo un pequeño número de cerebros superiores, cuyos nombres en este momento no son acaso los más conocidos, mientras que la gran masa de los políticos de segunda fila: retores y tribunos, abogados y periodistas, mantiene una selección para los horizontes provincianos y, hacia abajo, la ilusión de que el pueblo se determina a sí mismo. ¿Y el arte? ¿Y la filosofía? Los ideales de la época de Platón y de Kant valían para una humanidad superior. Pero los ideales del helenismo y de la época actual sólo existen para el habitante de la gran urbe. El socialismo y el darvinismo, próximos parientes por su origen, con sus fórmulas de lucha por la vida y de selección, tan contrarias a Goethe; los problemas femeninos y matrimoniales — también afines entre sí — que se encuentran en Ibsen, Strindberg y Shaw; las tendencias impresionistas de una sensibilidad anárquica; el montón de los modernos anhelos, excitaciones, dolores, expresados en la lírica de Baudelaire y en la música de Wagner, todo esto es inexistente para el sentimiento del hombre de la aldea y, en general, de la naturaleza; todo ello es patrimonio exclusivo del hombre cerebral de las grandes urbes. Cuanto más pequeña sea una ciudad, menos sentido tiene para ella el ocuparse de esa música y de esa pintura.

A la cultura corresponde la gimnasia, el torneo, el certamen agonal; a la civilización, el deporte. He aquí la diferencia entre la palestra griega y el circo romano. El arte mismo se convierte en deporte — no otra cosa es l‘art pour l‘art — ante un público inteligente de aficionados y compradores, ya se trate de dominar masas instrumentales absurdas, ya de vencer dificultades armónicas o de resolver un problema de colorido. Surge una nueva filosofía de los hechos que para las especulaciones metafísicas tiene sólo una sonrisa; una nueva literatura que para el intelecto, el gusto y los nervios de los habitantes de las grandes urbes es una necesidad y, en cambio, para el provinciano resulta incomprensible y odiosa. Ni la poesía alejandrina ni la pintura al aire libre le importan nada al «pueblo». El tránsito caracterízase, entonces como hoy, por una serie de escándalos que sólo en estas épocas pueden darse. La indignación de los atenienses contra Eurípides y contra la técnica revolucionaria de la pintura, por ejemplo, de Apolodoro, repítese en la oposición a Wagner, a Manet, a Ibsen y a Nietzsche.

Puede comprenderse a los griegos sin hablar de su economía. Pero a los romanos sólo por su economía cabe entenderlos. La última vez que se peleó por una idea fue en Queronea y en Leipzig. En la primera guerra púnica y en Sedán no pueden ya desconocerse los elementos económicos. Los romanos, con su energía práctica, fueron los primeros en dar al trabajo de los esclavos ese estilo gigantesco que para muchos determina el tipo de la economía, del derecho y de la vida antiguos, y que en todo caso rebaja notablemente la dignidad interior del trabajo libre asalariado. Han sido los pueblos germánicos, no los románicos, los primeros que en la Europa occidental han sacado de la máquina de vapor una industria grande que cambia el aspecto de las comarcas. Adviértase cómo estos dos fenómenos, hondamente simbólicos, se relacionan con el estoicismo y el socialismo. El cesarismo romano, anunciado en Cayo Flaminio, formado ya por vez primera en Mario, es el que dentro del mundo antiguo da a conocer la sublimidad del dinero, en manos de hombres eficaces, de fuerte espíritu y grandes capacidades. Sin eso, ni César ni el romanismo serían inteligibles. Todo griego tiene algo de don Quijote; todo romano, algo de Sancho Panza. Lo que fueron además de eso, pasa a segundo término.

El dominio del mundo por los romanos es un fenómeno negativo. No resulta de un exceso de fuerza — que después de Zama ya Roma no poseía —, sino de la falta de resistencia en el lado opuesto. Los romanos no conquistaron el mundo (Se apoderaron de un botín que estaba a disposición del primero que llegase. Surgió el imperio romano, no de una suprema tensión de todos los resortes militares y financieros, como cuando Roma se enfrentó contra Cartago, sino de la renuncia del viejo Oriente a regir su vida externa. No nos dejemos engañar por la apariencia de los brillantes éxitos militares. Con un par de legiones mal aguerridas, mal mandados, malhumoradas, conquistaron reinos enteros Lúculo y Pompeyo; cosa que no hubiera sido posible en la época de las batalla de Ipso. Mitrídates, que fue un peligro verdadero para ese sistema de fuerzas materiales, nunca seriamente puesto a prueba, no hubiera sido peligroso para los vencedores de Aníbal. Después de Zama, los romanos no hicieron ya ninguna guerra contra una gran potencia militar, ni hubieran podido sostenerla [34]. Las guerras clásicas de Roma fueron las de los samnitas, la de Pirro y la de Cartago. La hora grande de Roma fue Cannas. No hay pueblo que esté siglos y siglos con el coturno calzado. El pueblo alemán-prusiano que vivió los momentos poderosos de 1813, 1870 y 1914 tiene más que ninguno en su historia tales horas fuertes.

Es el imperialismo, según mi concepto, el símbolo típico de las postrimerías. Produce petrificaciones como los imperios egipcio, chino, romano, indio, islámico, que perduran siglos y siglos, pasan de las manos de un conquistador a las de otro; cuerpos muertos, masas amorfas de hombres, masas sin alma, materiales viejos y gastados de una gran historia. El imperialismo es civilización pura. El sino del Occidente condena a éste, irremediablemente, a tomar el mismo aspecto. El hombre culto dirige su energía hacia dentro; el civilizado, hacia fuera. Por eso considero yo a Cecil Rhodes como el primer hombre de una época nueva. Representa el estilo político de un futuro lejano, occidental, germánico, y particularmente alemán. Sus palabras «la expansión es todo» encierran en esa misma construcción napoleónica la tendencia más característica de toda civilización madura. Lo mismo puede decirse de los romanos, de los árabes, de los chinos. Aquí no cabe elección. Aquí no decide ni siquiera la voluntad consciente del individuo o de clases y pueblos enteros. La tendencia expansiva es una fatalidad, algo demoníaco y monstruoso, que se apodera del hombre en el postrer estadio de la gran urbe y, quiéralo o no, sépalo o no, le constriñe y le utiliza en su servicio La vida es la realización de posibilidades, y para el hombre cerebral no hay más que posibilidades expansivas. El socialismo actual, poco desarrollado aún, rechaza la expansión; pero llegará un día en que, con la vehemencia de un sino, sea él su principal vehículo. El lenguaje de las formas políticas — como expresión intelectual inmediata de una índole humana — toca aquí a un problema profundo de la metafísica: al hecho, confirmado por la absoluta validez del principio causal, de que el espíritu es el complemento de la extensión.

El mundo de los Estados chinos caminaba derechamente hacia el imperialismo entre los años 500 y 300 — que corresponden, morfológicamente, a los 300 a 500 de la Antigüedad —, y era por lo tanto inútil toda oposición al principio imperialista (lienheng), que estaba representado principalmente en la práctica por el Estado Tsin— la Roma del mundo chino — y en la teoría por el filósofo Chang Yi. Los enemigos de la tendencia imperialista defendían la idea de una liga de pueblos (hohtsung), fundándose en ciertos pensamientos de Wang Hü, profundo escéptico y gran conocedor de los hombres y de las posibilidades políticas de esta época posterior. Ambos eran enemigos de la ideología de Laotsé, que se manifestaba contraria a la actividad política; pero el lienheng tenía a su favor el curso natural de la civilización expansiva.

Rhodes aparece como el precursor primero de un tipo de César occidental a quien todavía no le ha llegado su hora. Hállase en la mitad de la distancia que existe entre Napoleón y el hombre de la fuerza que ha de surgir en el próximo siglo; así, entre Alejandro y César se encuentra aquel Flaminio que en 232 empujó a los romanos a la conquista de la Galia cisalpina y señaló de esa suerte el comienzo de la política expansiva colonial. Flaminio era propiamente un personaje privado, particular, que gozaba de un influjo dominante en el Estado, en un tiempo en que la idea del Estado empezaba a sucumbir bajo el poder de los factores económicos; fue, de seguro, en Roma, el primer hombre que representa el tipo de la oposición cesárea. Con él termina la idea del servicio al Estado y comienza la voluntad de potencia, que sólo cuenta con fuerzas, no con tradiciones. Alejandro y Napoleón fueron románticos, en el umbral mismo de la civilización, envueltos ya en su atmósfera clara y fría; pero aquél se complacía en representar el papel de Aquiles y éste leía el Werther. César, en cambio, fue exclusivamente hombre de acción, un hombre de enorme intelecto.

Ya Rhodes entendía por política eficaz y triunfante la política de éxitos territoriales y financieros. Esto es lo que tenía de romano, y él mismo se daba cuenta de ello. La civilización occidental europea no se ha encarnado nunca en nadie con tanta energía y pureza. Solo, delante de sus mapas, sucedíale sumirse en una especie de éxtasis poético, él, el hijo de un pastor puritano que marchó al África del Sur sin recursos y conquistó una colosal fortuna para ponerla al servicio de sus fines políticos. Su pensamiento de un ferrocarril transafricano del Cabo a El Cairo; su plan de un imperio sudafricano; su poder espiritual sobre los magnates mineros, férreos hombres de negocios a quienes obligó a poner sus fortunas al servicio de sus ideas; su capital, Buluwayo, que él mismo, omnipotente hombre de Estado sin relación definible con el Estado, dispuso en proporciones regias para residencia futura; sus guerras; sus negociaciones diplomáticas; su sistema de carreteras; sus sindicatos; su ejército; su concepto de «gran deber de los hombres cerebrales para con la civilización», todo eso es, en su grandeza y calidad, el preludio del futuro que nos guarda y con el cual se cerrará definitivamente la historia del hombre occidental.

Quien no comprenda que nada puede alterarse a ese resultado final, que hay que querer eso o no querer nada, que hay que amar ese sino o desesperar del futuro y de la vida; quien no sienta la grandeza que reside en esa eficacia de las inteligencias magnas, en esa energía y disciplina de las naturalezas férreas, en esa lucha con los más fríos y abstractos medios; quien se entretenga en idealismos provincianos y busque para la vida estilos de tiempos pretéritos, ése..., que renuncie a comprender la historia, a vivir la historia, a crear la historia.

Así aparece el imperio romano, no como un fenómeno único, sino como el producto normal de una espiritualidad severa y enérgica, urbana y eminentemente práctica, estadio final típico que ya ha existido varias veces, pero que no había sido nunca identificado hasta ahora. Comprendamos, por fin, que el misterio de la forma histórica no reside en la superficie y que no puede resolverse por semejanzas de traje o de escena; que en la historia humana, como en la historia de los animales y de las plantas, existen fenómenos de falaz parecido, que, sin embargo, interiormente no poseen ninguna afinidad real — Carlomagno y Harún al Raschid, Alejandro y César, las guerras de los germanos contra Roma y los ataques de los mongoles contra la Europa occidental —, y que hay otros, en cambio, que, a pesar de una gran diferencia externa, expresan cosa idéntica, como Trajano y Ramsés II, los Borbones y el demos ateniense, Mahoma y Pitágoras.

Convenzámonos de que el siglo XIX y el XX, supuesta cima de una historia universal progresiva en línea recta, constituyen un fenómeno que puede registrarse en toda cultura cuando llega a su madurez. No se trata aquí, ciertamente, de nuestros socialistas, impresionistas, ferrocarriles eléctricos, torpedos y ecuaciones diferenciales, todo lo cual pertenece tan sólo a la corporeidad de esta época; trátase de una misma espiritualidad civilizada, preñada además de muy otras posibilidades de externa configuración. Debemos convencernos de que la época actual representa un estadio de tránsito que se produce irremisiblemente en determinadas condiciones; que hay, por lo tanto, otros determinados estados postreros, no sólo los modernos occidentales, y que esos estados postreros han existido ya en la historia pasada más de una vez, y que el porvenir del Occidente no consiste en una marcha adelante sin término, en la dirección de nuestros ideales presentes y con espacios fantásticos de tiempo, sino que es un fenómeno normal de la historia, limitado en su forma y duración; fenómeno inevitable que se extiende a pocos siglos y que, por los ejemplos antecedentes, puede ser estudiado y previsto en sus rasgos esenciales.

Cuando se ha alcanzado esta altitud contemplativa, todos los frutos se le vienen a uno a las manos. En un solo pensamiento se anudan y resuelven sin esfuerzo todos los problemas particulares de la historia de las religiones, de la historia del arte, de la crítica del conocimiento, de la ética, de la política, de la economía, que preocupan a los pensadores modernos desde hace años con pasión, pero sin éxito definitivo.

Este pensamiento es una verdad que, si se expresa con toda claridad, no podrá ser combatida. Pertenece a las necesidades íntimas de la cultura occidental, a su modo de sentir el universo. Es capaz de cambiar por completo la concepción de la vida de quienes lo comprendan en su integridad, es decir, se lo apropien íntimamente. Hoy ya podemos prever las grandes líneas futuras de la evolución histórica presente, que hasta ahora hemos considerado retrospectivamente, como un todo orgánico; y esta nueva posibilidad hace más profunda la imagen del mundo, que nos es natural y necesaria. Sólo el físico, con sus cálculos, pudo hacerse la ilusión de conseguir semejantes resultados. Esto significa, repito, substituir en la historia la visión de Tolomeo por la de Copérnico, es decir, ensanchar infinitamente el horizonte de la vida.

Hasta hoy éramos libres de esperar del futuro lo que quisiéramos. Donde no hay hechos manda el sentimiento. Pero en adelante será un deber para todos preguntar al porvenir qué es lo que puede suceder, lo que sucederá con la invariable forzosidad de un sino, y qué lo que no depende de nuestros ideales privados, de nuestras esperanzas y deseos. Empleando la palabra «libertad», tan equívoca y peligrosa, podemos decir que ya no tenemos libertad para realizar esto o aquello, sino lo prefijado o nada. Sentir esta situación como «buena» es, en última instancia, lo que caracteriza al realista. Lamentarla y censurarla no significa cambiarla. El nacimiento trae consigo la muerte, y la juventud la vejez. La vida tiene su forma y una duración prefijada. La época actual es una fase civilizada, no una fase culta; lo cual excluye por imposible toda una serie de contenidos vitales. Ello podrá lamentarse, y los lamentos podrán revestir la forma de una filosofía o de una lírica pesimista — como en efecto sucederá —; pero no es posible evitarlo. De aquí en adelante nadie podrá sinceramente abrigar la convicción de que hoy o mañana van a realizarse o tomar vuelos sus ideales predilectos, aun cuando la experiencia histórica se pronuncie en contra.

Estoy preparado contra la objeción de que un cuadro del mundo que, como éste, da seguridades sobre las directivas generales del futuro y corta de raíz largas esperanzas es enemigo de la vida. Muchos pensarán que habría de resultar fatal, si en lugar de una simple teoría llegase a ser la concepción práctica del grupo de personalidades que verdaderamente influyen en la formación del futuro.

No es ésa mi opinión. Somos hombres civilizados, no hombres del gótico o del rococó. Hemos de contar con los hechos duros y fríos de una vida que está en sus postrimerías y cuyo paralelo no se halla en la Atenas de Pendes, sino en la Roma de César. El hombre del Occidente europeo no puede ya tener ni una gran pintura ni una gran música, y sus posibilidades arquitectónicas están agotadas desde hace cien años. No le quedan más que posibilidades extensivas. Pero yo no veo qué perjuicios puede acarrear el que una generación robusta y llena de ilimitadas esperanzas se entere a tiempo de que una parte de esas esperanzas corren al fracaso. ¡Y aunque fuesen las más preciadas! El que valga algo, sabrá salvarse. Sin duda, para algunos será una tragedia el convencerse, en los años decisivos, de que ya no queda nada que hacer ni en la arquitectura, ni en el drama, ni en la pintura. Pues bien: ¡que sucumban! Hasta ahora se había convenido unánimemente no admitir en esto limitación alguna; creíase que cada época tiene, en cada esfera, su propio problema; se descubría este problema, a veces con violencia y mal talante; y en todo caso, sólo después de la muerte se comprobaba si aquella creencia era o no fundada, y si la labor de una vida había sido necesaria o superflua. Pero el que no sea un simple romántico rechazará tal subterfugio. No es éste el orgullo que caracterizaba a los romanos. ¿Qué nos importan los que prefieren, ante una mina agotada, que les digan: «mañana se descubrirá aquí un nuevo filón» —como hace ahora el arte con la creación de insinceros estilos— en lugar de enseñarles los ricos yacimientos de arcilla que están al lado sin explotar? Considero esta doctrina como un gran beneficio para las generaciones venideras, porque les enseñará a discernir entre lo que es posible y, por lo tanto, necesario, y lo que no cuenta entre las posibilidades internas de la época. Estamos desperdiciando enormes cantidades de espíritu y de fuerza en empresas mal orientadas. El europeo occidental, por históricamente que sienta y piense, cuando llega a cierta edad, no tiene conciencia clara de su propia dirección. Tantea, bucea y se desvía si las circunstancias exteriores no le son favorables. Pero la labor de los siglos le da por fin ahora la posibilidad de contemplar su vida en relación con toda la cultura, y de averiguar lo que puede y debe hacer. Si bajo la influencia de este libro, algunos hombres de la nueva generación se dedican a la técnica en vez de al lirismo, a la marina en vez de a la pintura, a la política en vez de a la lógica, harán lo que yo deseo, y nada mejor, en efecto, puede deseárseles.

Réstanos determinar la relación entre la morfología de la historia universal y la filosofía. Toda auténtica reflexión histórica es auténtica filosofía, o es sólo labor de hormigas. Pero el filósofo sistemático comete un grave error cuando piensa en lo que van a durar sus conclusiones. No advierte que los pensamientos viven en un mundo histórico, y que, por lo tanto, comparten el sino general y son también efímeros. Cree que el pensamiento superior tiene un objeto eterno e inmutable, que las grandes preguntas son siempre las mismas y que al cabo podrán ser contestadas algún día.

Pero pregunta y respuesta son en este orden una misma cosa. Toda gran pregunta, que lleva en su seno el apasionado deseo de una determinada respuesta, posee la exclusiva significación de un símbolo vital. No hay verdades eternas. Toda filosofía es expresión de su tiempo y sólo de él. No hay dos épocas que tengan las mismas intenciones filosóficas; claro es que me refiero a la verdadera filosofía y no a minucias académicas sobre las formas del juicio o las categorías del sentimiento. La diferencia no debe establecerse entre teorías inmortales y teorías efímeras, sino entre teorías que viven un cierto tiempo y teorías que no viven nunca. La inmortalidad de los pensamientos que se producen en el mundo es una ilusión. Lo esencial es el hombre que en ellos se realiza. Cuanto más grande es el hombre, más verdadera la filosofía, en el sentido de esa verdad interior de las grandes obras artísticas, que es independiente de la certidumbre y coherencia lógica. A lo sumo puede la filosofía absorber el contenido de una época, realizarlo, y habiéndole dado forma, habiéndolo encarnado en personalidad e idea, entregarlo a la evolución subsecuente. La vestidura y máscara científicas de una filosofía no significan nada. No hay nada más sencillo que construir un sistema, en substitución de pensamientos que no se tienen. Y hasta un buen pensamiento posee escaso valor si es pensado por un espíritu superficial. Lo que le da importancia a una teoría es su necesidad para la vida.

Por eso me parece que el mejor medio para apreciar lo que vale un pensador es estudiar cómo ha visto los grandes hechos de su tiempo. Pronto se advertirá, en efecto, si se trata simplemente de un hábil constructor de sistemas y principios, que se mueve con maña y erudición entre definiciones y análisis, o si es el alma misma de su época la que habla por su obras e intuiciones. Un filósofo que no se apodera también de la realidad y la domina no es nunca de primera fila. Los presocráticos fueron grandes mercaderes y políticos. Platón estuvo a punto de perder la vida por querer realizar sus ideales políticos en Siracusa. El mismo Platón descubrió la serie de teoremas geométricos que permitieron a Euclides construir el sistema de la matemática antigua. Pascal — a quien Nietzsche conoce tan sólo por «el cristiano roto» —, Descartes, Leibniz, fueron los primeros matemáticos y técnicos de su tiempo.

Los grandes «presocráticos» de China, desde Kwantsi hasta Confucio, fueron hombres de Estado, gobernantes, legisladores, como Pitágoras y Parménides, Hobbes y Leibniz. Hasta Laotsé, enemigo de todo poder público y de toda gran política, místico defensor de un ideal de pequeñas comunidades pacíficas, no aparece en la filosofía china la tendencia a separarse del mundo y de la vida activa y a formar una filosofía de cátedra y de escuela. Pero Laotsé fue en su tiempo — el ancien régime de China — una excepción que se contrapone a aquel tipo fuerte de filósofos para quienes la teoría del conocimiento era la ciencia de los grandes problemas de la vida real.

Y en esto encuentro yo una grave objeción contra todos los filósofos del pasado reciente: carecen de rango, de importancia en la vida real. Ninguno de ellos ha influido, por medio de un acto o de una idea poderosa, en faceta alguna de la gran realidad, ni en la alta política, ni en el desarrollo de la técnica moderna, de las comunicaciones o de la economía. Ninguno cuyo nombre se cite en la matemática, en la física, en la ciencia política, como aún se citaba el nombre de Kant en la ciencia de su tiempo. Basta volver la mirada hacia otras épocas para comprender lo que esto significa. Confucio fue ministro varias veces. Pitágoras organizó un movimiento político muy importante, que recuerda el Estado de Cromwell; desgraciadamente, la ciencia de la Antigüedad no le ha concedido la atención que merece. Goethe, cuya gestión ministerial es un modelo, y a quien por desgracia faltó una gran ciudad en donde desarrollar sus iniciativas, sintió vivo interés por la construcción de los canales de Suez y de Panamá y predijo con notable exactitud la fecha en que habían de hacerse y los efectos que tendrían para el comercio. La vida económica de América, su repercusión en la vieja Europa, el florecimiento de la industria fabril, preocuparon mucho a Goethe. Hobbes fue uno de los que idearon el plan gigantesco de la conquista de Sudamérica para Inglaterra; y aunque no llegó a ejecutarse y se redujo a la ocupación de Jamaica, queda a su autor la gloria de haber sido uno de los fundadores del imperio colonial inglés. Leibniz, el espíritu más poderoso de la filosofía occidental, fundador del cálculo diferencial y del analysis situs, colaboró en numerosos planes de alta política y compuso para Luis XIV una memoria, en la que, con el fin de desviar de Alemania las ambiciones del Rey Sol, exponía la importancia de Egipto para la política mundial francesa. Sus pensamientos se adelantaron tanto a su época (1672), que se ha llegado a creer si Napoleón los conocía cuando planeó la expedición a Oriente. Leibniz demostraba ya entonces lo que Napoleón empezó a ver claramente desde Wagram; esto es, que las conquistas sobre el Rin y Bélgica no podían mejorar a la larga la posición de Francia y que el istmo de Suez iba a ser la clave del dominio sobre el mundo. Sin duda el rey no estuvo a la altura de las profundas reflexiones políticas y estratégicas del filósofo.

Mas si dejando a estos grandes hombres volvemos la mirada hacia los filósofos actuales, ¡qué vergüenza!, ¡qué insignificancia personal!, ¡qué mezquino horizonte práctico y espiritual! El mero hecho de figuramos a uno de ellos en el trance de demostrar su principado espiritual en la política, en la diplomacia, en la organización, en la dirección de alguna gran empresa colonial, comercial o de transportes, nos produce un sentimiento de verdadera compasión. Y esto no es señal de riqueza interior, es falta de enjundia. En vano busco a uno que se haya hecho ilustre por algún juicio profundo y previsor sobre cualquiera cuestión decisiva del presente. No encuentro más que opiniones provincianas, como las puede tener cualquiera. Cuando tomo en las manos un libro de un pensador moderno, me pregunto si el autor tiene alguna idea de las realidades políticas mundiales, de los grandes problemas urbanos, del capitalismo, del porvenir del Estado, de las relaciones entre la técnica y la marcha de la civilización, de los rusos, de la ciencia. Goethe hubiera entendido y amado todas estas cosas. Entre los filósofos vivientes no hay uno solo capaz de do minarlas con la mirada. Todo ello, lo repito, no es contenido de la filosofía; pero es un síntoma indudable de su interior necesidad, de su fertilidad, de su rango simbólico.

No nos forjemos ilusiones sobre la importancia de este resultado negativo. Es evidente que se ha perdido la visión para el sentido último de la actividad filosófica. Se confunde ésta con la predicación, la propaganda, el folletón o la ciencia especializada. Se ha descendido de la perspectiva del pájaro a la perspectiva de la rana. Se trata nada menos que de saber si una verdadera filosofía es en absoluto posible hoy o mañana. Si no lo es, más valiera hacerse ingeniero o plantador, dedicarse a algo verdadero y real, en vez de andar machacando añejos temas con el pretexto de dar «un nuevo impulso al pensamiento filosófico». Mejor es construir un motor de aviación que una nueva y superflua teoría de la percepción. Mísero en verdad es el contenido de la vida que consiste en formular una vez más, cambiándolas un poco, las viejas opiniones de cien predecesores sobre el concepto de la voluntad y el paralelismo psicofísico. Puede que tal cosa sea un oficio, pero no es filosofía. Lo que no apresa y transforma la vida toda de una época hasta sus más hondas profundidades, mejor es callarlo. Y lo que aun ayer era posible, hoy ya no es, cuando menos, necesario.

Amo la hondura y sutileza de las teorías matemáticas y físicas, frente a las cuales la estética y la filología resultan unos tanteos burdos, con aciertos fortuitos. Por las formas suntuosamente claras e intelectuales de un transatlántico, o un horno alto, o una máquina de precisión; por la sutileza y elegancia de ciertos procedimientos químicos y ópticos, doy con gusto toda la guardarropía estilística del arte actual, incluso la pintura y la arquitectura. Prefiero un acueducto romano a todos los templos y estatuas imperiales. Amo el Coliseo y las bóvedas gigantescas del Palatino porque la masa parda de sus cuerpos de ladrillo representa el verdadero romanismo, el grandioso sentido de los hechos que tenían sus constructores. En cambio, esos edificios me dejarían indiferente si hubieran conservado la pompa vana y presuntuosa de los mármoles cesáreos en sus estatuas, frisos y recargados arquitrabes. Contemplad una reconstrucción de los foros imperiales y veréis en ella la fiel correspondencia de las modernas exposiciones universales, donde todo es llamativo y enorme, vana ostentación de materiales y dimensiones, extraña por completo a los griegos del tiempo de Pendes o a los hombres del rococó. De igual manera las ruinas de Luksor y de Karnak, época de Ramsés II, representan la modernidad egipcia en el año 1300 antes de Jesucristo. Con razón despreciaba el buen romano al graeculus histro, «artista» y «filósofo» trasplantado al suelo de la civilización latina. La filosofía y las artes no eran ya de aquel tiempo; estaban agotadas, gastadas y, además, eran superfluas. El instinto de las realidades vitales se lo decía al romano. Una ley romana pesaba entonces más que todas las líricas y metafísicas de las escuelas. Y yo sostengo que muchos inventores diplomáticos y financieros de hoy son mejores filósofos que todos esos que se dedican al vulgar oficio de la psicología experimental. Ésta es una situación que se repite siempre en cierto estadio de la historia. Sería absurdo que un romano de alto valer espiritual, en vez de mandar un ejército como cónsul o pretor, o de organizar una provincia, o de construir ciudades y vías, o de «ser el primero» en Roma, se hubiera marchado a Atenas o a Rodas a empollar tal o cual matiz nuevo de las escuelas postplatónicas. Naturalmente, ninguno lo hizo. Repugnaba al curso del tiempo; sólo podía atraer a hombres de tercera fila, siempre detenidos en el espíritu de anteayer. Y es un problema muy grave el de averiguar si este estadio ha comenzado ya para nosotros o todavía no.

Un siglo de actuación puramente extensiva, que excluye toda elevada producción artística y metafísica — digámoslo en dos palabras: uña época irreligiosa, pues tal es precisamente el concepto de la gran urbe —, es una época de decadencia. Sin duda. Pero nosotros no hemos elegido esta época. ¿Qué le vamos a hacer, si hemos venido al mundo en el ocaso de la civilización y no en el mediodía de la cultura, en la época de Fidias o de Mozart? Todo depende de que nos demos claramente cuenta de esta situación, de este sino, y comprendamos que el engañarse a sí mismo no cambia en nada el estado de las cosas. El que no lo comprenda así, no cuenta entre los hombres de su generación. Es un necio, un charlatán o un pedante.

Antes, pues, de abordar un problema, debe cada cual preguntarse — pregunta a la que ya contesta por instinto el que tiene verdadera vocación — qué cosas son posibles para un hombre de nuestro tiempo y cuáles debe abstenerse de querer. Siempre es pequeño el número de los problemas metafísicos cuya solución le está reservada a una época del pensamiento. Ha transcurrido ya una eternidad entre la época de Nietzsche, en que aún vibraba un postrer destello de romanticismo, y la presente, que ha vuelto la espalda definitivamente a todo lo romántico.

La filosofía sistemática llegó a su plenitud al finalizar el siglo XVIII. Kant dio a sus extremas posibilidades una forma grandiosa y — para el espíritu occidental — definitiva en muchos puntos. Tras él viene, como tras Platón y Aristóteles, una filosofía específicamente urbana, no especulativa, sino práctica, irreligiosa, ético-social. Esta filosofía, que en la civilización china corresponde a las es cuelas del «epicúreo» Yangchu, del «socialista» Mohdsi, del «pesimista» Chvang-tsi, del «positivista» Meng-tse, y en la antigua a los cínicos, cirenaicos, estoicos y epicúreos, comienza en Occidente con Schopenhauer, que fue el primero que puso en el centro mismo de su pensamiento la voluntad de vivir, fuerza creadora de la vida. Pero lo que obscurece la tendencia profunda de su doctrina es el haber conservado, bajo el influjo de una gran tradición, las vetustas distinciones entre el fenómeno y la cosa en sí, la forma y el contenido de la intuición, el entendimiento y la razón. Esa voluntad vital, creadora, es la que Tristán niega, a la manera de Schopenhauer, y Sigfredo afirma, a la manera de Darwin; es la que Nietzsche ha formulado en Zaratustra con brillante teatralidad; es la que ha dado ocasión al hegeliano Marx para una hipótesis económica y al maltusiano Darwin para una hipótesis zoológica, las cuales, de consuno y sin ser notadas, han transformado el sentido del universo que anima al europeo occidental, habitante de las grandes urbes; es, en fin, la que, desde la Judit, de Hebbel, hasta el Epílogo, de Ibsen, ha producido una serie de concepciones trágicas de idéntico tipo, agotando de este modo el círculo de las verdaderas posibilidades filosóficas.

La filosofía sistemática queda ya para nosotros infinitamente lejos. Y la filosofía ética ha terminado. Resta una tercera posibilidad para el espíritu occidental, la que corresponde al escepticismo helénico, la que se caracteriza por el método, hasta ahora desconocido, de la morfología histórica comparativa. Una posibilidad quiere decir una necesidad. El antiguo escepticismo es ahistórico; duda, diciendo simplemente «no».

El escepticismo occidental deberá ser absolutamente histórico si ha de poseer necesidad interna, si ha de ser símbolo de esta nuestra alma que declina hacia su término. Su nervio consiste en comprenderlo todo como relativo, como fenómeno histórico. Procede psicológicamente. La filosofía escéptica aparece en el helenismo como negación de la filosofía, que declara inútil y sin finalidad. Nosotros, en cambio, tomamos la historia de la filosofía como último tema serio de la filosofía. La skepsis es eso: renunciar a los puntos de vista absolutos. La renuncia griega consiste en sonreír sobre el pasado intelectual; la renuncia nuestra, en concebirlo como un organismo.

En el presente libro intentamos bosquejar esa «filosofía afilosófica» del futuro, la última del occidente europeo. El escepticismo es la expresión de una civilización pura; descompone la imagen del mundo, que nos ha legado la cultura pasada. Todos los viejos problemas se disuelven en la investigación de las génesis. La convicción de que todo lo real es un producto, de que todo lo cognoscible, que nos parece naturaleza, procede de algo histórico, el mundo, en cuanto realidad, de un yo en cuanto posibilidad que en aquel se realiza; el conocimiento de que no sólo el «qué», sino también el «cuándo» y el «cómo» encierran un profundo secreto, nos conduce al hecho siguiente: todo, sea lo que fuere, debe ser también expresión de algo que vive. Los conocimientos y las valoraciones son también actos de hombres vivos. Para la anterior filosofía, la realidad externa era un producto del conocimiento y una ocasión de valoraciones éticas; para la filosofía de este estadio final, la realidad es ante todo un símbolo. La morfología de la historia universal se convierte necesariamente en una simbólica universal.

Así se derrumba también la pretensión del pensamiento, que se jacta de descubrir verdades universales y eternas. No hay verdades sino con relación a un determinado tipo de hombres. Mi filosofía es ella misma expresión y reflejo del alma occidental, a diferencia, por ejemplo, de la antigua y de la india; y lo es sólo en su actual estadio de civilización. Con esto quedan definidos su contenido, como concepción del mundo, su importancia práctica y los límites de su validez.

Por último, séame permitida una observación personal. En el año 1911 concebí el propósito de escribir un libro de amplios horizontes, sobre ciertos fenómenos políticos del presente, con las conclusiones que para el futuro pudieran sacarse. La guerra mundial, forma exterior inevitable de la crisis histórica, era entonces inminente; y se trataba de comprenderla por el espíritu de los siglos — no de los años — antecedentes. En el curso de aquel primer trabajo  fue arraigando en mí la convicción de que para comprender verdaderamente la época actual era necesario partir de una base mucho más amplia, y de que era imposible en absoluto limitar una investigación de esta índole a una sola época y al solo círculo de los hechos políticos. Mantenerse en la esfera de las reflexiones pragmáticas y renunciar a consideraciones metafísicas y trascendentes era tanto como renunciar también a que los resultados llevasen el sello de una profunda necesidad. Comprendí claramente que un problema político no puede entenderse partiendo de la política misma; hay muchos rasgos esenciales que actúan en las profundidades y que sólo se manifiestan en la esfera del arte y aun en la forma de pensamientos científicos y puramente filosóficos. Me pareció imposible hacer un análisis político-social de los últimos decenios del siglo XIX — época de paz expectante entre dos magnos sucesos, visibles a gran distancia, uno la revolución y el imperio napoleónico, que determinó para cien años el cuadro de la Europa occidental, y otro de igual importancia, por lo menos, que venía acercándose a gran velocidad— a menos de incluir en él los problemas de la realidad en toda su amplitud. Efectivamente, la imagen histórica, como la imagen natural del mundo, no contiene nada que no sea la encarnación de las más profundas tendencias. Así, el tema primitivo hubo de adquirir enormes dimensiones. Muchos problemas sorprendentes y en gran parte nuevos, muchos nexos y relaciones imprevistas, presentáronse ante mis ojos. Por último, comprendí claramente que ningún fragmento de la historia puede ser iluminado por completo si antes no se ha descubierto el secreto de la historia universal, o, mejor dicho, de la historia de la humanidad superior, como unidad orgánica de estructura regular. Y esto justamente era lo que nadie había conseguido hasta entonces.

A partir de aquel instante aparecieron ante mis ojos, cada vez en mayor abundancia, las relaciones — vislumbradas a veces y hasta estudiadas en algunos casos, pero nunca bien comprendidas — que enlazan las formas de las artes plásticas con las de la guerra y la administración del Estado. Comprendí la profunda afinidad que existe entre las formaciones políticas y matemáticas de una misma cultura, entre las intuiciones religiosas y técnicas, entre la matemática, la música y la plástica, entre las formas económicas y las del conocimiento. La íntima dependencia que une las más modernas teorías de la física y la química a las representaciones mitológicas de nuestros antepasados germánicos; la perfecta congruencia que se manifiesta en el estilo de la tragedia, de la técnica dinámica y de la actual circulación del dinero; el hecho, al parecer extraño, pero evidente, si se aquilata un poco, de que la perspectiva pictórica, la imprenta, el sistema del crédito, las armas de largo alcance, la música contrapuntística, por una parte, y la estatua desnuda, la polis, la moneda, que inventaron los griegos, por otra parte, son expresiones idénticas de una misma tendencia espiritual; todo eso me apareció con claridad indudable y trajo a plena luz el hecho de que esos poderosos grupos de afinidades morfológicas, cada uno de los cuales expresa simbólicamente una índole humana en el conjunto de la historia, tienen una estructura rigurosamente simétrica. Esta perspectiva es la que descubre el verdadero concepto de la historia. Y como ella, a su vez, es síntoma y expresión de una época; como no es interiormente posible y, por lo tanto, necesaria, sino hoy y para el europeo occidental sólo puede compararse con ciertas intuiciones de la matemática novísima, en la esfera de los grupos de transformación, y aun eso de lejos. Estos pensamientos eran los mismos que venían asaltándome desde hacía varios años, si bien con muchas obscuridades e imprecisiones Pero en esta ocasión se me presentaron, en fin, en forma palpable.

Vi la época presente — la guerra mundial que se acercaba — bajo un prisma muy distinto. Ya no fue para mí una constelación singular de hechos fortuitos, consecuencia de aspiraciones nacionales, actuaciones personales, tendencias económicas, a los que el historiador imprime una unidad y una necesidad aparentes, aplicándoles un esquema mecánico de índole política o social; fue el tipo de un acto histórico que, dentro de un gran organismo histórico, de extensión exactamente delimitada, ocupa un lugar que la vida misma tiene prefijado desde hace siglos. La gran crisis se manifiesta por un sinnúmero de apasionantes problemas e intuiciones que han salido a la luz del día en mil libros y proclamas. Estos problemas, dispersos, aislados, estudiados en el reducido marco de una disciplina particular, han podido a veces excitar, deprimir y confundir el espíritu, nunca, empero, libertario. Son conocidos, pero nadie comprende su identidad. Me refiero a los problemas del arte, que no han sido planteados en su verdadera significación y que constituyen la base de todas las discusiones sobre forma y contenido, línea o espacio, dibujo o pintura, concepto del estilo, sentido del impresionismo, música de Wagner; me refiero a la decadencia del arte, a la creciente duda sobre el valor de la ciencia, a los difíciles problemas que nacen del predominio de la urbe sobre la aldea, a la falta de hijos, al abandono de los campos, a la importancia social de la fluctuante cuarta clase; a la crisis del socialismo, del parlamentarismo, del racionalismo; a la relación del individuo con el Estado; al problema de la propiedad y al del matrimonio, que de la propiedad depende; y, en esferas al parecer totalmente distintas, a los numerosísimos trabajos sobre psicología de los pueblos, sobre mitos y cultos, sobre los orígenes del arte, de la religión y del pensamiento, que súbitamente aparecen tratados, no en sentido ideológico, sino en sentido estrictamente morfológico. Todos estos problemas aspiran a descifrar el misterio único de la historia, misterio que nunca se ha manifestado a la conciencia con suficiente claridad. Todos éstos no son múltiples y distintos problemas, sino uno y el mismo problema. Cada investigador ha vislumbrado algo; mas ninguno ha sabido salir de su punto de vista estrecho para hallar la única solución comprensiva, que estaba en el aire desde los tiempos de Nietzsche. Pero éste, que tuvo ya en sus manos los problemas decisivos, no se atrevió — ¡romántico! — a mirar cara a cara la severa realidad.

He aquí por qué era también profundamente necesaria esta teoría; tenía que producirse, como remate y conclusión de las anteriores, y no podía producirse más que en este momento. No es un ataque a las ideas y obras del presente. Es más bien una confirmación de todo cuanto viene haciéndose y buscándose desde hace varias generaciones. Este escepticismo manifiesta el núcleo de las tendencias vivas que actúan en todas las disciplinas particulares, sea cual sea su propósito especial.

Pero, sobre todo, logré formular al fin la oposición que nos permite descubrir la esencia de la historia: la oposición entre historia y naturaleza. Repito: el hombre, como elemento y sustentáculo del universo, no sólo es miembro de la naturaleza, sino también de la historia, que es un segundo cosmos de distinto orden y distinto porte, harto descuidado por la metafísica, en favor del primero. Lo que me condujo a mis iniciales reflexiones sobre este problema fundamental de nuestra conciencia del universo fue el observar que el historiador actual se aplica a conocer los sucesos aprehensibles por los sentidos, los productos, creyendo que así ha captado la historia, es decir, el producirse, el acontecer, el devenir mismo; prejuicio común a todos los que conocen por el entendimiento sólo, sin acudir a la intuición [42], prejuicio que desconcertó ya a los grandes eleáticos, cuando afirmaron que no hay devenir, para el que conoce, sino solamente ser. Dicho de otro modo: el historiador ha visto la historia como si ésta fuera naturaleza, en el sentido del objeto del físico, y la trata en consecuencia. De aquí el gravísimo error que consiste en aplicar al cuadro del acontecer los principios de causalidad, ley, sistema; esto es, la estructura de la realidad mecánica. El historiador se ha conducido como si hubiera una cultura humana, única, universal, semejante a la electricidad o a la gravitación y con iguales posibilidades de análisis en lo esencial; ha sentido la ambición de copiar los hábitos del físico, indagando, v. gr., qué sea lo lógico, el Islam, la antigua polis, y no ha pensado en averiguar por qué esos símbolos de un ser viviente tuvieron que aparecer justamente entonces y allí, en tal forma y con tal duración. Cuando ha percibido alguna de las innumerables semejanzas entre dos fenómenos históricos, separados por mucho tiempo y espacio, el historiador se ha contentado con registrarla, escribiendo una ingeniosa nota sobre lo admirable de la coincidencia, v. gr., sobre Rodas, «Venecia de la Antigüedad», o Napoleón, nuevo Alejandro; pero sin comprender que ahí precisamente es donde surge el problema del sino, el problema propio de la historia — el problema del tiempo —; que ahí es donde hace falta apelar a la máxima enjundia de una psicología científica; que ahí es donde precisa buscar la respuesta a la pregunta fundamental: ¿qué necesidad, de índole enteramente distinta a la mecánica, actúa en esta esfera? Comprender que todo fenómeno manifiesta un enigma metafísico; que no se presenta nunca indiferentemente en una época cualquiera; que es preciso indagar cuál sea ese otro nexo viviente que existe en el mundo, además del inorgánico y natural — el mundo es la irradiación del hombre todo, y no, como Kant creía, del hombre en cuanto que conoce — que un fenómeno no sólo es un hecho para el entendimiento, sino una expresión del alma; no sólo un objeto, sino también un símbolo, desde las más sublimes creaciones religiosas y artísticas hasta las menudencias de la vida diaria; comprender todo esto era, filosóficamente, una novedad.

Por último, percibí claramente la solución, en trazos inmensos, con íntima necesidad, solución reducida a un solo principio, que había que encontrar y que nadie hasta entonces había encontrado, que venía persiguiéndome y atrayéndome desde mi juventud, que me torturaba, porque lo sentía presente, como un problema, sin poder apresarlo. Así, de aquella circunstancia, algo accidentada, ha nacido este libro, expresión provisional de una nueva imagen del universo, con todas las deficiencias inevitables en un primer ensayo — bien lo sé — incompleto y seguramente no exento de contradicciones. Contiene, sin embargo, según mi convicción, la fórmula irrefutable de un pensamiento que, lo repito, no podrá ser combatido una vez que haya sido expresado.

El tema estricto es, pues, el análisis de la decadencia de la cultura occidental. Pero mi propósito es exponer toda una filosofía, con su método característico —que habrá de hacer aquí sus pruebas— consistente en una morfología comparativa de la historia universal.

El trabajo se divide naturalmente en dos partes. La primera, «Forma y realidad», parte del lenguaje de formas que nos hablan las grandes culturas, intenta penetrar hasta las últimas raíces de sus orígenes y establece así los fundamentos de una simbólica. La segunda, «Perspectivas de la historia universal», parte de los hechos de la vida real y, analizando la práctica histórica de la humanidad superior, intenta extraer la quintaesencia de la experiencia histórica, base que nos permite predecir la forma de nuestro futuro.

Los cuadros siguientes presentan una sinopsis de los resultados a que llega esta investigación. También podrán servirle al lector para hacerse una idea de la fecundidad y alcance del nuevo método.